Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 3 de junio de 2012

La historia de la familia mcandrew

Antes del tiempo que sólo recuer­dan los poetas, en el condado de Mayo, vivía un hombre rico cuyo nombre era McAndrew. Poseía innumerables vacas y caballos, por no hablar de gansos y cerdos; y sus tierras se extendían, más allá de lo que alcanza la vista, en los cua­tro puntos cardinales.
McAndrew era un hombre de suerte, todos los vecinos lo decían. Pero lo que era él, cuando miraba a sus siete grandes hijos crecer como las hierbas, pero escasos de sentido, se sentía no poco amargado; por­que, de todos los tontos, aquellos siete hermanos McAndrew eran los más estúpidos.
Cuando el más joven se convirtió en un hombre, el padre cons-truyó una casa para cada uno de ellos, y dio a cada uno un trozo de tierra y algunas vacas, espe­rando hacer de ellos verdaderos hombres antes de que él muriese, porque, como solía decir el anciano:
"Mientras Dios me conceda vida, podré mantener mis ojos encima de ellos, y quizá acaben aprendiendo con la experiencia."
Los siete jóvenes McAndrews vivían muy felices. Sus campos eran verdes, sus vacas gordas y lustrosas, tanto que pensaban que jamás conocerían días po­bres. Así que todo fue bien durante un tiempo, y llegó el día de la Feria de Killalla que amaneció tan bueno como el mejor día que hubiese brillado jamás en Irlanda. Los siete hermanos se prepararon para salir con la primera claridad temprana de la mañana.
Cada uno de ellos llevaba tres hermosas vacas delante de sí, y eran tales que nunca se vio en todo el país, lejos o cerca, un rebaño tan magnífico como el que éstas formaban, cuando estaban juntas.
Vivía por aquel entonces un elegante granjero, llamado O'Toole, cuyos campos colindaban con los de los McAndrews, que muchas veces había puesto sus ojos, golosamente, en el lustroso ganado de sus afa­bles vecinos; y, cuando los vio pasar con sus veintiuna vacas, salió a su encuentro y les saludó.
"¿A dónde os dirijís, en esta magnífica mañana?' , les preguntó.
"Vamos a la Feria de Killalla, a vender estas pre­ciosas vacas que nos dio nuestro padre", contestaron todos al tiempo.
"¿Y vais a vender unas vacas que, desde hace ya tiempo, se encuentran bajo la influencia de un Ojo Maligno? ¡Oh! Con y Shamus, nunca lo habría creído de vosotros, seguro que esto es idea de vuestro her­mano, ese patán de Pat; cualquiera diría que el espí­ritu de la madre que os crió no va a extender su mano para salvaros de cometer un pecado tan mortal."
Esto dijo O'Toole a los tres mayores, los cuales le escuchaban temblando, mientras los cuatro más jóvenes se llevaban los nudillos a los ojos y se echaban a llorar.
"Oh, de verdad, Sr. O'Toole, que nosotros no sabíamos que las vacas estuviesen bajo ningún mal de ojo. ¿Cómo os habéis dado cuenta? Oh, maldita sea; que un rebaño tan bueno se eche a perder...", dijo Con.
"Me alegro de que me lo pre­guntes, de verdad, pues he sido yo, que siempre he sido un buen vecino para vosotros, quien ha estado vigilando a la vieja Judy, la bruja, cada vez que merodea­ba por ahí, riéndose de los cuer­vos que volaban por encima de las vacas. ¿Recordáis aquella vez en que vuestro padre le habló groseramente allá abajo en la encrucijada? Ella no lo olvidó nunca, y ahora vuestras veintiuna vacas no valdrán más de lo que valen sus pieles."
"Worra, worra, worra", se quejaron los siete McAn­drews, tan fuerte que la bella Kattie O'Toole asomó su cabeza por la ventana, y las últimas vacas empeza­ron a hacer cabriolas como si se hubieran vuelto locas.
"¡El conjuro se ha apoderado de ellas!", gritó Sha­mus. "¡Oh! ¿Qué podemos hacer? ¿qué podemos hacer?"
"Tranquilízate, hombre", ex­clamó O'Toole. "Yo soy un buen vecino, como os he dicho antes, y, para echaros una mano en este mundo, yo mismo me arriesgaré y os compraré las va­cas por el precio de sus pieles. Seguro que no hay mal ninguno en que se usen las pieles para hacer cuero, así que os daré un chelín por pieza, y eso ya es mejor que nada. Veintiún chelines contantes y sonantes, para que vayáis a la feria a buscar fortuna."
O aquello o nada, pensaron los McAndrews, y aceptaron la oferta, dando las gracias a O'Toole por su generosidad, y le ayudaron a conducir las vacas a su prado. Luego, se fueron para la feria.
Nunca habían estado antes en una feria, y, cuando vieron todas las cosas estupendas que allí había, se olvidaron por completo de las vacas, y sólo se acorda­ron de que tenían cada uno tres chelines para gastar.
