Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 4 de junio de 2012

La serpiente de ocho cabezas


(Yamata no Orochi)

Es muy posible que el lector no haya oído referir la maravillosa historia de la serpiente de ocho cabezas. Cierto que la Hidra mitológica era un monstruo parecido, pero únicamente tenía siete, de manera que no sólo no era la misma, sino que no podía codearse con la que tenía una más que ella. En estos asuntos una cabeza más o menos tiene una importancia extraordinaria.
Pero vamos al grano. Antes es preciso advertir que la historia de nuestra serpiente de ocho cabezas es antiquísima, como que data nada menos que del principio del mundo. Atended, pues, que vamos a empezar.
En cuanto el Ser Supremo hubo creado el mundo, como estaba ocupado en cosas de la mayor importancia y carecía de tiempo que dedicarle, decidió ceder su gobierno a un hada poderosísima, quien, efectivamente, se encargó de la misión que le había confiado, el Creador.
Durante la larguísima vida del hada en cuestión, las cosas marcharon perfectamente y se desenvolvieron los planes del Sumo Hacedor; las especies animales y vegetales iban progresando en el lento camino de su mayor perfección, y también se transformaban los minerales, de acuerdo con las leyes impuestas por la Sabiduría que los sacara de la nada.
Pero, por muy dilatada que sea la vida de las hadas, también tiene su término, y así llegó la ocasión de que la gobernadora del mundo sintió disminuir sus fuerzas y comprendió que muy en breve no existiría ya. Por esta razón llamó a sus dos hijos y a su hija.
Después de darles sabios consejos, relacionados con la misión que había de confiarles concedió a su hija Ama el gobierno del Sol, a su hermano Susa‑no el del mar y al segundo varón, cuyo nombre no recuerdo, le dio el trono de la Luna.
Apenas la poderosa hada hubo repartido así su Imperio entre sus hijos, cuando se quedó dormida sobre el lecho y fué a entregar su alma al Señor.
Tanto el rey de la Luna como su hermana Ama, quedaron en extremo satisfechos de la parte de la herencia que les había correspon­dido. Y como prueba de ello aun es posible ver la cara redonda y satisfecha del segundo, en las noches claras, cuando es Luna llena.
En cambio, Susa‑no, quedó muy disgustado de que su madre le hubiese atribuido el mar. No le gustaba tener que vivir en un lugar tan frío y húmedo, y sin otros súbditos que los estúpidos peces, ni otra ocupación que regular la pleamar y la bajamar, la vida de las algas larguísima y la propagación de los infinitos animales que pueblan las aguas y que no tienen, precisamente grandes condiciones para ser buenos cortesanos y, por consiguiente, adulado-res.
No obstante, pasó algún tiempo dedicado al cuidado de su reino, cuya belleza era incapaz de comprender. Y cada vez que su hermana Ama venía a reflejarse en sus aguas, o su hermano proyectaba sobre el mar los plateados rayos del astro nocturno, el rey Susa-no se enfurecía y, miraba al Cielo, cerrando los puños y amenazando a los que, a su juicio, habían tenido mayor suerte que él.
Por fin, llegó un día en que ya no tuvo fuerzas para resistir más aquella situación. Comprendió que era preciso apelar a la violencia, con el fin de mejorar la suerte o de corregir la injusticia de su madre, y resolvió arrebatar a uno de sus hermanos el cetro del Sol o el de la Luna, para dejarles, en cambio, el del mar.
Dudó algún tiempo, sin saber contra quién dirigiría sus golpes, y como temiese verse frente a frente de su hermano, que, a pesar de tener carácter apacible, era capaz de resistir de un modo prodigioso cualquiera de sus violencias, creyó más indicado atacar a su ¡nocente hermana Ama, seguro de que no hallaría la menor oposición en su reino.
