Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 4 de junio de 2012

La historia de la princesa kaguya

I. La niña del árbol de bambú

Esta historia es tan antigua como el mismo tiempo. Ocurrió en una provincia apartada y trata de un anciano leñador que no cortaba otra cosa sino árboles de bambú. Todos los días, al marchar al bosque, le seguía una multitud de chiquillos que gritaban:
-¡Abuelo, abuelo! ¿Qué vas a hacer con los deliciosos bambúes que cortes?
Y el viejo contestaba:
-Las piezas mayores son para que el carpintero las trabaje en su taller, pero con los delicados tallos haré unas cestas muy bonitas.
-¡Abuelo, abuelo! ¿Harás cestas también para nosotros?
-¡Naturalmente! Pero ¿qué me vais a dar a cambio? Yo no tengo niños en casa... ¿Os vendréis a vivir conmigo?
-¡No, no! Tu casa es pobre y vieja, y además no te queremos.
Y los niños rompían a llorar y se disgregaban como una nube de pequeñas arañas.
El anciano sonreía solamente, pero lo cierto es que las palabras de los niños le herían muchísimo. Por eso una noche de otoño, cuando las inocentes palabras de los ruidosos niños le habían herido casi más de lo que podía soportar, regresó desalentado a su casa y dijo a su esposa:
-Mujer, ¿por qué no ha sido bendecido nuestro hogar con niños que nos cuiden en nuestra vejez?
-No lo sé -suspiró la esposa-. Una y otra vez he rezado al señor Buda para que bendijese nuestra casa con un niño, pero nunca. me ha escuchado. ¿Qué más puedo hacer?
Y al decir esto se limpió sus húmedos ojos.
Unos cuantos días después el anciano estaba ocupado como siempre en el bosque. Ni siquiera el rojo de los arces de otoño podía aliviar su desanimado espíritu. Trabajaba mecánicamente, sin entusiasmo ni orgullo. El «kan-kan» de su hacha sobre los huecos tallos se dejaba sentir a través de los árboles y sobre los montesenmedio de la límpida atmósfera. El bambú que estaba cortando era joven, esbelto y de un verde fuerte. Un hachazo más y habría terminado. No bien hubo pegado el último golpe que partía en dosel tronco, cuando del interior de éste salió un chorro de luz de una esplendidez inaudita que iluminó completamente todo el bosquecillo que le rodeaba. El anciano retrocedió asustado y sorprendido.
-¡Eh! ¿Qué milagro es éste? -gritó.
Por otra parte, al inclinarse el bambú, el anciano escuchó el sonido de una canción, primero en forma de susurro y luego cada vez más alto y más claro. El hombre miró a su alrededor, pero no se veía a nadie. Entonces comprendió que la voz procedía del corazón del tocón del bambú. Temblando, cortó cuidadosamente parte de la corteza. Y allí dentro descansaba una menuda figura. Al acercarse más para verla comprobó que se trataba de una doncella con la cara más bonita que había visto jamás y que vestía las galas de una princesa. Era ésta la que cantaba tan encantadoramente; sin embargo, al ver al anciano se calló y le tendió sus pequeñas manos con una cariñosa sonrisa. El hombre pensó que nunca antes había visto a nadie tan agradable. Su rostro era blanco y bello como el oleaje del mar; su pelo, largo y negro, caía sobre sus hombros; y los ojos con los que miraba al anciano brillaban como estrellas. De su cuerpo salía el blando perfume de una miríada de flores; y el sonido de su voz era como una cascada.
El hombre la cogió gentilmente con sus manos.
-Nadie sino el señor Buda puede haber enviado tan preciosa niña -dijo en voz alta. Después se arrodilló para rezar sinceramente a aquel que al fin tenía la bondad de contestar al deseo de toda su vida.
Se metió a la pequeña criatura en el pecho y con cuidado terminó de cortar el tallo de bambú que todavía resplandecía con una luz misteriosa. Luego marchó en seguida a su casa para llevarle a su esposa la maravillosa noticia. Al aproximarse a la choza vio a su mujer que le estaba esperando a la puerta y que lanzó una exclamación de asombro al verle regresar tan pronto; pero el anciano no se lo tuvo en cuenta, sino que dijo:
-¡Un milagro, un milagro! ¡Rápido, mujer, rápido! Busca la mejor de mis nuevas cestas. ¡Rápido, te digo!
-¡Eh, eh! -saltó la vieja esposa pensando que su marido estaba ya fuera de sí-. ¿Qué milagro es ése? ¿Y para qué quieres la cesta?
-No te preocupes por eso. No preguntes nada. Sólo coge inmediatamente una cesta y luego te enseñaré una maravilla -añadió impaciente el marido.      
La anciana entró corriendo en la choza y en seguida salió portando una bonita cesta. Del delantero de su quimono su marido sacó cuidadosamente a la niña de bambú -que así pensaba que era- y la colocó tiernamente en la cesta. Seguido luego por su asombrada esposa, entró con la improvisada cuna en la choza la cual quedó en seguida iluminada por la luz que salía de la cesta; y otra vez salió del cuerpo de la niña el agradable perfume a flores.
El anciano relató a su esposa la milagrosa manera en que había encontrado a la pequeña niña sin olvidarse de narrar lo que había sentido al oler el perfume que irradiaba la pequeña. Los ojos de la mujer se pusieron como platos escuchando a su marido, y los dos estaban llenos de gratitud y de felicidad. Por fin tenían el. niño que tanto tiempo habían estado deseando.
Algunos días después se dieron cuenta de que no le habían puesto nombre. ¡Vaya problema! ¿Y qué nombre podían ponerle que corres-pondiera a tan radiante criatura? Durante mucho tiempo estuvieron pensando y meditando, pero todo fue inútil. Finalmente la anciana dijo:
-Marido, nosotros somos gente sencilla y es posible que jamás demos con el nombre que conviene a nuestra milagrosa hija. Vaya-mos al maestro que vive cerca de aquí, contémosle la historia y que nos dé su consejo.
El anciano estuvo inmediatamente de acuerdo. Volvió a meter a la niña en el seno de su quimono y marchó con su esposa hacia la casa del maestro.
El maestro se interesó muchísimo en su historia, aunque su sabiduría era tanta que nada podía ya sorprenderle. Durante largo tiem-po estuvo contem-plando a la niña mientras todos estaban sentados y silenciosos. Al fin se golpeó ligeramente las rodillas y exclamó:
-Evidentemente la niña pertenece a una buena familia. Tanto, que sin duda es una princesa. Y puesto que es tan radiante y bella lláme-mosla princesa Kaguya.
Y tomando una primorosa pluma escribió el nombre en un rollo de papel.
-¿Cómo vamos a pagarte y recompensarte por pensar en tan bonito nombre? -preguntó el anciano.
-No necesito que me deis las gracias -replicó el maestro-. Pero dejadme que os dé un consejo más. No habléis de este milagroso acontecimiento ni lo contéis a nadie. Guardad a la niña en vuestra casa y no habléis de ella fuera. Si hacéis lo que os digo estaréis libres de ansiedades. Adiós a los dos, y recordad mis palabras.
La anciana pareja regresó a su casa contentísimos de su nueva felicidad y complacidos con el nombre que habían elegido para la niña.
El tiempo pasó. Los ancianos cuidaban de la princesa Kaguya con todos los medios quetenían a su humilde disposición. A medida que pasaban los días, la niña se hacía más alta y más cariñosa. Siguiendo el consejo del maestro, jamás hablaron de ella a nadie, sino que hicieron la vida de costumbre. Y la princesa Kaguya también parecía contenta de estar siempre metida en la casa, apartada de la mirada de los otros seres humanos. De alguna extraña manera la casa resul-tó con ella mucho más bonita. Siempre iba seguida por su mara-villosa brillantez. La habitación se llenaba de su misterioso esplendor y las mismas paredes y el techo se permeaban con la fragancia de las flores de su cuerpo. Sólo fuera de la choza seguía todo igual, y los vecinos no tenían ni idea de la vida secreta de la anciana pareja.
De esta forma pasaron cuatro o quizás cinco años y ya la princesa Kaguya se había convertido en una doncella tan pura y tan bella como la luna que alumbra un monte verde. Como siempre, el anciano iba todos los días al bosque; desde que encontró a la princesa Kaguya parecía que había aumen-tado su suerte y jamás encontró escasez de los más delicados árboles de bambú. Un día que estaba cortándolos como era usual, oyó un repentino retintín que procedía del tallo, y ante sus asombrados ojos brotó un manantial de monedas de oro.
-¡Vaya, vaya! ¿Qué es esto? -exclamó el hombre. Cogió el dinero y echó a correr hacia la cabaña.
Desde aquel momento, cuando su hacha golpeaba a los jóvenes bambúes sucedía siempre lo mismo, y pronto la anciana pareja se hizo rica y próspera. Así pudieron comprarse unos elegantes quimonos y poner unas esteras nuevas de paja en el suelo de la choza. El anciano ya no necesitó ir al bosque a trabajar, sino que pudo dedicar todo su tiempo a sus aficiones y a cuidar de la joven princesa. Lógicamente estos cambios no pasaron desapercibidos y los vecinos no tardaron en comentarlo entre ellos.
-¿Qué les habrá pasado a nuestros vecinos, ellos que eran tan pobres y que ahora son ricos y elegantes?
Las lenguas empezaron a hacer de las suyas y los rumores se esparcían como las chispas de un fuego en medio de un gran viento.
-He oído decir -cuchicheó uno-, que una hermosa y joven doncella está escondida en la casa. Es hija de una persona elevada de la aristocracia quien, por alguna razón, no quiere tenerla bajo su techo y ha pedido al viejo leñador y a su esposa que se la críen: Es induda-ble que por ello han recibido una gran cantidad de dinero.
-Sí, seguro que hay mucha verdad en tu historia -cotilleó otro-; porque ciertamente el viejo parece haber sacado una buena tajada de alguna parte.
Tales murmuraciones y rumores, hijos de la ociosidad, se extendieron rápidamente y los aldeanos de todas partes saludaban al anciano leñador con taimadas indirectas e insinuaciones, llamándole ahora «honorable señor» y «noble caballero».
Y llegó el día en que el anciano decidió que era la hora de que la princesa Kaguya luciera unos ornamentos en su negro y brillante cabello. Así que marchó a la tienda donde pronto se vio rodeado por una multitud de gente que estaba maravillada por las piezas de oro que podía pagar por las joyas.
-Te has convertido en un nuevo rico, ¿no es verdad vecino? -le dijeron sarcásticamente-. ¿No notas ninguna intranquilidad en la conciencia al tener tanto dinero? Y dinos, ¿quién es la hermosa joven que dicen tienes encerrada en tu casa?
De esta forma, pues, los aldeanos expresaban su curiosidad y a veces también su envidia. Conseguían empero que el hombre se sintiera miserable y que su mente permaneciera intranquila.

