Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 17 de junio de 2012

La princesa y el poeta

Hace muchos siglos todo el mundo ha­blaba en China de la portentosa inteli­gencia y la sin par belleza de la hija del entonces emperador reinante. La princesa era maestra en todas las ar­tes de su tiempo. Nadie conocía mejor las ciencias y las letras, ni era capaz de tocar el laúd con más gracia, ni podía llegar a componer poesías más delica­das que las que brotaban del pincel de la bellísima princesa.
Desde hacía algún tiempo algo ha­bía empezado a preocupar hondamente al emperador; su querida hija había llegado ya a la edad de desposarse y el buen padre no acababa de encon­trar a nadie que fuera lo suficientemen­te digno de ella. Tras mucho cavilar y cavilar, por fin, un buen día, el empe­rador creyó haber encontrado la solu­ción de su problema y sonrió satisfe­cho. Iba a imponer una condición a los pretendientes de la princesa, una con­dición nada fácil de satisfacer: el que lograra salir con bien de ella habría demostrado por su ingenio que mere­cía ser su yerno.
El emperador llamó inmediatamen­te a un alto dignatario a su presencia y le habló así:
-Ningún cortesano ignora, y vos tampoco, naturalmente, que deseo ca­sar a la princesa; he meditado larga­mente sobre cuál podía ser el hombre que la mereciera por esposa y he tar­dado varias lunas en decidir lo que ha­bría que hacer para encontrar a ese hombre. Mis largas meditaciones me han servido para llegar a la conclusión de que sólo la merecerá aquel que sea capaz de ofrecerle una rosa azul. Pro­mulgaréis inmediatamente un edicto, dando a conocer mi decisión, para que todos los jóvenes aspirantes a su mano sepan a qué atenerse.
Muchos eran los pretendientes de la princesa, pero tan pronto como fue promulgado el edicto imperial casi to­dos, descorazonados, abandonaron la esperanza de convertir a la princesa en su esposa; sólo tres decidieron en­frentarse con tan difícil prueba: un va­liente guerrero, un rico mercader y un alto dignatario.
Cuando fue advertida de que sólo quedaban tres de sus numero-sos pre­tendientes la princesa se llevó una gran alegría. En el fondo de su corazón de­seaba que también éstos fracasaran; no había conocido nunca el amor y toda­vía no deseaba casarse.

El valiente guerrero estaba prepa­rando las armas para partir tan pronto como despuntara el día; había escogi­do entre sus hombres a los más va­lientes y se disponía a emprender la marcha hacia la frontera; le habían di­cho que en una zona fronteriza existía un rey cuyos fabulosos tesoros y extra­ñas flores cautivaban a cuantos podían llegar a contemplarlas.
Partió pues el guerrero acompaña­do de su escolta y anduvo días y días y noches y noches a través de valles, llanuras y montañas, hasta que logró llegar a la apartada región hacia donde se dirigía.
En cuanto le vieron llegar, las gentes del país corrieron a avisar despavo-ridas a su señor. La fama de aquel valiente se había exten-dido a través de todo el imperio y todos sabían que era inútil luchar contra él y ofrecer resistencia.
El rey se quedó muy preocupado cuando se enteró que tan terrible ene­migo había llegado hasta la puerta de su palacio. Tras mucho meditar llegó a la conclusión de que lo mejor era reci­birle en son de paz y como un amigo.
Mandó en seguida a un emisario a parlamentar con el guerrero y le hizo decir que inmediatamente iba a serle concedida una audiencia privada. El guerrero se mostró muy complacido, y contestó al emisario que al día siguien­te por la tarde iría a palacio a entrevis­tarse con su señor.
Llegó la tarde del día tan temido y esperado. El guerrero se presentó ante el rey, puntualmente, seguido de sus hombres. El rey le recibió lo más ama­blemente que pudo y le preguntó casi tímidamente.
-Decidme, señor, ¿habéis venido desde tan lejos acaso para conquistar mi reino?
-No, no es ese mi propósito. He venido hasta aquí porque me han dicho que ningún palacio alberga más tesoros ni más rarezas que el vuestro. Busco una rosa azul y me han asegurado que sólo aquí puedo encontrarla.
El rey se quedó un momento cabiz­bajo y pensó entre sí: «¡Lástima! Po­seo millares de cosas raras y valiosas, pero no tengo ninguna rosa azul; mas si le digo la verdad este valiente gue­rrero se enfurecerá...» Tras haber re­flexionado durante unos momentos el soberano sonrió ligeramente al guerre­ro y le dijo:
-Honorable guerrero, serás com­placido; ven mañana por la tarde otra vez a mi palacio y te entregaré lo que deseas.
Tan pronto como el guerrero hubo marchado, el rey mandó llamar a toda prisa a su mejor orfebre y habló unos momentos con él en privado. El orfe­bre asintió respetuosamente con la ca­beza a todo cuanto le dijo su señor.
Al día siguiente por la tarde, tan pronto como el sol se empezó a ocultar tras las montañas, el guerrero se pre­sentó de nuevo ante el rey; éste le reci­bió tan amablemente como la otra vez y en seguida hizo venir a su presencia al orfebre. El artesano entró en la sala, hizo más de cien reverencias y entregó un hermoso cofrecito de jade al sobera­no. El rey a su vez lo ofreció sonriente a su visitante diciendo:
-Valiente guerrero, os entrego la rosa azul.
Al mismo tiempo que decía estas pa­labras abrió el cofrecito y un zafiro ta­llado en forma de preciosa rosa apare­ció ante la vista del guerrero, que se quedó muy satisfecho al contemplarlo. Ya tenía lo que buscaba. Se inclinó va­rias veces ante su benefactor, dio las gracias y salió de palacio.