Resolvió, pues, dar el golpe sin más tardanza. Cierto día, en cuanto se hubo puesto la Luna y aun no había amanecido, lanzose al Cielo en espera de que llegase el astro del día, decidido a realizar su propósito. Aguardó pacientemente y cuando, el firmamento empezó a teñirse de tonos rosados y al fin apareció el Sol sobre el horizonte, Susa‑no se acercó a él y hallando desprevenidos a los guardianes, pudo penetrar en la cámara en donde su hermana estaba sentada en compañía de sus esclavas y ocupada en tejer trajes de oro y de plata.
Ama levantó la cabeza al ver a su hermano y notando su ceño y el fosco semblante del rey del Mar se quedó muda, sin atreverse a pronunciar las palabras de salutación que estaban a punto de salir de sus labios.
-He venido a comunicarte, Ama ‑dijo Su­sa‑no, que esta situación no puede conti­nuar. Es preciso remediar la injusticia de nuestra madre, cuando te concedió el trono del Sol.
La hermosa Ama se asustó tanto al oír tales palabras, que no pudo contestar siquiera, y en cuanto a sus esclavas se abstuvieron de hacerlo por respeto,
‑Por lo, tanto ‑añadió Susa‑no‑; vale más que voluntariamente me cedas tu trono y vayas a ocupar el mío, más apropiado para una mujer. Allí tendrás infinitos motivos de entretenimiento y a tu antojo podrás divertirte suscitando tempestades, enardeciendo o calmando el viento y hasta podrás jugar con el rayo y complacerte en el bronco trueno. Mil perlas, oro y plata, piedras preciosas y todo en cantidades infinitas, podrán proporcionarte lo necesario para que aparezcas con el debido esplendor. Los seres del mar, entonces tus esclavos, se afanarán en darte todo lo que les pidas, y cuando quieras recorrer tus extensos dominios, las tierras que se bañan en las aguas o los bosques y las selvas submarinas, hallarás multitudes de ocasiones de pasar la vida agradablemente entretenida. En una palabra, creo que te conviene más ser Señora del Mar, en vez de dedicarte a recorrer el Cielo un día tras otro, y siempre de la misma manera, sin la menor variación, para aburrirte y envejecer antes de tiempo.
Este discurso devolvió en parte la resolución de la hermosa Ama, quien se apresuró a contestar a su enojado y codicioso hermano:
‑Bien sabes que nuestra madre dividió entre nosotros el gobierno del Universo, y que lo hizo teniendo en cuenta el carácter y las condiciones de cada uno de sus tres hijos. Por consiguiente, estoy persuadida de que el reino del Mar es el que más te conviene y, por otra parte me niego en absoluto a cederle el trono del Sol. Así, pues vete, porque estás perdiendo el tiempo.
No necesitaba más Susa‑no para que estallara su ira. Sin mirar lo que hacia, arrojose contra su, hermana, dispuesto a sacarla violentamente del astro para arrojarla al mar, pero Ama y sus doncellas, asustadas en extremo, se apresuraron a emprender la fuga, dejando abandonadas sus preciosas labores.
No por eso Susa-no sintió decrecer la cólera. Se arrojó sobre las hermosas labores y, en un abrir y cerrar de ojos, valiéndose de su fuerza inmensa, destrozó los telares y las almohadillas de encaje, y lo arrojó todo al Mar, seguro de que por allá se encontraría entonces su hermana.
Pero tuvo la mayor sorpresa de su vida al darse cuenta de que con Ama había desaparecido la luz del Sol. Creyó que el astro del día habría sido descompuesto por la fugitiva y empezó a recorrerlo, en busca de la manera de arreglarlo. Pero como estaba a obscuras es decir, rodeado de espesas tinieblas y no podía ver la menor cosa, fué en vano que tratara de remediar el mal, porque apenas podía evitar frecuentes tropiezos en todas direcciones.
Mientras tanto, Ama y sus doncellas habían ido a refugiarse en la cueva de una montaña de la Tierra. Gracias al resplandor que despedían los ojos de la soberana del Sol, reinaba gran claridad en el interior de la gruta. Y allí vivían todas encerradas, sin carecer de nada, aunque echando todas de menos el astro, en el que llevaban una existencia feliz.