II. La fama de la princesa

En seguida se dio cuenta el anciano de que toda la aldea conocía la existencia de una bella muchacha en su hogar. Así que dijo a su esposa:
-Mujer, ya no tiene sentido que sigamos ocultando a nuestra princesa porque todo el mundo sabe que ella está aquí. En realidad, ahora que se ha convertido en una señorita es el momento de que aprenda más del mundo y de la gente que le rodea. Celebraremos una fiesta para presentarla e invitaremos a toda la aldea. Eso detendrá sus viperinas lenguas y nos restaurará la paz de nuestras mentes.
-Es una idea formidable -dijo su esposa-. Y como ahora tenemos dinero de sobra, daremos a todos un gran banquete.
E inmediatamente se puso la anciana a planear mentalmente to-dos los exquisitos platos que iba a preparar.
Todos fueron invitados y en los días que siguieron llegó un incesante torrente de gentes que iban a dar las gracias a sus buenos vecinos por la graciosa invitación a la fiesta en honor de la honorable princesa Kaguya. Mientras tanto la mujer y un ejército de dispuestas ayudantes estuvieron ocupadas día y noche preparando el banquete, y la cocina estuvo en un constante bullicio.
Por fin llegó el día de la fiesta y el anciano y su esposa recibieron a sus invitados con todas las ceremonias del caso. Fue la mayor reunión de personas que se había visto en la aldea, y no se veía un centímetro de alfombra que no estuviese ocupado por alguna persona sentada.
Antes de servir la comida principal, el anciano se levantó y anunció con reposada y seria dignidad:
-Queridos amigos, sé que vosotros creéis que os he estado ocultando muchas cosas y que he actuado en una forma indigna de la buena vecindad. Por otra parte tampoco ha sido posible de otra manera. Pero ahora quiero que todos vosotros seáis mis confidentes. Yo sé que en la aldea se ha rumoreado que la joven a quien hemos cuidado como nuestra hija es hija de una alta personalidad y.que mi esposa y yo hemos sido sus vigilantes. Eso no es así. La verdad es bastante más maravillosa.
Y de este modo el anciano siguió contándoles toda la historia, desde el momento en que cortó el bambú ery el bosque y encontró a la joven dentro de él, hasta el milagro de las monedas de oro. Los invitados quedaron pasmados con la historia y todos suplicaron que les dejase ver a la amable princesa. El anciano se levantó y corrió una cortina de seda que había en uno de los laterales para revelar detrás de ella a la princesa Kaguya, la cual parecía tan prudente y gentil en su joven belleza que los invitados se quedaron sin habla ante ella.
El anciano se sentía grandemente liberado al haber revelado su secreto al mundo y gozosamente exclamó:
-¡Bueno! Ya habéis visto el gran tesoro de nuestros corazones. ¡Vamos, vamos todos! iServíos lo que queráis y refrescaros sin ceremonias!
Los invitados no necesitaron que les urgiera mucho y pronto la pequeña casa se llenó de risas y de estrépito. La mujer y las otras esposas seguían ocupadas escanciando el ardiente sake que, según iba penetrando en los cuerpos de los invitados, los entonabay alegra-ba más y más. Las copas de sake eran intercambiadas en señal de larga amistad. Se brindaba a la salud de la princesa Kaguya y de la anciana pareja; y durante tres días y tres noches no cesó la fiesta. En ese tiempo no se dio ni golpe y sólo resonó en la aldea el eco de las canciones, las risas y la música.
Bastante después de que finalizase la fiesta, se empezaron a oír portodas partes las alabanzas en honor de la princesa Kaguya, y los rumores sobre su belleza y su nacimiento milagroso se extendieron por todo el país. Pronto la historia llegó a los pueblos cercanos y apuestos jóvenes empezaron a hacer peregrinaciones a la pequeña aldea para ver a la fabulosa princesa cuya belleza tanto se alababa. Día tras día se congregaban grupos de curiosos delante de su puerta y algunos hasta se atrevían a saltar al jardín con la intención de probar a ver si veían a la princesa. Pero ésta se mantenía siempre detrás de su cortina, lejos de la mirada de sus curiosos ojos, y no se mostraba ante nadie. El anciano cada vez se enfadaba más ante el descortés comportamiento de los impertinentes, hasta que final-mente mandó construir una elevada muralla alrededor de la casa.
-Por favor, consigue una cerradura grande y un cerrojo fuerte para la puerta -exclamó ansiosamente su esposa, porque temía que los tercos jóvenes tratasen de forzar la entrada de la casa.
Un día, uno de los ardientes jóvenes que trataba de escalar la muralla encontró en ella una grieta que él agrandó y convirtió en agujero a través del cual podía espiar la ventana de la princesa. Sin embargo, aunque a veces podía oír una dulce voz que cantaba, jamás pudo ver ni rastro de ella. Se lo dijo a sus amigos y todos los días se reunían alrededor del agujero con los oídos puestos en él para escuchar la voz que nunca cesaba de encantarles.
Una mañana, cuando salía el anciano, los jóvenes lo llamaron para suplicarle que les dejase ver a la princesa. El anciano meneó negati-vamente la cabeza y les contestó:
-La princesa es demasiado joven todavía y no podéís verla.
Y se negó vigorosamente a permitir que la vieran, añadiendo que tan joven y bien nacida doncella era lógico que despertase la expectación por todas partes. Los mozos se llevaron un gran disgusto y se marcharon cabizbajos diciendo:
-Bien. Si eso es así, es tontería que sigamos viniendo aquí.
Y a medida que pasó el tiempo dejaron gradualmente de importunarles.

