Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 5 de junio de 2012

Perdidos en el mar


Hace casi cien años un grupo de cazadores de focas construyeron sus iglús a la orilla del océano, en lo que hoy se conoce por Bahía de Stapylton.
Una extensión de hielo sólido se adentraba bastante en el mar desde la orilla. Un día en que el tiempo era favorable, un grupo de hombres se marchó, como era su costumbre, en busca de los aglu, los respiraderos que las focas perforan en el hielo del mar.
Cuando estaban a cierta distancia de la tierra, el hielo se dividió de repente entre los hombres, y un vapor espeso como el humo salió de la brecha. Algunos de los cazadores, que estaban más cerca de la orilla, tuvieron tiempo de saltar al hielo sólido del otro lado antes de que fuera demasiado tarde. Pero los que estaban más lejos no percibieron el peligro, porque estaban entretenidos mirando el aglu, esperando que apareciese la foca. Sólo cuando uno de los hombres, Ulukhaq, dejó su puesto para buscar otro aglu, vio la brecha. Ulukhaq observó la columna de vapor y se dio cuenta inmediata-mente de lo que había pasado.
Los demás le oyeron gritar:
-Viene la niebla, se está levantando la bruma, el hielo está roto.
Llamándose los unos a los otros, todos los cazadores corrieron hacia la línea de humo negro, colgada como una cortina entre ellos y la tierra.
Los hombres siguieron el borde de la grieta buscando en vano un bloque de hielo por donde poder cruzar el agua. Pero la espesa niebla lo impedía todo. Ni siquiera era posible llamar la atención de los que habían escapado al hielo sólido del otro lado. Después de mucho buscar, el pequeño grupo de cazadores se reunió. Faltaba uno, Kudlaluk. Sus compañeros pensaron que quizá había encontrado una manera segura de pasar al otro lado, y así crecieron sus esperanzas.
Pero justamente entonces volvió a aparecer Kudlaluk. No había podido encontrar un camino para cruzar la brecha. Los hombres se vieron obligados a quedarse donde estaban, y su témpano de hielo se iba desplazando hacia la niebla, donde no se veía nada. Esa tarde los hombres construyeron un iglú en el témpano y pasaron la noche a su abrigo y calor.
Al día siguiente su balsa de hielo dejó de desplazarse. Los cazadores vieron que estaban al oeste de su punto de partida, porque podían distinguir veladamente el lugar donde habían construido sus primeros iglús sobre el hielo sólido. Su plan era quedarse donde estaban todo el día, para que el hielo que se había formado entre ellos y la tierra tuviera tiempo de espesar. Todos los hombres estaban de acuerdo en esto, excepto Nulialik, que quería intentar llegar a la orilla inmediatamente.
Después de algunas discusiones, decidieron seguir a Nulialik. Había caído la oscuridad. En lugar de salir del iglú por la puerta, hicieron un agujero en la pared lo suficientemente grande para desli-zarse por él. Los cazadores confiaban en eludir los malos espíritus que vigilaban la entrada del iglú y que, sin duda, eran los responsa-bles de sus problemas.
Cuando terminaron de cruzar al otro lado de la pared, los hombres corrieron sin parar, saltando aquí y allí por donde los pedazos de hielo eran más sólidos.
Cada vez se acercaban más a la seguridad de la orilla. Pero, cuando sólo les quedaba una corta distancia que recorrer, tuvieron que parar. Ante ellos apareció una grieta ancha, y los hombres volvieron de mala gana al iglú del que acababan de salir. Aquí se quedaron la mayor parte del invierno.
Durante este tiempo nunca estuvieron libres de grandes peligros. Si hubieran sido hombres corrientes, probablemente se hubieran perdido, pero entre ellos había verdaderos magos, que poseían poderes mágicos extra-ordinarios. Dos de los magos eran Qorvik y Kud- laluk.
Una vez, cuando la balsa de hielo era arrastrada hacia el oeste, un gran bloque de hielo cayó encima de ellos amenazando con aplastar el iglú. Qorvik usó sus grandes facultades mágicas para evitar este desastre, simplemente apoyándose contra la pared de hielo y conte-niéndola así.
Una amenaza permanente era la falta de alimento. El hambre, la sed y el cortante frío fueron compañeros constantes. La nieve, de la que los hombres dependían para conseguir agua, estaba ahora saturada de sal. La ardiente sed y la escasez de comida debilitó a los cazadores hasta tal punto que sus cuerpos eran poco más que piel y huesos.