En el mundo reinaba la mayor tristeza. No existía más luz que la de la Luna en las escasas noches que brillaba en el firmamento, pero aquélla era insuficiente para los hombres, los animales y las plantas. Estas se morían privadas de los benéficos rayos del astro, y los pobres seres animados no sabían qué había sucedido o la razón de que se vieran sumidos en la obscuridad más absoluta, excepto en las cortas noches que la Luna venía a sacarlos unas horas de aquella triste situación.
Y como no prosperaban las plantas y el Sol no formaba las lluvias, empezaron a pasar hambre y sed los animales y los hombres, hasta el punto de que las tierras y los mares se despoblaban por momentos, Susa‑no, impulsado por la soberbia, continuaba en el Sol, aunque entonces el astro estaba apagado y doraba inútilmente por el Cielo; y si bien de sobra comprendía cuan tristes eran las consecuencias de su acto, no quería darse por vencido, ni resignarse a reinar solamente en el Mar.
Las demás hadas inferiores, que entonces habitaban la Tierra y que, llenas de dolor, eran testigos de la ruina del mundo, comprendieron la necesidad de hacer algo. Por fin se resolvieron a buscar el sitio en que se había refugiado Ama, y, después de recorrer toda la Tierra, hallaron la cueva, por haber descubierto a gran distancia el extraordinario resplandor que de su entrada surgía, y casi llorando fueron a exponer a la buena reina del Sol el lamentable estado de todo el mundo y a ofrecerle, también, su auxilio para que recobrase su perdido trono.
Ama escuchó, muy triste, la historia que le refirieron las buenas hadas, pero no quiso oír hablar siquiera de volver a ocupar su trono en el Sol, pues temía que Susa‑no la hiciese víctima de alguna violencia.
‑No quiero abandonar esta cueva ‑terminó diciendo­-porque aquí gozo de una seguridad que no tendría en otra parte.
‑Por lo menos, oh, Ama, sal para que el mundo reciba los beneficios de tu luz. ¡Mira que se están muriendo los hombres, los animales y las plantas a millones!
Pero Ama, que temía a Susa‑no, negose a abandonar la cueva y fueron inútiles los ruegos de las hadas.
Mientras tanto, se iba consumando la ruina y la destrucción del mundo. Poco podían verlas hadas, pero sus ligeros pies tropezaban muchas veces con las plantas los animales o los hombres muertos, y el aire estaba lleno del hedor de todas aquellas materias orgáni­cas en estado de putrefacción. Por eso las buenas hadas comprendieron que era preciso apelar a algún ardid para que Ama renunciase a su voluntario encierro.
‑Nada conseguiremos ‑dijo un día una de las hadas que tenía mayor experiencia-si no atacamos la vanidad de Ama. Su miedo es ciertamente muy grande, pero lo olvidará en cuanto quede herido su amor propio y su convencimiento de que es una hermosa doncella. Por consiguiente, voy a deciros; el medio que se me ha ocurrido.
Luego dio cuenta a sus hermanas del ardid de que se valdrían y tan bueno pareció a todas, que en el acto se dispusieron a llevarlo a la práctica.
Orientándose por la mancha de luz que proyectaba la puerta de la caverna en que se había refugiado Ama, se acercaron a ella y una vez allí empezaron a cantar y a danzar alegremente, prorrumpiendo, de vez en cuando, en carcajadas, de tal manera que, al fin, Ama se sintió llena de curiosidad y asomó la cabeza para enterarse de lo que ocurría.
Vio que las hadas cantaban, bailaban y se reían, como si fueran en extremo felices, y tanto contrastaba semejante humor con el que le mostraran pocas horas antes, que no pudo menos de preguntarles la causa de su alegría.
‑Es porque tenemos una nueva hada que se dispone a tomar a su cargo el gobierno del Sol ‑le contestó una de ellas.
