Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 1 de junio de 2012

La niña amamantada por una ogresa


La niña amamantada por una ogresa
Anónimo
(arabe)

Cuento

Cuentan que había un pastor que tenía dos hijas. Una de ellas había perdido la madre y la madrastra la trataba muy mal. Un buen día la niña huyó de la casa. Fue a parar delante de un jardín: un paraíso en la faz de la tierra, en el cual crecía un jazmín, un rosal y una planta de claveles.
La niña no sabía que en aquel jardín vivía una ogresa, por suerte había oído decir a algunas mujeres que si uno lograba mamar del seno de una ogresa, ésta no le comería.
Cuando la niña llegó cerca del jardín y de las otras plantas, todas abrieron sus flores ante ella, y así fue como la ogresa fue avisada de la pre­sencia de la niñita. La niña paseó por el jardín, hasta que llegó al castillo donde estaba la ogresa. Ésta la llamó:
-¡Eh, niña!
-Aquí estoy, madre.
Se dirigió hacia ella y la vio con los pechos que le colgaban sobre el vientre. Se agarró a uno de ellos y se puso a mamar.
-Ah -exclamó la ogresa- si no hubieras mamado de Aissa y de Mussa, te habría comido de un bocado, me habría bebido tu sangre y tus huesos crujirían entre mis dientes como el trueno en el firmamento, así es que siéntate -añadió- y sé bienvenida.
Hay que decir que la niña estaba dotada de una gran inteligencia. Dios le había concedido la comprensión de los discursos enigmáticos.
-Levántate -le dijo la ogresa- coge aquella hacha y dame un golpe en la cabeza, que me pica.
La niña se levantó, cogió un peine y arregló la cabeza de la ogresa.
-Levántate -le dijo de nuevo- rompe las ollas y las cacerolas.
La niña se levantó, lavó cuidadosamente las ollas y las cacerolas y las colocó en su sitio.
-Levántate -volvió a decir la ogresa- coge la azada y cávame todo el corral.
La niña cogió la escoba y barrió el corral hasta los rincones más es­condidos.
-Levántate -repitió la ogresa- coge el bastón y golpéame en los ojos.
La niña fue a buscar el tubito de colirio y la barrita que sirve para ex­tenderlo y se lo puso en los ojos.
-Levántate -volvió a decir la ogresa- y tira toda esta ropa que llena la estancia.
La niña se levantó, recogió y dobló los vestidos que estaban en torno y los ordenó sobre un arca. En resumen, la ogresa daba las órdenes al re­vés, pero la niña siempre lograba descubrir las verdaderas intenciones. La ogresa no pudo dejar de admirarse de la buena educación que había tenido la niña y de su inteligencia.
-¿Quién te ha educado así? -le preguntó.
-Debo sólo a Dios todo lo que soy.
La ogresa le preguntó quién era y de dónde venía. La niña le contó que su madre se había muerto y que vivía con la madrastra, que la castiga­ba con toda suerte de vejaciones.
-Quiero quedarme aquí contigo -le suplicó la pequeña.
-Hija mía -respondió la ogresa- por hoy vuélvete a casa, pero si tu madrastra sigue persiguiéndote te acogeré aquí. Te recuerdo que cuando vengas a mi casa me llames «señora», y entonces yo saldré a tu encuentro, pero no vengas nunca sin llamarme de ese modo.
Luego la ogresa le quitó los vestidos harapientos y sucios y le regaló un traje digno de una reina y una bolsa de monedas de oro. La niña se fue con aquel vestido regio. Cuando ya estaba cerca de la puerta del jardín la ogresa la llamó para preguntarle:
-¿Te has acercado al jazmín y a los claveles?
-Sí -respondió la niña- y cuando me he acercado a ellos las flores se han abierto.
-Está bien, vete -le dijo la ogresa.
La niña se volvió enseguida a su casa. Su padre se sorprendió mu­cho al ver su rico vestido y mucho más cuando vio la bolsa llena de mo­nedas de oro, incluso se desmayó, y recobró el conocimiento después de un rato. Era tan pobre que tenía que ponerse al servicio unas veces de uno y otras de otro dueño como pastor. También la mujer se quedó asombrada, pero más bien por los celos que tenía a causa de su propia hija.