III. Los cinco jóvenes

No obstante, entre los jóvenes interesados por la princesa había cinco mozos que pertenecían a familias de la aristocracia o ricas, los cuales eran el príncipe Kurumamochi, el príncipe Ishitsukuri, ell ministro Abe-no-Miushi, el gran canciller Otomono-Miyuki, y el gran diputado canciller Isono-Kamimaro. A pesar de las diferencias en riquezas y rango que existía entre ellos, los cinco se consideraban grandes amigos. Estos se habían negado a desanimarse por las palabras del anciano y se las habían arreglado para, ayudándose unos a otros, escalar la muralla y entrar en el pequeño patio. Y allí se quedaron, contra viento y marea, y juraron que no se marcharían hasta que hubiesen visto a la princesa.
El anciano, al ver su resolución y maravillado por su devoción, lo comprendió todo y rogó que volvieran sin embargo a sus casas. Pero no quisieron escucharle y le dijeron;
-Abuelo, no digas esas cosas. Sólo te pedimos que nos dejes estar aquí hasta que hayamos visto a la princesa.
El anciano se intranquilizaba cada vez más y al fin contestó que hablaría a la princesa. En efecto, se dirigió a ésta y le dijo:
-Querida niña, desde que te encontré en el bosque de bambú tú has sido como una hija para nosotros y hemos hecho todo cuanto hemos podido para proporcionarte un hogar feliz y agradable. Con esto en la mente, te ruego que escuches lo que tu padre quiere decirte.
-Claro que sí, amado padre -contestó la princesa-. Habéis hecho lo que habéis podido par mí, y escucharé humildemente tus palabras.
-Niña mía, tengo ya casi setenta años y soy muy viejo; cualquier día el buen Buda puede decidir que ya es hora de que deje esta vida. Pero antes de partir, ansío de todo corazón verte con un buen marido y en una casa que sea tuya. Sólo entonces podré marcharme en paz. Hay cinco jóvenes excelentes que aguardan en la puerta. Durante mucho tiempo han estado esperando la oportunidad de verte, de noche y de día, soportando el frío y la lluvia. Uno de ellos podría ser un buen marido para ti, y deseo que te entrevistes con ellos.
Pero la princesa Kaguya se escondió aterrorizada tras su velo y gritó:
-¡No, no! ¡No me verán! ¡Diles que se vayan en seguida!
Y movió ásperamente la cabeza.
-¡Bueno, bueno! Pero es una pena porque todos ellos son de buena familia y largo linaje, y no sé qué excusa puedo darles -replicó el anciano con un gran suspiro.
Al ver su tristeza, la princesa Kaguya se movió a compasión y dijo con una sonrisa:
-Querido padre, no puedo soportar el hacerte inféliz porque eso me hace ser infeliz también a mí. Me mostraré, pero sólo a aquél que sea capaz de traerme el objeto que quiero pedirle. Toma este rollo y léeselo. Eh él están escritas mis condiciones.
Y entregó al anciano un rollo.
El viejo se puso contentísimo porque consideró que la prueba sería un excelente plan para elegir a uno de los cinco jóvenes. Entre tanto, los mozos estaban afuera esperando impacientemente y tratando de pasar el tiempo tocando la flauta, cantando y haciendo poesías de alabanza a la princesa Kaguya. Cuando vieron salir al anciano los cinco se callaron en seguida y esperaron con impaciencia a que hablase.
-¿Qué ha dicho? ¿Podremos verla? ¿Ha enviado algún mensaje para nosotros? -preguntaron vehementemente.
-La princesa Kaguya agradece vuestra constante asistencia a nuestra pobre casa -dijo el anciano-, y si hacéis lo que ella os dice, saldrá en persona a recibir a aquel que cumpla lo que ella quiere.
-¡Dínoslo, dínoslo! ¿Qué desea que le traigamos? Estamos dispu-estos a ir hasta el más lejano rincón del cielo y de la tierra para cumplir los deseos de la princesa.
El anciano deslió el rollo en el que la princesa Kaguya había escri-to sus órdenes a los cinco pretendientes. La primera era para el joven príncipe Kurumamochi. Tenía que ir a la montaña Hora¡ y traer una rama que tenía una bola blanca y centelleante que encontraría colgada de un árbol dorado.
-¡Una rama que tiene una bola blanca y centelleante que encon-traré colgada de un árbol dorado! -repitió Kurumamochi un poco sor-prendido-. Seguro que es un árbol en el que ningún ser humano ha puesto todavía los ojos.
-En cuanto a ti, príncipe Ishitsukuri -prosiguió el anciano-, se te pide que encuentres el cazo de piedra que usaba el gran señor Buda para beber cuando viajaba a través del mundo.
-¡Oh, pero eso es imposible! -se lamentó el pobre Ishitsukuri.
Al gran canciller Otomo-no-Miyuki le dijo el anciano:
-La princesa Kaguya pide que el gran canciller Otomo-no-Miyuki le traiga la bola de las cinco piedras preciosas que encontrará en la garganta dei dragón de la montaña Horai.
-La princesa desea que tú, Iso-no-Kamimaro, le traigas la concha de cauri que la golondrina de la montaña Horai lleva dentro de ella. Sin embargo, no debes causar daño al pájaro ni tampoco a la concha para obtenerla.
-La princesa es ciertamente muy difícil de contentar -gruñó Iso-no-Kamimaro cuando oyó lo que tenía que hacer él.
El último encargo era para el ministro Abe-no-Miushi. Este tenía que traer el pellejo de la rata del árbol que vivía en las montañas de la China, de la que se decía que podía desaparecer en el aire el más mínimo síntoma de peligro, y cuya piel tenía además la milagrosa propiedad de que no obstante lo al rojo que estuviera el fogón o fuerte de las llamas, podía emerger del fuego sin carbonizarse y sin sufrir daño.
Todos los jóvenes silbaron desalentados y permanecieron silenciosos durante un buen rato, cada uno de ellos perdido en su propia decepción.
-¡Cómo es posible que la princesa Kaguya espere de nosotros que podamos hacer trabajos tan imposibles! -exclamó Abe-no-Miushi, y volvió a callarse.
Por fin se alejaron de la casa y en el camino a sus respectivos lugares de origen fueron tocando sus flautas y recitando poemas sobre las difíciles tareas que se les había encomendado, tratando en vano de mantener en alto sus espíritus.

