Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

jueves, 26 de julio de 2012

El muchacho sin nombre


Eranse una vez una hombre y una mujer a los cua­les no les había concedido hijos el Señor. Una no­che el marido, cuando regresaba de las tierras con la yunta, se encontró al llegar a su casa con un derviche apoyado en la esquina del muro. El der­viche rogó al labriego que lo aceptara como huésped en ca­sa, pues venía de muy lejos y no tenía donde alojarse. El hombre aceptó. Hacía unos cinco días que había comenza­do el ramadán. Poco después el hombre le dijo a su mujer que les sirviera la cena y saliera a escuchar la plegaria para poder interrumpir el ayuno.
Cuando hubieron comido, el derviche preguntó al dueño de la casa si tenían algún hijo. El anfitrión le respondió:
-No, querido derviche; yo tengo cincuenta años, mi mu­jer tiene cuarenta y el señor, en su magnanimidad, no ha te­nido a bien conce-dernos hijos, aunque no creo que se deba a que seamos personas impías.
El derviche abrió el libro, en busca del futuro de aquella familia. Al cabo de un rato, tras haber leído algunas páginas, dijo que el señor habría de darles un hijo, pero no debían ponerle ningún nombre hasta que él regresara por allí.
Al cabo de dos años sucedió en efecto tal como había di­cho el derviche: tuvieron un hijo, al dejaron sin nombre. El muchacho creció y llegó a la edad de quince o dieciséis años. Sus compañeros se burlaban de él gritándole: Eh, tú, muchacho sin nombre, chico sin nombre.
Hasta que el muchacho sin nombre se enfadó tanto que, un día, reunió a sus amigos para que le rogaran a su padre que le pusiera un nombre. Pero su padre se negaba a escu­charles; tenía miedo de perder a su hijo, a causa de lo que les había dicho el derviche: "Si le ponéis nombre al niño que hoy os concedo antes de que yo regrese, lo perderéis."
No quiso permanecer más tiempo el joven con sus pa­dres, y se fue; caminaba por el interior de un bosque cuan­do encontró una peña. Se abría en ella una cueva, en cuyo interior vio a un anciano con los ojos cegados. El anciano tenía ovejas allí dentro. El muchacho le rogó que le diera cobijo por aquella noche, pues de lo contrario tendría que pasarla al raso. Aceptó el viejo de buena gana, le hizo gran­des honores y para cenar mató un carnero. Tras la comida, el muchacho le preguntó si tenía algún hijo, a lo que éste respondió que no tenía ninguno y le pidió al joven que se convirtiera en su hijo. El muchacho lo aceptó como padre de todo corazón.
Al día siguiente le dijo al anciano que se quedara allí, pues con su ceguera caminaba con gran dificultad; el reba­ño lo llevaría a pastar él mismo. El viejo no quería que el muchacho saliera con el ganado, pero al comprobar que sentía grandes deseos de hacerlo, se lo permitió, aunque con una advertencia: Hijo, existe un huerto cuyo muro está ro­deado de naranjos, allí se encuentran aquellas a las que el Señor otorgó el baile [1], por tanto no lleves el rebaño a aquel lugar, pues si lo haces quedarás ciego al igual que yo.
El joven salió con el rebaño y lo condujo precisamente a aquel huerto y él mismo se sentó junto al muro y se pu­so a tocar la flauta. Poco después aparecieron los genios y acto seguido se pusieron a bailar al son de la música. Por la tarde, cuando llevó de vuelta las ovejas a la cueva, el an­ciano les salió a recibir y comenzó a acariciar un carnero negro. Enseguida se dio cuenta de que había llevado el re­baño al huerto, de modo que empezó a aconsejar nueva­mente al muchacho diciéndole: "No las lleves te digo, si lo haces las ovejas enfermarán y tú quedarás ciego". A pesar de todo el muchacho las llevaba allí todos los días.
Un día se le apareció en aquel huerto el rey de los genios y le dijo: "No sigas, estás agotando a mis soldados, qué quieres que te conceda a cambio de que no continúes to­cando". A lo que el muchacho respondió que no quería na­da para sí, únicamente, le dijo, la hierba con la que curar los ojos de su padre. El rey reunió a todas las genios y les pre­guntó si alguna había pisado a un viejo. Todas ellas le res­pondieron a coro: "No". El rey pidió entonces al muchacho que esperara, pues aún no había llegado una que era coja. Por fin pudo preguntarle a la coja, quien le respondió que en efecto le había pisado, y que por eso el anciano había quedado cegado de ambos ojos. Luego el rey le entregó al muchacho la hierba con que debía curárselos.
Al regresar a la cueva por la tarde, el joven frotó los ojos del anciano con la hierba y éste se curó: sus dos ojos se abrieron y recuperaron la visión que habían tenido.