-¿Una nueva hada? ‑preguntó Ama resentida.
‑Sí. Y hoy mismo cesará la horrible obscuridad del mundo y la Vida vencerá a la Muerte, que ahora es dueña y señora del Universo.
-¿Y quién es esa hada? ‑preguntó Ama en extremo confusa‑. Me gustaría verla.
‑Es muy fácil, porque aquí tenemos su retrato ‑­dijo la mayor de las hadas que se había entregado al baile‑. Y si quieres, puedo mostrártelo.
-¿A ver? ‑preguntó Ama.
‑Será preciso que salgas de la cueva ‑contestó la otra hada‑. Dentro hay demasiada claridad para nuestros ojos acostumbrados a las tinieblas.
Ama, sin sospechar cosa alguna, se acercó, saliendo de la cueva y entonces la hada le mostró un espejo, diciendo, al mismo tiempo:
‑Fíjate bien y verás que es más hermosa que tú.
Ama contempló la imagen, sin suponerse que era la suya propia, y, en efecto, le pareció que aquel rostro era más encantador que el suyo propio. Mientras estaba así entretenida, sin pensar en otra cosa alguna, las demás hadas entraron en la cueva y, fingiendo obrar, por orden de Ama, hicieron salir a las esclavas.
Logrado eso amontonaron grandes rocas ante la puerta de la caverna, sin que Ama lo observase, tan embelesada y triste, al mismo tiempo, estaba contemplando su propio rostro, figurándose que pertenecía a otra deidad. A su alrededor brillaba la luz y el mundo parecía exhalar un suspiro de felicidad al verse, de nuevo, alumbrado por los bienhechores rayos solares.
-¿Y ésta es la nueva reina del Sol? -preguntó llorosa la pobre Ama.
‑Sí, es la reina del Sol ‑contestaron a coro las hadas.
-¿Y permitiréis que así se me despoje de mi herencia? ¿No es bastante que mi he no haya querido arrebatármela?
-Consuélate ‑le dijo el hada de más edad‑. Esta es tu misma imagen y tú nuestra reina, por serlo del Sol. Nos hemos valido de este engaño para obligarte a que salieras de la cueva. ¡Ahora vuelve al Sol, Ama querida!
‑No quiero, a menos que mi hermano Susa‑no sea castigado.
‑Si solamente quieres eso puedes darlo por hecho.
Ama se disponía a entrar de nuevo en la cueva, pero la vio tapiada y comprendió que no le quedaba más recurso que resignarse. Además, no dejaba de contentarle aquello, pues su bondad la reconvenía por el abandono en que habla dejado sumidos a todos los seres del mundo.
Mientras tanto, las hadas fueron en busca de Susa-­no. Lo hallaron en el interior del Sol, rodeado de espesas tinieblas, pero aun decidido a no abandonar el astro. Las hadas se apoderaron de él, pese a su resistencia, y llevándolo a la Tierra y ante su hermana Ama, recibió numerosos y violentos golpes de las irritadas hadas, quienes lo expulsaron, ordenándole que nunca más se presentara ante ellas.
Ama volvió a ocupar su trono, lució de nuevo el Sol sobre la Tierra y, a partir de entonces, nunca más volvió a ser víctima de la menor violencia.
Susa-no quedó muy maltrecho a causa del castigo de las hadas. Por fin y gracias a su condición casi inmortal, pudo sanar perfectamente, aunque se veía reducido a llevar una vida muy semejante a la de los mortales. Sin embargo, no había perdido su naturaleza casi divina y así podía evitar fácilmente los peligros que hubiesen hecho perder la vida a un hombre.
Cierto día mientras iba siguiendo la orilla de un caudaloso río divisó a dos ancianos, marido y mujer, que abrazaban, sollozando amargamente, a una jovencita.
-¿Qué tenéis? ‑les preguntó Susa‑no.
