Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 26 de julio de 2012

El hombre que lo oía todo


Un hombre tenía un carro y una pareja de bueyes. Un buen día, uno de los bueyes se extravió en el monte y hubo de salir en su busca. Después de encontrarlo, lo juntó con el otro, lo unció a la yunta y partió con el carro para cargarlo de leña.
Al llegar a cierto lugar, vio que estaba ardiendo un bosquecillo y sintió una voz de serpiente que gritaba: “¿No hay nadie que quiera salvarme? Haré rico a quien me ayude."
Se detuvo el hombre con el carro, sintió lástima por la serpiente y le preguntó:
-¿Pero cómo voy a hacer para salvarte?
-Echa la zamarra sobre el fuego -le dijo la serpiente, y sujétala con una mano. Yo saltaré por encima.
Lanzó el hombre su zamarra de piel de cabra sobre un matorral ardiente y la serpiente saltó del roble a ella, y de la zamarra al hombro de su salvador. Se asustó al principio el hombre, pero al darse cuenta la serpiente le dijo:
-Como recompensa por haberme salvado, voy a conver­tirte en un rico hacendado. Abre la boca para que me meta dentro. Pero antes debes saber algo más, y es que en el mis­mo lugar en que le reveles a alguien mi existencia, al instan­te habrás de morir sin remedio.
Abrió la boca el compasivo hombre, la serpiente se intro­dujo en su cuerpo... y de inmediato sintió la sensación de que podía oírlo todo. Fue a cortar leña y junto a cada pe­queño roble ante el que se detenía oía que le decían: "¡No me cortes a mí! ¡No me cortes a mí!" De este modo se le hi­zo imposible cortar nada, así que tuvo que cargar el carro con ramas y matorrales secos y regresar a casa.
Por el camino oyó como los dos bueyes hablaban entre ellos. El que había pasado la noche en el establo le decía al que se había extraviado en el monte:
-¡Corre un poco más, a este paso no vamos a llegar nunca!
-Vaya, hermano -le replicó el otro, para ti resulta fácil, pues has estado toda la noche tranquilamente en el pesebre comiendo pienso y paja, mientras que yo me he pasado la noche entera muerto de miedo en el hayedo y sin poder lle­varme a la boca una sola brizna de hierba.
El hombre sintió lástima del buey extraviado y detuvo la yunta en un prado con hierba hasta la rodilla. Soltó a los bueyes del yugo y los dejó pastar, mientras él mismo se sen­taba a descansar a la sombra de un roble. En esto aparecie­ron por allí dos pájaros hablando entre ellos:
-Si ese hombre supiera que, ahí mismo donde está senta­do, encontraría tres bolsas de monedas con sólo arañar un poco el suelo con la mano, no se marcharía sin llevárselas. Pero como no es capaz de oírnos...
-Que me aspen -se dijo el hombre, si no averiguo si es verdad lo que dicen esos pájaros.
Se puso a cavar con las manos y al poco rato encontró tres bolsas repletas de dinero.
-¡Esto sí que es suerte! -se puso a gritar a grandes voces.
-¡Ahora estoy salvado para siempre!
Unció nuevamente los bueyes, cargó los sacos en el carro y partió hacia su casa. Nada más llegar los enterró en un rincón apartado del huerto.
Tiempo después, se le ocurrió visitar los apriscos de las cumbres donde tenía el ganado menor.
-Yo voy contigo también -le dijo su mujer.
-Está bien -accedió el esposo.
Montó él a lomos del caballo de silla y le dejó la mula a la mujer. Habían recorrido un trecho del camino, cuando oyó que le decía el caballo a la mula:
-Anda un poco más aprisa, se nos va a hacer de noche en el camino.
-A ti te parece fácil -le respondió la mula, tú sólo vas cargado con uno y yo sin embargo llevo a cuatro, pues llevo la leche y a la mujer en cinta.
-Desmonta -le dijo el hombre a su mujer, y sube al ca­ballo. Yo continuaré en la mula.
De este modo quedaron igualadas las cargas y pudieron caminar más aprisa.
Cuando ya se encontraban próximos a los apriscos, les salieron al paso unos perros ladrando.
Al oírlos, el perro grande les dijo a sus compañeros:
-¿Qué hacéis vosotros ahí? Ahora es momento de vigilar. Todas las noches las alimañas le devoran corderos al amo y vosotros no os enteráis de nada. Os pasáis la noche entera durmiendo mientras yo me desgañito ladrando.
-¡Que se las coma el lobo, ojalá no le quede ni una! -le respon-dieron los otros perros.
-A ti te dan noventa oke [1] de leche para ti solo, pero a nosotros no nos dejan más que los restos. Estamos hambrientos.
-Pues guardad vosotros el ganado por una noche -les re­plicó el más grande, para que yo pueda dormir un poco, y os daré entonces toda la leche que queráis.
-De acuerdo, nos quedaremos a vigilar -le respondieron todos a un tiempo.
-Está bien -les dijo el grande.
-Manteneos al acecho. Cuando el pastor esté ordeñando las ovejas, yo iré y le acari­ciaré, después, en cuanto él se marche en busca de la tranca para la puerta, ensuciaré con la cabeza el cubo de la leche recién ordeñada. Entonces la tirarán y vosotros podréis be­ber cuanto queráis.