Después de aquello, el anciano cogió al joven de la mano y le mostró siete estancias que había dentro de la cueva. Ca­da una de ellas contenía cosas necesarias para la vida del hombre: una de ellas estaba llena de multitud de monedas y objetos valiosos. Una por una, le mostró el anciano todas las estancias, excepto una. Aquella no la abrió y le dijo de ella: "Ésta es tuya también, pero aún no ha llegado el mo­mento de que te la muestre". El muchacho sintió gran cu­riosidad por saber lo que había dentro.
Un día, el joven fue como de costumbre al huerto y se puso a tocar la flauta. Al poco salieron las genios, que se pu­sieron a danzar. Cuando se cansaron le pidieron al joven que las dejara descansar un rato. Él les respondió: "No ha­brá descanso si no me decís dónde está la llave de la habita­ción que mi padre no ha querido enseñarme". Las genios le dijeron que la llave de la estancia la tenía el anciano metida entre sus barbas y que podía quitársela cuando el viejo se quedara dormido.
Aquella misma noche, después que el anciano se hubiera dormido, el muchacho cogió la llave de su barba y al día si­guiente dijo que estaba enfermo y que no podía salir con el rebaño. Sintió gran pesar el anciano porque el muchacho hubiera enfermado y se dispuso a partir.
Cuando cabras y ovejas se hubieron marchado, el joven cogió la llave y fue a abrir la estancia. Nada más abrir la puerta relinchó un caballo, que le preguntó: "¿Qué eres tú, hombre o cadáver?" Y tras enterarse de que era hombre, le dijo que se pusiera el capote, se ajustara la espada, cogiera un espejo y un peine y llenara las alforjas de diamantes. Tras poner en práctica todo lo que le había dicho el caballo, sa­lió. Mientras abandonaban la cueva, la espada golpeó en la roca. Entonces el macho negro al que el viejo acariciaba cuando estaba ciego baló y le dijo a su amo: "El chico se marcha con el caballo." Se hurgó el viejo la barba y se dio cuenta de que no tenía la llave. Montó entonces en el chivo negro y corrió en persecución del muchacho. Pero existía un límite más allá del cual.el viejo no podía pasar.
Mientras cabalgaban, el caballo le preguntó si veía algo y el joven le respondió que estaba viendo una niebla negra, que avanzaba por la montaña. Entonces le dijo el caballo: Deja caer el peine. Y el muchacho lo dejó caer. Se llenó el camino de troncos que tornaron muy difícil el paso a sus perseguidores, quienes acabaron atrave-sando sin embargo, aunque a costa de grandes apuros. Después el joven dejó caer el espejo y el camino se cubrió todo de hielo delante del viejo y el chivo. A duras penas lograron atravesarlo también. Otra vez le preguntó el caballo al joven sin veía algo y él respondió: "Estoy viendo un lobo grande que nos persigue". En ese momento el muchacho y el caballo atra­vesaron un gran río, que el viejo no podía cruzar, pues aquel era su límite.
Se detuvo el viejo a la orilla del río y le gritó que se detu­viera al joven, quien continuaba cabalgando. Tiró de las riendas el muchacho y de este modo, el uno en una orilla del río y el otro en la otra, se pusieron a conversar. El viejo le dijo: "Ese caballo también era para ti, pero no te lo había dado porque aún no te había llegado la hora para ello; pero ya que no quieres esperar, llévatelo; te lo digo de todo cora­zón: puedes llevártelo, tú me has hecho mucho bien. Una sola advertencia te hago: De camino, te encontrarás con un caballo muerto al que deberás arrancar la piel y te la lleva­rás; en el lugar donde hoy pernoctes deberás cubrirte tú y tu caballo con la piel que habrás cogido, pues de lo contrario el rey de ese país te dará muerte".
El muchacho tomó en cuenta la advertencia del anciano y cumplió al pie de la letra sus instrucciones. Se les echó en­cima la noche caminando y ya a oscuras llegaron a una ciu­dad, nada más entrar en la cual se cubrieron él y su caballo con la piel del caballo muerto. Se dirigió a una posada y le rogó a su dueño que le permitiera pasar dentro por aquella noche. El otro se negaba a dejarles entrar, pues con la piel del caballo muerto tanto él como su caballo parecían tener la sarna y temía que se pudieran contagiar el resto de los ca­ballos. Pero tras los ruegos del muchacho acabó por aceptar. Lo condujo a una estancia apartada, en la que ambos se des­pojaron de la piel del caballo muerto e inmediatamente la habitación se iluminó con un fuerte resplandor, debido a que tanto el muchacho como el caballo aparecían cubiertos de oro.