IV. La tarea del príncipe Kurumamochi

Al llegar a su casa, Kurumamochi se dijo para sí:
-Puesto que estoy seguro de que nunca podré descubrir la monta-ña Horai y que no existe ningún árbol de oro que tenga una bola blanca y centelleante, ¿por qué no les digo a mis ayudantes que me fabriquen una bola y una rama de esa clase?
Excitado con esta idea, pegó tal golpe al gong que sus sirvientes acudieron corriendo de todas partes.
-La princesa Kaguya me ha ordenado que busque y le traiga una rama que tiene una bola blanca y centelleante del árbol del tesoro dorado que crece en la montaña Horai, si quiero ganarme su favor -dijo Kurumamochi-. ¿Quién de vosotros está dispuesto a acompa-ñarme?
Era esta una aventura exactamente hecha a medida para los jóvenes de la casa de Kurumamochi, y no perdieron tiempo en prepararse para el viaje. Por parte de los muchos sirvientes que fueron a despedir a Kurumamochi y su cortejo que se embarcaban en su engalanado y alegre barco, hubo muchos deseos de buena suerte y súplicas de que llevasen cuidado en esta peligrosa misión. No obstante, los aventureros marcharon con espíritus elevados.
Bastantes días después llegaron a una tranquila orilla de un mar remoto. Los jóvenes se sentían de alguna manera frustrados porque lo que habían imaginado que sería un viaje de aventuras y riesgos estaba siendo en realidad una ocasión para convertirlos en trabajadores temporales, ya que después de revelarles su plan, Kuruma-mochi llamó a sus jóvenes a un retirado paraje en la falda de la montaña y les instó a que hicieran el voto de mantener el secreto y prometieran que jamás revelarían lo que él iba a hacer.
Primero tenían que construir una alta empalizada para que ningún ojo indiscreto pudiera atisbar lo que pasaba dentro. Luego tendrían que traer a Kurumamochi troncos y renuevos de los más delicados árboles que pudieran hallar, así como las más primorosas y frondosas ramas. Después dijo a sus seguidores:
-La princesa Kaguya quiere una rama del árbol de oro que tiene una bola blanca. Yo no creo que exista ese árbol. Pero como estoy decidido a ganarme el favor de la princesa, nosotros construiremos una rama que lleve una bola blanca. Con este propósito os he pedido que vengáis conmigo. Ahora, al trabajo.
Pasó un año y todavía siguieron trabajando. Durante el día y la noche no se oía otra cosa sino el «kotsu-kotsu» de los formones y garlopas y el «ton-ton» de los mallos. Durante este período sus viandas fueron abundantes, pero al pasar el segundo año empezaron a escasear. Los hombres estaban exhaustos y hambrientos. Pero hasta que no hubieran terminado el trabajo no podían abandonar la montaña.
Y llegó el día en que la última y brillante hoja había sido pulida, el último y delicado baño de oro había sido aplicado y la bola resplandecía con tal brillantez y blancura que deslumbraba al observador. Como ya no podían resistir más, grande fue su alegría cuando la alta empalizada fue echada abajo y pudieron ver de nuevo el mundo exterior. Bajaron de la montaña al mar y allí comieron peces, hierbas y algas marinas. Comieron hasta hartarse y pronto recuperaron la salud y el vigor de sus cuerpos.
Kurumamochi estaba contentísimo con el trabajo efectuado y pro-metió dádivas y recompensas a todos sus hombres cuando volvieran a casa. Los ayudantes se alegraron muchísimo y dijeron que la rama y la bola terminadas eran de verdad tesoros milagrosos, ya que les iban a proporcionar tan buenos dividendos a todos.
Gozosos, los jóvenes regresaron a su barco portando delante de ellos la reluciente rama. El tiempo fue espléndido y el viento favorable y pronto arribaron a las costas de su patria adonde habían llegado ya las noticias de su retorno, por lo que una multitud les estaba esperando para darles la bienvenida.
Todos lanzaron una exclamación de asombro ante la bonita rama. Estaban convencidos de que procedía realmente del fabuloso árbol de oro, y Kurumamochi se puso más contento al considerar su genial idea. Ordenó que pusieran la rama dentro de un cofre de oro y después de pedir a sus ayudantes que se quedaran a descansar, reclamó sus caballos y sus siervos y marchó en seguida hacia la casa de la princesa Kaguya.
Cuando el anciano oyó que el cortejo había llegado a sus puertas, salió a ver quién era y se asombró de que Kurumamochi hubiera vuelto ya. El creía que todos los jóvenes habrían abandonado sus empresas o habrían perecido en el empeño, y apenas podía dar crédito a lo que escuchaban sus oídos cuando Kurumamochi le dijo que había regresado sano y salvo con la rama de oro del árbol de la montaña Horai. Condujo al joven dentro de la casa y le pidió que aguardara hasta que transmitiera a la princesa las nuevas de su llegada. Kurumamochi asintió sonriendo. Estaba lleno de confianza y exaltación, y se condujo sin reservas o ceremonias, reclinándose en el cojín al pensar en que era ya un pretendiente aceptado.
El anciano, que estaba acostumbrado a llevar sobre sus hombros pesadas cargas de madera, no, tuvo que esforzarse mucho para levantar el enorme cofre y llevarlo con una sola mano a la habitación de la princesa Kaguya.
Muy sorprendida, la muchacha quiso ver en seguida el interior de la caja porque había creído que sus demandas eran absolutamente imposibles de cumplir. Pero su sorpresa se tornó admiración cuando después de levantar el anciano la tapa del cofre, salió de la rama un brillante chorro de luz; y cuando la sacó de la caja toda la habitación quedó iluminada por su resplandor y llena dei suave sonido de campanillas que procedía de la reluciente bola.
-¡Una visión maravillosa! ¡Una visión verdaderamente gloriosa! -gritó la princesa Kaguya-. Sin duda es del árbol dorado.
Se puso a observarla atentamente y de repente su rostro se nubló; y cuanto más de cerca la examinaba, más se nublaba su rostro.
Mientras tanto la anciana, que había oído las exclamaciones de la muchacha, entró corriendo en la habitación. Ella empezó también a añadir sus alabanzas y se puso contentísima al pensar en que ahora la princesa se comprometería con el joven victorioso. Sin embargo, cuando recordó a la princesa la promesa que había hecho, ésta rehusó escucharlas y se sentó callada y tristemente.
Por su parte Kurumamochi se había impacientado tanto que, echando a un lado las exigencias de la cortesía y las buenas costumbres, penetró sin anunciarse en la habitación. La princesa Kaguya se ocultó más todavía tras su velo cuando oyó decir a Kurumamochi:
-Princesa Kaguya, he regresado. Te he traído una rama del árbol de oro que hay en la montaña Horai. Esto era lo que tú habías pedido, ¿y no te comprometiste tú misma con aquel que cumpliese tu encargo? He venido a reclamar tu favor. ¿Qué es lo que respondes?
Al hacer un movimiento de aproximación a la princesa, el anciano le detuvo y le preguntó:
-Pero ¿cómo y dónde has conseguido esta rama maravillosa, Kurumamochi?
Kurumamochi se enderezó vanidosamente y soltó un «¡ejém!» en voz alta antes de proseguir:
-Después de que su alteza me encargase mi labor, regresé a mi casa. En seguida hice los preparativos para el viaje y pronto embar-qué en mi nave. Navegué muchas veces en diferentes direcciones sin tener idea de dónde podía encontrar la montaña Horai. Después de permanecer en el mar durante muchas semanas, se levantó una gran tormenta y durante lo que nos parecieron quinientos días estuvimos a merced de las olas. Pero un día el mar se aquietó y desembarcamos en una estrecha playa que había al pie de una alta montaña. Allí levantamos el campamento y nos recuperamos de nuestro peligroso viaje. Un día, cuando estaba yo explorando la falda de la montaña, se me apareció una hermosa joven. Llevaba una colada en la que el oro iba inmerso en agua clara y cristalina. La saludé cortésmente y le pregunté: «Señorita, ¿cómo se llama esta montaña?» Podéis juzgar mi asombro y placer cuando la joven me contestó que se llamaba montaña Horai. En seguida me puse en camino hacia la cima, donde estaba seguro de que encontraría el árbol de oro. Gasté muchos días luchando y bregando contra los empinados declives hasta que, en el día décimo, llegué a la cima y me hallé en medio de unos contornos incomparables. El suelo estaba alfombrado de flores; en el cielo las nubes brillaban con el ocaso del sol; y pájaros de todos los colores y cantos volaban por encima de mi cabeza. Eché a andar y llegué a un río en el que el agua brillaba como la plata. Para cruzarlo había un puente de oro. Miré a través de él y allí, en la otra orilla, había un maravilloso árbol de oro del que colgaban muchas y resplandecientes esferas. «¡Ah!» dije para mí, «ése es sin duda el famoso árbol de la princesa Kaguya». Eché a correr por el puente y estuve parado ante él durante mucho rato, maravillado de su celestial resplandor, hasta que arranqué la rama que veis aquí. Nunca olvidaré la música de sus campanillas cuando rompí la rama; todo el valle se llenó de su melo-día y ésta iba acompañada de hermosas visiones. Luego bajé todo lo de prisa que pude adonde me aguardaban mis hombres e inmediatamente embarcamos para acá. Durante lo que nos parecieron cuatrocientos días navegamos por el violento mar con un aire muy fuerte. Y ayer pudimos desembarcar en nuestras costas. Como mi único deseo era ver a la princesa no me he detenido ni a dormir ni a comer, y ni siquiera me he cambiado el quimono de viaje. Ha sido una prueba muy dura y tanto mis hombres como yo hemos adelgazado y estamos fatigadísimos. Sin embargo, ya he cumplido mi objetivo y he venido a pedir la mano de la princesa Kaguya.
Kurumamochi contó esta trola con el mayor descaro mientras que el anciano y la anciana movían sus cabezas en señal de asentimiento y suspiraban admirados y sorprendidísimos. Pero cuando el joven miró a la princesa, ésta mantuvo baja la cabeza y rehusó mirarle.
Al ver su disgusto, las exigencias de Kurumamochi se hicieron más perentorias que nunca. Salió a la habitación exterior y llamó a sus ayudantes para ordenarles en voz alta que partieran inmedia-tamente para su casa con el fin de empezar los preparativos para la ceremonia matrimonial.
-Y no economiceis gastos -gritó-, porque tal princesa es sin duda merecedora de los mayores agasajos.
Al decir esto lanzó una colérica mirada a la princesa que se hallaba en la habitación interior, pero ella se ocultó más detrás de su velo.
De pronto se escuchó en el exterior gran ruido de cascos de caballos porque hasta la puerta llegaban galopando cinco o seis jóvenes cuyos corceles echaban espuma por la boca como prueba de la excitación y prisa con que habían venido. Entraron en el patio montados en los caballos, sin ceremonias, y una vez hubieron desmontado penetraron apresuradamente en las habitaciones interiores.
-¡Dejadnos pasar, dejadnos pasar! -exclamaban-. Venimos con una carta para la princesa Kaguya. Es de la máxima urgencia y sólo se la entregaremos a ella personalmente.
Kurumamochi salió precipitadamente al oír el ruido y al ver a los jóvenes su cara se puso blanca y colérica.
-¿Cómo os atravéis a entrar en esta casa sin ninguna ceremonia? ¿Dónde está vuestro respeto? ¿No sabéis que en este momento estamos forma-lizando mi compromiso con la princesa Kaguya? ¡Marchaos inmediatamente y no causéis más problemas!
Así trató de despedirles, pero el anciano padre de Kaguya le llamó al orden diciendo:
-¡No, no! Si traen de verdad una carta para mi hija, entonces deben dármela a mí para que yo se la entregue. Además quiero interrogar a estos hombres. ¡Por favor, ten paciencia!
Pero Kurumamochi le empujó a un lado y aulló con gran enfado:
-¡Estos señores han demostrado ser unos incivilizados! ¡Ni tienen modales ni saben lo que es el respeto! Han entrado aquí como la gentuza alborotadora y mal criada. ¿Cómo vas a escucharles?
-¡Ajá! ¡Pregúntanos sólo acerca de lo que sabemos sobre ese embustero que está ahí, y pronto descubrirás quién es el que tiene malos modales y quién es el incivilizado! -gritaron los jóvenes al mismo tiempo que señalaban con sus dedos a Kurumamochi-. Sabemos la forma en que ha tratado de engañar a la princesa y pedimos que se nos permita entregarle esta carta para que os enteréis de su malvado plan.
El ruido de la reyerta y de los gritos había sacado a la princesa de su habitación. De pie en la puerta había escuchado todo cuanto se estaba diciendo sobre la carta.
Su voz cayó como un suave velo sobre la furia de los hombres al reclamar el honor de recibir una carta que al parecer una honorable persona había decidido enviarle.
-Eso es sin duda razonable -dijo el anciano-. Luego cogió la carta que le entregó uno de los jóvenes y se la pasó a la princesa.
-Cuando la princesa haya leído la carta -continuó el anciano volviéndose a los jóvenes-, hablará con vosotros.
-Estamos dispuestos a aceptar el gracioso veredicto de la princesa Kaguya -contestaron los jóvenes inclinándose-. Ella decidirá si esta-mos en lo cierto o equivocados.
La princesa abrió el rollo y al leerlo se puso como la grana y su pecho se hinchó de indignación. Porque la carta decía:

Somos ayudantes del palacio de Kurumamochi Sama. Nos embarcamos con él y nuestros viajes nos llevaron a una montaña, pero no era la montaña Horai. No hemos encontrado el árbol de oro por la sencilla razón de que tampoco lo hemos buscado. En vez de eso, Kurumamochi nos apartó del mundo y nos hizo trabajar día y noche para fabricar la falsa rama y la reluciente y blanca bola que ahora presenta ante ti como procedente del árbol de oro de la montaña Horai. Por nuestros trabajos prometió recompensarnos pero esta es la hora en que todavía no hemos recibido ni una moneda. Ya no creemos en sus mentiras. Es un embustero que ha hecho mucho daño a vuestra graciosa persona y a nosotros.

-¡Esta es en efecto una dolorosa historia! -gritó la princesa-. Me entristece tanta perversidad. Habéis hecho bien al informarme de que la rama de oro que parecía tan bonita es sólo una traidora mentira. Yo sí que os recompensaré por vuestra bondad.
Y dirigiéndose al anciano le pidió que trajese dinero y regalos para los sirvientes, quienes después de recibirlos se pusieron contentísimos con la riqueza de los presentes y regresaron alegres a sus hogares. Después la princesa Kaguya se volvió hacia Kurumamochi e inclinándose con mucha dignidad dijo:
-Puesto que ya no tenemos nada más que decirnos, os ruego que me excuséis.
Y se retiró a su habitación con compostura, dejando sólo tras ella el exquisito perfume a flor de su cuerpo. Kurumamochi intentó correr detrás de ella pero el anciano le detuvo y le dijo:
-Debes irte en seguida de aquí. ¿Cómo has osado decepcionarnos de ese modo? modo? ¡Coge tu precioso árbol y vete!
El anciano ordenó luego a sus criados que sacaran al exterior el cofre que contenía la rama dorada, y que después de asegurarse de que el impostor Kurumamochi se marchaba, cerrasen bien las puertas.
La rabia y la mortificación de Kurumamochi no conocían límites. Pegó una patada contra el suelo y golpeó furiosamente el cofre, y su pasión alcanzó el clímax al pensar en que todo el dinero que se había gastado en el proyecto había resultado inútil. Pero a pesar de lo airado que estaba, de la casa no salió ninguna respuesta favorable; por lo que al fin se marchó a su territorio, colérico y desconsolado.

V. La tarea del ministro Abe-no-Miushi

Al mismo tiempo que Kurumamochi estaba empeñado en la construcción de su falsa rama, uno de los otros jóvenes, el ministro Abe-no-Miushi, se hallaba estrujándose los sesos y pensando en cómo iba a conseguir su objetivo.
-De una forma u otra tengo que echar mano a esa piel de tata mágica -dijo-, o sí no, a una muy parecida.
Reflexionó sobre este último pensamiento y de repente su rostro se iluminó.
-¡Claro, esa es la respuesta! Conseguiré una ya hecha. La princesa Kuguya no notará la diferencia.
Altamente complacido consigo mismo, se sentó en seguida a escribir a sú amigo Okyo San. Con la carta adjuntó una gran suma de dinero, y después de explicarle lo que necesitaba decía a su amigo que debía utilizar todo cuanto precisara para buscar la piel apropiada o hacerla.
En cuanto recibió la misiva, su amigo se puso en camino y una vez se hubieron saludado, se sentaron a discutir juntos el asunto, y le dijo a Abe-no-Miushi:
-Ciertamente he oído hablar de esa fabulosa rata de la montaña, pero dudo de que exista realmente una criatura así. Sin embargo, lo primero que haré será buscarla por todas partes. Si no tengo éxito, entonces trataré de que te hagan una. Tengo confianza en que lo conseguiremos; por tanto, espera con paciencia hasta que tengas noticias mías.
Y diciendo estas palabras se marchó para disponer el viaje.
El ministro se puso contentísimo y se dijo para sí:
-¡Ajá! Una vez posea yo esa piel pondré un valioso regalo en manos de este hombre porque por su mediación la princesa Kaguya se convertirá en mi más apreciada posesión.
Y se dispuso a aguardar el retorno de su amigo con la piel.
Esperó un año; esperó dos años, y todavía no había señales ni noticias de su amigo. Cuando casi habían transcurrido ya tres años, Abe-no-Miushi decidió enviar una carta a Okyo San. Sin embargo no obtuvo respuesta a ella, y entonces pensó que su amigo se habría largado con el dinero que le había entregado y que no tenía intención de regresar. Al mismo tiempo que su impaciencia, crecía también su cólera, y ya estaba a punto de marchar él mismo a buscarlo cuando le llegó una carta. En ella Okyo San le decía que había estado buscando por todos los rincones del país una piel de rata que resistiera el fuego y que, después de arrostrar diversos y numerosos peligros, había llegado al fin a un templo situado en las partes altas de la montaña Horai, donde se había enterado que había un sacerdote que tenía escondida la preciosa piel. Después de varios meses de tratar el negocio pudo por fin comprar la piel, pero, por cincuenta ryo se había quedado corto en el dinero y suplicaba al ministro que le enviase inmediatamente dicha cantidad para que así pudiese regresar cuanto antes.
El ministro se alegró muchísimo con la noticia e inmediatamente despachó a algunos de sus ayudantes con el dinero. Al cabo del tiempo regresaron con Okyo San, el cual traía una preciosa caja de color rojo en la que se hallaba la piel de rata.
Cuando Abe-no-Miushi sacó la piel y la desenrolló, se quedó perplejo ante su raro esplendor. Resplandecía con el azul plateado del cielo y cuando cualquier brisa, por pequeña que fuese, soplaba sobre la reluciente profundidad del pelo, cruzaban su superficie ondas de color tan rico como la cola de un pavo real.
-¡Qué belleza! ¡Qué magnífico tesoro! Su búsqueda debe haberte causado grandes fatigas y molestias, amigo mío -dijo volviéndose a Okyo San-. Acepta ahora mi más sincera gratitud. Cuando vuelva de la casa de la princesa Kaguya, te premiaré ricamente.
Acompañado de sus ayudantes Abe-no-Miushi partió inmediata-mente hacia la casa de la princesa Kaguya con un gran jaleo de cascos de caballos y retintines de atelajes. Cuando llegó por fin, y el anciano oyó que el ministro Abe-no-Miushi había regresado con la milagrosa piel, dio prestamente las órdenes pertinentes para que entrara, y llamó a la princesa y a su anciana esposa a la sala.
Abe-no-Miushi entró con la preciosa y ornamentada caja, y la princesa, con el velo puesto, pidió que extendieran la piel delante de ella. Cuando esto se hubo hecho, pareció herida por la sorpresa y dijo:
-¡Qué bonita es realmente! ¿No es verdad, querido padre? ¡Qué colores tan exquisitos! Sin embargo, antes tengo que hacer una prueba para asegurarme de que ésta es verdaderamente la piel de la afamada rata del árbol de la montaña Horai. Una de las cualidades de esta piel es que el fuego no la puede destruir. Preparad pues un fuego y poned en él la piel. Si no se quema, sabré que ésta es la auténtica piel que yo había solicitado.
Al oír estas palabras el ministro Abe-no-Miushi se adelantó, cogió la piel y añadió confiado:
-Vuestra alteza no tiene nada que temer. Esta es, en efecto, la verdadera piel. Yo mismo la pondré en el fuego.
El anciano ordenó a sus criados que encendieran un fuego en el jardín. Cuando las llamas estaban alcanzando su punto más fuerte, el anciano, su esposa, el ministro y sus auxiliares salieron al jardín llenos de excitación y curiosidad. Pero la princesa se mantuvo aparta-da, donde podía ver sin ser vista.
Abe-no-Miushi se adelantó sosteniendo la piel. Como las llamas estaban muy altas, todos fueron bañados con la luz que procedía del resplandor de la piel, la cual por su parte parecía brillar más que el mismo fuego, y todo el jardín quedó resplandeciente. Durante mucho rato Abe-no-Miushi estuvo delante con la piel en la mano. Hasta que con una repentina decisión la arrojó en el corazón de las llamas. Por un momento pareció que eclipsaba la brillantez del fuego, y los ayudantes se pusieron a gritar:
-¡Qué maravilla! ¡No se quema, no se quema!
Pero no habían acabado sus palabras de salir de sus bocas cuando se produjo un horrible cambio en la piel que, retorciéndose y contra-yéndose, se puso negra y se achicharró ante su vista hasta que al fin no quedó nada de su anterior belleza sino un pedazo retorcido y negro.
Abe-no-Miushi se puso blanco de cólera.
-¿Qué? -aulló-. ¡Nada sino un achicharrado andrajo! ¡Y para eso me he gastado tanto dinero!
Mientras que la rabia y la indignación iban creciendo en él lentamente hasta casi sofocarle, se quedó mirando pensativamente el caduco fuego y los restos arrugados de la piel. Sin embargo la risa de la princesa Kaguya sonó a campanillas de plata cuando pasó por su lado.
-¡Ah! Ahora no tengo necesidad de irme contigo y puedo quedarme aquí, donde soy tan feliz -dijo.
Y poniéndose el velo, desapareció en la casa.

