Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 3 de junio de 2012

La curación de la pierna de kayn

Tenaces y numerosos eran los men­digos que poblaban la Tierra en los días oscuros.
Había una vez un grupo de ellos formado por quinientos hombres ciegos, quinientos sordos, quinien­tos cojos, quinientos mudos y qui­nientos mancos.
Los quinientos ciegos tenían quinientas mujeres, los quinientos sordos también tenían quinientas mujeres, otras quinientas los quinientos cojosé e igualmente los quinientos mudos tenían quinien­tas mujeres y los quinientos mancos otras qui­nientas mujeres.
Cada quinientas de estas parejas tenían quinien­tos hijos y quini-entos perros.
Solían ir todos juntos formando una banda, y se hacían llamar laHermandad Ambulante de Mendigos Tenaces?
Vivía en Erin un caballero llamado O'Cronicert, con el cual pasaron un año y un día; y se comieron todo lo que tenía e hicieron de él un hombre tan pobre que no le quedó nada más que una vieja casa negra a medio caerse, y un caballo blanco cojo.
El rey de Erin se llamaba Brian Boru; y O'Croni­cert acudió a él en busca de ayuda. Cortó una estaca de roble gris en los aledaños del bosque, montó en el viejo y cojo caballo blanco, y emprendió su viaje a tra­vés del bosque, sobre el musgo y las quebradas, hasta que llegó a la casa del rey. Una vez allí, se arrodilló ante él; y el rey le dijo, "¿qué noticias traes, O'Croni­cert?"
"No tengo sino pobres noticias para ti, Majestad."
"¿Qué noticias pobres son ésas?, se alarmó el rey.
"Que he tenido en casa a la ‘Hermandad Ambu­lante de Mendigos Tenaces' por un año y un día; se han comido todo lo que tenía,y han hecho de mi un hom­bre pobre", explicó el caballero.
"¡Bien!", dijo el rey, "lo lamento mucho; ¿y qué quieres que haga por ti?
"Quiero ayuda", suplicó O'Cronicert; "cual­quiera que queráis dar-me".
El rey le prometió cien vacas. Entonces se pre­sentó ante la reina, y le expuso también el problemay ella le otorgó otras cien. Luego visitó al príncipe, y obtuvo de él cien más. Le alimentaron y vistieron en el palacio del rey; y a la hora de partir dijo, "me siento totalmente obligado a vosotros. Me habéis propor­cionado una gran ayuda. Masa pesar de todo lo que he obtenido, aún hay otra cosa que querría pedirte".
"¿Cuál es?", preguntó el rey.
"El perro faldero que sale y entra tras de la reina, es lo que quiero."
"iJa!", replicó el rey, "es tu altivez y orgullo lo que ha causado la pérdida de tus bienes; pero para que hagas de ti un hombre bueno y honesto, obtendrás esto junto con lo demás".
O'Cronicert se dispidió del rey, cogió el perro fal­dero, saltó sobre el lomo de su viejo y cojo caballo blanco,y emprendió el regreso a través del bosque, sobre el musgo y las quebradas.
Cuando llevaba atravesada cierta distancia en el bosque, un corzo saltó de entre los árboles,y el perro se lanzó tras él. En un instante, el corzo se erigió, a la espalda de O'Cronicert, en la forma de una mujer; la más guapa que jamás viera ojo alguno desde el princi­pio del universo hasta el fin de la eternidad. Y ésta le dijo, "aparta tu perro de mí".
"Lo haré si me prometes casarte conmigo", dijo O'Cronicert.
"Si mantienes tres promesas que voy a imponerte, me casaré contigo", replicó ella.
"¿Qué promesas son ésas?, preguntó él.
"La primera es que no invites nunca a tu rey a ban­quete o comida sin comunicármelo antes a mí", contestó.
"¡Vaya!", dijo O'Cronicet, "¿crees que no seré capaz de mantener esa promesa? Nunca invitaré a mi rey sin informarte previamente. Es fácil mantener tal promesa".
"¡Confío en que lo harás! La segunda promesa es", agregó, "que no descubras, en presencia de nadie, ni en reunión alguna donde estemos juntos, que me encontraste bajo la forma de un corzo".
"¡Por Dios!", terció O'Cronicert, "no necesitas imponerme tal pro-mesa. La habría cumplido de todos modos".
"¡Confío en que lo harás!", repitió,y agregó segui­damente, "la ter-cera promesa es que no me dejes nunca en compañía de hombre solo, cuando tú te vayas". Y así, acordaron que ella se casaría con él.
Llegaron a la casa negra, vieja y medio en ruinas. Cortaron hierba de las grietas y de los bordes de las rocas; hicieron una camaly se acostaron. O'Cronicert se despertó por la mañana con los mugidos de las vacas, los balidos de las ovejas y los relinchos de las yeguas, mientras descubrió que se encontraba sobre una cama de oro y ruedas de plata, yendo de un extremo al otro de la Torre Mayor de la Ciudad Castillo.
"¿Estás sorprendido?", preguntó ella.
"Lo estoy, en verdad", respondió él.
"Estás en tu propia habitación", aseguró ella.
"¿En mi propia habitación? Yo nunca tuve seme­jante habitación."
"Sé muy bien que jamás la tuviste", dijo ella; "pero ahí la tienes ahora. Mientras me tengas a mí, tendrás esta habitación".
Entonces él se levantó, se puso sus ropas y salió. Echó una ojeada a la casa y descubrió que era un pala­cio, uno cuyo igual nunca había visto; ni el mismo rey lo poseía. Luego dio un paseo alrededor de la granja; y no pudo contar tantas vacas, ovejas y caballos como había en ella. Después volvió a la casa, y contó a su esposa cómo la granja estaba siendo invadida por vacas y ovejas ajenas.
"Son tus propias vacas y ovejas las que has visto."
"Nunca tuve yo tantas vacas y ovejas", protestó.
"Lo sé", dijo ella; "pero, mientras me tengas a mí, las tendrás también a ellas. No hay buena esposa a la que no acompañe su dote".
Se encontraba ahora en una magnífica condición; era rico, de hecho. Tenía oro y plata, vacas y ovejas. Todos los días salía a cazar con sus armas y sus perros, y se convirtió en un hombre de alto rango. Un día se le ocurrió ir a invitar a cenar al rey de Erin, pero olvidó decírselo a su mujer. Había roto su primera promesa. Cabalgó veloz hasta el palacio del rey, y le invitó a él y a su gran corte a cenar.
El rey de Erin le preguntó, "¿piensas llevarte el ganado que te prometí?"
"¡Oh!, no, rey de Erin", cortó arrogante O'Croni­cert; "yo podría ahora darte otras tantas".
"¡Ah!, repuso el rey, "veo que te ha ido muy bien desde la última vez que te vi".
