Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 8 de julio de 2012

Dédalo y el catallan

Hubo una vez un vigoroso joven de nombre Déda­lo [1]. Un buen día se decidió a echarse al mundo en busca de fortuna. Camina que camina, encontró en una montaña a un hombre tendido de espal­das que empujaba el monte con las piernas.
-¿Qué es lo que haces en esa postura, amigo? -le preguntó.
-Sostengo la montaña -le respondió el otro, temo que se derrumbe.
-¡Ja, ja, ja!- se echó a reír Dédalo. Anda, levanta, ya me en­cargo yo de sostenerla. Vente conmigo en busca de fortuna.
Por fin consiguió convencerlo, de modo que el otro se puso en pie de un salto y emprendió el camino en compa­ñía de Dédalo. Tras mucho caminar llegaron a una llanura donde vieron a un hombre agachado en actitud de sujetar algún peso sobre sus espaldas.
-¿Qué haces, amigo? -le preguntó Dédalo.
-¿Es que no lo ves? Estoy sosteniendo el cielo- le respon­dió el hombre.
-Temo que se desplome.
-Ponte en pie, buen hombre. Ya lo sujeto yo. Vente con nosotros a recorrer el mundo.
También logró convencerlo. Así pues, continuaron la marcha los tres. Caminando, caminando se les echó la no­che encima en mitad de la montaña.
-No podemos quedarnos aquí -dijo Dédalo.
-Tenemos que encontrar algún cobijo.
Escrutando el horizonte de un rincón a otro divisaron a lo lejos una luz y dirigieron sus pasos hacia ella. Había allí una enorme gruta, cuya entrada cerraba una puerta de hierro.
-¡A de la casa! Somos gente de bien.
-Entrad y no temáis -respondió una vieja.
Penetraron en la caverna y la vieja cerró de pronto la puerta a sus espaldas con diez candados. Pero ellos no pres­taron atención a este hecho. Fueron a sentarse junto al fue­go, secundados por la vieja.
-¿Dónde nos habremos metido? -le preguntaban a Dé­dalo sus compañeros. Éste se había apercibido de que al fondo de la cueva había un gigante, con un solo ojo en la frente, que estaba ordeñando las ovejas.
-Quietos -les dijo, hemos ido a caer en el cubil del ca­tallan. Vosotros haced exactamente lo mismo que me veáis hacer a mí.
Los tres se echaron a temblar. Poco más tarde, el gigante se acercó, les dio la bienvenida y se sentó junto al fuego a conversar con ellos. Al rato, Dédalo fingió tener sueño y co­menzó a dar cabezadas. Sus compañeros hicieron lo mismo.
-No te molestes por nosotros -le dijo al catallan; esta­mos cansados del camino y nos caemos de sueño; así que no te preocupes por darnos de comer. Tan sólo permítenos dormir.
-Haced lo que gustéis- respondió el catallan. Y así, los tres amigos se tendieron uno junto al otro y comenzaron a roncar como si durmieran el más profundo de los sueños.
-Vieja, ya sabes lo que tienes que hacer con ellos: ¡Sazó­nalos y ásamelos bien!
-No tengas cuidado, déjalos de mi cuenta y mañana ten­drás listos a los tres.
Dédalo lo escuchó todo y cuando hubo comprobado que el sueño había vencido ya a al vieja y al gigante, les dijo a sus compañeros:
-No os mováis hasta que yo os lo diga.
Se incorporó con gran precaución, cogió una barra de hierro y la puso al fuego. El gigante ni siquiera se inmutó, sino que continuó con sus tremendos ronquidos. Dédalo se introdujo entonces entre el rebaño, degolló a tres ovejas y las desolló, enterró la carne y cubrió con las pieles a sus amigos, haciéndoles mezclarse con el resto del ganado. Guardó también una piel para sí, pero antes cogió el hierro del fuego, que ya estaba al rojo vivo, y acercándose al catallan se lo clavó en su único ojo. Con todo un palmo de hie­rro clavado, el gigante ni siquiera se despertaba. Rápidamente Dédalo se cubrió con la piel y se introdujo en el rebaño. Poco más tarde el gigante daba tan tremendos alaridos que hacían estremecerse a los tres amigos.
-Vieja, enciende una tea que alguien me ha cegado.
Encendió la vieja la antorcha y ambos recorrieron los rin­cones de la gruta, pero no lograron encontrar nada, tras lo cual se sentaron a la boca de la cueva y esperaron a que cla­reara. Cuando hubo amanecido, el catallan se dirigió al in­terior de la cueva:
-Trae acá el rebaño, vamos a sacar las ovejas una por una.
Se dispuso ella a arrear las ovejas, mientras el gigante les palpaba el lomo una por una antes de dejarlas salir. Dédalo y sus amigos lograron así escapar sanos y salvos. Cuando es­tuvieron bien lejos, Dédalo llamó a grandes voces al catallan, diciéndole:
-¡Ooo, vinimos con bien y con bien te dejamos!