VI. La tarea del gran canciller Otomo-no-Miyuki

Pero ¿qué sucedía entre tanto con Otomo-no-Miyuki? Mientras reflexionaba sobre la tarea que tenía que desempeñar, oyó rumores de los fracasos de los otros dos y se rió para sí de su estupidez.
-¡Vaya! -dijo-. ¿Creían realmente que iban a poder ganar con trucos como esos? Es natural que los trabajadores descubrieran el juego cuando Kuruma-mochi no les pagó como les había prometido. ¡Y cómo ha caído en el engaño el ministro Abe-no-Miushi con la piel de rata! Desde luego a mí no me tendrán que culpar de supercherías tan idiotas.
Aunque Otomo-no-Miyuki era de una familia muy buena, era relativamente pobre y se veía forzado a vivir modesta y cuidadosa-mente. Esto le preocupaba un poco porque aunque pensaba que era él quien tenía que ganar a la princesa, creía que era una desventaja a los ojos de la joven el pequeño volumen y la escasa cantidad de las posesiones de su familia, así como la poquedad de sus criados y auxiliares. Sin embargo, no dio mayor importancia a esta preocupa-ción porque si tenía que procurar la posesión de la princesa, entonces lo primero que debía hacer era organizar la búsqueda de la bola de las cinco piedras preciosas, y con este objeto reunió a sus ayudantes personales para decirles:
-En la lejana y peligrosa montaña Horai habita un dragón gigante que lleva en su garganta una bola con cinco piedras preciosas. Deseo tomar posesión de esa rara bola y quiero que vosotros, mis seguidores, os preparéis para esta tarea y salgáis en seguida para allá. Utilizad cualquier medio a vuestro alcance para traérmela y os recompensaré ricamente. Como prueba de mi intención os voy a dar a cada uno un buen premio ahora, y cuando volváis con la bola os doblaré la recompensa.          
Y les entregó una bolsa llena de oro que sus ayudantes aceptaron con muchas protestas de gratitud y de ser indignos de ella; pero una vez solos, comenzaron a murmurar entre ellos. Uno dijo:
-Esta labor que nuestro amo nos ha encomendado es peligrosa y difícil. He oído muchas cosas sobre el dragón de la montaña Horai. Se dice que su mágico poder es tan fuerte que ningún mortal ha podido jamás aproximarse a él. ¿Porqué tenernos que pensar nosotros que vamos a salir mejor librados? Y si volvemos con las manos vacías no podemos esperar que se nos dé la otra parte de la recompensa. Así es que aceptemos la sabiduría de los antiguos y asegurémonos de guardar lo que ya tenemos y no arriesguemos nuestras vidas en algo que posiblemente jamás vamos a conseguir.
Como ninguno de los demás estaba más ansioso que el que había hablado por enfrentarse al terrible dragón, todos se pusieron de acuerdo en seguida. Así que dividieron por igual el dinero entre ellos y cada cual se alejó por distinto camino tan rápidamente como pudo.
Mientras tanto Otomo-no-Miyuki había empezado a agrandar su casa para anticipar su boda y aguardaba impaciente el regreso de sus hombres. Los meses pasaban y no había ninguna señal de ellos. Hasta que por fin Otomo-noMiyuki se vio obligado a aceptar el hecho de que se habían ido para siempre: Rehusando esperar por más tiempo decidió marchar él mismo en busca del dragón, y con este propósito construyó rápidamente un barco, lo bastante grande para él y para un pequeño grupo de marineros. Cuando la nave estuvo lista y los marineros contratados, llamó a éstos para exponerles la meta de su viaje. Al principio los marineros se mostraban remisos a embarcarse en tan arriesgada misión, pero Otomo-no-Miyuki les dijo que nada tenían que temer yendo al servicio de uno que descendía de un noble linaje de guerreros. Sus argumentos prevalecieron por fin y Otomo-no-Miyuki y sus seguidores se hicieron a la mar.
Bajo el cielo sereno y un suave viento que hinchó sus velas y les condujo con apacible velocidad, navegaron durante algunos meses. Sin embargo, al adentrarse en el sur de la lejana costa de Kyushu el mar empezó a erizarse por momentos; el viento se convirtió en galerna; las olas se encresparon como montañas altísimas; el mar gruñó y rugió con mil espumosos remolinos; y la pequeña embarcación subía y bajaba como si fuese una paja de arroz. Los marineros, que mientras les había acompañado el buen tiempo habían estado con buen espíritu, ahora se hallaban vencidos por el miedo. Pero Otomo-no-Miyuki les gritó para alentarles:
-No tengo miedo ni a la ira del mar ni tampoco a la det gran dragón. Poseo la fuerza y el valor de mi gran línea de antecesores. Llevo el corazón que la condujo a la victoria en todas sus batallas, y ahora lo tengo también en esta lucha contra los elementos.
Pero a pesar de sus orgullosas sentencias, para salvar su querida vida se vio obligado a agarrarse a la borda del barco al bambolearse éste, y el orgullo que sentía por sus antecesores en ninguna forma aliviaba la angustia que ahora empezaba a asaltarle como consecuencia de los mareos del viaje. Necesitó de toda su entereza para no deslizarse por la cubierta en un miserable desorden junto a los marineros que no tenían sangre noble de la que vanagloriarse.
La tormenta arreció violentamente. El barco estaba sin timón ahora y enteramente a merced de las olas, hasta que finalmente éstas lo arrojaron sobre una arenosa costa. Allí permanecieron durante muchos días y la tormenta amainó. Todos habían resultado heridos o enfermos. La cubierta estaba salpicada de cuerpos más muertos que vivos, y sus gruñidos y gritos de dolor se oían por encima de la menguada tormenta. Porfin una mañana Otomo-no-Miyuki se puso de pie y mirando por encima de la borda del barco murmuró:
-Al menos estamos en tierra y a salvo. Ya es algo.
Sus ojos recorrieron la playa sembrada de pinos hasta una lejana montaña que se elevaba desnuda desde el valle.
-Puede ser incluso que ésta sea la tierra de la montaña Horai -pensó.
Nada más pensar esto se levantó de repente una fuerte brisa que doblaba las copas de los árboles y trenzaba el harapo que ahora tenían por vela en borrascosos soplidos.
-Quizás sea esa la respiración del mismo dragón de la montaña Horai -dijo Otomo-noMiyuki-, y en su arrogancia y orgullo levantó tanto como pudo la cabeza mirando fijamente al cielo.
Inmediatamente una oscura sombra se proyectó sobre la mon-taña, y un sonido espantoso cruzó a través de las nubes. con un enorme rugido, el trueno estalló y el rayo hendió el cielo al mismo tiempo que el barco se veía otra vez cogido por la fiereza de las olas y era llevado hacia alta mar. Girando y girando el barco parecía un trompo, y los marineros, demasiado enfermos y débiles para apres-tarse a nada, eran llevados de un lado a otro de la cubierta. Otomo-no-Miyuki perdió toda su bravura porque nunca había visto ni experi-mentado una tormenta semejante, y estuvo seguro de que todos cuantos se hallaban en el barco estaban perdidos.
-¡Este es el castigo que nos manda el dragón! ¡Rezadle! ¡Pedidle que nos perdone! -gritaban cuando podían en su debilidad los marineros.
Con todo su espléndido orgullo hecho pedazos, Otomo-no-Miyuki cayó de rodillas miserablemente y levantó suplicante su cabeza.
-¡Señor dragón, señor dragón! Perdóname, te lo ruego. Sí, yo había planeado robarte la bola de las cinco piedras preciosas. Reco-nozco que era un plan vil y malvado. Lo único que te pido es que abatas esta tormenta y nos dejes volver a salvo a nuestro hogar, y te juro que nunca jamás pensaré otra vez en tocar siquiera uno de los pelos de tu honorable bigote.
Todo lo bien que pudo en el bamboleante barco, Otomo-no-Miyuki bajó su cabeza hasta la cubierta como prueba de su genuino arrepentimiento.
La tormenta entonces empezó a amainar tan repentinamente como se había levantado y pronto estuvieron navegando en calma, con las velas hinchadas, bajo un brillante y sereno cielo.
-¡Ajá! El señor dragón ha escuchado mis rezos -murmuró Otomo-no-Miyuki.
Después de muchas semanas de navegación vieron por fin la tierra frente a ellos. Se pusieron a costearla hasta que encontraron un pequeño puerto en el que pudieron anclar con el fin de poder disponerse a saber dónde estaban, ya que habían perdido todo sentido de la orientación durante la gran tormenta.
Otomo-no-Miyuki no perdió tiempo y en seguida dio las gracias al señor dragón por haberles dirigido hasta tierra; y por primera vez en muchos meses su mente quedó libre de la ansiedad. Se puso a atender a sus hombres trayéndoles comida y agua de las pequeñas reservas que habían quedado, y vendó sus heridas y los alentó diciéndoles que tan pronto como fuese posiblese alejarían de la montaña del dragón. Esta noticia dio a sus marineros más fuerza que la comida y el agua, y en poco tiempo terminaron de reparar la nave colocándole el suficiente velamen para poder alejarse lo más de prisa que pudiesen.
-No obstante -pensó para sí-, éste no es ningún final feliz para mis asuntos. Estamos a salvo de la ira del dragón; estamos en tierra firme; pero ¿en qué tierra? ¿Hacia dónde cae nuestro país de origen? E incluso si regresamos vivos, la princesa jamás podrá ser mía.
Estos pensamientos disiparon rápidamente la paz que momentos antes disfrutaba y volvieron a llenar su mente de temores.
Sin embargo los marineros estaban alegres. Se hallaban ocupados en la exploración del territorio, vagando por entre los pinos de la costa y trepando por las rocas para descubrir alguna señal conocida que les indicase dónde estaban, cuando uno que había escalado un elevado promontorio agitó sus brazos en el aire y gritó:
-¡Ahí está Akashi, ahí está Akashi! ¡Allí está la playa de la arena dorada y la isla rocosa de los dos pinos! ¡Estamos en casa! ¡Estamos salvados!
Los otros hombres subieron corriendo adonde estaba su compa-ñero y miraron a la lejana playa dorada y a los gemelos pinos que se elevaban sobre la roca y rompían la línea del horizonte. Y se pusieron a llorar.
-¡En efecto, es nuestro amado Japón! -murmuraron gozosos-. ¡Por fin estamos en nuestra casa! ¡Estamos salvados!
Al oír los gritos, Otomo-no-Miyuki se puso en pie de un salto y corrió adonde estaban sus hombres para mirar y abrir la boca de asombro al reconocer el lugar: los verdes pinos adornando la costa, el azul suave de la oscura y lejana montaña, y las blancas y brillantes arenas de su tierra nativa.
-¡Sí es verdad, es verdad! -lloró sin poderse contener-. ¡Estamos salvados, estamos salvados!
Al cabo del tiempo sus ojos se aclararon y su emoción disminuyó. Los marineros, que ahora le rodeaban, bromearon entre ellos.
-Nuestro valiente señor y guerrero tiene los ojos tan colorados como la grana -rieron-, ¡quizás se ha traído dos bolas rojas en vez de la bola enjoyada del rey dragón!
No perdieron el tiempo y enseguida se aprestaron a disponer la vuelta a la patria. Rápidamente confeccionaron un palanquín para Otomo-no-Miyuki. Cuando estuvo listo, se sentó en él y los marineros se colocaron los palos en los hombros y partieron hacia el hogar.
Mientras tanto los rumores de su fracaso habían llegado ya a los oídos de los infieles sirvientes de Otomo-no-Miyuki, los cuales se reunieron para recibirle.
-Señor, nosotros hemos tratado también de obtener la bola enjoyada de la garganta del rey dragón -mintieron-, pero nuestra suerte no ha sido mejor que la tuya.
Creyendo que hablaban con toda honradez, el gran canciller Otomo-no-Miyuki no tuvo valor para encolerizarse con ellos. Sólo cuando se puso a pensar en la severidad de la tarea que la princesa Kaguya le había encomendado y en los sufrimientos que había padecido por cumplirla, además de la hermosa y nueva casa que había edificado casi sin ayuda, especialmente para ella, el gran canciller se sintió frustrado y lleno de rabia.
-¡Sí! ¡Vosotros lo habéis intentado! ¡Yo también lo he intentado! Dos veces hemos tratado de lograr la bola enjoyada para la princesa Kaguya. Todos hemos sufrido muchísimo y a pesar de todos nuestros esfuerzos no hemos conseguido nada. ¿Por qué? Porque la exigencia misma está más allá de toda razón y es imposible de llevar a cabo.
Al terminar de decir estas palabras agarró una enorme hacha y se lió a hachazos con la casa que había construido con tanta dedicación, y no dejó de golpear hasta que no quedó otra cosa sino un enorme montón de leña.