Al levantarse a la mañana siguiente, el muchacho necesi­taba lavarse, pero allí no encontró agua, pues solo la había en las tierras del rey de aquel país. Así pues, el joven echó a andar camino de aquellas tierras. Alguien debió de verlo desde el palacio, pues oyó como se cerraba una ventana. Cuando regresó a la posada, el caballo le preguntó si había visto a alguien. El muchacho le respondió: "No he visto a nadie, pero oí como se cerraba una ventana en el palacio del rey." Un buen día, un lugareño le llevó al rey tres sandías. Una de ellas, por estar demasiado madura, estaba casi parti­da por la mitad, otra sólo un poco, mientras que la tercera acababa de madurar. El rey preguntó a sus consejeros qué significado tenían aquellas tres sandías. Ellos le respondie­ron que aquellas tres sandías eran las tres hijas del rey: la sandía más rajada era la mayor, a la que ya se le había pasa­do la edad de casarse; la menos rajada era la mediana, a la que acababa de pasársele la edad de contraer matrimonio; la sandía en plena sazón era la hija menor, la cual se encon­traba en la edad justa para encontrarle marido.
Dio entonces el rey la orden de que todo su pueblo se congregara en cierto lugar y, una vez estuvo toda la gente reunida, condujo allí a sus tres hijas. La mayor aceptó como esposo al hijo de un visir, la mediana al hijo del gran visir, la pequeña no eligió a nadie. El rey preguntó a su pueblo si ha­bía alguien que no hubiera acudido a la reunión. El posade­ro, en casa del cual se alojaba el joven, dijo: "En mi posada duerme un sarnoso". Envió el rey al posadero acompa-ñado de tres guardias para que lo trajeran. El muchacho sin nom­bre no quería acudir, pues le daba vergüenza presentarse ante el rey de aquel modo. Pero el posadero y los guardias lo co­gieron y lo condujeron por la fuerza a la asamblea. Una vez allí, la hija menor del rey tiró una manzana, que fue a caer sobre el muchacho sin nombre. El rey, como no quería en­tregarle su hija a aquel personaje harapiento, dijo al pueblo que había caído sobre él por error. Tres veces arrojó la joven la manzana y las tres veces cayó sobre el muchacho sin nom­bre. De esta forma no hubo más remedio que entregarle la ija menor del rey al muchacho que parecía sarnoso.
Pasó el tiempo y el rey se negaba a ver siquiera a su hija menor, por haber elegido por esposo a un hombre sarnoso, de modo que no la aceptaba en su palacio, mientras obse­quiaba con frecuencia a las dos mayores.
Cuando iba a la guerra a combatir contra sus enemigos, el rey convocaba a los esposos de sus hijas mayores para que lo acom-pañaran, sin embargo no llevaba consigo al yerno sarnoso. Este, no obstante, en cuanto los otros se alejaban de la ciudad, se detenía junto a un arroyo y allí se despojaba de la piel del caballo muerto, se la quitaba también a su ca­ballo y le decía a éste: "Ahora echarás a volar y te lanzarás en mitad del ejército enemigo". El caballo hacía tal como le or­denaba su amo: salía volando, caía sobre las tropas enemigas y de este modo tantos degollaba el muchacho con su espada como descalabraba él con su patas. Como resultado de ello, siempre que el joven acudía a una batalla, el rey salía triun­fante.
En un apretado combate, el muchacho sin nombre per­dió un dedo. Se presentó entonces ante el rey, quien no pu­do reconocerlo, pues iba despojado de la piel, y le pidió que le vendara el dedo con una tela. El rey, después de curarle la herida, como recompensa por las hazañas realizadas en la batalla, le regaló tres manzanas y un pañuelo de bolsillo. El muchacho no se comió las manzanas, sino que, junto con el pañuelo, las guardó en su bolsa.
En una batalla posterior, al rey le saltó pólvora a los ojos y de resultas de ello quedó ciego. Acudieron muchas perso­nas a verlo y todas le dijeron que para que sus ojos sanaran debía encontrar leche de corzo.
Hizo llamar un día el rey a los esposos de sus hijas mayo­res y les pidió que fueran en busca de la leche de corzo a un lejano paraje donde se unían dos montañas. Satisfechos de poder servirle, los yernos le prometieron que cumplirían su encargo.