El amo había escuchado toda aquella conversación.
-¡Pero bueno! -se dijo.
-¡Tendré que ir a comprobar si es verdad todo lo que han estado hablado!
Cuando regresaron los pastores con el rebaño y se pusie­ron a ordeñar, el perro grande se acercó al pastor que lleva­ba el cubo de la leche, se puso a hacerle carantoñas, llevándole de acá para allá. En cuanto dejó el pastor el cubo en el suelo y se marchó en busca de la tranca, el perro gran­de metió la cabeza en el cubo y ensució su contenido. Al verlo el pastor se puso a tirarle piedras al tiempo que lo in­sultaba, pero el perro echó a correr y escapó.
-Tira lo que hay en ese cubo, está sucio -le dijeron los otros pastores.
-No, no -les atajó el amo, lo han ensuciado a propósi­to para bebérselo ellos, así que es mejor que se lo des a los perros.
Se acercaron los perros y bebieron cuanto pudieron y permane-cieron toda la noche de guardia ladrando alrededor del aprisco, de forma que el lobo no pudo comerse ningún cordero. Entretanto, el perro grande conseguía descansar hasta las primeras luces.
Los pastores querían honrar debidamente a su patrón, así que entraron en el redil y cogieron un cordero lechal.
-¡Ayúdame! -le decía el cordero a su madre.
-¡Ni siquie­ra un año me van a dejar que cumpla!
-¡Qué le voy a hacer, hijo mío -le respondió la oveja, a mí siempre me anda rondando la desgracia! Ya me han arrebatado ante mis propios ojos a ocho hermanos tuyos lo mismo que ahora te llevan a ti. Y ya ves, hay aquí en este redil otras ovejas que en ocho años no saben lo que es el cuchillo para sus crías.
Oyó el amo lo que hablaban el cordero y la oveja, detuvo al pastor y le dijo:
-¿Hay en este aprisco ovejas que tienen vivos los corderos de ocho partos?
-Sí, amo -le respondió el pastor.
-¿A la madre de este cordero -continuó el amo, cuántos le quedan vivos?
-Sólo éste -le respondió el pastor.
-Se los hemos matado todos los años.
-Pues dejad que viva ese cordero -ordenó el amo, e id a coger uno de la que tiene los ocho vivos.
Cuando se disponía el señor a regresar a su casa, le dijo a su mujer:
-Monta en el caballo ensillado.
La mujer le obedeció, pero empezó a sospechar algo.
-A ti te ocurre algo -le dijo.
-Ya no eres el mismo de an­tes, ¿por qué no me cuentas también a mí lo que sucede?
Y a partir de entonces no cesó de repetirle las mismas pa­labras, a todas horas, todos los días, hasta que consiguió hartarlo y hacerle hablar.
-¿Cómo voy a contártelo, esposa mía? -le dijo.
-Nada más abrir la boca para hacerlo caería muerto.
-Eso no puede ser verdad -le atajó ella.
-Tú estás loco. Anda, cuéntamelo, que no te va a pasar nada.
-Está bien -accedió el hombre, te lo contaré. Pero, an­tes de que muera, dame algo de cebada para echársela a las caballerías, no creo que tenga oportunidad de volver a ha­cerlo.
-Sí, hombre, te daré toda la cebada que quieras... Con tal de que no pidas otra cosa...
Se levantó a toda prisa y le preparó una brazada de ceba­da. Fue a echársela el hombre a las caballerías y cuando iba a hacerlo el caballo de montar le golpeó los brazos con la cabeza y derramó toda la cebada. Al punto acudieron las ga­llinas a picotear.
Le dijo entonces el caballo a las gallinas:
-¡Ay, amigas gallinas, la desgracia que se nos viene enci­ma! Como el amo le cuente su secreto a su mujer y se cum­pla lo que dijo la serpiente, a no tardar moriremos también tanto vosotras como yo.
-¡Así reviente, lo tendrá bien merecido! -le respondió el gallo.
-¿A quién se le ocurre arriesgar la vida por unas pala­bras de su mujer?
-¡Qué le va a hacer! -continuó el caballo.
-Ya le tiene hasta la coronilla.
-¡Cómo que qué le va a hacer! -se enfureció el gallo.
-Yo tengo diez gallinas, las mando a todas en busca de grano y luego los granos me los como yo. ¿Por qué no le da una buena paliza a esa mujer y le arranca de una vez el alma? ¡Alma por alma! ¿Cómo puede uno llegar a estar tan loco?
El amo escuchaba con atención todo lo que conversaban el gallo y el caballo.
-¿De modo que así están las cosas? -se dijo.
Sin pensárselo un momento más, llamó inmediatamente a su mujer y le dijo:
-Atiende, mujer, dame un buen palo que me hace falta para una cosa.
Cogió el palo y acto seguido le sacudió cuantos golpes quiso y en todas las partes del cuerpo donde alcanzó.
-¿Quieres saber lo que yo sé? -le decía a voces, entre bur­las.
-¡Pues toma, entérate!
La mujer gritaba y el hombre no cesaba de sacudirla.
Y así fue como no fue necesario que le contara nada a su mujer.
El caballo y el gallo se regocijaron y el amo vivió durante largos años rodeado de felicidad.

110. anonimo (albania)



[1] Oke, antigua medida de peso turca, equivalente a algo más de un kilo­gramo y cuarto.

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