VII. La tarea del príncipe Ishitsukuri

Al señalar la tarea del príncipe Ishitsukuri, la princesa había escrito:
-Siempre he deseado ver el cazo que usó el primer señor Buda. Si puedes traérmelo entonces estaré contenta de ser tuya.
Todo el mundo sabía que el cazo que utilizó el primer señor Buda no tenía que buscarse en el Japón. El príncipe Ishitsukuri recordaba un antiguo relato que decía que esta inapreciable reliquia se guar-daba celosamente en un cierto templo Shaka de la India. Pero la India estaba tan lejos... Podían ser tres mil kilómetros, o quizás quince mil. Además había oído decir que el clima en este país era tan caluroso que muy pocos extranjeros podían vivir en él. Y si uno enfermaba en un país tan alejado de casa, entonces ¿qué? Después de meditar mucho tiempo sobre esto, Ishitsukuri se sentó a la mesa y escribió a la princesa Kaguya la siguiente carta:

Honorable y graciosa princesa: hoy emprendo el viaje en busca del cazo de Buda que tanto deseas y que, si lo descubro, traerá a mi casa un amor más hermoso que la visión de las cigüeñas que vuelan al atardecer hacia su nido. Voy a alejarme muchísimo de la patria. Voy a dejar atrás montañas y ríos, miles de olas van a pasar bajo mis pies, los gansos salvajes vendrán y se irán con las muchas estaciones, y las flores se marchitarán y se renovarán incontables veces antes de que yo haya vuelto. No tengo miedo a este peligroso viaje, porque me impulsa la pasión del triunfo y mi amor por ti.