-¿De dónde te viene toda esta riqueza? -le preguntaron a coro la madre y la hija.
La niña les contó su historia. Esto no impidió que la madrastra le qui­tase el vestido y se lo pusiese a su propia hija, sustituyéndolo con uno muy sucio.
-No puede ser -añadió-. ¿Cómo es posible que una ogresa te haya dado estos vestidos? Si tú hubieras caído verdaderamente en las manos de una ogresa, habrías dejado de comer pan, aparte el hecho de que ya has comido demasiado.
-Si no me crees -respondió la hijastra-, deja que tu hija venga con­migo y ya lo verás.
-Vete con ella -dijo la madre- y sabremos si lo que ha dicho es verdad o mentira.
Las dos hermanas se fueron, y cuando estuvieron cerca de la puerta del jardín, la huérfana gritó:
-¡Señora!
La ogresa respondió desde dentro:
-Aquí estoy, hija mía -y salió a su encuentro.
La ogresa inmediatamente se dio cuenta de que el vestido que le había dado a la primera niña lo llevaba la otra y llegó a la conclusión de que la madrastra maltrataba a la huérfana, pero permaneció callada e hizo que ambas entraran en el castillo. Después de que las niñas descansaron un poco, la ogresa dijo a la segunda niña, la que todavía tenía madre:
-Levántate, niña, me pica la cabeza, coge el hacha y dame un golpe en la cabeza.
La niña volvió con el hacha.
-Métele allí, métele allá -ordenó la ogresa- y rómpeme ahora todas las ollas.
Y ella se levantó y empezó a romperlas.
-Deja los pucheros -dijo furiosa la ogresa- y coge la azada y cava el corral.
La niña se fue al corral y empezó a cavar.
-Deja en paz la azada.
La prueba había terminado. La ogresa se levantó y fue y cogió una piel de asno y dos campanillas, desvistió a la niña y la vistió con una piel de asno, luego le agujereó las orejas y le colgó las campanillas. Luego la encerró en la jaula de las gallinas y de los conejos, mientras a la huérfana le dio un vestido aún más bonito que el primero y otra bolsa llena de mo­nedas de oro.
-Vuelve con tu madre -le dijo.
Cuando la niña volvió a su casa, la madrastra, preocupada, le pre­guntó:
-Y tu hermana, ¿dónde está?
-La he dejado con la vieja -respondió la niña.
Dio el dinero a su padre, que se quedó asombrado como la vez pri­mera.
Pero la madrastra volvió a la carga, y empezó a darle bastonazos, hasta que cesó cuando se dio cuenta de que estaba a punto de matarla.
Justo en aquel momento se apareció la ogresa, se llevó a la huérfana a su castillo. La madrastra la siguió desde lejos, porque quería ver a su hija. La ogresa no se dio por enterada. La mujer entró en el castillo y encontró a su hija en el gallinero.
-¡Eh, vieja! ¿Por qué has tratado así a mi hija?
-Es lo que se merece su agudeza de espíritu -le respondió la ogresa.
La mujer del pastor, que no sabía que se encontraba frente a una ogresa, estaba a punto de soltarle cuatro frescas, pero aquélla, de improviso, tomó su natural aspecto espantoso y la mujer salió corriendo a todo correr.
La ogresa sacó del gallinero a la prisionera y la envió a su casa con la piel de asno y las campanillas en las orejas. A su madre le costó mucho trabajo despojarla de la piel de asno y no logró quitarle las campanillas, así es que tuvo que acostumbrarse a tener escondida a su hija. La niña huérfana, al llegar a aquellos extremos, no quiso abandonar la casa de la ogresa.
Cierto día la mujer del pastor, venciendo su temor, se decidió a ir en busca de la ogresa. Desde la puerta del jardín gritó:
-¡Señora!
La ogresa salió con la niña. La mujer se arrojó sobre los pechos de la ogresa y se puso a mamar.
-Por tu cabeza y por la cabeza de tu hija -le suplicó-, ¿querrías quitarle las campanillas de las orejas a esta otra hija tuya?
-Has hecho bien -observó la ogresa-, de rogarme por la cabeza de mi hija.
