Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 17 de junio de 2012

La hija del mandarín


En toda aquella vasta región no ha­bía palacio más espléndido que el del viejo mandarín, ni doncella más her­mosa que su hija, la dulce Li-Chi. Cada vez que el viejo mandarín veía pasear­se a su hija por el umbroso jardín del palacio, en el que crecían las más va­riadas plantas y los árboles de flores más delicadas como las del melocoto­nero que sombreaba con sus ramas la ventana de los apartamentos de Li-Chi, el viejo mandarín suspiraba, y se de­cía que le iba a ser difícil encontrar un digno pretendiente para su hija; mujer de tales cualidades y de tal for­tuna sólo podía casarse con un gran señor. Lo que menos podía llegar a imaginarse el padre de Li-Chi era que su hija, por quien él tanto se preocu­paba, había elegido ya al que deseaba como marido: amaba a Chang, un po­bre secretario al servicio de su padre, que vivía junto al palacio en una ca­baña separada sólo de los jardines de la regia mansión por un grácil puen­tecillo.

Aquel día el viejo mandarín estaba radiante. El rico hacendado Ta-Jin ha­bía manifestado el deseo de casarse con Li-Chi; el alto digna-tario sabía perfectamente que después de él nadie en la región podía vanagloriarse de po­seer mayores riquezas ni de ostentar mayor poder. Lleno de gozo el man­darín hizo llamar a su hija:
-Li-Chi, hija mía, tengo que darte una alegre noticia. Ya va siendo hora de que te conviertas en la esposa de alguien importante. He decidido casar­te con Ta-Jin, el rico hacendado, tan pronto como florezca el melocotonero que crece junto a tu ventana. Sé que es tu árbol preferido.
Li-Chi se quedó helada de espanto al oír las palabras de su padre, pero como buena hija no se atrevió a repli­car. Con los ojos llenos de lágrimas apenas si acertó a hacer una torpe re­verencia antes de retirarse a su apo­sento.
Apoyada en el quicio de la ventana, Li-Chi lloraba amargamente mientras contemplaba el hermoso melocotonero que tenía ante sus ojos; tristemente pensaba «¡Oh amado melocotonero, cuántas veces al verte florecer se ha re­gocijado mi corazón, y pensar que este año cuando aparezcan las flores en tus ramas va a ser el instante más triste de mi vida!...»
La pobre Li-Chi no dejaba de sus­pirar y llorar; los días iban pasando, se acercaba el instante tan temido y Chang no parecía acordarse de ella. Era imposible que no se hubiera ente­rado de lo de la boda; nadie lo ignora­ba ya ni en el palacio ni fuera de él.
Un buen día en que Li-Chi se pa­seaba cabizbaja por las orillas del ria­chuelo, sobre cuyas aguas tranquilas el puentecillo trazaba un gracioso arco, algo que se deslizaba sobre las aguas atrajo la atención de la doncella. Una cáscara de coco flotaba a la deriva por aquellas mansas aguas; dentro de ella se distinguía perfectamente la forma de un papel cuidadosamente enrollado. «Sin duda era un mensaje, tal vez un mensaje de su amado Chang», pensó la muchacha. Li-Chi con una ramita acer­có hacia ella la frágil cáscara de coco y con gran emoción desplegó el rollito de papel que había dentro. Efectiva­mente: ¡era un mensaje de Chang! Su enamorado se lamentaba tristemente de que cuando floreciera el melocoto­nero ella se alejaría de su lado. Tími­damente le sugería si quería casarse con él. Li-Chi se apresuró a contestar rápidamente a su amado en un trozo de marfil, que arrancó de su vestido; su estilete volaba casi mientras escri­bía. En la tablilla le decía a Chang que tan pronto como floreciese el meloco­tonero se hallaría dispuesta a seguirle a donde él quisiese.
El aire cada vez se iba haciendo más perfumado, los rayos del sol se iban tornando más tibios. Li-Chi con­templaba ansiosamente día a día las ramas del melocotonero. Los brotes estaban a punto ya de reventar; de un momento a otro aparecerían las flores y el instante decisivo habría llegado.
Aquella mañana antes de que su padre la mandara llamar, Li-Chi adivi­naba ya lo que éste iba a decirle. Al levantarse y asomarse a la ventana.ha­bía visto que durante la noche el melocotonero había florecido. Sabía que el día siguiente iba a ser el de su boda.

Las sirvientas se movían presuro­sas, iban de un lado a otro dando pe­queños y apresurados pasos para en­galanar a su ama. Li-Chi se casaba aquel día; nunca una desposada había tenido tan bellos trajes ni su futuro esposo le había ofrecido un cofre con joyas más valiosas y delicadas que las que el rico Ta-Jin había regalado a su futura esposa. Pero la hermosa Li-Chi no hacía caso ni de las galas ni de las alhajas.
Cuando tuvieron que vestirla, las sirvientas se quedaron muy sor-prendi­das al ver que elegía el vestido más sencillo de todos cuantos tenía; en cuanto a las joyas ni las miró, se limi­tó a cerrar el cofrecillo con cuidado y se guardó la llave.
Li-Chi ya estaba vestida para la ce­remonia; a pesar de que se había ador­nado con un sencillo atuendo su belle­za resplandecía como la luna en la no­che. Cuando ya estuvo preparada para la ceremonia, la joven hizo salir de su aposento a todas sus doncellas y se dispuso a esperar; no tardó en llamar a su puerta un mendigo. Los ojos de Li-Chi resplandecieron de alegría: ¡era Chang! Había que darse prisa. Li­Chi le dio inmediatamente el cofreci­llo, Chang lo cogió bajo el brazo, y la joven lo siguió sin olvidarse antes de tomar la rueca. Sin ella habría sido una esposa inútil. A toda prisa atrave­saron el jardín y se dirigieron hacia el puentecillo; pero la desgraciada Li-Chi no se había acordado de quitarse sus diminutos zapatitos de boda y apenas podía dar un paso. Tan despacio tenía que andar que el viejo man-darín tuvo tiempo de ver cómo se escapaban los dos enamorados; terriblemente encole­rizado cogió un látigo y salió en per­secución de su hija y de Chang, blan­diendo el látigo amenazadoramente. En aquel momento, Chang, que era un jo­ven muy devoto, dirigió una súplica a los dioses y éstos se compadecieron de los enamorados convirtiéndolos en aquel momento en un par de tórtolas, que alegremente empezaron a revolo­tear sobre el sauce que crecía a la ori­lla del río, y... todavía puede vérseles así representados en un famoso plato chino de delicada porcelana; están atravesando el puentecillo, Li-Chi va delante con la rueca; Chang, detrás con el cofrecillo; el viejo mandarín apare­ce el último enarbolando el látigo mientras en lo alto, por encima del perfumado sauce, revolotean un par de tórtolas...
Según la leyenda, gracias a esta me­tamorfosis la bella Li-Chi y el devoto Chang lograron alcanzar la felicidad...

005. Anonimo (china),

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