"Así es", aseguró O'Cronicert, "me he casado con un mujer muy rica, que tiene gran cantidad de oro y plata, vacas y ovejas."
"Me alegra oír eso."
Entonces O'Cronicert le dijo, "me sentiré muy obligado si venís a cenar conmigo, tú y tu gran corte".
"Lo haremos con placer", aceptó el rey.
Aquel mismo día iniciaron el viaje de vuelta. No se le ocurrió pensar a O'Cronicert cómo podía ser prepa­rada una cena para el rey sin que su esposa supiese que venía. Sólo cuando, durante el viaje, alcanzaron el lugar donde O'Cronicert encontró al corzo, se acordó de que había roto su promesa, y le dijo al rey, "excúsame; voy a adelantarme hasta la casa para anunciar tu llegada".
El rey contestó, "no vayas tú, enviaremos a uno de los mozos".
"No", repuso O'Cronicert; "ningún mozo servirá para este pro-pósito tan bien como yo".
Y corrió hacia la casa; y cuando llegó, su esposa estaba atareada en preparar la cena. El contó lo que había hecho, y le pidió perdón.
"Te perdono esta vez", dijo ella: "sé lo que has hecho tan bien como tú mismo. La primera de tus promesas está rota".
Cuando el rey y su gran corte llegaron a la casa de O'Cronicert su esposa había preparado para ellos, tal como correspondía a un rey y a toda la gente de alta alcurnia que le acompañaba, toda clase de bebi­das y comidas. Pasaron dos o tres días con sus respec­tivas noches comiendo y bebiendo. Todos alababan grandemente aquellas viandas; hasta el mismo O'Cro­nicert las alababa también; pero su esposa no. O'Croni­cert se enfadó al ver que no mostraba entusiamo, así que se acercó a ella y le golpeó en la boca con su puño, haciéndole saltar dos de sus dientes.
"¿Por qué no ensalzas tú la cena como los demás, corzo despreciable?", le espetó.
"No lo hago", contestó ella, "porque he visto a los mastines de mi padre disfrutar de cenas mejor que la que tú estás dando esta noche al rey de Erin y su corte".
Entonces se apoderó de O'Cronicert una rabia tal, que tuvo que abandonar el salón. No llevaba mucho rato fuera, cuando llegó un hombre montado sobre un caballo negro que, al pasar, cogió a O'Cronicert del cuello de su chaqueta y, elevándolo, lo sentó a la grupa y se alejaron. El jinete no dirigió a O'Cronicert ni una palabra. El caballo corría tan velozmente, que O'Cronicert creyó que el viento iba a arrancarle la cabeza del cuerpo. Llegaron a un gran palacio y des­cendieron del caballo negro. Un mozo de establo tomó el caballo y lo llevó dentro; después se puso a limpiar con vino sus patas. El jinete del caballo negro dijo a O'Cronicert, "prueba el vino, a ver si es mejor que el que has dado esta noche a Brian Boru y su corte".
O'Cronicert probó el vino, y admitió, "este vino es mucho mejor".
El jinete del caballo negro exclamó, "¡qué injusto fuiste con tu puño hace un rato! El viento de tu puño trajo los dos dientes hasta mí".
Entonces le condujo a su hermosa y noble casa, y le aposentó en una habitación que estaba llena de caballeros comiendo y bebiendo. Le hizo sentarse a la cabeza de la mesa, le dio a beber vino y le dijo, "prueba este vino, a ver si es mejor que el vino que has dado esta noche al rey de Erin y su corte".
"Este vino es mejor, sin duda." Aceptó O'Cro­nicert.
"¡Qué injusto fue tu puño hace un rato!", repitió el jinete del caballo negro.
Cuando todo terminó, el jinete desconocido pre­guntó, "¿deseas volver a casa ahora?"
"Sí", contestó O'Cronicert, "lo deseo mucho". Entonces se levanta-ron, se dirigieron al establo, donde el caballo negro ya les esperaba fuera de él. Salta­ron sobre su lomo y se alejaron. El jinete del caballo negro preguntó a O'Cronicert, cuando ya estaban en camino, "¿sabes quién soy yo?"
"No lo sé", dijo O'Cronicert.
"Soy cuñado tuyo", explicó el jinete del caballo negro; "y, aunque mi hermana se haya casado con­tigo, no es ningún rey ni caballero de Erin quien se la merece. Dos de tus promesas están rotas; y, si rompes la tercera, perderás a tu mujer y todo lo que po­sees".
Llegaron a casa de O'Cronicert; y éste dijo, "me da vergüenza entrar, porque no saben dónde he estado desde que se hizo de noche".
"iOh!", terció el jinete, "no te han hechado en falta para nada. Hay tanta alegría y euforia entre ellos, que no han sospechado que estuvieses en ninguna parte. Aquí están los dos dientes que arrancaste del rostro de tu esposa. Ponlos de nuevo en su lugar, y volverán a estar tan fuertes como antes".
"Entra conmigo", rogó O'Cronicert al jinete del caballo negro.
"No: desdeño entrar ahí", dijo el jinete del caballo negro, que se despidió de O'Cronicert y se marchó.
O'Cronicert entró; y encontró a su mujer ata­reada en servir a los caballeros. Le pidió perdón y vol­vió a colocar los dos dientes en su boca que se adhirieron tan fuertemente como siempre.
Ella le musitó, "ya has roto dos de tus prome­sas".
Nadie reparó en él cuando entró, nadie comentó "¿dónde has estado?" o algo parecido. Y pasaron el resto de la velada comiendo y bebiendo, y todo el día siguiente.
Al anochecer del segundo día, el rey dijo, "creo que ya es hora de que nos vayamos"; y todos asintie­ron con él.
O'Cronicert trató de disuadirle, "oh, no te vayas esta noche. Voy a organizar un baile. Espera hasta mañana”.
"Déjales ir", rogó quedamente su mujer.
"No lo haré", aseguró él.
El baile, en efecto, tuvo lugar esa noche. Estuvie­ron tocando y bailando sin parar hasta que el sudor, por el calor y el cansancio, se hizo insoportable. Entonces, empezaron a salir, uno tras otro, a refres­carse fuera de la casa. Todos salieron excepto O'Cro­nicert y su esposa, y un hombre llamado Kayn Mac Loy. O'Cronicert de pronto decidió salir también, y dejó a su esposa y a Kayn Mac Loy solos en la casa.
Cuando ella vió que había roto su tercera promesa se transformó en una gran potranca, dio un salto a lo largo de la habitación, y dio una coz a Kayn Mac Loy, partiéndole el fémur en dos. Luego dio otro salto y, rompiendo la puerta, se alejó de la casa y no se la vió más. Al irse, se llevó con ella la Torre de la Ciudad Castillo sobre la espalda, una pequeña carga, y dejó a Kayn Mac Loy en la vieja y antigua casa negra medio en ruinas, tirado en medio de un charco de lluvia hecho por las goteras.

