Hubo
una vez un Rajá que tenía siete hermosas hijas. Todas eran buenas y honradas,
pero la más joven, llamada Balna, era muchísimo más inteligente que las otras.
La Raní, su madre, murió cuando las hermanas eran aún muy jóvenes, dejándolas
sin nadie que pudiera cuidar de ellas.
Como
el soberano temía ser envenenado por alguno de sus enemigos, las siete
princesas encargáronse de prepararle la comida. Además, mientras estaba
ausente, discutían con los ministros los asuntos de la nación.
Por
entonces murió el Gran Visir, dejando mujer y una hija. Cada día, mientras las
siete princesas preparaban la comida del Rajá, la viuda acudía a visitarlas,
pidiéndoles unos carbones encendidos para su cocina. Balna, que no se fiaba de
ella, no se cansaba de repetir a sus hermanas:
-No
hagáis lo que pide esa mujer. Si quiere fuego que lo encienda en su casa. Estoy
segura de que alguna vez nos arrepentiremos de haber sido tan complacientes.
Pero
las demás princesas no se dejaron convencer.
-No
seas así, Balna -contestaban.
-¿Por qué estás siempre peleándote con esa pobre
mujer? ¿Qué importa que le demos unos carbones? Somos ricos y no nos puede
causar ningún perjuicio.
Así,
la viuda del Gran Visir, con la excusa de recoger en un plato de cobre unas
ascuas, y aprovechando algún momento en que nadie la observaba, ponía un poco
de barro en la comida del Rajá.
El
soberano que quería mucho a sus hijos, se extrañó al ver barro en los manjares
y como nadie más que ellas entraba en la cocina, supuso que sería un descuido
de alguna de las princesas. Pero como la cosa se repitiera días y más días, al
fin decidió descubrir el motivo, aunque sin decir nada a las jóvenes, pues no
deseaba disgustarlas.
Oculto
en la habitación próxima, observó a sus hijas por un agujero abierto en la
pared. Pudo ver cómo las princesas lavaban cuidadosamente el arroz y preparaban
los diversos ingredientes de la comida. Al poco rato advirtió la llegada de la
viuda del Gran Visir que, como otras veces, pidió unas brasas para su cocina.
Balna se encaró furiosa con ella y le dijo:
-¿Por
qué no encendéis fuego en vuestra casa, en vez de venir aquí a molestar? Una
vez más os digo, hermanas, que no debéis darle ni una pavesa.
-Deja
que esa pobre mujer coja el carbón que necesite replicó la hermana mayor.
-No
puede hacernos ningún daño.
-No
estés tan segura. Si sigue viniendo cada día, no me extrañará que nos cause más
de un disgusto.
En
aquel momento el Rajá vio que la viuda del Gran Visir echaba un puñadito de
barro dentro de la cazuela.
Irritado
por lo que acababa de presenciar, ordenó a sus guardias que la detuvieran y la
condujesen a su presencia. Pero, cuando la mujer llegó ante él, le dijo que
había hecho aquello porque deseaba obtener una audiencia suya. Habló de manera
tan persuasiva que el Rajá, no sólo le perdonó el haberle echado barro en la
comida, sino que, prendado de ella, la hizo su esposa.
La
nueva Raní odiaba profundamente a las siete princesas y decidió hacer lo
posible por librarse de ellas, a fin de que su hija heredase todos los tesoros.
Olvidando las bondades que las seis mayores habían tenido con ella, hizo cuanto
pudo por mortificarlas. Para comer les daba sólo pan y agua, pero en tan poca
cantidad que las pobres apenas podían sostenerse. Era tanta la tristeza e infelicidad
de las muchachas, que se pasaban largas horas llorando ante la tumba de su
madre, y diciendo:
-¡Oh madre, madre! ¿No ves lo desgraciadas que somos y lo mal que nos trata
nuestra madrastra?
Un
día mientras sollozaban sobre la tumba, empezó a crecer un naranjo al lado de
la losa. En pocos momentos sus ramas quedaron llenas de dorados frutos, con los
cuales las princesas calmaron su apetito. Desde entonces, en vez de comer los
malos guisos que les daba su madrastra iban a la tumba de su madre y se alimentaban
con las excelentes naranjas.
Extrañada
la Raní por lo insólito del caso, dijo un día a su hija:
-No
comprendo cómo esas muchachas, que se niegan a comer lo que yo les doy, estén
cada día más sanas. En vez de menguar, su belleza va en aumento, y son mucho
más hermosas que tú misma. Vigílalas bien y dime si alguien les da algo.