Todo el mundo conocía a los McAndrews, y pronto tuvieron una verdadera multitud congregada a su alrededor, ensalzando su buen aspecto, y diciéndoles el padre tan bueno que tenían, que les daba tanto dinero. Y los siete tontos perdieron la cabeza com­pletamente, y probaron de todo, a izquierda y dere­cha, hasta que ni un céntimo les quedó de los veintiún chelines. Entonces, regresaron tambaleándose a ca­sa, a causa del buen whisky que habían estado bebiendo con los mozos.
Fue un día amargo para el anciano McAndrew, cuando sus siete hijos volvieron a casa sin un penique y sin ni una de las veintiuna preciosas vacas, y juró que nunca más les daría ninguna.
Así, pasaron un día tras otro, y los siete jóvenes McAndrews tan felices como ninguna otra persona, hasta que su buen y anciano padre cayó enfermo y murio.
El mayor de todos heredó toda la tierra que el padre tenía, de modo que se sintió como un Lord. Verlo pavonearse y contonearse como un gallo, era algo que habría hecho reír hasta a un ulceroso enfadado.
Un día, para mostrar cuán magnífico podía ser, se vistió con sus mejores ropas, y se fue a la ciudad comercial más próxima, con un bolsa llena de mone­das de oro.
Cuando llegó allí, entró en una posada, y pidió de lo mejor de todo, y, para dárselas de tipo magnífico, triplicó el precio de cada cosa al posadero. Tan pronto como cruzó el bar, sus ojos divisaron, ¡oh, sor­presa!, un pequeño barrilete dorado quizá para que pareciese de oro, que colgaba fuera de la puerta, a modo de emblema. Con no se había percatado antes de él, y preguntó al posadero qué era aquello.
Aquel posadero, que como cualquier otro, tenía intención de conseguir todo lo que pudiera de un McAndrew, contestó rápida-mente:
"Estúpido, ¿es que no sabes lo que es, de verdad? Es un huevo de yegua."
"¿Y saldrá un potrillo de ahí?"
"Naturalmente; ¡qué preguntas se te ocurren!"
"No había visto ninguno antes", dijo el asom­brado McAndrew.
"Bien, pues ahora ya lo ves, Con; puedes echarle una buena ojeada."
“¿Me lo venderás?"
"Caray, con McAndrew, ¿acaso te crees que voy a querer vender ese soberbio huevo, después de tener­lo tanto tiempo ahí colgado al sol, cuando está a punto de salir un potrillo que me valdrá por lo menos veinte guineas?"
"Yo te daré veinte guineas por él", dijo Con.
"Vale, trato hecho", dijo el posadero; y bajó el barrilete y se lo dio a Con, quien sacó las veinte gui­neas, que era todo el dinero que tenía.
"Ten cuidado con él, llévalo con la mayor suavi­dad que puedas, y, cuando llegues a casa, cuélgalo en seguida al sol."
Con prometió hacerlo, y partió hacia su casa con su hallazgo.
Al pie de una colina se encontró con sus her­manos.
"¿Qué es eso que tienes, Con?"
"La cosa más maravillosa de este mundo: un huevo de yegua", dijo alborozado.
"¡Caramba!, a ver cómo es...", dijo Pat, quitándo­selo a Con.
"Ten ciudado, ¿quieres? Tienes que tratarlo con mucho cuidado."
Pero los hermanos no hi­cieron caso de Con, y, antes de que pudiera decir "ichsss!", el barrilete rodó coli­na abajo, mientras los siete corrían tras él; pero, antes de que ninguno pu­diera atra­parlo, en su rodar, fue a parar a un montón de arbustos y, al instante saltó de allí una liebre.
"Mirad, ahí está el potrillo", gritó Con, y los siete corrieron tras él; pero no había ma­nera de atrapar a la liebre. "Es el po­trillo más rápido que se ha visto ja­más; si tuviese cin­co años, no sería capaz de cogerlo ni el mismo dia­blo", exclamó Con; y, con esto, los siete simplones abando­naron la caza, y re­gresaron a casa en silencio.
Todo el mundo de­cía, "da igual que el dinero lo tenga un hermano que otro, porque los MacAndrew están des­tinados a perder hasta el último penique que tie­nen".
Y así fue, pues su dinero se fue reduciendo, hasta que se evaporó por completo; pri­mero se les iba un hermoso caballo a cambio de unos cuan­tos pedazos de cristal que ellos tomaban por piedras preciosas, después un par de cerdos, o un par de buenos gansos por un trozo de cinta para atar a su sombrero; y, al fin, comenzaron también a perder sus tierras.
Un día, Shamus estaba sentado junto al hogar de su casa, calen-tándose un poco, y, para hacer un buen fuego, echó encima un buen montón de turba que en seguida empezó a arder a todo pulmón, de modo que, de estar helado de frío, Shamus pasó a tener más calor que una costilla sobrante en un asador. En aquel momento entró su hermano más joven.