Al amanecer del día siguiente el pobre O'Croni­cert no pudo ver más que la vieja casa que tenía antes. No había vacas ni ovejas, ni ninguna de aquellas cosas preciosas que había tenido. De los invitados uno se despertó, aquella mañana junto a un arbusto, otro al lado de la acequia, y otro en una zanja. Sólo el rey tuvo el honor de despertarse con el viejo cobertizo de O'Cronicert sobre su cabeza. Cuando se dispusieron a partir, Murdoch Mac Brian recordó que se había dejado atrás a su hermanastro Kayn Mac Loy, dijo que no quería separarse de él nunca en la vida y que volvía por él. Y encontró a Kayn dentro de la vieja y semiarruinada casa negra, tirado en el suelo, en un charco de agua de lluvia y con la pierna rota; y allí mismo juró que la tierra haría un agujero en la suela de su calzado y el cielo otro en su cabeza, si no encon­traba un hombre para curar la pierna de Kayn.
Le dijeron que había una hierba en la Isla de Innis­turk que lo curaría. Así que cogieron a Kayn Mac Loy, y lo transportaron a la isla, y allí le dejaron solo con tanta comida como deseó durante un mes y dos mule­tas sobre las que caminaba de un lado a otro, según se le antojara. Pero, por fin, la comida se acabó, y se encontró desampa-rado, y todavía no había encon­trado la hierba; todo el tiempo lo dedicaba a bajar hasta la playa para coger mariscos y comérselos.
Un día, cuando estaba en la playa, vio a un hombre muy grande, gigantesco, aparecer de pronto en la isla. Tan alto era que podía ver la tierra y el cielo por la abertura de sus piernas. Se asustó y huyó hacia la casa tan rápido como se lo permitían las muletas, inten­tando llegar a ella antes de que el gigante le alcanzara. Pero a pesar de sus esfuerzos cuando llegó, el hombre estaba ya entre él y la puerta, y le dijo, "si no me enga­ñas, tú eres Kayn Mac Loy".
Kayn Mac Loy respondió, "nunca he engañado a un hombre; sí, soy yo".
El gigante le dijo:

"Estira tu pierna, Kayn, para que ponga en ella un bálsamo de hierbas curativas. La hierba balsámica y astringente y la cataplasma son refrescantes; te alivia­rán el dolor. Estoy atado por la prisa, pues debo oír misa en la gran iglesia de Roma, y estar de vuelta en Noruega antes de dormir."