Evidentemente, algo había que hacer si no se quería morir de hambre.
Afortunadamente, los magos sabían cómo parar los vientos y las fuertes corrientes. Los magos sabían que a los espíritus que viven en el fondo del océano les gustan los objetos de metal. ¿Qué se podía hacer para satisfacer a los espíritus? Cada cazador tenía un cuchillo de cobre de hoja larga, un arma que siempre llevaban consigo. Sin él, un cazador corría el riesgo de pasar hambre, e incluso de una muerte segura, en los viajes largos. Quizá su suerte mejorara si regalaban los cuchillos a los espíritus.
Así pues, se tomó la decisión. Uno tras otro, cada uno sacrificó su cuchillo. Cada una de las valiosas armas fue decorada con una borla hecha de finas tiras de piel. Después sostuvieron el cuchillo sobre la superficie del agua y lo dejaron hundirse en el fondo del océano. Aun esto fue en vano, y los hombres y su balsa de hielo siguieron desplazándose, siempre hacia el oeste.
Todavía quedaba un cuchillo, el de Quingalorqana. Este cuchillo tenía una maravillosa hoja de cobre, muy apreciada por su dueño, que se resistía a deshacerse de él. Pero, al ver que no había otra esperanza, Quingalorqana decidió seguir el ejemplo de sus compañe-ros. Haciendo señas a sus amigos para que acudieran, sostuvo el cuchillo sobre la superficie del agua clara. Cuando la mano de Quingalorqana le soltó, los cazadores quedaron sorprendidos al ver el cuchillo de cobre macizo flotando durante mucho tiempo. Finalmente, desapareció en el agua. Todos tomaron esto por un buen augurio; los espíritus debían estar satisfechos.
Sólo para estar seguros de que todo iba a ir bien, Qorvik realizó un rito mágico más. Eligiendo un pequeño bloque de hielo que el océano había arrojado a su témpano, Qorvik lo tiró en dirección a tierra firme. Al hacerlo pidió a los espíritus que los devolviesen sanos y salvos a casa. Poco después el viento cambió de dirección y los hombres supieron que ahora llevaban un camino seguro.
Esa noche los hombres permanecieron en su iglú, hablando entre ellos y siempre esperando el ruido del hielo rechinando contra la tierra, el sonido que indicaría el final de sus penalidades.
A la mañana siguiente avistaron tierra. Excitados, los dos cazadores más viejos exclamaron:
-¡Vamos! ¡Vamos!
Uno tras otro los hombres salieron a gatas del iglú encabezados por Qorvik, y Kudlaluk atrás. A la débil luz del amanecer sólo podía verse la silueta del témpano. Esto no detuvo a los hombres. Corriendo y saltando de bloque en bloque de hielo, los cazadores se fueron abriendo camino hacia la orilla. Durante todo el día se abrieron paso a través del montón de hielo que tenían delante. Cuando la noche empezaba a cerrarse alcanzaron el hielo espeso que delineaba la orilla de la tierra. Al fin los hombres estaban fuera de peligro.
Inmediatamente después de llegar a tierra los cazadores se pararon a calmar su sed. La nieve pura que llevaban ahora a su boca les confirmaba que la nieve saturada de sal había quedado tras ellos.
-No hay duda de que hemos llegado. Este es hielo viejo, sólido; ¡estamos en tierra!
Gritaron de alegría al comer la nieve; rieron y lloraron.
Ahora sabían dónde estaban situados sus iglús y, después de descansar, partieron para reunirse con sus familias. Algunos hicieron pausas por el camino, mientras otros siguieron andando. De esta manera los cazadores llegaron a sus iglús unos tras otros.
Se estaba formando una tormenta cuando llegaron. Un hombre estaba fuera recubriendo su iglú para que estuviera caliente. Fue él quien oyó el ruido que hicieron los cazadores al volver. Tan pronto como reconoció a los hombres empezó a saltar de alegría, como se alegra uno después de una buena caza. Todo el mundo salía de los iglús y se alegraba. Habían creído a los hombres perdidos para siempre. Algunas de las mujeres habían tomado otros maridos. Pero ahora que los cazadores habían vuelto sanos y salvos, todo el mundo manifestaba su alegría.
Durante mucho tiempo después, siempre que los cazadores se echaban a dormir, el cimbrear del océano aún seguía meciendo sus cuerpos. Se hizo parte de sus almas y les perseguía como un fantasma.

Fuente: Maurice Metayer

036. Anónimo (esquimal)

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