Al
día siguiente, la hija de la Raní, siguió a las siete princesas y las vio coger
naranjas.
Balna,
que se había dado cuenta de que eran seguidas, advirtió a sus hermanas:
-¿Habéis
notado que la hija de nuestra madrastra nos está espiando? Marchémonos de aquí,
o escondamos las naranjas, pues de lo contrario, se lo dirá a su madre.
-No
seas así, Balna -replicaron las otras. Esa joven no será tan mala que haga una
cosa así. Al contrario, lo que debemos hacer es ofrecerle algunas de estas
frutas.
Diciendo
esto, la mayor de las princesas, llamó a la hija de la Raní y le dio dos
naranjas.
Apenas
las hubo comido, corrió a explicar a su madre lo que ocurría.
Al
enterarse la Raní de lo bien que se alimentaban las hijas de su marido,
irritóse mucho y ordenó a sus criados que derribasen el naranjo y la tumba de
la antigua reina. No contenta con esto, al día siguiente, fingió estar
gravemente enferma y cuando vio que el Rajá se hallaba muy acongojado, le dijo
que en sus manos estaba salvarle la vida.
-Sólo
existe un remedio para mí, -murmuró- pero ya sé que vos no seréis capaz de
proporcionármelo.
-Os
juro que, lo que sea, os lo traeré -replicó el soberano.
-Pues
bien, el único remedio para mi enfermedad consiste en que me echéis en la
frente, en la barbilla, en el pecho, en los pies y en las palmas de las manos,
una gota de sangre de cada uno de los cadáveres de las siete princesas,
vuestras hijas.
Al
oír estas palabras, el Rajá retrocedió horrorizado, mas como no podía faltar a
su juramento, contuvo el dolor y fue a buscar a sus hijas, a quienes encontró
llorando junto a la destrozada tumba de su madre.
Al
verlas tan hermosas, dióse cuenta de que no podría matarlas, y con dulces
palabras les pidió que le acompañasen a la selva virgen. Al llegar a un sitio
muy alejado del palacio, hizo que encendieran una hoguera y preparasen un poco
de arroz. A poco, como el calor era muy intenso, las siete princesas se
quedaron dormidas; entonces el Rajá se alejó presuroso de ellas dicién-dose:
-Es
preferible que mis pobres hijas mueran aquí a que su madrastra las asesine.
En
aquel momento se cruzó con un ciervo y le disparó una flecha matándole. Cogió
un poco de sangre, y con ella, regresó junto a su esposa. Esta, creyendo que la
sangre del ciervo era la de las princesas, sanó inmediata-mente.
Al
cabo de unas horas se despertaron las jóvenes. Al verse solas en la espesa
selva, se asustaron mucho y empezaron a llamar a su padre. Pero éste se hallaba
muy lejos y no hubiera podido oírlas aunque sus voces hubieran tenido la fuerza
del trueno.
Dio
la casualidad de que los siete hijos del Rajá del vecino país habían ido a
cazar a aquella selva. Regresaban a su palacio cuando el más joven de ellos
dijo a sus hermanos:
-Me
parece que alguien pide socorro. ¿No oís voces? Dirijámonos hacia donde suenan
y veamos lo que ocurre.
Los
príncipes partieron hacia el lugar de donde salían las voces de las princesas
y, al descubrirlas, su asombro no tuvo límites. Pero aún fue mayor cuando se
enteraron de su historia. De mutuo acuerdo, decidieron que cada uno de ellos se
casase con una de las siete hermanas. Y así el primero tomó por esposa a la
mayor de las princesas, el segundo a la segunda, el tercero a la tercera, el
cuarto a la cuarta, el quinto a la quinta, el sexto a la sexta, y el séptimo,
que era el más bello de todos, casóse con la bellísima Balna.
El
pueblo del padre de los siete príncipes se alegró mucho al ver a las hermosas
princesas que los hijos de su señor habían tomado por esposas y los festejos
duraron días y días.
Al
cabo de un año, la hermosa Balna tuvo un hijo hermosísimo. Los príncipes y las
seis princesas restantes quedaron tan prendados de él que en vez de dos padres
parecía tener catorce. Ninguno de los otros matrimonios tuvo hijos y por ello
todos decidieron que el niño sería el heredero de la corona.
Durante
varios años una gran felicidad reinó en el palacio del rey, pero, un día, el
marido de Balna salió a cazar y no regresó.
