Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 10 de junio de 2012

La sortija encantada


Había una vez un viejo matrimonio que tenía un hijo llamado Martín. El marido enfermó y murió y, aunque se había pasado toda la vida trabajando no dejó más herencia que doscientos rublos. La viuda no quería gastar este dinero. ¿Mas, qué remedio le quedaba? Como no tenían qué comer hubo de recurrir a la vasija en que guardaba el patrimonio. Contó cien rublos y mandó a su hijo a comprar pan para todo el año. Martín, el hijo de la viuda, fue a la ciudad. Al llegar al mercado le sorprendió un tumulto del que salían gritos que asordaban y, al inquirir la causa, se enteró de que los carniceros habían atado un perro a un poste y le pegaban sin misericordia. Martín se compadeció del perro y dijo a los carniceros:
-Hermanos míos, ¿por qué pegáis al perro tan desalmadamente?
-¿Por qué no hemos de pegarle, si ha echado a perder todo un cuarto de ternera?
-¡Pero no le peguéis más, hermanos! Más os valdría vendérmelo.
-Cómpralo, si quieres -le replicaron los carniceros burlándose de él.- Pero no te daremos por menos de cien rublos semejante alhaja.
-Y bien, cien rublos no son más que cien rublos, después de todo.
Y Martín dio los cien rublos por el perro, que se llamaba Jurka, y se volvió a casa.
-¿Qué has comprado? -le preguntó su madre.
-¡Mira, he comprado a Jurka! -contestó el hijo. Su madre le armó un escándalo y lo reprendió, gritando:
-¿No te da vergüenza? ¡Pronto no tendremos nada que llevarnos a la boca y tú has ido a tirar el dinero en un condenado perro!
Al día siguiente la mujer mandó a su hijo a la ciudad y le dijo:
-Piensa que te llevas los últimos cien rublos. Compra pan. Hoy recogeré la poca harina que queda en los rincones y aun haré alguna torta, pero mañana no tendremos nada que comer.
Martín fue a la ciudad y se paseaba por las calles curioseando cuando vio un chico que arrastraba a un gato atado por el cuello.
-¡Espera! -le gritó Martín.- ¿Por qué arrastras a Miz?
-¡Voy a ahogarlo!
-¿Pues qué ha hecho?
-Es un granuja. Ha robado un ganso.
-No lo ahogues. Más te valdrá vendérmelo.
-¡No te lo vendería por menos de cien rublos!
-Y bien, cien rublos no son más que cien rublos, después de todo. Aquí los tienes.
Y se llevó a Miz.
-¿Qué has comprado, hijo mío?, -le preguntó su madre cuando llegó a casa.
-¡El gato Miz!
-¿Y qué más?
-Tal vez quede algún dinero y podremos comprar otra cosa.
-¡Oh, santo cielo! ¡Qué necio eres! -chilló la madre.- ¡Sal ahora mismo de casa y gánate la vida!
Martín no se atrevió a replicar a su madre. Cogió a Jurka y a Miz y se marchó a la próxima aldea en busca de trabajo. Allí encontró a un rico granjero que le preguntó:
-¿Dónde vas?
-Voy a ajustarme como jornalero.
-Ven conmigo. Yo tomo jornaleros sin contrato, pero si me sirves bien durante un año, no te arrepentirás.
Martín se avino y durante un año trabajó para el granjero sin descanso. Llegado el día del pago, el granjero condujo a Martín al pajar, le mostró dos sacos llenos y le dijo:
- Coge el que quieras.
Martín examinó los sacos. El uno estaba lleno de monedas y el otro de arena, y él pensó para sí: "Esto no está hecho sin razón alguna; sin duda es un engaño. Cogeré el de arena y no dudo que saldrá algo bueno".
Martín se cargó el saco de arena y fue en busca de trabajo a otro pueblo. Anda que andarás, anda que andarás, llegó a un bosque enmarañado y en el interior del bosque había un claro y en el claro un círculo de fuego y en el centro del círculo una doncella tan hermosa que daba gloria mirarla. Y la hermosa doncella le dijo:
-Martín, hijo de la viuda, si quieres ser feliz, sírveme; apaga el fuego con la arena que has ganado con tu trabajo.
-Y bien, ¿por qué no? -pensó Martín.- ¿Qué he de hacer con este saco que pesa tanto? Es preferible socorrer con él a una persona.