Kayn Mac Loy respondió:

"Puede que ésta no sea la pierna de Kayn, ni la pierna de nadie, hombre tras hombre, ni yo sea Kayn, hijo de Loy, si estiro mi pierna para que pongas tu bál­samo de hierbas curativas en ella, antes de que me digas por qué no tenéis vuestra propia iglesia en Noruega, teniendo, como ahora, que ir a la gran iglesia de Roma para oír misa. Si no me engaño, tú eres Machkan-an­Athar, el hijo del rey de Lochlann [1]."

El gigante le dijo, "jamás he engañado a un hom­bre: ése soy yo. Ahora te contaré por qué no tenemos una iglesia en Lochlann. Siete albañiles vinieron una vez a construir una iglesia, y mi padre negoció con ellos su construcción. El acuerdo que los albañiles querían era, que mi madre y mi hermana fueran a ver el interior de la iglesia cuando estuviera terminada para dar el visto bueno. Mi padre estaba contento de conseguir la construcción de la iglesia tan barata. Cerraron el trato; y los albañiles fueron, a la mañana siguiente, al lugar donde había de erigirse la iglesia. Mi padre señaló el lugar donde asentar los cimientos. Comenzaron a construirla por la mañana, y, antes del anochecer, la iglesia estaba terminada. Cuando la acabaron, pidieron a mi madre y mi hermana que entraran a ver el interior. Apenas habían entrado, cuando las puertas se cerraron; y la iglesia se elevó por los aires sobre una nube de niebla".

"Estira tu pierna, Kayn, para que ponga en ella un bálsamo de hierbas curativas. La hierba balsámica y astringente y la cataplasma son refrescantes; te alivia­rán el dolor. Estoy atado por la prisa, pues debo oír misa en la gran iglesia de Roma, y estar de vuelta en Norue-ga antes de dormir."

Kayn Mac Loy dijo:

"Puede que ésta no sea la pierna de Kayn, ni la pierna de nadie, hombre tras hombre, ni yo sea Kayn, hijo de Loy, si estiro mi pierna para que pongas un bál­samo de hierbas curativas en ella, antes de que me digas si sabes lo que aconteció después a tu madre y tu hermana."

"¡Ah!, exclamó el hombre grande, "condenado seas; ésa es una historia larga de contar; pero te haré un corto resumen del asunto. El día en que estuvie­ron trabajando en la construcción de la iglesia, yo me hallaba cazando en las colinas; y cuando regresé a mi casa al anochecer, mi hermano me contó lo que había ocurrido, es decir, que mi madre y mi hermana se habían ido volando en una nube de niebla. Entonces, me enfurecí tanto, que decidí destruir el mundo hasta que descubriese dónde estaban mi madre y mi her­mana. Mi hermano me dijo que era de locos pensar tal cosa. `Te diré', agregó, `lo que tienes que hacer. Pri­mero intentarás averiguar donde están: Cuando lo descubras, las reclamarás pacíficamente, y sólo, si no te las devuelven pacíficamente, lucharás por ellas'.
"Seguí el consejo de mi hermano, y preparé un barco para emprender la búsqueda. Zarpé yo solo, y me adentré en el océano. Por sorpresa me envolvió una gran niebla, y fui a parar a una isla, donde había un gran número de barcos anclados; anclé el mío entre ellos, y fui hasta la orilla. Allí vi a una mujer grande, gigantesca, cortando juncos, tan enorme era que cuando levantaba la cabeza, arrojaba su pecho derecho sobre el hombro, y, cuando se inclinaba, su pecho caía hasta colgar entre las piernas. Entonces, me acerqué por detrás hasta ella, le cogí el pecho con la boca, y le dije, "tú eres testigo, mujer, de que soy el hijo adoptivo de tu pecho derecho", "ya lo veo, gran héroe", repuso la anciana, "pero mi consejo es que abandones esta isla tan rápidamente como puedas". "¿Por qué?", pregunté. "Hay un enorme gigante que vive en aquella cueva, allá arriba", contestó ella, "y cada uno de los barcos que ves ha sido sacado por él fuera del océano, y ha matado o se ha comido a los tri­pulantes. En este momento está dormido, pero cuando se despierte, hará lo mismo contigo. La cueva está franqueada por una enorme puerta de hierro y por otra de roble. Cuando el gigante aspira el aire las puertas se abren, y cuando lo expira las puertas se cie­rran; y quedan tan firmemente cerradas como si les hubiera aplicado siete barras grandes de hierro y siete candados. Tan firmes son, que ni siete grandes palan­cas podrían forzarlas".
Yo pregunté a la anciana, "¿hay aluna manera de destruirle?". "Te diré", contestó ella, “cómo se puede hacer. El guarda un arma encima de la puerta a la que llaman la espada corta: si consigues con ella cortarle la cabeza al primer golpe, todo irá bien; pero si no lo haces, la situación será mucho peor de lo que lo es ahora".
Me encaminé hacia la cueva y al cabo llegué a ella; las dos puertas estaban abiertas. La respiración del gigante me arrastró al interior de la cueva; las ban­quetas, las sillas y las ollas eran un revoltijo, chocando unas contra otras, y amenazando con romperme las piernas. La puerta se cerró cuando entré, y se cerró tan firme como si en efecto, le hubiesen aplicado siete barras de hierro gran-des y siete candados; y ni siete grandes palancas las habrían forzado a abrirse. Estaba prisionero en la cueva. El gigante aspiró aire de nuevo, y las puertas se abrieron. Eché una mirada hacia arriba, vi la espada corta y la cogí. Te garantizo que le di con ella tal golpe que no fue necesario repe­tirlo; le segué la cabeza del cuerpo. Cogí la cabeza y se la llevé a la anciana, que seguía cortando juncos, y le dije, "aquí tienes la cabeza del gigante, para ti". La anciana rompió a reír y a dar gritos, "¡hombre bravo! Desde el primer momento supe que eras un héroe. La isla necesitaba tu llegada. Si no me engaño, tú eres Mac Connachar, hijo del rey de Lochlann". "Jamás he engañado a nadie. Ese soy yo", le aseguré. "Yo soy adivina", dijo ella, "y conozco el objeto de tu viaje. Vas en busca de tu madre y de tu hermana". "Así es", acepté yo, "pero estoy aún tan lejos... Si al menos supiera dónde ir para buscarla..." "Yo te diré dónde están", dijo ella; "están en el reino del Escudo Rojo, y el rey del Escudo Rojo está resuelto a casarse con tu madre, y su hijo con tu hermana. Te explicaré cómo está distribuida la ciudad. Un canal de siete veces siete pasos de ancho la rodea. En el canal hay un puente levadizo, que está guardado durante el día por dos criaturas a las que ningún arma puede atraversar, pues tienen todo el cuerpo cubierto de escamas, excepto dos pequeñas zonas debajo del cuello, por las cuales hay heridas de muerte. Sus nombres son Rugido y Crugido. Cuando llega la noche, el puente se iza, y los monstruos duermen. Una muralla muy grande y alta rodea el palacio del rey".

