Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 4 de julio de 2012

El envidioso y el listo

325. Cuento popular castellano

Había una vez dos vecinos, muy bueno el uno y muy envidioso el otro. La hacienda del envidioso cada día era más pobre, y la del bueno cada día aumentaba más.
Así las cosas, tanta envidia como le tenía al bueno, por hacerle sufrir, fue el envidioso y mandó a cuatro o seis hijos que tenía a ensuciarse en una lata y cuando tuvo una buena cantidaz, lo co­gió y le untó toda la puerta al vecino bueno. Pero éste era tan bue­no, tan bueno, que no se enfadó, sino que con paciencia lo quitó todo y mandó a su mujer meterlo en el horno después de hacerlo pasteles. Y cuando ya los pasteles estuvieron doraos, los roció de azúcar y se marchó a venderlos. Y decía:
-¿Quién compra pasteles? ¡A los ricos pasteles!
Y los vendió todos.
Y cuando volvió al pueblo, se encontró con el envidioso y le pre­guntó éste que de dónde venía.
Y le dice el bueno:
-Pues de vender toda la mierda que me encontré en la puerta.
-Pero, ¿la vendiste toda?
-Sí, hombre, sí. Y, ¡más que hubiera llevao!
Entonces, ¿qué hizo el envidioso? Daba todos los días a sus hijos comida abundante y les purgaba todos los días. Y cuando ya tuvo mucha cantidad, lo fue a vender también. Pero gritaba:
-¿Quién compra mierda? ¿Quién compra mierda? ¿Quién com­pra mierda?
Y la gente le decía:
-Pero ustez, ¿qué se ha creído?
Y él, terco con venderlo. Y tan terco se puso y tanto escándalo dio por venderlo, que se amoscaron los vecinos y le dieron una paliza de muy señor mío, de la cual tuvieron que llevarle a casa en un carro. Y estaba furiosísimo, porque el otro logró venderla y él no sacó más que una paliza. Entonces decidió de quemarle la casa al bueno. Y fue y se la quemó.
Pero el bueno, después que vio su casa ardiendo, no se hizo caso. Y cuando acabó de arder, recogió los carbones, los metió en sacos y con las dos vacas que tenía unció el carro y se marchó a un país donde no se conocía el fuego y la gente andaba desnuda. Y él, para demostrarles que el fuego era una cosa muy grande, en­cendió un poco de carbón y los de allí, al notar el calor que reci­bían del fuego, notaron una gran sensación muy agradable. Y como ellos tenían mucho oro que no les servía para nada, él dijo que les cambiaba el carbón por el oro, y ellos quedaron muy contentos del cambio.
Regresó el bueno al pueblo y al verle el envidioso con tanto oro, le preguntó de qué provenía. Y él le dijo que era de los carbones que quedaron de la casa. Y como el envidioso le había visto mar­char con ellos, lo creyó y decidió quemar también la suya. Y así lo hizo. Quemó la casa, cogió el carbón, lo cargó en un carro y, ¡pin, pan!, a vender carbón.
Pero él no fue tan lejos. Y en el camino iba diciendo:
-¿Quién compra carbón de casa quemada?
La gente le decía que a cómo, y él pedía a muchos miles de duros cada tajaduca de carbón. Y ellos no le ofrecían más que a dos pesetas la arroba, porque no era carbón, era madera quemada. Y vino pa casa echando chispas.
Entonces, ¿qué hizo? Las dos vacas que tenía el bueno, de rabia se las mató. Pero el bueno no se asustó tampoco. Vendió la carne a como pudo; pero las pieles se las metió en un saco, y se marchó a otra parte a venderlas.
A la noche, llegó a una casa, y ¡tras! ¡tras!
-¿Quién?
-Un pobre caminante que voy a vender unas pieles milagro­sas. Que si le puede dar posada esta noche.