Anduvo el guerrero otra vez días y días seguido de su escolta hasta que lle­gó de nuevo a la capital del imperio. Se hallaba satis-fecho por tener la rosa azul.
Tan pronto como fue de día se en­caminó presurosamente hacia palacio, vestido con sus mejores galas. En pala­cio fue recibido inme-diatamente por el emperador y la princesa, quien al ver la preciosa joya se limitó a decir:
-¡Qué puede importarme a mí po­seer una joya más! Esto no es una rosa azul.
El guerrero compungido y avergon­zado se retiró haciendo mil reveren­cias.

El alto dignatario no pensó ir tan lejos como el guerrero a buscar la rosa azul: conocía a un artesano de una ha­bilidad portentosa. Nadie era capaz de hacer unas piezas de porcelana tan per­fectas como él. El letrado mandó traer­le a su presencia y le dijo:
-Tienes que hacerme una taza en la que esté pintada una rosa azul. Si consigues hacer algo fuera de lo co­rriente, que maraville por su perfec­ción y su arte, te daré cuanto me pidas.
El artesano corrió presuroso hacia su taller y se puso inmediata-mente ma­nos a la obra. Al cabo de tres días ha­bía conseguido hacer una taza adorna­da con una rosa azul, cuya transparen­cia parecía algo sobrehumano.
Muy contento el artesano fue a en­tregársela al alto dignatario. Éste que­dó maravillado al verla y dio al artífice de muy buena gana todo lo que éste le pidió y aún algo más.
Aquella misma mañana, el letrado se dirigió muy contento hacia el pala­cio con su taza convenientemente colo­cada dentro de un precioso estuche de seda. Entró muy satisfecho en el pala­cio, cruzó rápida-mente pasillos y salas y se hizo anunciar inmediatamente al empera-dor. Éste le hizo esperar muy poco; llamó a su hija y se dispuso a recibir al alto dignatario. Nuestro hom­bre entró muy alegre, se inclinó repeti­das veces ante el emperador y ante la princesa. Luego sin decir una palabra abrió el estuche con cuidado y mostró su contenido.
Un ¡oh! de admiración se escapó de los labios de la princesa. Nunca había visto una porcelana igual. Muy son­riente dio las gracias al letrado y aña­dió:
-Vuestro regalo es verdaderamen­te delicado, lo aprecio mucho, pero esa rosa azul no es de verdad. No puedo ser vuestra esposa.
Sonrió de nuevo y se quedó con la taza.
El alto dignatario sonrió también, se inclinó y se marchó con el mal hu­mor que es de suponer.