"Estira tu pierna, Kayn, para que ponga en ella un bálsamo de hierbas curativas. La hierba balsámica y astringente y la cataplasma son refrescantes; te alivia­rán el dolor. Estoy atado por la prisa, pues debo oír misa en la gran iglesia de Roma, y estar de vuelta en Noruega antes de dormir."

Kayn Mac Loy dijo:

"Puede que no sea ésta la pierna de Kayn, ni la pierna de nadie, hombre tras hombre, ni sea yo Kayn, hijo de Loy, si estiro mi pierna para que pongas un bál­samo de hierbas curativas en ella, antes de que me digas si seguiste adelante en la búsqueda de tu madre y tu her­mana, o si regresaste a casa, o qué hiciste."

"iAh!", gritó exasperado el hombre grande, "con­denado seas; ésa es una historia larga de contar; pero te resumiré otro trozo de la historia. Proseguí mi viaje, y llegué a la gran ciudad del Escudo Rojo; y estába rodeada por un canal, como la anciana me había dicho; y había un puente levadizo sobre el canal. Era de noche cuando llegué, y el puente estaba levantado, y los monstruos dormidos. Medí dos pies delante de mí, y un pie detrás de mí en el suelo donde estaba, y salté agarrado al extremo de mi lanza, y caí de puntillas al otro lado, alcanzando el lugar donde los monstruos dormían. Arrojé mi lanza contra ellos, y te aseguro que les di tales sendos golpes bajo el cuello que no fue menester repetirlos. Cogí las cabezas y las colgué de uno de los postes del puente. Entonces, fui hasta la muralla que circunda el palacio del rey. Esta muralla era tan alta que no parecía fácil saltar sobre ella; así que me puse a trabajar con la espada corta hasta que abrí un agujero a través de ella, y pude entrar. Me dirigí a la puerta del palacio y llamé; y el vigilante gritó, "¿quién va?". "¡Soy yo!", grité tanto como pude. Mi madre y mi hermana reco­nocieron la voz; y mi madre exclamó, "ioh! es mi hijo; déjale entrar". Entonces entré, y salieron a mi encuen­tro llenas de alegría. Por la mañana nos sirvieron el desayuno; y, después de tomarlo, le dije a mi madre y a mi hermana que era mejor que se preparasen para regresar conmigo. El rey del Escudo Rojo nos inte­rrumpió, "no lo harán, estoy resuelto a casarme con tu madre, y mi hijo lo está a casarse con tu hermana".
"Si deseas casarte con mi madre, y si tu hijo desea hacerlo con mi hermana, acompañadme los dos a mi casa, y allí las obtendréis." El rey del Escudo Rojo dijo, "así sea".
"Entonces partimos, y fuimos donde estaba mi barco, subimos a bordo, y navegamos hacia casa. Cuando pasamos por un lugar donde se estaba librando una gran batalla, le pregunté al rey del Escudo Rojo qué batalla era ésa, y la razón de ella. "¿Es que no lo sabes?", me preguntó el rey del Escudo Rojo. "No lo sé", contesté yo. Enton-ces el rey del Escudo Rojo dijo, "ésa es la batalla por la hija del rey del Gran Universo, la mujer más bella del mundo; y aquel que la gane, por su heroísmo la tomará en matrimonio. ¿Ves aquel castillo?", "lo veo", dije. "Ella está en la cima de aquel castillo, pues desde ahí puede ver al héroe que la gane", agregó el rey del Escudo Rojo. Yo pedí que fuéramos a la orilla, para ver si podía ganarla con mi rapidez y mi fuerza. Y me dejaron en la orilla; y desde allí pude verla en la torre del castillo. Entonces, medí dos pies delante de mí y un pie detrás, salté, agarrado al extremo de mi lanza, y alcancé la cima del castillo; y tomé a la hija del rey del Gran Universo en mis brazos y la arrojé por encima de la muralla. Di un salto, e intercepté su caída antes de que llegara al suelo, y me la llevé sobre el hombro corriendo hasta la orilla, y se la confié al rey del Escudo Rojo para que la pusiera a recaudo a bordo del barco. "¿No soy el mejor guerrero que te ha pre­tendido jamás?", le dije. "Sabes saltar bien", repuso ella, "pero aún no he visto ninguna de tus proezas". Entonces, volví para enfrentarme con los guerreros, y les ataqué con la espada corta del gigante, y no dejé la cabeza sobre cuello a ninguno de ellos. Después regresé y llamé al rey del Escudo Rojo para que viniera a recogerme a la orilla. Fingiendo no haberme oído, desplegó velas con el fin de huir con la hija del rey del Gran Universo, y casarse con ella. Medí dos pies delante de mí, y un pie detrás, y salté agarrado al extremo de mi lanza, y caí de puntillas sobre la cubierta del barco. Entonces, le dije al rey del Escudo Rojo, "¿qué es lo que te proponías hacer?, ¿por qué no me esperaste?". "¡Oh!", se excusó el rey, "sólo estaba poniendo el barco a punto y levando velas, antes de ir a buscarte a la orilla. ¿Sabes qué es lo que estoy pensando?" "No lo sé", dije yo. "Creo", agregó el rey, "que voy a volver con la hija del rey del Gran Uni­verso, y tú te vas a casa con tu madre y tu herma-na". "De ningún modo va a ser así", repuse. "Yo la he ganado con mis proezas, y ni tú ni ningún otro la tendrá."