Los
seis hermanos partieron en su busca y aunque transcurrió mucho tiempo, ninguno
volvió a su hogar, sumando en hondísimo tristeza a las siete princesas que
temían que sus esposos hubieran hallado la muerte.
Poco
tiempo después de este triste suceso, mientras Balna mecía la cuna de su hijito
y sus hermanas trabajaban en las habitaciones inferiores, un hombre santo fue a
pedir limosna a las puertas del palaio.
-
No puedes entrar -le dijeron los criados. Los hijos del Rajá han partido todos
y creemos que deben de haber muerto. Por ello no se puede interrumpir el dolor
de las esposas.
El
faquir no hizo caso de la prohibición y replicó:
-Soy
un hombre santo y debéis dejarme el paso libre.
Los
estúpidos criados no opusieron ya la menor resistencia, sin darse cuenta de que
en vez de un santo faquir, era un brujo llamado Punchkin.
Tras
mucho vagar por el palacio, Punchkin llegó a la habitación donde Balna mecía a
su hijito.
La
princesa gustó al brujo mucho más que las otras cosas hermosas que había visto
en el palacio, y sin vacilar un momento, le pidió que accediera a ser su
esposa.
Sin
embargo, la princesa movió negativamente la cabeza y replicó:
-Mucho
temo que mi marido haya muerto, pero mi hijo es aún muy pequeño y quiero
enseñarle a ser un hombre de bien. Por ello no deseo casarme otra vez.
El
mago, al oír estas palabras se enfureció mucho, y murmurando unos
encantamientos, la convirtió en un perrito que cogió en brazos diciendo:
-Ya
que no quieres venir conmigo de grado, te llevaré por fuerza.
Y
así la pobre princesa fue sacada de palacio sin siquiera poder enterar a sus
hermanas de su triste suerte.
Cuando
Punchkin iba a salir, los guardias le preguntaron:
-¿De
dónde has sacado ese perrillo tan mono?
-Me
lo ha regalado una de las princesas -contestó el brujo.
Convencidos
por estas palabras, los servidores no opusieron ningún reparo a que saliese.
Al
cabo de un rato, las seis restantes hermanas oyeron el llanto de su sobrinito.
Cuando al entrar en su habitación vieron que estaba solo, quedaron muy
sorprendidas. La sorpresa aumentó al no encontrar a Balna por ninguna de las
dependencias de palacio. Por fin interrogaron a los criados, y al enterarse de
la visita del faquir y de su salida acompañado de un perrillo, sospecharon lo
ocurrido. Sin pérdida de tiempo enviaron numerosas fuerzas en busca del falso
santón y del perro, mas los soldados regresaron sin haber hallado el menor
rastro.
¿Qué
podían hacer seis pobres mujeres? Nada. Comprendiéndolo, las princesas, perdida
todo esperanza de volver a ver a su hermana y esposos, dedicaron sus cuidados a
la educación de su sobrinito.
Cuando
éste tuvo catorce años, sus tías le explicaron la historia de la familia.
Apenas la oyó, el muchacho sintióse poseído de tan gran deseo de partir en
busca de sus padres y tíos para devolverlos a su casa, que, desde aquel
momento, no pensó en otra cosa. Alarmadas por estas intenciones, las princesas
trataron de disuadirle diciendo:
-Hemos
perdido a nuestros maridos y a nuestra hermana. Tú eres nuesro único consuelo.
¿Qué será de nosotras sin ti?
-
No os desaniméis -contestó el muchacho. Volveré pronto y, si es posible,
traeré conmigo a mis padres y tíos.
Al
día siguiente partió a caballo y durante varios meses buscó en vano el rastro
de sus familiares.
Por
fin, un día, después de recorrer un sin fin de leguas, llegó a una extraña
selva, llena de grandes piedras y añosos árboles, en el centro de la cual se
levantaba un enorme palacio con una torre altísima. No lejos del edificio
elevábase la mísera cabaña de un leñador.
Mientras
observaba el lugar, el príncipe fue visto por la mujer del leñador, quien,
saliendo de la choza, le preguntó:
-¿Quién
eres, hijo mío, y por qué te atreves a venir solo a un lugar tan peligroso como
éste?
-Soy
el hijo de un Rajá -contestó el muchacho. He venido en busca de mis padres,
que perdí hace mucho tiempo.
-Ese
palacio y este país pertenecen a un poderoso mago -replicó la buena mujer,- y
si alguien le disgusta lo transforma enseguida en piedra o árbol. Todos los
árboles y rocas que aquí ves, son hombres y mujeres encantados. Hace años vino
el hijo de un rey y fue transformado en piedra, y lo mismo les ocurrió a sus
seis hermanos, que llegaron a los pocos días.