Y al instante hizo que desapareciesen las campanillas de las orejas de la niña y que volvieran a estar como al principio. Pero inútilmente la mujer del pastor intentó prolongar más su visita, con la esperanza de recibir al­gún regalo, oro o vestidos.
-Vete a tu casa -terminó por decirle la ogresa-. Dios no te ha con­cedido nada. Hija mía, tú y tu hija no tenéis ni siquiera el privilegio de la gracia y de la buena educación.
-Entonces, restitúyeme a mi hijastra -le pidió la mujer.
-¿Para que la sigas golpeando y esta vez hasta la mates?
La mujer del pastor no insistió más y se fue.
El padre de las dos niñas, entretanto, había dejado de trabajar como pastor a las órdenes de una dueña y se había comprado dos rebaños de ovejas y de bueyes y ahora vivía sin preocupaciones.
Llegó un día en que la niña que había crecido en casa de la ogresa al­canzó la edad de casarse. Un joven que pasó por allí, la vio y se enamoró de ella. La niña le llamó haciéndole una seña con la mano, después de ha­berse asegurado de que la ogresa no podía verla. Aquel joven no tenía par en lo que se refiere a belleza, pero su ropa era harapienta como la de un mendigo. La joven le llamó, le escondió entre los árboles y secretamente le trajo algo de comer, y luego le dejó solo. Cuando llegó la noche, la jo­ven le dijo a la ogresa:
-Madre -dijo mamándola de un pecho-, yo le pido a Dios que te conserve la salud y te conceda vida hasta que puedas verme casada y te ale­gres mucho.
-Así le plazca a Dios, hija mía -respondió la ogresa-. Bastará con que Dios haga pasar por el camino a un joven cualquiera que te guste, para que puedas tomarlo por marido.
En realidad la ogresa había comprendido muy bien la intención de la joven, porque había visto al jovencito y las provisiones que le había lle­vado.
A la mañana siguiente la joven fue a ver al muchacho, que todavía es­taba escondido, y empezó a explicarle las particularidades del lenguaje de la ogresa.
-Por ejemplo, si te pone en la mano la azada y dice: «arráncame aquellas plantas», tú únicamente tendrás que poner tierra en torno a los troncos; si te da la podadora y te dice: «arráncame aquellas plantas de cla­veles, de jazmines y de rosas», tú limítate a regarlas; si te dice: «ciérrame aquel pozo», tú, al contrario, desciende al pozo y límpialo; si te da una sierra y te ordena cortar los árboles, tú sierra sólo las ramas muertas. En resumen, tendrás que adivinar su verdadero pensamiento y seguir sus ór­denes, pero al contrario. ¡Ah!, y otra recomendación: apenas te encuentres delante de ella, agárrate a uno de sus pechos y mama de él. -Después de haberlo instruido de aquel modo, la joven regresó donde estaba la ogresa.
-Madre, hay un hombre que está sentado junto a la puerta del jardín.
-¡Ah, sí! -respondió la ogresa- Este hombre está ya desde ayer y hasta ha comido de nuestra casa, y si no ha entrado en casa desde ayer es porque le imponía mi presencia.
La joven comprendió que la ogresa la había visto robar la comida que le había llevado al joven.
-No, madre -terminó por confesar-, era a mí a quien me daba ver­güenza estar delante de ti.
-Está bien, hija mía, llámalo.
La joven corrió a llamarlo.
-Entra, hijo mío -dijo la ogresa-, entra.
El se abalanzó sobre su pecho y se puso a mamar. La ogresa enseguida le hizo pasar las pruebas que la joven le había anunciado y el muchacho se comportó tal como le había enseñado.
Así pues, se quedó a vivir con ellas, comiendo y bebiendo hasta har­tarse, hasta que la joven le tomó como marido.
Dios quiso que la joven diese a luz un niño, pero no tenía leche para alimentarlo, así que fue la ogresa quien le amamantó. De tal modo, que cuando apenas tenía ocho años, el niño ya revelaba totalmente la fuerza y los instintos de los ogros: se escapaba de casa para asaltar a los viandantes y robarlos.