"El rey tenía un escudo rojo que cuando se ponía no había arma que pudiera hacer mella en él. Ya se disponía a usar el escudo rojo, cuando le hundí la lanza corta en medio del pecho, cortándole en dos, y lo arrojé por la borda. Entonces se la lancé al hijo, y le segué la cabeza, y también lo tiré por la borda."

"Estira tu pierna, Kayn, para que ponga en ella un bálsamo de hierbas curativas. La hierba balsámica y astringente y la cataplasma son refrescantes; te aliviará el dolor. Estoy atado por la prisa, pues debo oír misa en la gran iglesia de Roma, y estar en Noruega de vuelta antes de dormir."

Kayn Mac Loy dijo:

"Puede que no sea ésta la pierna de Kayn, ni la pierna de nadie, hombre tras hombre, ni yo sea Kayn, hijo de Loy, si estiro mi pierna para que pongas tu bál­samo de hierbas curativas en ella, antes de que me cuentes si alguien fue en busca de la hija del rey del Gran Universo."

"iAh! condenado seas", exclamó el hombre gran­de; "pero sea, relataré otro trozo de la historia. Lle­gué a casa con mi madre y mi hermana, y la hija del rey del Gran Universo, y me casé con ella. Al primer hijo que tuve le llamé Machkan-na-skaya-jayrika (Hijo del Escudo Rojo). Al cabo de no mucho tiempo, una fuerza hostil llegó para vengar al rey del Escudo Rojo, y otra fuerza no menos hostil vino desde el reino del Gran Universo para exigir satisfacción por la hija del rey del Gran Universo. Yo tomé a la hija del rey del Gran Universo sobre un hombro, y a Machkan-na­skaya-jayrika sobre el otro, y subí a bordo del barco e izé velas, y coloqué el emblema del rey del Gran Uni­verso sobre uno de los mástiles, y el del rey del Escudo Rojo sobre el otro; hice sonar una trompeta, pasé por en medio de ellos, y les dije que ahí tenían al hombre que buscaban, y que si querían solventar alguna cuenta, ése era el momento. Todos los barcos que allí había se lanzaron a la caza del nuestro; mientras nos abríamos hacia la inmensidad del océano. Pocos bar­cos podían igualar en velocidad al mío. Un día, una densa y oscura niebla nos envolvió, y nos perdieron de vista. Entonces fui a parar a una isla llamada El Manto Mojado. Allí construí una cabaña; y nació otro hijo de mí, y le puse por nombre Hijo del Manto ojado".
“Estuve en aquella isla mucho tiempo; pues había suficiente fruta y pájaros en ella. Mis dos hijos crecían rápidamente. Un día, cuando yo estaba fuera cazando pájaros, vi a un hombre grande, gigantesco, venir hacia la isla, y corrí, intentando llegar a la casa antes que él. Pero me alcanzó, me cogió y me metió en un cenagal hasta las axilas. Fue a la casa y cargando a la hija del rey del Gran Universo sobre su hombro, pasó cerca de mí, para irritarme lo más posible. La mirada más triste que jamás he lanzado ni lanzaré, fue cuando vi a la hija del rey del Gran Universo en el hombro de aquel monstruo, y yo sin poder arrebatár­sela. Los chicos salieron en mi busca; y les pedí que me trajeran la espada corta del gigante de la casa. La arrastra-ron tras ellos y me la trajeron; y yo hice un corte circular en el suelo a mi alrededor, y salí.
"Aún estuve bastante tiempo en el Manto Oeste, hasta que mis hijos se hicieron dos grandes mozos. Un día me preguntaron si tenía intención de ir en busca de su madre. Les dije que estaba esperando hasta que ellos fuesen lo suficientemente fuertes, y entonces ven-drían conmigo. Respondieron que ya estaban listos para venir conmi-go en cualquier mo­mento. Y les dije que, si era así, era mejor prepa-rar el barco y partir. Opinaron que era mejor que hiciéra­mos un barco para cada uno de nosotros. Acordamos en eso; y cada uno tomó su rumbo.
"Sucedió que un día, mientras pasaba cerca de cierta tierra, vi que se libraba una gran batalla. Habiendo prometido no pasar nunca por batalla alguna sin ayudar al lado más débil, me acerqué a la orilla, me puse a trabajar con los menos favorecidos y no dejé títere con cabeza en el otro lado, valiéndome de mi espada corta. Después me tumbé, cansado, entre los cuerpos yertos, y me quedé dormido."