El muchacho sin nombre también se había enterado del asunto, de forma que el mismo día en que partieron sus cu­ñados en busca de la leche de corzo, lo hizo también él, dándoles alcance en el camino. Lo acogieron ellos con bur­las y al poco los dejó. Después se detuvo junto a un arroyo, se quitó la piel y a continuación echó a volar con su caballo. Llegó al lugar donde se encontraban las dos montañas y en el mismo punto de unión se le enganchó la cola al caballo, cuyo extremo se partió, aunque sin producirle ningún daño. Allí mismo encontró la leche de corzo. Después de recogerla, comenzó a golpear un corcho con una vara. Aparecieron unas cabras monteses, las ordeñó y metió su leche en unos frascos. Seguidamente se sentó a la puerta de una cabaña a esperar la llegada de sus cuñados, que siempre se burlaban de él. Poco tiempo después llegaron y no reconocieron al joven, pues no llevaba puesta la piel. Le preguntaron qué cosas vendía en aquel lugar. Él les respondió que leche de corzo, al oír lo cual se alegraron los yernos del rey, creyendo haber encontrado lo que buscaban. El muchacho sin nombre les entregó las bote­llas con leche de cabra montés y ellos partieron satisfechos. Poco tiempo más tarde se puso también él en camino a lo­mos de su caballo, con el que les dio alcance enseguida. Co­mo de costumbre, comenzaron a burlarse del muchacho diciéndole: "¡De modo que también tú querías encontrar la leche de corzo! ¡Pero si no eres capaz de quitarte esas costras y librarte de la sarna, cómo vas a poder hacer el bien a otros!"
Cuando llegaron ante el rey le entregaron la leche y se la untaron en los ojos. Pero inmediatamente comenzaron a dolerle más aún, ya que en lugar de leche de corzo le habían dado leche de cabra. La leche de corzo la tenía el tercer yer­no, cuya sola presencia el rey rechazaba.
Un día el muchacho sin nombre le dijo a su esposa que fuera a rogarle a su madre para que el rey los recibiera. Ella le respondió que el rey no aceptaría, pero que de todos mo­dos lo intentaría. Después de mucho implorarle su mujer, terminó por aceptar. El muchacho sin nombre le dijo a su esposa que nada más franquear el umbral de la estancia del rey, su propio padre, se acercara corriendo hacia él y le un­tara los ojos con la leche de corzo. Así lo hizo ella y al mo­mento los ojos del rey se abrieron y volvió a ver como antes. Le preguntó entonces a su hija quién le había dado aquel ungüento, pero ella, tal como habían acordado, no le confe­só el secreto, se limitó a dejar sobre el lecho aquellas tres manzanas y el pañuelo que tiempo atrás le había regalado el rey a su propio esposo. Tras no pocas averiguaciones, el rey acabó comprendiendo que quien le había devuelto la vista era aquel yerno al que hasta entonces se había negado si­quiera a mirar, y supo también que todas las batallas las ha­bía ganado con su ayuda. Así, poco después, envió aviso de que lo llamaran a su presencia. Pero el muchacho se negó. Por fin, el rey le envió recado con estas palabras: "Ven a ver­me, en caso contrario me obligarás a ir yo hasta ti".
Después de escuchar su recado, el muchacho encargó que le dijeran que aceptaba acudir a su presencia, pero que debe­ría salir a recibirlo en persona. Con gran alborozo, el rey fue caminando a través de los salones para dar la bienvenida a su yerno, quien a partir de aquel mismo día no volvería a cu­brirse, ni el ni su caballo, con la piel del caballo muerto.
Antes de partir para presentarse ante el rey, el muchacho le dijo a su caballo: "Ahora vamos al palacio del rey. ¡Pero tú no debes entrar por la puerta del patio, sino saltando por encima del muro!" Mientras el muchacho atravesaba el ba­zar nadie era capaz de reconocerlo, pues hasta entonces siempre había ido cubierto con la piel del caballo muerto, al igual que su propio caballo. Todos quedaron deslumbrados ante el porte imponente del jinete y su montura. Cuando se acercaron, el palacio entero comenzó a estremecerse con su poderoso cabalgar. Luego, al salvar de un salto el muro del patio y caer en el interior, todos los cristales del palacio sal­taron hechos añicos.
El rey le recibió cariñosamente y le ofreció un lugar pa­ra sentarse, pero él no aceptó. Por fin el rey desplegó aquel pañuelo que le había entregado en la guerra. En mi­tad del pañuelo había un nombre escrito: Sulejman, el nombre que habría de llevar para siempre el muchacho. Pasado el tiempo, el rey le cedió su lugar y le nombró su sucesor. A los dos yernos que tanto se habían burlado del muchacho los puso a su servicio y a sus dos hijas mayores las nombró doncellas de la menor.

110. anonimo (albania)


[1] Se refiere a las shtojzovallë nombre formado por acumulación de shtoi, añadir, conceder, zot, señor, y vallë, baile. Las shtojzovallë son, en cuentos y leyendas, jóvenes de gran hermosura y poderes extraordina­rios, cuya vida transcurre entre cánticos y danzas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario