Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 28 de junio de 2012

Las ajorcas de oro

Kovalan era un joven mercader de un pueblo del reino de los Pandyas, en el sur de la India, que contrajo ma­trimonio con la bella Kannagi. Las bodas se celebraron con todo lujo y esplendor y, al cabo de muy poco tiempo, los negocios de Kovalan prosperaron desusadamente. Por ello, el marido se convenció de que su esposa era muy afortunada y que su presencia traería muy buena suerte a su hogar.
La pareja vivió feliz durante tres años. Pero, un día, durante unas festividades, Kovalan vio bailar en la cor­te a una danzarina llamada Madhvi y, sin poderlo evitar, quedó prendado de ella. Él sabía que aquella era una pasión nefasta, pero no pudo resistirse al atractivo de la jo­ven bailarina, por lo que decidió que tendría que en­contrarse con ella a cualquier precio.
Al día siguiente se dirigió a la casa de Madhvi y le co­municó su deseo de convertirla en su concubina. Madhvi aceptó, no sin antes hacer que Kovalan le entregase una inmensa suma de dinero.
Kannagi se hallaba desconsolada. Sólo sabía llorar y lamentarse de su suerte, mientras su esposo se dedica­ba a gozar de su nuevo amor.
Pasó el tiempo y Kovalan arruinó su hacienda y su negocio, gastando todo lo que tenía en la cortesana. Kannagi, por su parte, aunque vivía en soledad y nunca recibía la visita de su esposo, no le guardaba rencor y esperaba pacientemente a que Kovalan se percatara de su error y volviera a su lado. Para lograrlo, hacía mu­chas penitencias y sacrificios diarios a la diosa Párvati.
Finalmente, las deidades se compadecieron de la po­bre mujer y Kovalan sintió de repente enfriarse en su co­razón la pasión que sentía por la bailarina. Fue como si despertara de un extraño sueño. Se encontró en una casa ajena, lejos de su esposa, habiéndose arruinado en joyas y regalos. Sin pensarlo ni un instante, se encaminó de nuevo hacia su hogar, con el propósito firme de ser en ade­lante un excelente marido para Kannagi.
Ésta, mientras tanto, había tenido una pesadilla mien­tras dormía. Soñó que Kovalan volvía a su lado, que am­bos partían hacia una tierra lejana y que, luego, le per­día para siempre. Se despertó, sobresaltada y empapada en sudor, porque alguien había entrado en la casa. Era una vecina, que venía a avisarle de que su esposo se di­rigía de vuelta al hogar, por lo que ella apresuradamen­te se preparó para recibirle. En el momento en que el arrepentido Kovalan llegó al umbral de su casa, prepa­rado a escuchar las recriminaciones de su esposa, se en­contró, en cambio, con una sincera bienvenida. Había flores en el suelo, el aire estaba aromatizado con incienso y Kannagi se encontraba allí, de pie, aguardándole, con una guirnalda de flores que colocó en el cuello de su es­poso.
Tras la feliz reunión de los cónyuges al cabo de los años, quedaba por resolver el problema de su hacienda. Nada quedaba a Kovalan de su anterior riqueza; ni si­quiera aquella casa era ya suya, pues estaba, como pren­da, en poder de los usureros. Lo único que tenían eran dos ajorcas de oro, de las que Kannagi se había negado a desprenderse por ser un recuerdo de su boda. Decidieron vender una de las dos y, para ello, marchar a la ciudad de Madurai, donde conseguirían un precio me­jor. Al día siguiente emprendieron el camino.
Fue un largo viaje y, en una ocasión, Kannagi se sin­tió totalmente exhausta y quedó casi desmayada de fa­tiga. Cuando prosiguieron la marcha encontraron en el camino un templo, donde se estaban llevando a cabo al­gunas ceremonias religiosas. Decidieron entrar allí para rezar a los dioses.
Entre los asistentes al sacrificio se encontraba una extraña mujer que, en un momento determinado, cayó en un trance místico y comenzó mover violentamente su cuerpo y a proferir algunas palabras, entre la sorpre­sa de los que los que estaban allí reunidos. Cuando la mujer vio a Kannagi entre la multitud, comenzó a apar­tar a los que estaban a su alrededor y se dirigió a ella, señalándola con el dedo.
-¡Tú, mujer! -gritó la posesa. Te he conocido. Estás destinada a ser una diosa en esta tierra. Yo lo afirmo. ¡Serás diosa en la tierra de los Pandyas!
Kannagi se asustó mucho al escuchar estas palabras y comunicó sus temores a su esposo.
-No hay nada de lo que. preocuparse, amada mía. Simplemente la diosa te ha bendecido y eso no puede nunca ser malo.
Pero Kannagi sentía temor por lo que le deparaba el futuro y no dejaba de recordar su sueño.
Prosiguieron su camino y pronto llegaron a Madurai. Kovalan dejó a Kannagi en casa de un amigo y se apre­suró a ir al mercado, en búsqueda de un joyero que qui­siese comprar la ajorca. Pronto le indicaron cuál era la casa del mejor orfebre del reino y allí se dirigió.
Pero cuando el orfebre vio la ajorca que Kovalan traía, sintió la tentación de apropiarse de ella. La ajorca era igual a una de la reina, que obraba en su poder. Decidió quedarse él con la de la reina y decir que la de Kovalan era robada. El orfebre tomó la ajorca de Kovalan, le hizo esperar y se encaminó a palacio.
-Os traigo vuestra ajorca, majestad -declaró, cuando se halló en presencia del rey y de la reina. Y os ruego que escuchéis una historia insólita que me ha acaecido. Como recordaréis, me entregasteis vuestra ajorca para que la limpiara y puliera. Pues bien, de camino a mi casa la perdí. No sabía qué hacer ni cómo confesar mi error. Pero hete aquí que hoy se presenta en mi casa un foras­tero y me intenta vender vuestra ajorca como si fuera suya. No sé si se la encontró en el suelo o si me la robó, pero el caso es que el hombre es un estafador. Ahora se encuentra en mi casa, custodiado por mis criados.
El monarca creyó la historia y, de inmediato, mandó a sus guardias para que decapitaran al ladrón.
Rápidamente se cumplió la sentencia en la plaza pú­blica, sin que de nada sirvieran las quejas de Kovalan. En el instante en que Kannagi supo lo sucedido, cayó desmayada y las personas que la cuidaban temieron por su vida.
Ya nada podía hacerse por el desventurado Kovalan, mas sí por su nombre y por su honor. Llena de indigna­ción, Kannagi se dirigió a la plaza central del lugar, don­de se hallaba reunida mucha gente, y comenzó a incre­par a la multitud.
-¿Qué clase de gente sois en esta ciudad? ¿Tan fácil­mente se calumnia aquí a un hombre, tan sencillo es acu­sarle y acabar con su vida? ¡Habéis de saber que vuestro soberano es un asesino! Ha mandado matar sin tener pruebas suficientes. Mi esposo era inocente de cualquier robo que se le haya podido imputar y me sorprende que nadie haya salido en su defensa. ¡Pero yo probaré la fal­sedad de la acusación!
Dicho esto, se encaminó al palacio, llevando en su mano la otra ajorca, que demostraría lo falso de la ca­lumnia del orfebre. Toda la gente del lugar, conociendo de este modo la injusticia que se había cometido, siguió a Kannagi, alentándola.
Los guardias intentaron cortarle el paso, pero, para en­tonces, mucha gente se había sumado a la comitiva que acompañaba a la joven y no pudieron impedir que pe­netrasen.
Por fin, Kannagi irrumpió en la sala del trono.
-¿Quién es esta mujer? -quiso saber el monarca.
-Soy alguien que llegó a vuestro reino creyendo que era un lugar de paz y de justicia y que ha encontrado que todo lo que se decía sobre vos es mentira -replicó Kannagi.
-¿Qué es esto? -gritó, iracundo, el monarca. ¿Cómo te atreves a hablarme así?
-¿Qué tengo que perder? -respondió la joven. En unas breves horas en vuestro reino he perdido el mari­do y el honor. Sin ellos, la vida no me importa. Luego, ¿por qué debería mostrar falsamente un respeto por vos que estoy muy lejos de sentir?
El monarca quedó impresionado por esta actitud de la mujer.
-Habla. Y di todo lo que piensas.
Los presentes se dispusieron a escuchar con toda aten­ción.
-Mi inocente esposo trató de vender una ajorca en el mercado. Alguien, sin causa alguna, le acusó de ladrón y vos le condenasteis sin escucharle siquiera. ¿Por qué la palabra de un hombre de la ciudad ha de valer más que la de un forastero?
-Mujer -dijo el rey. Por lo que dices, parece ser que eres la esposa del que robó la ajorca de la reina, que era una valiosa joya de oro, con perlas en su interior.
-Señor, me alegra escuchar lo que decís. He aquí la otra ajorca de mi pertenencia -afirmó, mientras la mostraba. Es la compañera de la que mi esposo intentó ven­der. Y, en su interior, no tiene perlas, sino diamantes. Vedlo.
Y rompió su ajorca de la que, efectivamente, cayeron pequeños diamantes.
-Ahora, si os atrevéis, majestad -prosiguió, romped también la que obra en vuestro poder y que el orfebre os entregó diciendo que era la vuestra y que había sido robada.
Sin decir una palabra, el rey mismo tomó la ajorca de manos de la reina y la partió, esperando hallar perlas en su interior.
Pero sólo contenía diamantes.
A la vista de aquello, todos los presentes comenzaron a murmurar y el monarca, cayó sin sentido al suelo, im­presionado por el hecho de haber dado muerte a un ino­cente.
Pero Kannagi no se contentó con aquella demostra­ción de la inocencia de su esposo.
-¡Oh, dioses! -invocó. Si he sido la esposa fiel de un hombre inocente, entonces haced que mi ira se convier­ta en fuego y que toda esta ciudad injusta sea pasto de las llamas.
De inmediato, una lluvia de fuego se precipitó sobre la ciudad. Todas las casas comenzaron a arder y las gen­tes huyeron despavoridas, sin saber donde refugiarse. La virtud y la fuerza de Kannagi estaban teniendo su efecto.
Pero, en aquel momento, se abrieron los cielos y la misma diosa Párvati se presentó ante la mujer, que se postró al verla. Ante su presencia, las llamas dejaron de arder y toda la ciudad quedó como paralizada.
-Kannagi -dijo la diosa-. Estás siendo injusta en tu venganza. Todo lo sucedido, por penoso que parezca, no ha sido una injusticia del rey. La tragedia que has sufri­do es culpa sólo de tu esposo, que en una existencia an­terior cometió el pecado que en este momento purga.
-¡Explicádmelo, Madre! -fue todo lo que acertó a de­cir Kannagi.
La diosa prosiguió.
-En su anterior encarnación, Kovalan fue soldado en este mismo reino. Su acusación condujo a un inocente a la muerte. Por ello, la esposa del condenado le maldijo con la misma suerte. No debes, por tanto, hacer a nadie responsable de tu destino, que está ligado al de tu esposo.
-Lo he entendido, Madre. Perdóname, pues todo lo he hecho por amor a Kovalan.
-Lo sé. Y en premio de ese amor, abandonarás este mundo de dolor y vivirás en adelante en los cielos, en compañía de tu amado esposo. La ciudad de Madurai será reconstruida y en ella se te venerará en los siglos sucesivos.
Y así fue. Desde ese día se consideró a Kannagi como a una diosa. Se construyeron templos en su honor y has­ta el día de hoy se la reverencia por sus muchas virtudes.

(Del Silappadikâram de Ilanko)


Fuente: Enrique Gallud Jardiel

004. Anonimo (india),

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