Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 10 de junio de 2012

Los dos resfriados


Tal vez creerá el lector que un resfriado es una dolencia como otra cualquiera, más o menos grave, o, mejor dicho, no muy grave, que se apodera de nosotros en determinadas circunstancias y nos hace pasar unos días incómodos y desagradables. Pero no es así. En los países fríos como Rusia, donde tal dolencia es en extremo frecuente, todo el mundo sabe que son unos geniecillos malvados, mal intencionados, traidores y que se esfuerzan, después de haberse apoderado del individuo, en abrir la puerta para que otras dolencias más graves penetren a su vez y se apoderen del pobre desgraciado.
Desde luego los tales geniecillos son legión y vagan por todas partes, acechando a sus presuntas víctimas. Tan pronto se les ve en el interior de las viviendas, revoloteando en alas de una corriente de aire, como agitando la nieve para formar remolinos que rodean a los pobres hombres, o bien confundidos con las gotas de la lluvia, con la niebla ó acurrucados en los charcos de agua en que los pobres han de mojar sus pies al andar, o también acurrucados en los rincones de las estancias, de los palacios y de toda vivienda, pobre o rica, pues no desdeñan a nadie ni tienen escrúpulos acerca de las presas que puedan hacer. Por esta razón es tan fácil coger un resfriado, o, mejor dicho, que un resfriado se apodere de nosotros. Y en cuanto consiguen introducirse en el cuerpo de alguien, muéstranse tenaces a más no poder y solamente abandonan el cuerpo de su víctima a fuerza de cuidados por parte de ésta o cuando se cansan de importunarla si observan que no les hace ningún caso.
Por lo demás, estos geniecillos andan siempre arrecidos. Constante-mente tiemblan sus miembros y desean cobijarse en el interior del cuerpo humano. Por esta razón son tan peligrosos y traidores, y por eso, también, de nada sirven las precauciones que se tomen para evitarlos.
En cierta ocasión y en un crudo día de invierno, se encontraron dos de esos geniecillos del resfriado, en lo más profundo de un bosque ruso, cubierto de nieve, y en tanto que soplaba un airecillo no muy fuerte, pero cortante corlo una navaja, hasta el punto de que los pajarillos estaban casi muertos de frío, a pesar de haberse agrupado en las ramas para darse calor mutuamente y de tener erizadas todas sus plumas. Los animales de pelo, que habitaban el bosque, habíanse hundido en sus madrigueras y procuraban no perder el escaso calor de sus  pobres cuerpecillos y, por esta razón, el bosque parecía estar desierto en absoluto y reinaba en él aquel silencio enorme e impresionante de todo paisaje nevado, que parece están dormido y en el cual todos los seres se mueven con la mayor suavidad, cual si no se atrevieran a alterar aquella paz que aun acentúa más el intenso frío.
Como decíamos, se encontraron en aquel bosque los dos resfriados y al verse se aproximaron uno al otro dando saltos, frotándose las manos y temblando con gran violencia, en tanto que sus dientes castañeteaban de lo lindo.
-Bue... Buen… os días, hermano -dijo uno de ellos al otro, al mismo tiempo que pataleaba con fuerza en su inútil deseo de calentarse los pies-. Hace... hace un frío...extraordinario.
-No me...hables de ello... -contestó el interpelado, agitando con violencia manos y piernas para librarse del envaramiento que sobrecogía sus miem-bros-. ¿A... adónde...vas?
-En busca... En busca de alguien... que me proporcione... el abrigo que tanto necesito, -contestó el primero, a quien, para mayor claridad de nuestro relato, llamaremos el Geniecillo Azul.
-Lo mismo... busco yo -contestó el otro, a quien daremos el nombre de Geniecillo Rojo.
-Muy desierta se halla esta región -observó el Geniecillo Azul-. Hace ya varias horas que ando sin encontrar a nadie. ¡Es horroroso! ¡Voy a morirme de frío!
-Lo mismo creo yo - contestó el otro, dando enormes saltos y hundiéndose a cada uno en la nieve que cubría el pequeño claro del bosque en que se hallaban-. Y si he de confesarte la verdad, debo decirte que me desagrada haberte encontrado, porque si ahora se presentase algún hombre, tú y yo tendríamos que disputarnos su posesión.
-Entonces valdrá más que nos separemos antes de que ocurra tal cosa -contestó el Azul-. En efecto, es tanto el frío que tengo, que no cedería mis derechos a nadie.
Iba a contestar el Geniecillo Rojo cuando casi de un modo simultáneo, oyeron el silbido de un hombre que se acercaba por el bosque y el ruido de las campanillas de un trineo arrastrado por tres caballos.
-¡Caramba! -exclamó el Geniecillo Rojo-. Creo que estamos de suerte y que no habrá necesidad de que disputemos. Acá llegan dos individuos. Pero te advierto que por, haber sido el primero en observar su aproximación, reclamo el derecho de elegir. Si no me engaño, por ahí -dijo, señalando hacia la derecha - llega un campesino, quizá un leñador, en tanto que desde esta otra dirección se acerca un trineo ocupado, sin duda, por un hombre de buena posición. Así, pues, hermano, yo me quedaré con el leñador y tú, en cambio, puedes acometer al "barine" que viene en ese trineo.
-Eso es injusto -replicó el Geniecillo Azul-. Bien sabes que me será mucho más difícil apoderarme de un "barine", cubierto de pieles, bien abrigado y muy alimentado, que de un pobre "mujik" apenas vestido y hambriento. Repito que no es justo –añadió dando unos cuantos saltos y braceando con fuerza para combatir los efectos del helado vientecillo que soplaba.
-No puede ser más justo -replicó el Rojo-. Por otra parte, si te esfuerzas, podrás apoderarte de ese "barine". Adiós.
Y se disponía ya a salir al encuentro del leñador, pero su compañero le dijo:
-Oye. ¿Qué te parece si nos reuniésemos aquí dentro de algún tiempo para darnos cuenta de nuestras respectivas hazañas?
-No me disgusta -contestó el Rojo, persuadido de que podría aventajar el relato de su rival-. Vamos a ver, estamos ahora en vísperas de Navidad. ¿Qué te parece si nos vemos a fines de febrero? Supongo que hasta entonces hay tiempo más que suficiente para que hayamos dado cuenta de nuestras dos víctimas.
-De acuerdo -replicó el Geniecillo Azul-. Por consiguiente, hasta la vista, hermano. Y buena suerte.
Separáronse ambos y cada uno de ellos tomó el camino que había de aproximarlos a la víctima elegida, Y ocupados como estaban en su respectiva tarea, olvidáronse por completo uno de otro. El Geniecillo Rojo acometió ferozmente al leñador, y su compañero empezó a atacar al "barine", que, montado en su trineo, iba cubierto por una gruesa pelliza y con los pies envueltos en una manta de mucho abrigo.
Transcurrió una gran parte del invierno, hasta que llegó el último día del mes de febrero. Ambos geniecillos del resfriado volvieron al lugar en que se habían conocido, en cumplimiento de la promesa que se hicieran. Llegaron los dos casi al mismo tiempo y así como el Geniecillo Azul tenía un aspecto en extremo satisfecho, su hermano estaba cariacontecido, triste y malhumorado a más no poder.
-¿Qué? ¿Cómo te ha ido? -preguntó el Geniecillo Azul.
-¡No me hables! - contestó el Rojo-. Confieso que fuí un tonto de remate y que he pasado un invierno espantoso. Y yo mismo me admiro de no haber muerto.
-Pues ¿qué te ha ocurrido?
-Algo que debiera haber previsto. Figúrate que en cuanto te montaste' en el trineo de aquel "barine", para acometerlo, yo me acerqué sin ruido y lentamente al leñador que me parecía ser una presa excelente. El pobre hombre estaba hambriento, tiritaba de frío y observé que, tanto su gorro como su caftán, sus calzones y sus botas estaban rotos en extremo y hasta dejaban al descubierto algunos puntos de su cuerpo. Di algunos saltos de satisfacción al notar cuán indefensa estaba mi presa y levantando un torbellino de nieve di la vuelta a su alrededor, tratando de introducirme en su cuerpo.
-Supongo que lo lograrías en seguida -contestó el Geniecillo Azul.
-Pues te equivocas por completo -replicó el Geniecillo Rojo-. En cuanto él empezó a sentir un escalofrío, profirió una maldición contra mí, arrojó al suelo las miserables alforjas que llevaba y se quitó el caftán. Este acto me dio la mayor alegría, porque le consideré ya presa segura y fácil, pero no te imaginarías nunca lo que hizo aquel sinvergüenza.
-La verdad es que no atino. ¿Quizá encendió una hoguera con leña?
-¡Ca! Hizo algo mejor, o, hablando propiamente, algo peor. Figúrate que, en cuanto se hubo quedado en mangas de camisa, la cual estaba tan destrozada que yo no tenía ya ninguna dificultad para morderle la carne, agarra el hacha, escupe en las palmas de sus manos y empieza a dar hachazos al árbol que tenía más cerca.