-¡Oh, somos muy desgraciados! ‑contestó el viejo con la voz apagada por el llanto‑. Has de saber que teníamos ocho hijas, que eran el encanto de nuestra vida, pero ya no nos queda más que ésta y, como sus hermanos, va a morir en breve.
-¿Por qué?, ‑preguntó Susa‑no admirado en extremo y fijándose en que la joven parecía gozar de excelente salud.
‑Cerca de nuestra vivienda y en un marjal, está la guarida de una serpiente de ocho cabezas, que cada año se presenta a devorar a una de nuestras hijas. Ya se ha comido las otras siete, y mañana, precisamente, es el día en que ha de venir en busca de la última que nos queda. ¡Más valiera que se contentase con devoramos a nosotros!
Y los dos ancianos renovaron sus lágrimas.
-¡Por favor, noble señor! ‑exclamó la anciana‑. ¿No podéis hacer algo por nosotros? ¿No sería posible defender nuestra única hija? Si lo hicieseis os serviríamos de rodillas toda la vida.
‑No hay necesidad de eso ‑contestó Su­sa‑no‑. Desde luego, estoy dispuesto a salvar a vuestra hija, y no me costará gran cosa, por que soy genio y no hombre como os figuráis.
Los dos ancianos y la jovencita se arrojaron a sus plantas, besándole con la mayor gratitud el borde del vestido.
‑No perdamos tiempo ‑dijo Susa‑no‑. Preparad ahora una cantidad bastante grande de cerveza, y tú ‑añadió volviéndose al viejo ‑haz una pared con ocho puertas y detrás de cada una de ellas, pon un gran cuenco para llenarlo de cerveza.
Marido y mujer, y también la hija, trabajaron afanosamente durante las horas que restaban de aquel día, y parte del siguiente, y tuvieron la suerte de acabar su tarea precisamente en el momento en que se oyó a cierta distancia a la serpiente que se aproximaba. Pronto fué posible distinguirla y, en realidad, era capaz de infundir miedo al más valiente, porque su cuerpo se arrastraba cubriendo ocho colinas y otros tantos valles. Cada una de sus narices olfateó la cerveza ocho veces antes que cualquier otro mortal, y como aquel líquido le pareciera muy grato, se dirigió presurosa al lugar en que se hallaba. Encontró la pared y metió sus cabezas por las puertas correspondientes. Luego bebió hasta dejar vacíos por completo los cuencos de cerveza.
El brebaje embriagó sus ocho cabezas a la vez y se quedó dormida. No esperaba más Susa‑no y, saliendo del escondrijo en que se había metido, desenvainó el sable y cortó todas las cabezas de la serpiente. Y no contento con eso, le destrozó el cuerpo a sablazos.
Pero cuando llegó a la cola tropezó su arma con un cuerpo tan duro, que se melló la hoja.
Entonces Susa‑no, lleno de curiosidad, quiso averiguar qué sería aquello, y abriendo la carne del monstruo, por aquella parte de su cuerpo, puso al descubierto un magnifico sable, el más hermoso que se haya visto en el mundo.
No solamente por bondad mató Susa‑no a la serpiente de las ocho cabezas, sino también por haberse sentido atraído por los brillantes y hermosos ojos de la jovencita. Volvió a su lado y después de asegurarla que no tenía nada que temer, porque el monstruo había muerto, le preguntó si quería ser su esposa.
Tagara, que así se llamaba la joven, y también sus padres, consintieron de buena gana. Susa‑no, resuelto a portarse bien durante el resto de su vida, fué a suplicar a las hadas que le ayudasen a construir un hermoso palacio, y ellas lo hicieron de buen grado, de modo que los jóvenes esposos y los ancianos, tuvieron un espléndido alojamiento.
Vivieron felices en extremo, y tuvieron muchos hijos. El maravilloso sable, hallado en la cola de la serpiente, pasó de padre a hijo, y de una a otra generación, hasta llegar a ser propiedad del Emperador del Japón, que lo considera uno de sus más preciados tesoros.

040 Anónimo (japon)

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