Además,
en la torre del palacio vive una hermosa princesa, prisionera del brujo porque
no accede a casarse con él.
Al
oír esto, el joven se dijo que, sin duda, aquella princesa era su madre.
Entonces explicó su historia a la bondadosa esposa del leñador, pidiéndole
permiso para hospedarse en su casa a fin de llevar a cabo las investigaciones
necesarias para volver a la vida a sus tíos y rescatar a su madre.
Ella
accedió a la petición del príncipe, pero le aconsejó que se disfrazase de mujer
para que el mago no sospechase nada. El príncipe estuvo de acuerdo y vistió un
sari que le prestó su protectora. Después convinieron que, en adelante, pasaría
por su hija.
Un
día, el brujo, que paseaba por su jardín, pudo ver a la que él creyó linda
joven y le preguntó que quién era. El príncipe contestó con fingida voz que era
la hija del leñador.
-Eres
muy simpática -dijo el mago. Alguna vez llevarás un ramo de flores a la
hermosa señora que vive en la torre.
El
joven sintió una enorme alegría al oír estas palabras, y enseguida, corrió a la
cabaña de su protectora a contarle lo ocurrido. La buena mujer le aconsejó que
conservase su disfraz y confiara en la suerte que sin duda le prestaría una
oportunidad para hablar con su madre.
Al
nacer el príncipe, Balna habíale regalado un anillo de oro, y el anillo,
agrandado convenientemente por sus hermanas las princesas, seguía adornando el
dedo meñique del joven. La mujer del leñador le dijo que si tenía ocasión de
quedarse a solas con la cautiva le mostrase la sortija para que ella le
reconociera. Esto no dejaba de tener sus dificultades, pues el mago ejercía
sobre la princesa una fuerte vigilancia a fin de que no pudiera comunicarse con
el exterior.
Por
fin un día se presentó la ansiada oportunidad y el joven entregó a su madre el
anillo entre el ramo de flores. Al ver la joya, la princesa tuvo una gran
alegría, sobre todo cuando la que ella creía una muchacha se transformó en su
hijo, a quien ya no esperaba volver a contemplar. Con voz entrecortada por la
emoción, la princesa Balna contó al joven su terrible cautiverio, y la
imposibilidad de salir de él.
Pero
el príncipe era muy valiente y no se desanimaba por las contrarie-dades.
-No
temas -dijo. Lo que ante todo hay que hacer es descubrir la verdadera fuerza
del mago, pues deseo libertar también a mi padre y mis tíos a quienes tiene
convertidos en piedras y árboles. Durante tu cautiverio te has mostrado esquiva
con el brujo. Pues bien, ahora haz ver que ya no le odias. Dile que, como has
perdido la esperanza de volver a ver a tu marido, consientes en casarte con él.
Haz lo posible por enterarte de si es inmortal o no.
Balna
decidió seguir el consejo de su hijo. Al día siguiente, hizo llamar a Punchkin
y le habló en la forma indicada por el príncipe.
El
brujo, entusiasmado por aquella noticia, le suplicó que se casara con él lo más
pronto posible.
La
princesa dijo que antes era conveniente que ambos tratasen, a fin de ir
cobrando confianza, pues, después de tantos años de ser enemigos, la amistad
debía llegar poco a poco.
-Y
decidme -añadió. ¿Sois realmente inmortal? ¿Os respetará siempre la muerte?
-¿Por
qué me preguntáis eso?
-Porque,
habiendo decidido ser vuestra esposa, deseo estar enterada de todo cuanto pueda
ser de importancia para vos, así evitaré los males que pudieran atacaros.
Satisfecho
con esta contestación, el brujo dijo:
-En
verdad no soy como los demás. Lejos, muy lejos, en plena selva virgen, hay un
claro rodeado de altas palmeras. En él se encuentran seis recipientes llenos de
agua, colocados uno encima de otro. Debajo de esos recipientes hay una jaula
con un loro verde. De la vida de ese animal depende la mía. Si muriese, yo
moriría también. Sin embargo, es muy improbable que lo maten pues, aparte que
el lugar es inaccesible, está defendido por una legión de genios que asesinan a
todo el que consigue acercarse allí.
Balna
comunicó a su hijo lo que Punchkin le había dicho, pero suplicándole al mismo
tiempo que abandonase toda idea de apoderarse del loro.