"Tienes un soberbio fuego aquí, Shamus."
"Si que lo es, de verdad, y demasiado cerca de mí está; se un buen chico y ve a Giblin, el albañil, y mira a ver si puede mover la chimenea al otro lado de la habitación."
El benjamín de los McAndrews hizo lo que le pidió su hermano, y pronto apareció Giblin, el albañil.
"Veo que te encuentras en un apuro, Shamus; estás asándote vivo; ¿qué puedo hacer por ti?
"¿Puedes mover la chimenea más allá?"
"Pues, claro que puedo, pero tú tendrás que moverte un poco; vete a dar un paseo con tu her­mano, y el trabajo estará terminado cuando vuel­vas."
Shamus hizo lo que le aconsejó el albañil, y Giblin tomó la silla donde el tonto estaba sentado y la puso lejos del fuego, y entonces se sentó, riéndose para sí, a considerar el precio que le cobraría por su trabajo.
Cuando Shamus estuvo de vuelta, Giblin le con­dujo hasta la silla, diciendo:
"Ahora, ¿no está ya mucho mejor?"
"Eres todo un tipo, Giblin, y lo has hecho sin ensuciar nada; ¿qué te tengo que dar por este gran trabajo?"
"Si no te importa, me gustaría el prado que linda con el mío. Creo que es un buen precio para una faena como ésta."
"Es tuyo y no se hable más, Giblin"; y, sin mayores formalidades, cerraron el trato.
Este era el mejor campo de los McAndrews, y la única tierra de pasto dejada a Shamus.
No había pasado mucho tiempo, cuando se supo que, primero uno, luego otro, los hermanos habían perdido la casa donde vivían, hasta que tuvieron que volver a vivir todos juntos en la vieja casa de su padre.
O'Toole y Giblin se habían adueñado, uno tras otro, de todos los campos, y ya no les quedaba más que la vieja casa y una pequeña franja de huerto, que ninguno de ellos sabía cómo cultivar.
Eran tiempos duros para los siete McAndrews, pero ellos estaban felices y contentos, mientras tuviesen bastante para comer, y eso sí que lo tenían, porque las esposas de los hombres que les habían usurpado todas sus magníficas tierras y ganado, sen­tían remordimiento al ver cómo sus maridos se enri­quecían a expensas de los pobres simplones, y, todos los días, a hurtadillas de sus maridos, les llevaban comida y bebida.
O'Toole y Giblin, sin embargo aún pusieron sus ojos avariciosos en la casa y en el huerto, y estaban constantemente al acecho de una oportunidad para apoderarse de ellos también, cuando la suerte, o algo peor, dejó caer la oportunidad delante de O'Toole.
Volvía a casa un día desde la ciudad, en una fría tarde, cuando divisó a los siete hermanos, sentados en círculo, a un lado de la carretera.
"¿Qué diablos estáis haciendo aquí, en lugar de ganaros vuestra sal, pandilla de gansos?", les in­crepó.
"Estamos en un mal trance, Sr. O'Toole", con­testó Pat. "No nos podemos levantar."
"¿Y qué es lo que os impide levantaros?, me gusta­ría saber."
"¿No ves que nuestros pies están todos juntos en el medio? Ahora no sabemos distinguir de quién es cada cual. Y si uno de nosotros se levanta, no sabrá con qué pies hacerlo."
O'Toole nunca había tenido tantas ganas de reír en su vida, pero pensó:
"Esta es la oportunidad para conseguir la casa y el huerto antes de que Giblin, el albañil, se me ade­lante"; entonces, con una mirada de gravedad, dijo: "Supongo que es verdaderamente difícil decir de quién son unos pies u otros, cuando están todos en un montón, pero creo que podré ayudaros, como ya he hecho muchas veces. Mal día habría sido éste para vosotros, sí no me tuvieseis a mí por vecino. ¿ Qué me daréis si os ayudo a encontrar vuestros pies?"
"Lo que sea, todo lo que tengamos, con tal de que podamos levantarnos de aquí", respondieron los siete casi a coro.
"¿Me daríais la casa y el huerto?"
"Desde luego que sí; ¿de qué nos sirve una casa y un huerto, si tenemos que quedarnos aquí sentados el resto de nuestras vidas?"
"Entonces, trato hecho", dijo O'Toole; y con esto, fue hasta el lado de la carretera, y arrancó una buena y robusta vara. Entonces, comenzó a sacudir a los pobres McAndrews en la cabeza, en los pies, hom­bros, y todas partes donde pudo aplicar el palo, hasta que, con gritos de dolor, éstos dejaron libre el lugar, encontrando cada uno sus propios pies, y poniéndo­los en polvorosa.
Así fue como el malvado O'Toole se hizo con las últimas propiedades de los McAndrews, y no les quedó a éstos nada de nada, teniendo que ponerse a pedir limosnas, por las calles y los caminos.

024 Anónimo (celta)

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