Y el ama, como vio que era buena persona, le dijo que aunque su marido no estaba en casa, podía quedarse a dormir. Le mandó ir al pajar y después de dejar el saco en un rincón -de la cocina, subió allí. Cuando estaba en el pajar, oyó risas y ruidos... así algo sospechosos. Como el pajar estaba encima de la casa, vio por un agujero que el ama estaba con un cura y que tenían sobre la mesa un pollo en tomate, una bandeja de pasteles y varias botellas de vinos gene-rosos. Pero en este momento, ¡pin!, llegó el amo de la casa. Laa comida y todo lo demás lo metieron en un armario, el cura se metió corriendo en una tinaja y la mujer bajó a abrir.
Llega el amo arriba y se fija en el saco que hay en un rincón y pregunta a su mujer:
-¿De quién es ese saco y qué tiene?
Y ella le dijo que eran unas pieles milagrosas y que eran de un hombre que estaba durmiendo en el pajar. Entonces el marido sintió ganas de conocerle y le dijo a su mujer que le hiciera venir. Llega el hombre, se saludan y le preguntó que qué pieles milagro­sas eran.
Y le dijo el bueno:
-Son pieles que lo adivinan todo.
-Hombre, puede ustez preguntarles algo pa ver qué adivinan -dice el amo.
Y ya fue el hombre y pisó el saco y se sintió un poco ruido, y le preguntó el amo de la casa:
-Pues dicen que en el armario hay un pollo con tomate.
-¡Quia! ¡No pue ser!
-Pues cuando las pieles lo dicen, verdaz tiene que ser.
Y al fin y al cabo se levantó el marido y miró a ver si era ver­daz. Y en un departamento del armario apareció el pollo con to­mate.
Y dijo el amo de la casa:
-Pos mire, hombre; casualmente yo no he cenao. ¿Y ustez? 
-Pues yo tampoco -dice el hombre. Y se pusieron a comer el pollo, y la mujer, de vergüenza que tenía, no quiso probar bocao. Y salta el amo de la casa y dice:
-Vamos; pise otra vez las pieles a ver qué dicen ahora. Las pisa, y dice el amo:
-¿Qué dicen ahora?
-Pues dicen que en otro departamento del armario hay pas­teles.
-Pues, hombre, pa postre no está mal -dice el amo; pero a mí se me secaa la boca.
Y dijo el otro:
-Pues pisaré otra vez las pieles a ver si adivinan dónde hay otra cosa que beber.
Las pisa, hacen ruido, y el amo de la casa le pregunta:
-¿Qué dicen?
-Pues dicen que en otro departamento del armario, que hay varias botellas.
Y fueron y efectivamente hallaron varias botellas de vino. Conque ya cuando terminaban, fue el hombre y hizo un ruido, y dice el amo de la casa:
-¿Qué les pasará a las pieles que sin pisarlas hablan? Mire, mire, a ver qué es.
-¡Ah! -dice el amo de las pieles- ¡Ya me parecía a mí que cuando las pieles hablan solas que era muy gordo lo que tenían que decir!
-Pos, ¿qué dicen?
-¡Nada! ¡Nada! ¡Porque, esto no lo creo! ¡Y eso, que sé que
las pieles no mienten nunca! ¡Ah, no!
-Pues, dígame, ¿qué es lo que dicen? -dice el amo de la casa.
-Hombre, perdone ustez, porque esto es muy grave. Y el amo de la casa, ya un poco enfadao, dice:
-¡Ustez diga lo que sea, aunque sea lo que sea! Y dice el hombre:
-Pues dicen que en aquella tinaja está el cura del pueblo.
Se levantó el marido, va pa allá y sacó al cura de una oreja y le dijo:
-¿Qué es lo que hace ustez aquí?
-¡Oh, perdón, que no lo volveré a hacer! -grita el cura-. Por lo menos no me mates.
-No; no te mato, hombre -dice el amo de la casa, porque en este momento se me ocurre una idea.
Y sin soltar al cura de la oreja le dijo al amo de las pieles:
-¿Quiere ustez vender las pieles?
-Sí, señor -dice el otro.
-¿Cuánto pide ustez por ellas?
-Cien mil duros.
Y como el cura era rico, le dice el amo de la casa:
-Vamos a ver; fírmeme un recibito por el valor de cien mil duros y así le perdono la vida. Y si no, le acogoto aquí mismo.
Y entonces el cura, medio llorando, le firmó el recibo y le dejó marchar.
A la mañana siguiente el hombre bueno regresó a su pueblo con los cien mil duros, y al tropezarle el envidioso le preguntó que dónde había ganao tanto dinero. Y el bueno le dijo:
-Mira; lo que siento es no haber tenido otras dos vacas más, porque he vendido las pieles en cien mil duros. Así que mira qué negocios más redondos he tenido. Me ensucian la puerta, vendo en buenas pesetas la mierda. Me queman la casa, saqué mucho oro, como pa comprar un pueblo. Me matan las vacas y saqué cien mil duros. ¿Tengo suerte o no tengo suerte?
¿Qué hace entonces el envidioso? Agarra seis vacas que tenía y las mató a hachazos. Cogió las pieles y se hinchó a correr pue­blos, gritando:
-¿Quién compra pieles de vaca? ¿Quién compra pieles de vaca?
Varios pellejeros se las quisieron comprar; pero como pedía trescientos mil duros por los tres pares de pieles, todos se echa­ban a reír y decían que no valían ni tampoco dos reales.
Y volvió al pueblo furioso con idea de matar al bueno. Logró darle un trancazo en la cabeza y el bueno cayó al suelo atontecido. El envidioso le metió en un saco y le llevó para tirarle al río. Pero al llegar a un puente, vio venir a un pastor que venía con su rebaño y por temor de que le vieran, puso el saco en el suelo y echó a correr. Y llegó aquel hombre y al acercarse al saco vio que en el saco había uno que lloraba y se acercó más y le preguntó que qué hacía en el saco y por qué lloraba. Y entonces el otro le dijo que era que le querían casar con las tres hijas de un conde y que él con tres mujeres que no se casaba aunque le mataran. Y le dijo el pastor:
-¿Sólo es por eso? Pues si yo estuviera en tu lugar, me casaba no con tres, sino con media docena.
-Pues me tienen que casar sin sacarme del saco -dice el otro. Porque si no, saben que me escapo. Y entonces le dijo el pastor:
-Mira; si quieres, yo me meto en el saco y, además, yo te daré sesenta duros que tengo ahorraos.
Y quedaron conformes. El pastor le abrió el saco, se metió el pastor dentro, el bueno le amarró el saco y le dijo:
-Cállate, porque si se dan cuenta que eres tú, no te casan. Pero si no se dan cuenta, te casan y después ya no tiene remedio.
El bueno cogió el rebaño y se marchó pal pueblo.
Y el envidioso, después que vio que nadie andaba por allí,
cogió el saco y dijo:
-Ahora sí que no vuelves más, ni rico ni pobre.
Y le tiró al río y marchó corriendo al pueblo por un atajo.
Y cerca del pueblo encontró al bueno y le dijo:
-Pero, ¿no te acabo de tirar al río? Y dijo el bueno:
-Sí; y si quieres tirarme otra vez, te lo agradecería, porque mira el rebaño que he sacao.
-Pero, ¿es posible? -dice el envidioso.
-Pues ya lo ves -dice el bueno.
-¡Hombre -dice el envidioso, si tan bueno fueras que me tiraras a mí también!
-¡Bueno! -dice el bueno.
Y fueron a por un saco, y le dijo el bueno al envidioso:
-Mira; para no tener que cargar contigo hasta el río, llévate el saco y vete para allá, y allí me esperas, que voy a encerrar el ganao. Pero no se lo digas a nadie, porque si todos se tiran al río, van a sacar muchos rebaños, y no vamos a tener nosotros donde dar a pacer a los nuestros.
Conque el bueno encerró el ganao, regresó al río, le metió en el saco al envidioso, le amarró bien amarrao, y... ¡al río de cabeza!
-¡Hala! -dice. Nadie lo sabe y nadie me ha visto. Pobre era y feliz; ahora soy rico y más feliz todavía.
Y para celebrarla, comieron perdices y a mí me dieron con el plato en las narices. Y yo, al ver eso, me unté los zapatos con grasa y me vine corriendo para casa.

Frama (Potes), Santander. Juan José Orga Díaz.
25 de mayo, 1936. Maestro calzador, 31 años.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)







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