Y como lo pensó lo hizo. Desató el saco y esparció la arena por el fuego. Enseguida se extinguió la hoguera, pero la hermosa doncella se transformó en una serpiente, se enroscó a la cintura y al cuello del muchacho y le dijo:
-¡No temas, Martín, hijo de la viuda! Ve sin miedo a la tierra de Tres Veces Diez, al mundo subterráneo que gobierna mi padre. Pero ten presente lo que te digo: él te ofrecerá plata y oro y piedras preciosas a manos llenas; tú no aceptarás nada de lo que te ofrezca, pero le pedirás la sortija que lleva en el dedo meñique. Esa sortija no es una sortija cualquiera. Si la cambias de dedo, doce jóvenes campeones se te aparecerán inmediatamente, y en una noche harán lo que les mandes
El mozo se puso a caminar y al cabo de muchos días y muchas noches llegó al país de Tres Veces Diez, y al pasar por una roca levantada en medio del camino, la serpiente saltó de su cuello y se convirtió en la hermosa doncella de antes.
-Sígueme -dijo a Martín, mostrándole un agujero debajo de la roca.
Durante mucho tiempo estuvieron andando por aquel túnel hasta que llegaron a una llanura al aire libre, y en mitad de esta llanura se levantaba un castillo de alabastro, con tejados de escamas de oro, y pináculos de oro.
-Ahí es donde vive mi padre, el Zar de esta región subterránea -dijo la hermosa doncella.
Los viajeros entraron al castillo y el Zar los recibió amablemente.
-Mi querida hija, no esperaba verte por aquí. ¿Por dónde te has estado arrastrando todo este tiempo?
-¡Mí querido padre y luz de mis ojos: me hubiera perdido para siempre a no ser por este joven que me salvó de una muerte irremediable!
El Zar se volvió a mirar amistosamente a Martín y dijo:
-Gracias, joven. Estoy dispuesto a premiarte con lo que desees. Toma cuanto quieras de mi plata, de mi oro y de mis piedras preciosas.
-Gracias, soberano Zar, por tu generosidad; no quiero plata ni oro ni piedras preciosas, pero si quieres premiarme a medida de tu magnanimidad, te ruego que me des la sortija que luce en el dedo meñique de tu real diestra. Siempre que la mire me acordaré de ti, y si algún día encuentro la mujer que rinda mi corazón, se la regalaré.
El Zar se quitó inmediatamente la sortija y se la dio a Martín, diciendo:
-No faltaba más, buen joven. Toma mi sortija y que te aproveche. ¡Pero no digas a nadie que no es una sortija como cualquier otra, porque podría acarrearte graves perjuicios!
Martín, el hijo de la viuda dio las gracias al Zar y tomó la sortija. Luego se volvió por donde había entrado al reino subterráneo. Llegó a su casa, consoló a su madre y vivieron los dos sin que nada les faltara. Pero, a pesar de la buena vida que se daba, Martín estaba triste. ¿Y cómo no había de estarlo si deseaba casarse y el objeto de su amor no era una muchacha de su clase sino nada menos que la hija del rey? Consultó a su madre y le rogó que hiciese de casamentero, diciéndole:
-Ve tu misma a ver al Rey y pídele para mí la mano de su hija, la sin par Princesa.
-Pero, hijo mío, ¿no sería mejor que tú mismo cuidaras de eso? ¿Cómo quieres que vaya yo a ver al rey a pedirle su hija para ti? Eso equivaldría a pedir que nos cortasen la cabeza a los dos.
-¡No tengas miedo, madre mía! Cuando yo te mando, puedes ir tranquila. Y procura no volver sin una contestación.
La buena anciana se dirigió, sin más, al palacio real, y sin hacerse anunciar empezó a subir la regia escalera. Los guardias le impidieron el paso con las armas pero ella las apartó sin inmutarse y continuó subiendo. Luego acudieron lacayos que la cogieron suavemente del brazo con intención de echarla, pero la mujer movió tal zipizape y lanzó tales chillidos, que el mismo Rey oyó el ruido y salió a la ventana a ver qué pasaba. Y, en efecto, vio que sus lacayos trataban de hacer retroceder a una mujer que gritaba con todas sus fuerzas.
-¡No quiero marcharme! ¡He venido a ver al Rey, porque tengo que darle un encargo que le conviene!