El gigante al oírlo enloqueció de rabia y se lanzó en su persecu-ción. A punto estuvo de alcanzarles, pero por fortu­na atravesaron el curso de agua que rodeaba las tierras del catallan y quedaron a salvo. El gigante no podía penetrar en el agua, pues si lo hacía quedaría destruido al instante, así que llamó a Dédalo y le dijo:
-¡Si eres hombre, ven mañana por la noche una vez más!
-Mañana, no, pero espérame cualquier otra noche- le respondió el muchacho.
La hazaña de Dédalo cobró fama, pero poco les duró a sus dos compañeros el agradecimiento, quienes enseguida olvidaron lo sucedido.
-La verdad es que éste -se dijeron un día entre ellos, lo que pretendía era eliminarnos, fue él quien nos condujo a la cueva del monstruo. ¡Pero no escapará sin que le devolva­mos el daño!
Cavila que cavila, terminaron acudiendo ante el rey y le dijeron:
-¡Nadie tiene un caballo como el del catallan. Si deseas apoderarte de él, envía a Dédalo, pues él es el único capaz de hacerlo.
Hizo llamar el rey a Dédalo y le dijo:
-Ya que eres tan fuerte, vas a hacer un trabajo para mí. He oído decir que el catallan tiene un hermoso caballo, de modo que lo que quiero de ti es que vayas y me lo traigas.
-En honor tuyo- le respondió Dédalo, -incluso dejar la vida en el intento no es nada; lo único que necesito es una azada y una palanca.
Le entregaron la azada y la palanca y partió. Cuando llegó a la cueva del catallan averiguó donde estaba el caballo y, poco a poco, abrió un orificio en el muro para llegar hasta él, pero cuando fue a agarrarlo de la crin el caballo relinchó y gritó:
-¡Eh, levanta, hombre salvaje, que me lleva el hombre sa­gaz!
Se puso en pie de un salto el gigante y miró por un lado y por otro, pero no encontró nada, porque Dédalo había colocado una gran roca contra el agujero del muro y se ha­bía ocultado tras ella.
-¿Y tú, para qué me despiertas? -le dijo el catallan al ca­ballo y ¡zas! le dio un golpe con un palo y se fue a continuar durmiendo.
No había acabado de cerrar el ojo cuando Dédalo volvió a abrir el agujero en el muro y agarró al caballo de la crin.
-¡Eh, levanta, hombre salvaje, que me lleva el hombre sa­gaz!
Se levantó al instante el gigante y no dejó rincón sin re­gistrar. Pero no consiguió encontrar nada, pues Dédalo ha­bía colocado la roca como la vez anterior y estaba escondido detrás.
-¿Y tú para que me andas molestando? -le dijo al caballo lleno de cólera.
-Como me vuelvas a hacer levantar, te voy a medir las costillas a bastonazos.
Le dio dos o tres golpes con el palo y se marchó a dormir.
En cuanto lo venció el sueño, se incorporó Dédalo, abrió el orificio del muro y le dijo suavemente al caballo:
-¿Por qué pretendes crearme problemas a mí y a ti mis­mo a un tiempo? Ven conmigo, voy a llevarte junto al rey y él, en lugar de agua y paja, habrá de darte a beber vino y ce­bada para comer.
El caballo le escuchó y se fue tras él.
Se había alejado ya bastante Dédalo, cuando llamó a vo­ces al catallan y le dijo:
-¡Eh, queda con bien, que me llevo tu caballo!
Se levantó el gigante y fue en busca del caballo, pero no lo encontró. Entonces se lanzó en su persecución. A todo correr, llegó al borde del agua, en la que no podía meterse, y desde allí gritó:
-¡Enhorabuena, Dédalo! Pero, ¿serás capaz de venir ma­ñana por la noche?
-Si no mañana, espérame cualquier otra noche- le res­pondió Dédalo.
Y fue y le entregó el caballo al rey y éste como recompen­sa le dio mucho dinero y riquezas.
Cuando sus dos compañeros comprobaron que a Dédalo le había ido bien en su aventura, como continuaban tenién­dole inquina, fueron a ver al rey y le dijeron:
-Como el anillo que tiene en el dedo el hombre salvaje, no puede verse una cosa más hermosa sobre la corteza te­rrestre. Si Dédalo quisiera, podría cogerlo para ti.
Se le metió al rey entre ceja y ceja poseer aquel anillo y mando llamar a Dédalo. Le dio la orden de volver y apode­rarse del anillo.
Partió Dédalo y se acercó a la cueva del catallan. Allá por la medianoche, penetró a través del agujero por donde había sacado al caballo y encontró al hombre salvaje junto al fuego, dormido como un tronco. De un tirón, le arran­có el anillo del dedo y salió huyendo. Pero el catallan lo al­canzó por detrás cuando aún tenía el anillo en la mano. Viendo que no tenía salvación, Dédalo se metió el anillo en la boca y así el hombre salvaje no pudo encontrárselo, pero lleno de furia, le puso cadenas en manos y pies y lo colgó de un clavo. En cuanto despuntó la aurora, le dijo a su madre:
-Hoy voy a salir de caza, pero ten cuidado de asarme bien a ése al horno.