"Estira tu pierna, Kayn, para que ponga en ella un bálsamo de hierbas curativas. La hierba balsámica y astringente y la cataplasma son refrescantes; te aliviará el dolor. Estoy atado por la prisa, pues debo oír misa en la gran iglesia de Roma, y estar de vuelta en Noruega antes de dormir."

Kayn Mac Loy dijo:

"Puede que no sea ésta la pierna de Kayn, ni la pierna de nadie, hombre tras hombre, ni yo sea Kayn, hijo de Loy, si estiro mi pierna para que pongas tu bál­samo de hierbas curativas en ella, antes de que me digas si encontraste a la hija del Gran Universo, o si volviste a casa, o qué es lo que sucedió."
"Condenado seas", dijo de nuevo el hombre grande; ésa es una historia larga de contar, pero te contaré otro pedazo de ella. Cuando me desperté del profundo sueño, vi un barco que venía hacia el lugar donde yo yacía, y un enorme gigante de un solo ojo que lo arrastraba tras él sobre las aguas: y el océano no le llegaba más arriba de sus rodillas. Llevaba una enorme caña de pescar de gran y fuerte hilo y col­gando de ella un gigantesco anzuelo. Arrojaba el hilo a la orilla, cogía un cuerpo con el anzuelo y lo elevaba para ponerlo después a bordo; y estuvo dedicado a esta tarea hasta que el barco quedó repleto de cuer­pos. El anzuelo se enganchó en mis ropas; pero soy tan pesado que la caña no podía llevarme a bordo. Tuvo que venir él hasta la orilla, y transportarme en sus brazos. Me encontraba entonces en peor apuro que nunca. El gigante se alejó, arrastrando el barco tras él, y llegó a una inmensa roca escarpada, en cuya fachada había una enorme cueva: y una de las damas más bonitas que jamás haya visto, salió de ella y se detuvo a la entrada de la cueva. El le pasaba los cuer­pos a ella, y ella los cogía y los colocaba dentro. A cada cuerpo que recogía, ella preguntaba, "¿estás vivo?". Por fin, el gigante me levantó y me entregó a ella, diciéndole, "ponlo aparte; es un gran cuerpo, y lo tomaré para desayunar el primer día que salga de casa”.
"Mi mejor momento no fue, desde luego aquél en el que oí lo que el gigante decía sobre mí. Cuando hubo comido bastantes cuerpos, y hecho, por tanto su comida y su cena, se retiró a dormir. En cuanto comenzó a roncar, la dama vino a hablarme; y me dijo que era la hija de un rey, a quien el gigante había rap­tado, y que no había encontrado modo ninguno de escapar de él. "Llevo ya siete años menos dos días aquí, y hay una espada desenvainada entre nosotros. El no se atreve a acercarse más a mí hasta que los siete años expiren." Yo le pregunté, "¿no hay alguna forma de matarlo?" "No es fácil, pero idearemos un recurso para hacerlo", contestó ella. "Mira aquella barra puntiaguda que él usa para asar los cuerpos. Cuando esté bien entrada la noche, amontona las bra­sas del fuego, y coloca la barra entre ellas hasta que se ponga al rojo. Entonces, ve y clávasela en su único ojo con toda tu fuerza, y ten cuidado de que no te coja, porque si lo hace, te deshará en pedazos tan pequeños como mosquitos." Así lo hice, amontoné todas las brasas, puse la barra entre ella, se volvió roja y se la clavé al gigante en el ojo; y, del bramido que dio, pensé que la roca se había partido en dos. El gigante se puso de pie, y trató, tanteando, de darme caza; yo cogí una piedra del suelo de la caverna, y la lancé sobre el mar, por lo que, al zambullirse hizo ruido. La barra seguía clavada en su ojo. Pensando que era yo quien había saltado al mar, corrió hacia la boca de la cueva, donde la barra se estrelló contra la jamba de la puerta, y le saltó la capa de los sesos. El gigante cayó al suelo frío y muerto, y la dama y yo empleamos siete años y siete días en arrojarlo al mar en pedazos.
Me casé con la dama, y nació de nosotros un niño. Y al cabo de siete años reemprendí mi viaje.
Pero antes, le di un anillo de oro para el infante, con mi nombre grabado en él, para que, cuando fuera lo bastante mayor, lo enviara en mi busca.