El Rey ordenó que dejasen pasar a la anciana, y ésta fue admitida en el suntuoso salón del trono, donde la esperaba el Rey rodeado de sus ministros. La anciana invocó a los santos y se inclinó ante el Rey.
-¿Qué tienes que decirme, anciana? -preguntó el Rey.
-Pues, Señor, he venido a ver a su Majestad... que no ofendan mis palabras... ¡He venido a ver a su Majestad como casamentera!
-¿Has perdido el seso, abuela? -gritó el Rey, frunciendo el ceño.
-No, padrecito, no te enojes y dame una contestación. Tú tienes la mercancía: una hijita, una belleza; yo tengo el comprador: un joven, tan listo, tan inteligente, tan entendido en todo negocio, que no podrías encontrar mejor yerno. Dime, por lo tanto, sin rodeos: ¿quieres casar a tu hija con mi hijo?
El Rey la escuchaba en silencio mientras su ceño se oscurecía como la noche, pero pensó: "¿Por qué un rey como yo se ha de encolerizar con una pobre vieja?" Y los ministros se asustaron viendo que se desfruncía el ceño del rey y que éste la miraba sonriendo.
-Si tu hijo es tan listo y entendido en toda clase de negocios que me construya en veinticuatro horas un palacio más suntuoso que el mío, y que entre su palacio y el mío cuelgue un puente de cristal, y que a lo largo del puente haya manzanos con frutos de oro y en las ramas de estos árboles canten aves del paraíso. Y a la derecha del puente de cristal erija una catedral de cinco pisos de altura, con cúpulas de oro, donde pueda ser coronado con mi hija el día que se casen. Pero si tu hijo no puede hacer esto, en castigo a vuestra presunción, haré que os unten de alquitrán y os cubran de plumas, y os colgaré enjaulados en la plaza del mercado para que la buena gente se ría de vosotros.
Y el Rey sonrió con más complacencia, mientras sus magnates y sus ministros se desternillaban de risa y elogiaban a voz en grito la sabiduría de su soberano, pensando: "¡Qué divertido será ver a la vieja y a su hijo colgados en jaulas! Y que lo veremos es tan claro como la luz del sol. Antes nos crecerá barba en la palma de la mano que ese joven realice lo que se le manda". Y la pobre madre estaba a punto de desvanecerse.
-¡Cómo! -preguntó- ¿Esa es tu última palabra de rey? ¿Ésa es la contestación que he de dar a mi hijo?
-Sí, has de decirle esto: Si realizas ese trabajo te dará la mano de su hija; de lo contrario, nos encerrará en jaulas.
La pobre mujer llegó a casa más muerta que viva. Se tambaleaba y la ahogaba el llanto. Cuando vio a Martín empezó a gritarle desde lejos:
-¿No te dije, hijo mío, que fueras tú mismo? ¡Ahora sí que estamos perdidos sin remedio! -Y le contó lo sucedido.
-Anímate, madre -dijo Martín.- Reza y échate a dormir, que la almohada es buena consejera.
Pero él salió de casa, cambió la sortija de dedo e inmediatamente aparecieron los doce jóvenes.
-¿Qué quieres de nosotros?
Les dijo lo que el rey exigía de él y los jóvenes contestaron:
-Mañana estarán cumplidos tus deseos.
Al levantarse el rey al día siguiente, le sorprendió ver construido un magnífico palacio que se comunicaba con el suyo por un puente de cristal. Y a cada lado del puente crecían hermosos manzanos en cuyas ramas cantaban aves del paraíso. Y a la derecha del puente, resplandeciendo como el fuego a los rayos del sol se levantaba una catedral con sus altivas cúpulas de oro. Y las campanas de la catedral tocaban arrebatadamente llamando en todas direcciones. El rey hubo de cumplir su palabra. Elevó a su yerno a la más alta jerarquía, le dio a su hija por esposa, y celebró la boda con grandes festejos. El vino corría a torrentes y todos bebieron hasta no poder más.