Yo le acometía sin descanso y ni un solo momento dejaba de intentar apoderarme de él, pero el caso es que con el ejercicio empezó a sudar de calor. ¡Así como suena... de calor! Su cuerpo ardía mucho mejor que sii hubiera estado al lado de una hoguera y, por fin, en vista de la inutilidad de mis esfuerzos, emprendí la fuga, muy triste al ver que, al revés del "mujik", yo no había podido entrar todavía en calor.
-¡Mala fue, efectivamente, tu suerte! -exclamó su compañero-. Y ¿qué hiciste desde entonces?
-Ya puedes suponerlo. Rondé por los pueblos y conseguí apoderarme de algunas víctimas, pero nadie me hacía caso. Los resfriados que yo producía en la gente, eran por completo descuidados y, por mucho que yo me afanase, no lograba entrar en calor.
Nunca más me meteré con esta gentuza campesina. Son insensibles al frío, y si uno logra apoderarse de ellos, no le hacen caso. Te aseguro que estoy verdaderamente aburrido y que no sé qué podré hacer hasta que llegue la buena estación.
-Chico, te compadezco de veras -dijo el Geniecillo Azul.
-Supongo que tú tendrías otro fracaso como el mío -exclamó el Rojo.
-Ahí te equivocas, de la misma manera como me equivoqué yo. Cuando nos separamos en este mismo lugar, iba yo hacia el trineo ocupado por el "barine", con más desconfianza de la que te puedes imaginar. Me parecía que con un hombre tan abrigado como aquél, poca cosa podría conseguir, pero como no había donde elegir, me resolví a probar fortuna. ¡Chico! ¡Qué exitazo! Aproveché una pequeña abertura de su pelliza para colarme hasta su pecho y una vez allí empecé a hacerle cosquillas. Noté que aquel hombre se estremecía y que empezaba a tiritar y, como es natural, me alegré. Seguí haciendo cosquillas cada vez más intensas, y, en fin, para no alargar mi cuento, te diré que cuando llegamos a casa del "barine" éste iba helado como un carámbano. Inmediatamente que se vio en su casa, llamó a su mujer y a sus criados y se metió en la cama, rodeado de botellas de agua caliente.
Como comprenderás yo estaba como pez en el agua. Luego se hizo servir un ponche de "vodka"[1], que acabó de quitarme el frío, y, en vista de lo bien que iba la cosa, resolví no abandonar a aquel hombre excelente por lo menos durante todo el invierno. Bueno, chico, he pasado una temporada colosal. Siempre abrigadito en la cama, caliente a más no poder, reconfortado por buenos ponches, caldos de gallina, manjares agradables y fáciles de digerir... En fin, seguramente no lo pasa mejor el más rico boyarlo de la Santa Rusia. Y te aseguro que ni siquiera la palabra que te di de encontrarnos en este sitio habría bastado para hacerme abandonar la ganga que encontré; mas parece que abusé tanto y tanto, que, por fin, al pobre "barine" se le declaró tina pulmonía y lo enterramos hace pocos días.
El Geniecillo hizo uno, pausar después de limpiarse una lágrima hipócrita, añadió
-¡Pobre hombre! Había llegado a cobrarle verdadero cariño. ¡Fue para mí un verdadero padre! Me cuidó como no puedes llegar a imaginarte y mis remordimientos son verdaderamente horribles. No tienes idea del invierno que he pasado. No es posible que lo llegues a suponerlo siquiera. ¡Y yo, por toda recompensa, he sido la causa de su muerte!
Aquí el Geniecillo Azul se echó a llorar con el mayor desconsuelo, tanto, que su compañero llegó a alarmarse. Hizo cuanto pudo por consolarlo, y en vista de que no lo conseguía, empezó a pensar en cómo lo dejaría para que llorase cuanto le viniera en gana; mas, de pronto, el Geniecillo Azul interrumpió su llanto sonriendo entre sus lágrimas, añadió:
-Está visto que nada se gana yendo con los pobres. De hoy en adelante pienso dedicarme solamente a los grandes, a los ricos y a los poderosos. He adquirido sentimientos verdadera-mente aristocráticos y estoy con vencido de que no se saca nada de ir con esos pobretes. ¡Puah! ¡Qué asco!
Y dirigiendo, en realidad, esta última frase a su compañero, volvió hacia él una mirada desdeñosa, hizo una pirueta y se alejó dando saltos de alegría, al pensar que, por fin, había encontrado su verdadera vocación y un sistema muy agradable de pasar la vida.


062. Anonimo (rusia) 

[1] Especie de aguardiente

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