Entonces, volví al lugar donde había ocurrido la batalla, y encon-tré la espada corta donde la había dejado; de lo que me alegré mucho, aunque no más que de averiguar que el barco estaba tam-bién ileso. Navegué un día entero y entré a su fin en una her­mosa bahía; conduje mi barco a la orilla, y allí erigí una cabaña donde dormí aquella noche. Cuando al día siguiente me desperté, vi que un barco se dirigía hacia donde yo estaba. Cuando tocó tierra, un hom­bre grande y fuerte, con cuerpo de atleta, bajó de él, y lo arrastró hasta la orilla, y, si no sobrepasaba el tamaño de mi barco, no era ni pizca inferior. Yo le dije al atleta, "¿qué tipo impertinente eres tú, que has osado arrastrar tu barco hasta la altura del mío?". "Yo soy Machkan-na-skaya-jayrika", contestó el joven, "y voy en busca de la hija del rey del Gran Universo, para Mac Connachar, hijo del rey de Lochlann". Entonces le abracé y le di la bienvenida, y le dije, "soy tu padre: me alegra que hayas venido". Pasamos la noche ale­gremente en la cabaña.
Cuando me levanté al día siguiente, vi otro barco que venía directamente al lugar donde estaba yo; y un héroe, fuerte y grande, descendió de él, y lo arrastró hasta la orilla hasta ponerlo junto a los otros barcos; y si no sobrepasaba el tamaño de los otros, desde luego no era ni una pizca inferior. "¿Qué tipo impertinente eres tú, que has osado arrastrar tu barco hasta la altura de los nuestros?", dije yo. "Soy el Hijo del Man­to Mojado", replicó, "y voy buscando a la hija del rey del Gran Universo, para Mac Connachar, hijo del rey de Lochlann." "Yo soy tu padre, y éste es tu her­mano: me alegro de que hayas venido", dije yo. Y pasamos la noche juntos en la cabaña, mis dos hijos y yo.
"Cuando me levanté al tercer día, vi venir otro barco, derecho hacia donde estábamos. Otro joven, grande y fuerte, saltó de él, y lo arrastró hasta dejarlo al lado de nuestros barcos; y si no era más alto que ellos, tampoco era más bajo. Fui a su encuentro y le dije, "¿qué tipo impertinente eres tú, que has osado arrastrar tu barco hasta la altura de los nuestros?"
"Soy el hijo de Mac Connachar, hijo del rey de Lochlann", respon-dió, "y voy en busca de la hija del rey del Gran Universo, para mi padre". "¿Tienes alguna prueba de lo que dices?", pregunté. "La tengo", repuso él: "aquí está el anillo que mi madre me dio por encargo de mi padre." Tomé el anillo, y vi mi nombre en él: no había ninguna duda. Le dije, "yo soy tu padre, y aquí están tus dos hermanastros. Ahora seremos más fuertes para ir en busca de la hija del rey del Gran Universo. Cuatro pilares tienen más fuerza que tres". Y pasamos aquella noche alegre y cómodamente, juntos en la cabaña.
El día siguiente encontramos a un adivino que nos habló así, "sé que vais en busca de la hija del rey del Gran Universo. Os diré dónde está: está con el Hijo del Mirlo".
"Hacia allá marchó Machkan-na-skaya-jayrika y desafió a combate a cien héroes ciertamente prepara­dos, enviados por el Hijo del Mirlo. Vinieron los cien; y mi hijo entabló batalla y mató a cada uno de ellos. El Hijo del Manto Mojado desafió a combate a otros cien, que fueron enviados por el Hijo del Mirlo. Y mató a los cien con la espada corta. El Hijo del Secreto desafió a combate a otros cien, enviados por el Hijo del Mirlo, y mató a todos ellos con la misma espada corta. Entonces me puse en medio del campo, y comencé a golpear mi escudo en señal de reto, e hice temblar a la ciudad. El Hijo del Mirlo ya no tenía más hombres para enviar: tuvo que salir él mismo; y él y yo comenzamos a luchar, y yo cogí la espada corta y le corté con ella la cabeza. Después entré en el castillo, y saqué a la hija del rey del Gran Unvierso. Y así fue cómo todo sucedió."

"Estira tu pierna, Kayn, para que ponga en ella un bálsamo de hierbas curativas. La hierba balsámica y astringente y la cataplasma son refrescantes; te aliviará el dolor. Estoy atado por la prisa, pues debo oír misa en la gran iglesia de Roma, y estar en Noruega de vuelta antes de dormir."

Kayn Mac Loy estiró su pierna; y el hombre grande le aplicó un bálsamo de hierbas curativas; y con ello sanó. Después se lo llevó de la isla, y lo dejó en su tierra, permitiéndole volver a casa con su rey.
Y así O'Cronicert ganó y perdió una esposa, y así tuvo lugar la curación de la pierna de Kayn, hijo de Loy.

 024 Anónimo (celta)



[1] Lochlann: Tierra de lagos (n. del t.).

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