Enterado el mercader de los dos fracasos de sus rivales, sonrió miste­riosamente y se dijo que a él no le iba a ocurrir lo mismo. Conocía a un afa­mado floricultor capaz de lograr cual­quier prodigio. Era un hombre muy entendido. Si le ofrecía una buena can­tidad de dinero, estaba seguro de que lograría hallarle una rosa azul.
El rico mercader entró en casa del floricultor y tras haberle saludado le dijo lo que quería. El buen hombre quedó anonadado, al saber de lo que se trataba:
-Honorable señor, cuánto lo sien­to. Podría ofreceros rosas rojas, blan­cas, amarillas, o de un suave tono ro­sado, pero no azul. ¡Oh, honorable se­ñor, es imposible, no hay rosas azules!
-¡Pues las habrá! Si logras obtenerla te daré una buena cantidad de sapeques, si no te haré propinar una buena paliza. Te doy tres días de plazo.
El pobre floricultor estaba desespe­rado. El buen hombre no dejaba de la­mentarse. Entonces su mujer que era muy lista le sugirió una idea. Para lo­grar una rosa azul la única manera era introducir un rosa blanca dentro de un recipiente que contuviera un prepa­rado con tinte azul. El floricultor deci­dió hacer lo que le había dicho su mu­jer y efectivamente logró que la rosa blanca se tornara azul. El tinte se no­taba un poco, pero desde luego la rosa era azul. El mercader cuando vio la rosa se alegró mucho, pagó espléndida­mente al floricultor y se alejó muy sa­tisfecho con la compra.
Decidió ir cuanto antes a palacio para que la rosa no se le marchitara. El emperador, en cuanto uno de sus cor­tesanos le hubo anunciado que el fe­liz portador de la rosa azul estaba en palacio, le recibió inmediatamente. La princesa, esta vez, al principio se quedó­muy sorprendida al ver la flor que le enseñaba el mercader, mas en cuanto la tuvo entre sus manos, exclamó aira­damente:
-Esto es una superchería. Esa rosa no es azul ni lo ha sido nunca, ha sido teñida con algún colorante como si se tratara de un vestido. ¡Que saquen a ese hombre inmediatamente de aquí!
Al mercader no le dio ni tiempo de hacer una reverencia. Cortésmente fue invitado a salir de allí cuanto antes.

El semblante del emperador estaba triste; temía que nunca lograría ver ca­sada a su hija. Ningún pretendiente se veía capaz de traer una rosa azul.
Cierta tarde en que la princesa se paseaba por su jardín oyó a alguien que cantaba acompañándose del laúd. Cantaba extraordina-riamente bien. La letra de la canción era un delicado poe­ma que conmovió inmediatamente el ánimo de la princesa. Ésta se acercó hacia el sitio de donde venía la voz y la música y vio al otro lado de la verja del jardín a un apuesto joven, que es­taba pulsando las últimas notas de su canción. La princesa le llamó y el joven a sus preguntas contestó que era un poeta que cantaba sus canciones por el mundo. La princesa y el poeta pronto comprendieron que se habían enamora­do perdidamente el uno del otro; la doncella ahora que estaba enamorada lamentaba amargamente que su padre hubiera puesto una prueba tan difícil a los pretendientes a su mano. Triste­mente le contó al joven poeta todo lo referente a la rosa azul, pero el mucha­cho no pareció asustarse demasiado. Le prometió a su amada que mañana por la mañana entraría en palacio con una preciosa rosa tal como la exigía el em­perador.
Al día siguiente el poeta se levantó muy de mañana y se encaminó hacia el palacio. Por el camino encontró un ro­sal de flores blancas, cogió una de las rosas, todavía húmedas de rocío, y con ella en la mano prosiguió su camino hacia el palacio. Al llegar allí anunció a los chambelanes el objeto de su visita e inmediatamente fue introducido ante el emperador y la princesa; que aquel día se hallaban además rodeados de toda la corte.
El joven poeta hizo unas cumplidas reverencias y entregó su florido obse­quio a la princesa que exclamó con una sonrisa encantadora:
-¡Qué maravillosa rosa azul! ¡Ja­más he visto otra igual!
Se oyó un murmullo de desaproba­ción general. ¡Cómo podía decir aque­llo la princesa si la flor era una sencilla rosa blanca!
La princesa en contestación a aque­llos rumores se limitó a decir sonrien­te:
-Parece mentira que no seáis capa­ces de ver que esta rosa es completa­mente azul.
El emperador esbozó una sonrisa y añadió :
-Si mi hija la princesa dice que es azul lo será, porque estamos de acuer­do en opinar que nadie hay más inteli­gente que ella en todo nuestro impe­rio.
Tras decir estas palabras el sobera­no otorgó su imperial permiso para que se celebrara la boda, y según cuenta la leyenda nunca hubo en el celeste impe­rio una pareja más feliz que la formada por la princesa y el poeta.

005. Anonimo (china),

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