Martín vivía en su palacio y comía y bebía de lo mejor, y su mujer era con él suave como la manteca; pero no lo quería de corazón y cuando pensaba que no se había casado con el hijo de un Zar o el hijo de un rey o al menos un príncipe del mar, sino con Martín, el hijo de la viuda, se sentía humillada y deprimida. Y empezó a pensar en la mejor manera de deshacerse de un marido a quien odiaba. Lo acariciaba, lo lisonjeaba, lo mimaba, y cuando estaban solos le rogaba que le descubriese el misterio de su sabiduría. Y sucedió que un día que el rey lo invitó a su mesa, después de mucho beber y divertirse con todos los cortesanos, al volver a casa se acostó a descansar y la princesa lo llenó de atenciones y caricias y lo engatusó y le hizo beber de tal manera, que logró de él lo que quería, pues Martín le habló de su sortija encantada y de la manera de servirse de ella. Y apenas Martín se durmió y se puso a roncar, la Princesa le quitó el anillo del dedo y bajó al patio, donde cambió la sortija de un dedo a otro, e inmediatamente se le aparecieron los doce jóvenes.
-¿Qué deseas?
-Que mañana por la mañana hayan desaparecido el palacio, el jardín y la catedral y no quede en su lugar más que una humilde cabaña, adonde trasladaréis a este borracho; pero a mí me llevaréis al Imperio de Tres Veces Diez.
-Se hará como dices -contestaron los jóvenes a una voz.
Al día siguiente, cuando el Rey se levantó, quería devolver la visita a su yerno y se asomó a la galería. Pero cuál no fue su sorpresa al no ver ni palacio ni jardín ni catedral, y sólo una miserable cabaña que apenas se sostenía. El Rey mandó que fuesen en busca de su yerno y le preguntó qué significaba todo aquello, pero Martín, sin saber qué contestar, permaneció mudo y cabizbajo. Y el Rey ordenó que un tribunal juzgase a su yerno por haberlo engañado con artes de magia y haber causado la desaparición de su hija, la sin par Princesa, y condenaron a Martín a permanecer en lo alto de un estrecho torreón, sin nada que comer ni que beber, hasta que muriese de hambre.
Fue entonces cuando Jurka y Miz recordaron que Martín les había salvado la vida y tuvieron los dos una conferencia para fijar su conducta ante aquella situación. Jurka ladraba y enseñaba los colmillos dispuesto a despedazarlo todo para salvar a su amo, pero Miz maullaba y arqueaba el lomo y se pasaba las patitas por la oreja, reflexionando con más calma. Y el astuto gato llegó a una conclusión, que expuso a Jurka.
-Vamos a dar una vuelta por la ciudad y cuando veamos un panadero con una cesta de rosquillas en la cabeza, te pones delante de él para que tropiece y caiga. Yo iré detrás y cogeré las cosquillas y se las llevaré al amo.
Y dicho y hecho. Jurka y Miz dieron una vuelta por la ciudad y no tardaron en encontrar un panadero que iba gritando:
-¡Rosquillas calentitas! ¿Quién compra rosquillas?
Jurka se le puso entre las piernas, el panadero tropezó y la cesta de cosquillas cayó al suelo, y mientras el enojado panadero perseguía al perro, el gato se apoderó de todas las rosquillas y en compañía de Jurka corrió al torreón. Trepó hasta la ventana y llamó a su amo:
-Estás vivo, ¿eh?
-Estoy famélico y no tardaré en morir de hambre.
-No te apures, que enseguida podrás comer. Nosotros velamos por que nada te falte
Y empezó a subirle cosquillas, empanadas y todo lo que llevaba el panadero en la cesta. Luego le dijo:
-Amo, yo y Jurka vamos al reino de Tres Veces Diez y te traeremos la sortija encantada. Procura que te dure la comida hasta que estemos de regreso.
Jurka y Miz se despidieron de su amo y emprendieron, el camino.
Anda que anda, corre que corre, lo husmeaban todo a su paso y escuchaban lo que la gente decía.
Se hicieron amigos de todos los perros y gatos que hallaron, les preguntaron por la Princesa y supieron que no estaban lejos del reino de Tres Veces Diez a donde la habían transportado los doce jóvenes.
Llegaron al reino, se dirigieron al palacio y se hicieron amigos de todos los perros y gatos que lo habitaban, les preguntaron por las costumbres de la Princesa y sacaron a relucir en la conversación la sortija mágica; pero nadie pudo darles noticias ciertas sobre aquel objeto.
Pero un día, fue Miz a cazar a los sótanos del palacio. Vio pasar una rata gorda, se lanzó sobre ella y le clavó las uñas. Ya estaba a punto de hincarle los dientes para empezar a comérsela por la cabeza, cuando la rata le habló y dijo:
-¡Querido gatito, no me muerdas, no me mates! Tal vez pueda hacerte algún favor. Haré lo que me mandes. Pero si me matas, a mí, que soy la reina de las ratas, todo el reino ratonil será desolado.