Poco rato después la vieja atizó el fuego del horno y lo puso bien al rojo. Después bajó a Dédalo e intentó una y otra vez meterlo en el horno, pero él se encogía y se retorcía para que no pudiera introducirlo por la boca.
-Escucha, vieja -le dijo Dédalo, yo ya estoy acabado. No padezcas tanto para meterme en el horno, es mejor que me sueltes y yo entraré por mi mismo.
Se dejó engañar la vieja, le soltó las cadenas y Dédalo, haciendo uso de su enorme fuerza, la agarró y la metió en el horno, cerrando después la boca. A continuación se marchó y, cuando ya estaba suficientemente lejos, llamó a gritos al catallan diciéndole:
-¡Puedes quedar con bien, pues te quemé a la vieja y el anillo te lo robé!
Se lanzó el hombre salvaje tras él. Corrió y corrió, llegó al borde del agua y no pudo continuar. Pero llamó a Dédalo y le dijo:
-¡Enhorabuena, Dédalo! ¿Vendrás también mañana?
-Si no mañana, cualquier otro día -le replicó Dédalo. Y fue a llevarle el anillo al rey.
Pero después volvieron también los dos amigos a verle y le dijeron:
-Si consigues ver en persona al hombre salvaje, nunca habrás presenciado cosa más extraordinaria sobre la tierra, pero deberás enviar a Dédalo para que lo traiga:
Se encaprichó entonces el rey de ver al catallan, mandó enseguida llamar a Dédalo y le dijo:
-No tienes salvación si no me traes aquí al hombre salva­e, para que también yo pueda verlo con mis propios ojos.
-¿Pero cómo voy a traer yo al hombre salvaje -le replicó Dédalo, si sólo con que me de un golpe con el dedo meñi­que me deja muerto?
-No hay más que hablar -le dijo tajante el rey; o haces lo que te digo o nuestras relaciones quedarán rotas.
-Está bien -acabó admitiendo Dédalo, pero necesito un carro sólido con una yunta de bueyes bien fuertes, una pala y unos clavos.
Todo lo que pidió le fue entregado. Montó en el carro y poco después atravesó las aguas que rodeaban las tierras del hombre salvaje; acto seguido comenzó a cortar un enorme roble...
Lo oyó enseguida el catallan y le advirtió a voces:
-¡Eh! ¿Quién es el que se atreve a cortar leña en mi bos­que?
-¡Acércate, acércate que te lo cuente!- le contestó Déda­lo.
-Se nos ha muerto Dédalo y he venido a cortar unas ta­blas para construir su ataúd.
-¡Ah, sean bienvenidas esas palabras! -dijo el catallan satis­fecho. 
-Mucha inquina le tenía pues no me hizo más que da­ño. Déjame a mí ese hacha, yo mismo te haré el ataúd.
-Pero, por favor- le dijo entonces Dédalo, -córtame unas tablas fuertes, que si resucita nos hace trizas a todos. Hazlo a la medida de tu cuerpo, pues no era ni más bajo ni más alto que tú.
Construyó el catallan el féretro, lo clavó y lo puso en el carro.
-¿Por qué no entras un momento dentro -le propuso luego Dédalo, para probar si ha quedado bien sólido?
Entró el gigante en el ataúd. Golpeó una vez y resistió; golpeó por segunda vez y continuó resistiendo; volvió a gol­pear una tercera y lo hizo pedazos.
-Era muy flojo -dijo, pero prepararemos otro más fuerte.
Derribó otro enorme roble y cortó unos tablones de dos palmos de grueso; los colocó unos con otros, los clavó bien y colocó el ataúd en el carro. Se subió, se tumbó dentro pa­ra probar si éste había resultado resistente y Dédalo, riéndo­se, le colocó la tapa y comenzó a clavarla. El catallan pugnaba desde dentro mientras el otro lo hacía desde fuera. Pero no había modo de desclavar la tapa y fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba preso.
-¡Vamos, abre! ¿No ves que no puedo salir? -aulló el hombre salvaje, sin saber a quién se estaba dirigiendo en realidad.
-Pero si estás muy bien ahí -le dijo con burla.
-Has de saber que Dédalo no ha muerto, sino que soy yo mismo y pretendo llevarte a presencia del rey.
Azuzó a los bueyes, atravesó las aguas, llegó a presencia del rey y le dijo:
-Aquí tienes al hombre salvaje. Puedes perdonarlo si quieres, o mátalo si lo deseas.
El rey no podía creerlo, así que abrió un orificio en el ataúd, a la altura de la cabeza del gigante, y lo vio completa­mente envuelto en sangre. Ordenó después que lo sumer­gieran en agua, pero con solo unos días que lo mantuvieron así, las aguas se pudrieron tanto que no había quien sopor­tara el hedor. Dio entonces la orden de sacarlo y quemarlo en una hoguera junto con los dos amigos de Dédalo.
Y al propio Dédalo le dio alojamiento en su palacio y le entregó a su hija por esposa.

 110. anonimo (albania)


[1] En albanés, monstruo de un solo ojo que devora a las personas, cíclope. En ocasiones designa también a hombres de fuerza y vigor extraordina­rios.

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