Un día, el niño oyó a la madre que hablaba con el padre de las humi­llaciones que había tenido que sufrir de la madrastra. De momento estuvo callado y fingió que no los había oído, pero cuando llegó la noche, cuando vio a sus padres dormidos, salió sin decir nada y volando se dirigió a casa de la madrastra de su madre. La encontró junto a su tía y a su abuelo, y se los comió a los tres, dejando únicamente los huesos triturados. Luego volvió a su casa sin que sus padres sospechasen nada.
Otro día la madre le reveló lo siguiente:
-La vieja que te ha amamantado es una ogresa, no es una mujer.
También esta vez dejó que toda la familia se durmiera, y luego cogió un cuchillo y degolló a la ogresa. A la mañana siguiente, cuando los padres se despertaron vieron que de la alcoba de la ogresa la sangre corría a ríos. Entraron y se la encontraron muerta. Cavaron una fosa y la enterraron, pero el padre, cogiendo aparte a la madre, le dijo:
-Vente, huyamos, por lo menos tratemos de salvar nuestras cabezas, porque si no, este niño que ha tenido por nodriza a una ogresa terminará por comernos.
Cavaron una fosa y escondieron allí los tesoros que la ogresa había acumulado durante toda su vida. Mientras hacían aquel trabajo, llegó el hijo: lanzaba rugidos de león que resonaban con eco en las montañas, y miraba con mirada feroz a sus padres. Estos le imploraron:
-Somos tu padre y tu madre, ¿qué quieres de nosotros? Te daremos todo lo que desees.
Él, entonces, los dejó irse.
Huyendo ambos, llegaron a la casa del padre de ella, pero se encontra­ron con que toda la familia había sido exterminada, y continuaron el cami­no hasta la ciudad próxima. Allí la gente era presa del pánico. Todos los que tenían que hacer algún viaje denunciaban al Rey que los ogros infestaban el bosque. Ellos siguieron a la muchedumbre y también dieron su testimo­nio como si no se tratase de su hijo, pues hemos de decir que si hubieran podido capturarlo, lo habrían matado, para poder volver atrás y coger los tesoros que habían sepultado.
El Rey decretó que, quien tuviese el valor de hacerlo, debía entrar en el bosque y matar al ogro de aspecto humano que robaba a los viajeros por los caminos y luego se refugiaba en el bosque.
Un valiente se acercó y le dijo al Rey:
-Yo iré.
Montó a caballo y se ciñó las armas. Dos días después el caballo re­gresó solo. El Rey comentó:
-Lograremos vencerlo enviando soldados que lo encuentren donde está y que lo traigan aquí.
Volviéndose a los soldados, ordenó:
-Quiero que me lo traigáis vivo, con las manos atadas a la es­palda.
Cogieron las armas, se fueron, llegaron al bosque y penetraron en él. Durante dos días le persiguieron de lugar en lugar; en cuanto a cogerlo y a atarlo tal como les había ordenado el Rey, la cosa resultó imposible, así es que lo mataron, lo cargaron en un mulo y se lo llevaron al Rey. Este se quedó asombrado al ver que, a pesar de ser tan joven el muchacho -sólo tenía diez años-, no se hubiera podido encontrar un hombre adul­to capaz de capturarlo. Por otra parte su aspecto no revelaba su verdadera naturaleza, porque su cuerpo era igual al de los descendientes de Adán. Sólo porque había mamado la leche de una ogresa, a su vez, se había vuelto un ogro.
Pero volvamos a su padre y a su madre. Tuvieron el buen sentido de comportarse como si no se hubiera tratado de su hijo: se unieron a la mu­chedumbre que iba a ver el cuerpo traspasado por las balas. Si no hubiesen huido rápidamente, quizá el destino habría permitido que los devorasen también a ellos.
Después de haber permanecido algún tiempo en la ciudad, regresaron al castillo con varios mulos y se llevaron todos sus tesoros. Entretanto el Rey había dado órdenes de buscar al padre del muchacho, pero por más que hicieron los soldados interrogando e indagando, no lograron encontrarlos. En realidad si al pastor, a su segunda mujer y a su hija no les hu­bieran devorado, hubiera sido posible desvelar el secreto. Esta es la historia del pastor y de la ogresa.

Contado por Hawa, originaria de Argelia.


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