-Bueno -dijo Miz,- te perdono, con una condición. En este palacio vive la Princesa, la malvada mujer de nuestro amo. Ha huido robándole la sortija que obra prodigios. Mientras no me traigas la sortija no te escaparás de mis zarpas con ningún pretexto.
-Conforme -dijo la reina de las ratas- trataré de complacerte.
Silbó llamando a todo su pueblo e inmediatamente acudió una multitud de ratas y ratones, grandes y pequeños, jóvenes y viejos, que esperaron las órdenes que había de darles su reina desde las garras de Miz. Y la reina de las ratas les dijo:
-La que me traiga la sortija que obra prodigios y que está en poder de la Princesa me salvará de una muerte cruel y yo la elevaré a la más alta dignidad.
Entonces una ratita se acercó y dijo:
-Yo entro con frecuencia en el dormitorio de la Princesa y vengo observando que los ojos de la Princesa descansan más que nada en una sortija que durante el día lleva en la mano, pero que de noche se mete en la boca y duerme con ella entre los dientes y la mejilla. Si esperáis un poco, yo os traeré ese anillo.
La ratita se alejó corriendo, se introdujo en el dormitorio de la Princesa y esperó a que durmiese. Y mientras la Princesa dormía, sacó la borla de la polvera y le frotó con ella las narices. Aspiró la Princesa los polvos, que penetraron en su nariz y en su garganta y enseguida hubo de incorporarse para toser y estornudar. La sortija se le escapó así de la boca, la ratita la cogió y se la llevó corriendo, para salvar la vida de la reina.
Miz y Jurka se apresuraron a devolver a su amo la sortija prodigiosa y cuando llegaron al torreón, ya Martín estaba a punto de morir de desfalle-cimiento. El gato trepó inmediatamente hasta la ventana y llamó a su amo:
-¿Estás vivo, Martín, hijo de la viuda?
-Apenas puedo con mi alma. Hoy es el tercer día que no como.
-Pues, bien, ya se te acabó el sufrir; puedes cantar victoria, porque te traemos la sortija.
Martín estaba loco de alegría, acariciaba el lomo del gato y éste se refregaba contra su amo y murmuraba sus sencillas canciones, mientras, al pie del torreón, Jurka saltaba batiendo la cola y ladrando de alegría y haciendo piruetas como un saltimbanqui.
Martín cogió el anillo y lo cambió de un dedo en otro. Inmediatamente se presentaron los doce jóvenes.
-¿Qué deseas y qué ordenas?
-Traedme de comer y de beber hasta que no pueda más y que sobre el lecho del torreón toque una música todo el día.
Cuando la gente oyó la música en lo alto del torreón se apresuró a decir al Rey que Martín ya no estaba en su cárcel.
-Ya no debe pertenecer al mundo de los vivos -decían- y está gozando de la gloria en lo alto del torreón. Allí se canta y se baila y chocan las copas y se oye ruido de vajilla y una música tan celestial, que uno se queda escuchando con la boca abierta.
El Rey envió un mensajero al torreón y el mensajero no volvió porque se quedó escuchando la música; luego mandó a su oficial mayor y también se quedó regalándose los oídos. Fue el mismo Rey al torreón y se quedó como una estatua, encantado con la música. Pero Martín llamó a los doce jóvenes y les dijo:
-Reconstruid mi palacio como antes, echad un puente de cristal entre el del Rey y el mío y a un lado volved a erigir la catedral de cinco pisos de altura, y haced que mi infiel esposa vuelva al palacio.
Y mientras él expresaba sus deseos se iban realizando. Luego bajó del torreón, cogió a su suegro de la mano y lo condujo al dormitorio, donde la Princesa, temblando de miedo, esperaba una muerte cruel.
-Mi querido padrecito político, tu hija me ha ocasionado una gran desgracia. ¿Qué castigo merece?
-Mi querido yerno, deja que la clemencia prevalezca sobre la justicia; muévela a la enmienda con buenas palabras y vive con ella como antes.
Martín siguió el consejo de su suegro, reprendió a su mujer, afeándole su conducta y ya no se separó en toda su vida de la sortija ni de Jurka ni de Miz, ni conoció más miseria.

062. Anonimo (rusia)

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