-Mamá
-replicó el joven-. Es necesario que me apodere de él, pues de lo contrario tú,
mi padre y mis tíos seguiréis prisioneros. No tengas miedo, pues volveré
pronto. Entretanto, ve aplazando el casamiento con pretextos.
En
cuanto se hubo equipado convenientemente, el príncipe partió hacia la selva
virgen. Muchas leguas recorrió hasta que, al fin, echóse a dormir bajo un
frondoso árbol. Despertóle un fuerte roce, y al mirar a su alrededor, descubrió
una enorme serpiente que se encaramaba por el tronco hacia un nido de
aguiluchos.
Al
ver el peligro que corrían los dos pájaros que, en aquellos momentos ocupaban
el nido, el príncipe sacó su espada y de un tajo mató al reptil. En el mismo
instante oyóse un batir de alas. Eran los padres de los aguiluchos, que
regresaban a su casa. Al ver muerta a la serpiente y al príncipe con la espada
desenvainada, las dos águilas comprendieron lo que había ocurrido. La madre,
dirigiéndose al joven, le dijo:
-Durante
muchos años nuestros pequeños han sido devorados por esa cruel serpiente. Tú la
has matado y con ello salvas a cuantos hijitos podamos tener de ahora en
adelante. Si algún día nos necesitas, no tienes más que llamarnos y acudiremos
en tu ayuda. En cuanto a los aguiluchos, tómalos como servidores.
El
príncipe agradeció el regalo. Entretanto, las dos pequeñas aves, abando-naron el
nido, y cruzando las alas, formaron un asiento para el príncipe. Este lo ocupó,
siendo enseguida transportado por los aires hasta el claro de la selva. Allí
pudo ver los seis recipientes de agua. Era mediodía y hacía un calor sofocante.
Alrededor del claro veíanse numerosos genios dormitando.
Cruzar
a través de ellos hubiera sido una locura, pero gracias a los aguiluchos, el
príncipe pudo descender silenciosamente. Derribando los recipientes, cogió la
jaula del loro. Después, sentándose en las alas sus amigos, huyó de allí en el
momento en que los genios despertados por el ruido, lanzaban lastimeros
alaridos.
Los
aguiluchos condujeron al príncipe hasta el árbol donde vivían las dos águilas,
a quienes dijo el joven:
-Os
devuelvo a vuestros hijos, que me han sido muy útiles. Si alguna vez os
necesito para algo, os llamaré.
-Hazlo
así -contestó la hembra-. Ahora, antes de que te vayas, quiero decirte una
cosa: de la vida del loro que llevas en esa jaula depende la del mago Punchkin,
pero si quieres inutilizar su poder, no tienes más que cortarle las uñas de la
pata derecha. De esa forma no tendrás que temer nada de él y te ahorrarás la necesidad
de matarle.
El
joven, dando las gracias por el consejo, siguió su camino hacia el palacio del
mago. Cuando estuvo ante la puerta del edificio se puso a jugar con el loro.
Punchkin le vio desde una ventana y bajó enseguida a su encuentro.
-Muchacho
-le dijo- ¿de dónde has sacado ese pájaro tan hermoso? Te pido por favor que me
lo regales.
-De
ninguna manera -replicó el príncipe.
-Se trata de un amuleto. Lo he tenido en
mi poder durante largos años y me ha traído mucha suerte.
-Si
es así dime el precio que pides por él.
-No
deseo venderlo.
-Puedes
pedir cuanto dinero quieras. Por mucho que sea lo tendrás. Y si deseas otra
cosa pídela también.
-Perfectamente
-sonrió el príncipe. Sólo quiero que devuelvas a su primitiva forma a los
hombres y mujeres que convertiste en rocas y árboles.
El
mago murmuró unas palabras, al mismo tiempo que movía la mano derecha. Al
momento los árboles transformáronse en elegantes damas y caballeros.
-Dame
el loro -suplicó Punchkin cuando hubo cumplido su promesa.
-Enseguida
-replicó el joven- pero antes quiero tomar una precaución, pues serías muy
capaz de convertir de nuevo en objetos sin vida a las personas que acaban de
resucitar.
Y
antes de que el mago tuviera tiempo de impedirlo, el príncipe cortó las uñas de
la pata derecha del loro.
Punchkin
rodó por el suelo sin sentido, tan fuerte fue la conmoción por él recibida al
quedar privado de su poder mágico. Antes de que volviera en sí, la caravana de
los miles de príncipes y caballeros, con Balna y su marido a la cabeza, estaban
ya lejos del valle, en el cual sólo quedaba el palacio del antiguo mago.
004. Anonimo (india)
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