Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 4 de junio de 2012

La langosta


Había una vez un emir que tenía una hija a la que quería mucho. En su casa trabajaba un hombre que, junto con su mujer que se llamaba Chrada, que quiere decir langosta, daba pasto a los caballos y eran los dos muy pobres.
En aquella época todos los emires consultaban a los adivi­nos para conocer el origen de los hechos o para adivinar su futuro.
Chrada era una mujer muy astuta y le propuso a su mari­do que se hiciese pasar por adivino, pues así serían ricos. El hombre se negó a ello y la mujer no cesaba de insistir.
Un buen día la hija del emir jugaba en el jardín y perdió un precioso collar de oro. Chrada vio cómo se le caía, lo re­cogió y lo puso en el pasto de las vacas. Se quedó observan­do para ver qué vaca lo comía.
Cuando la hija del emir echó en falta su collar, todos los criados se pusieron a buscarlo afanosamente, sin encontrarlo por ningún lado.
El emir llamó a todos sus adivinos y les dijo que quería saber dónde se hallaba el collar de su hija, pero ninguno de ellos conocía la respuesta. Cansado de no dar con la joya, el emir empezó a cortar la cabeza a todos los adivinos que no acertaban el lugar donde ésta se encontraba.
Chrada le había sugerido a su marido que se colocase el último y cuando iba a llegarle el turno le dijo que no se preci­pitase, que actuara lentamente.
El hombre así lo hizo: fingió que consultaba un libro, exa­minó detenida-mente unas hierbas, hizo sacrificar una cabra... (así de paso podrían comerla). Cuando lo hubo hecho todo, tal como su mujer le había indicado, le dijo al emir que a la mañana siguiente podría indicarle exactamente en qué lugar se encontraba el collar. Y se fue a dormir.
Al día siguiente, después de haber salido el sol, se dirigió parsimoniosa-mente, seguido del emir y de su hija, al lugar don­de pastaban tranquilamente las vacas y con decisión señaló a una de ellas y ordenó que la sacrificasen. (Más carne para él.)
El emir le amenazó diciéndole que le cortaría la cabeza si el collar no estaba allí, pero él permanecía tranquilo.
Mataron a la vaca y apareció el collar. El emir, en recono­cimiento, le compensó con una bolsa de monedas de oro.
Al cabo de un tiempo, unos ladrones robaron todas las joyas del emir. Los ladrones no conocían la existencia del adi­vino, que había llegado a ser famoso. El emir mandó llamarlo y le dijo que debía encontrar al ladrón y el lugar donde estaba su tesoro. El adivino le pidió tiempo para pensar.
Preocupado, se dirigió a su casa y al llegar riñó a su mu­jer, pues no sabía cómo encontrar lo que el emir quería, y si no lo hacía lo mataría seguro. Ella le tranquilizó:
-Al menos moriremos con el estómago lleno.
Como habían sido siete ladrones le dijo:
-Pídele al emir siete ovejas. Cada día mataremos una y, si mientras tanto no los hemos descubierto, al menos morire­mos bien alimentados.
Un amigo de los ladrones se enteró de que había un gran adivino que estaba investigando y les explicó dónde tenía éste su jaima.
Chrada le había dicho al adivino que la primera noche ma­tara al borrego diciendo:
-Éste es el primero.
Y oyó a continuación los gritos del pobre animal. El la­drón que había sido enviado salió corriendo, aterrorizado ante lo que había escuchado.
A la noche siguiente enviaron a otro ladrón, quien al lle­gar escuchó:
-Éste es el segundo.
Y huyó despavorido a contárselo a sus compañeros.
Sucedió lo mismo la siguiente noche, y también la otra, hasta llegar a la séptima noche, en la que dijo:
-Éste es el séptimo y el último.
Los ladrones salieron corriendo y volvieron con todas las joyas. Se las entregaron al adivino a cambio de que no los delatara.
Al amanecer del día en que se acababa el plazo, el adivi­no fue a ver al emir y le dijo que le devolvería su tesoro con la condición de no decir dónde estaba ni quién lo tenía. Éste accedió y apareció el adivino con un arcón que contenía las joyas. Le pidió al emir que las contase y quedó tan agradeci­do que lo recompensó dándole más prestigio como adivino, regalándole una hermosa vivienda y nom-brándole su con­sejero.
Un día, mientras paseaban por los jardines, una langosta se posó encima del emir y éste la atrapó con la mano mien­tras decía:
-O adivinas lo que tengo en la mano o te cortaré la cabeza.
El buen hombre no tenía ni idea y acordándose de su mu­jer, que era quien lo había metido en esta situación tan com­prometida, exclamó:
-¡Ay, Chrada, dónde estás ahora!
El emir creyó que lo había adivinado y se mostró muy or­gulloso de su nuevo consejero.
Hubo una competición entre emires a ver quién tenía el mejor adivino y al ganador se le daría una gran fortuna. Co­gieron tres jarras y las llenaron una con miel, otra con cebolla molida y la última con alquitrán.
Llamaron a los adivinos y cada emir explicó al suyo que debía adivinar el contenido de las tres jarras, y si no lo hacían les cortarían la cabeza.
Todos iban diciendo y los que no acertaban eran decapi­tados inmediata-mente. A medida que se le acercaba el mo­mento de hablar, y viendo cómo morían los demás, el adivi­no no pensaba más que en el apuro en que lo había metido su mujer, en su muerte cierta y en cómo había salido airoso de los casos que se le habían planteado hasta el momento: la primera vez había sido muy fácil, la segunda a medias y aho­ra era muy, muy difícil, encontrar la solución. Les dijo cuan­do le tocó el turno:
-La primera me salió dulce como la miel. La segunda me salió picante como la cebolla. Y la tercera negra como el alquitrán -pensando en su suerte.
Todo el mundo se quedó muy impresionado de su sabi­duría, y ganó la gran fortuna que estaba en juego y el aplauso de todos.

051 Anónimo (saharaui)

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