Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 29 de julio de 2012

El campesino que se hizo comerciante

Un día, un campesino llevó su vaca al mercado y la vendió por cinco monedas de oro. Por la noche, al volver a su casa, pasó cer­ca de un estanque y oyó parpar a unos patos: «cua... cua... cua».
-Sois unos patos tontos, ¿qué estáis diciendo? No han sido «cuatro, cuatro»: ¡he vendido mi vaca por cinco monedas de oro!
Pero los patos siguieron parpando:
-Cua, cua, cua...
-A ver -se irritó el campesino: ¿por qué seguís diciendo «cuatro, cuatro»? Os he dicho que me han pagado cinco mone­das de oro por mi vaca: ¡cinco!
Pero los patos siguieron parpando y el campesino montó en cólera:
-Sé mucho mejor que vosotros cuánto me han pagado. ¡Si no me creéis, ahí están las monedas! ¡Contadlas!
Y, sacándolas del bolsillo, arrojó las monedas de oro al estan­que. Pero los patos, para nada convencidos, siguieron diciendo:
-Cua, cua, cua...
-¡Cabezotas, testarudos! No tengo nada que hablar con vo­sotros. No sois capaces siquiera de contar hasta cinco.
Poco tiempo después, el campesino mató una segunda vaca y llevó la carne a la ciudad para vendérsela al carnicero. El perro del carnicero avanzó hacia la puerta de entrada ladrando:
-Guau, guau, guau...
-¿Qué dices? -preguntó el campesino, y se puso a hablar con el perro. ¿Qué quieres? No pensarás robarme la carne, ¿no?
El perro continuaba:
-Guau, guau, guau...
-Que no, que no es guanaco, es carne de vaca. Imagino que no querrás robármela. Sería una grosería... Pero ¡vaya, si tú eres el perro del carnicero! ¿Quieres llevarle la carne a tu amo?
Y el perro seguía ladrando.
-¡Ah! Ahora comprendo qué quieres decir. Vale, vale, te en­tregaré la carne. Pero escúchame bien: dentro de tres días debes traerme el dinero; si no, tendrás que vértelas conmigo.
El perro insistió:
-Guau, guau, guau...
-Vale, vale, me fío de ti -exclamó el campesino, cogió la car­ne del carrito, se la dejó al perro y volvió a su casa.
Tres días después, el campesino le dijo a su mujer:
-Hoy podremos gastar algo de dinero: el perro del carnicero debe traerme lo que me debe.
Pero el perro no se dejó ver. El campesino, fuera de sí, fue a la ciudad a hablar con el carnicero. Cuando estuvo frente a él, se quejó por no haber recibido el importe de la carne que le había dejado al perro. Al principio, el carnicero pensó que se trataba de una broma, pero después se puso nervioso, dijo que proba­blemente el perro se había comido la carne y que no le daría un céntimo de su bolsillo. Y echó al campesino de la carnicería.
-¿Qué hago ahora? -se dijo el campesino para sus adentros.
Decidió ir a palacio y denunciar en presencia del rey a los patos y al perro del carnicero. El rey estaba sentado en su trono. Junto a él se encontraba su hija, una princesa muy triste que no había reído nunca en su vida.
El campesino se quitó el sombrero, se inclinó ante el rey y le contó las dificultades que había tenido con los patos y con el pe­rro del carnicero, y cómo esos animales lo habían engañado. La princesa, al escuchar esa historia, estalló en una sonora carcaja­da y se siguió riendo hasta que comenzaron a caer lágrimas por sus mejillas.
-¡Bravo! -dijo el rey. Has logrado serenar a mi hija, que ja­más se había reído en toda su vida. Te mereces un premio. ¡Si quieres, puedes casarte con ella!
-Por favor -respondió el campesino. Ya tengo una mujer en casa y con ella me basta.
El rey se ofendió y dijo:
-Vale, entonces vuelve dentro de tres días y haré que te den veinticinco.
El campesino le dio las gracias y prometió volver.
En la puerta de entrada, estaba de guardia un soldado que interrogó al campesino sobre la recompensa que el rey le había concedido.
-¿Cuánto ha prometido darte el rey por haber hecho reír a la princesa? -preguntó el guardián.
-Veinticinco.
-¿Veinticinco? ¿Y qué harás con tanto dinero? Al menos po­drías darme cinco a mí.
-¿Y por qué no? -exclamó el campesino. Ve a ver al rey y dile que te los dé. Aclárale que go te los he prometido.
En ese momento, un banquero se acercó al campesino y le dijo:
-Aún te quedan veinte ducados. Si quieres, te los cambio en monedas.
-¿Por qué no? -respondió el campesino. Entrégame tú el cambio y, dentro de tres días, ve a hablar con el rey en mi nom­bre para que te dé el dinero.
El banquero contó el valor de quince ducados en monedas y lo engañó quedándose con cinco a su favor. Pero el campesino no se dio cuenta de nada y volvió a su casa muy contento. Se de­cía a sí mismo: «Los patos me han engañado, el perro del carni­cero me ha robado, el rey se ha ofendido conmigo. Le he dado al guardián cinco ducados sin ningún motivo y, probablemente, también me ha engañado el banquero. A pesar de todo, tengo en mi poder un buen talego lleno de monedas».
A los tres días, el soldado y el banquero fueron a ver al rey y le pidieron el pago de los famosos «veinticinco». Pero el rey ordenó que les diesen veinticinco azotes: cinco al soldado y veinte al banquero.
-Ay, ay -gritaban ellos, ¡qué duros ducados regala Su Ma­jestad!

012. anonimo (alemania)

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