Así escribió. Pero la verdad es que en el momento en que llegó a su casa llamó a todos sus asistentes y les dijo:
-Tengo una importante misión que encomendaros. Quiero que todos vosotros partáis inmediatamente, cada uno a un país diferente, y me traigáis de los templos más viejos y famosos que existan el cazo más antiguo que tengan entre sus tesoros.
No necesita decirse que sus sirvientes no se pusieron a saltar de alegría con la peligrosísima tarea que se les exigía, y hablaron entre ellos mientras se preparaban para la marcha. Sin embargo, como no había otro.remedio sino acatar la orden, convinieron en privado que buscarían los medios más fáciles de complacer a su señor. Por eso, aunque recorrieron muchos templos en sus viajes, se preocuparon muy poco de su fama o antigüedad y lo único que pretendieron fue reunir tantos cazos de cualquier tamaño, color y material como pudieran transportar. De esta forma transcurrieron muy bien tres años. Y cuando volvieron vieron a la mansión de su señor pusieron ante él una imponente formación de cazos para que los inspeccionara.
Al verlos, Ishitsukuri levantó las manos en señal de complacencia. Sin duda -pensó- que entre todos ellos encontraría el cazo de Buda.
-Dejadme verlos uno por uno -exclamó.
Y la gran procesión comenzó, llevando sus sirvientes en hilera los cazos que habían recogido. Ishitsukuri se sentó con las piernas cruzadas sobre su cojín y las manos metidas, cada una, en la manga del otro brazo. Después ordenó que le fuesen enseñado cada cazo. Sin embargo, con un significativo gesto de su abanico fue rechazando uno por uno todos los cazos que le iban presentando y mientras el montón de cazos rechazados aumentaba, la cola de los criados disminuía. Cuando le habían presentado ya casi todos los cazos, el rostro del príncipe Ishitsukuri se alargó y encolerizó hasta que acabó por estallar:
-¿Cómo es posible que entre todos vosotros ninguno haya sido capaz de traerme el cazo que os he pedido? Todos estos cazos son bonitos, preciosos; pero ninguno de ellos tiene la edad o la sencillez del cazo que el señor Buda, en su indudable humildad, había elegido para beber.
Y se pegó furiosamente un golpe en la rodilla con el abanico.
Al oír estas palabras el último sirviente de la procesión, que era el jefe de todos los demás, puso a un lado el bonito cazo que llevaba y echó a correr hacia una habitación lateral donde había colocado los cazos que había desechado por ser demasiado viejos y sucios para la inspección de su amo. Ahora, empero, estaba eligiendo el más viejo y sucio de todos y al encontrarlo lo cubrió con sus mangas y volvió a ocupar otra vez su lugar en el último puesto de la fila de ayudantes.
Cuando le llegó el turno de presentar su cazo, se adelantó, y con muchas y profundas reverencias se aproximó al príncipe Ishitsukuri.
-Mi señor -dijo-, en mis viajes llegué hasta la afamada montaña -Horai de la China y allí, después de muchos fatigosos días, encontré el renombrado templo donde habita el único sacerdote que conoce la historia del cazo de Buda. Me contó que alguien lo había traído de la lejana tierra de la India y que desde hacía incontables siglos era el mayor tesoro de su templo. Mi señor, hasta un sacerdote puede sentir el efecto relajador de un poco de vino, por lo que después de haber bebido juntos me ofreció mostrarme el tesoro, luego de exigir-me que guardase el secreto. Durante muchos días estuve con él y cuando hube ganado por completo su confianza le persuadí de que me vendiera el cazo; y hoy tengo el honor de entregárselo a mi señor.
Y con la cabeza inclinada hasta el suelo adelantó cortésmente el cazo al príncipe.
Ishitsukuri quedó encantado con el cuento y contempló plácida-mente el cazo que se le presentaba delante con toda su oscura negrura y suciedad. Después de alabar al sirviente, ordenó que trajesen el más delicado trozo de seda que hubiera en la casa y que envolvieran en él el cazo antes de salir prestamente hacia la casa de la princesa Kaguya. Por el camino cogió algunas ramas floridas y adornó el paquete creyendo que era realmente el más raro y precioso de todos los tesoros. Por fin arribó a la casa de la princesa Kaguya acompañado de un gran número de ayudantes.
Allí fue recibido con todas las ceremonias debidas a su rango, le hicieron pasar a la habitación adonde esperaba la princesa, a la que dijo con una estudiada expresión:
-Tengo el honor de traer a vuestra alteza el cazo de Buda que tanto deseábais.
Ante ella desenvolvió el paquete, y al hacerlo salió del cazo una nube de polvo y suciedad que contaminó el aire. La princesa se tapó la cara con su larga manga, levantó la cabeza y se puso altaneramente de pie.
-El verdadero cazo de Buda está lleno de una luz celestial, pero este cazo es negro y oscuro como el ébano. No es el cazo auténtico; es falso y por tanto rompo la promesa que te hice -dijo con desdén. Luego se retiró a sus habitaciones.
Ishitsukuri se puso tan colérico y rabioso que cuando gritó, todos cuantos le rodeaban apretaron a correr.
-¡Qué vergüenza! ¡Qué humillación! ¡Un cazo falsificado! ¡Una imitación! -aulló-. ¿Por qué me han estafado? ¿Por qué ella me trata también de ése modo? ¡Oh! ¡Qué mujer tan abominable y tan detes-table!
Olvidando absolutamente su conducta asimismo fraudulenta en el asunto, volcó todos sus abusos e invectivas sobre las cabezas de cuantos le rodeaban. Cuando atravesó la puerta de salida, las puer-tas se cerraron firmemente tras él, y en el silencio que siguió a su ruidosa explosión, la paz pareció descender sobre la casa de la prin-cesa Kaguya, cuya quietud sólo rompía el gorjeo de los pájaros.
Por su parte el príncipe Ishitsukuri se volvió para mirar las puertas que se le habían cerrado para siempre, y de repente, al comparar la gozosa expectación que había sentido a su llegada con la amarga mortificación que experimentaba a la salida, se llenó otra vez de furor. Cogió el irritante cazo y lo lanzó una vez y otra contra las ina-movibles puertas hasta que, con un poderoso estruendo, quedó convertido en trozos a sus pies. Después montó en su caballo y galopó furiosamente seguido de sus sumisos sirvientes y del escarnio de los aldeanos que se habían congregado para ver en qué paraba todo aquello:
-lshitsukuri Sama ha hecho un mal negocio. Ha roto su cazo y a cambio no ha obtenido otra cosa sino la vergüenza.
Y regresaron burlándose a sus hogares.

VIII. La tarea del gran diputado canciller Iso-no-Kamimaro

Aunque para la corte oficial Iso-no-Kamimaro era de cuna más humilde que sus rivales, sin embargo estaba considerado como un joven muy honrado y además muy serio. A sus seguidores les había dicho:
-Cuando la golondrina de la montaña Horai haya hecho su nido, venid por favor a informarme en seguida.
Sus hombres se miraron unos a otros hasta que uno de ellos preguntó:
-Jodríamos saber la razón de esta petición, honorable señor?
Iso-no-Kamimaro aclaró pomposamente su garganta, se sentó con las piernas cruzadas sobre su cojín, y contestó:
-La razón es muy simple. La princesa Kaguya me ha pedido que le traiga la concha de cauri que está dentro del cuerpo de este pájaro.
-¡Vaya, vaya! -replicaron sus seguidores-. Hemos matado muchos pájaros y jamás hemos encontrado conchas de cauri dentro de ellos.
Y todos se rieron al pensar en tan ridícula idea. Pero Iso-no-Kamimaro les reprendió por su ligereza y les ordenó que escuchasen atentamente.
-Esta concha de cauri -les dijo-, es expulsada por el pico de la golondrina en el preciso instante en que el pájaro pone un huevo. Pero ningún hombre ha sido capaz jamás de presenciar este acto. ¿Por qué? Porque la golondrina echa a volar en cuanto ve a un hombre.
-En ese caso, ¿cómo vamos a saber cuándo construye la golon-drina su nido? -inquirieron los hombres.
Y empezaron a razonar la aparente contradicción de la tarea.
Pero entre ellos había uno muy viejo que llevaba muchos años al servicio de la familia de Iso-no-Kamimaro, y que al ver el disgusto creciente de su amo, pidió la palabra:
-Señor -dijo-, sabemos que la golondrina de la montaña hace su nido en los aleros del templo de la montaña Horai. Muchas golondrinas anidan allí; pero la golondrina que nosotros buscamos lo hace en la parte más alta del tejado. Eso lo sé por las historias que me contaba mi madre cuando yo era niño. Así que vayamos allí y construyamos junto a la gran puerta una alta columna desde la que nos será posible mirar abajo, al tejado del templo, y desde la que podamos ver sin ser vistos. Una vez hayamos localizado el nido podremos alcanzarlo fácilmente.
A Iso-no-Kamimaro le agradó muchísimo este plan y seleccionó a veinte hombres para que juntasen el material necesario y dispusieron el viaje al templo de la montaña Horai. Una vez allí trabajaron día y noche en la construcción de una elevada columna, como una torre, en la que adosaron una escalera que llegaba hasta lo alto.
Subieron y bajaron, cada uno queriendo observar desde lo alto mientras que las golondrinas volaban y giraban a su alrededor. Desde arriba podrían ver los nidos y localizar el que estaba más alto de todos. Sin embargo los pájaros estaban muy sorprendidos por la presencia de estos raros humanos que no ponían los pies en el suelo al que pertenecían sino que escalaban el aire; y aunque las aves revoloteaban y gorjeaban excitadas, ninguna de ellas se aventuró a hacer su nido en el tejado del templo.
-¡Esto es completamente inútil! -exclamó impaciente Iso-no-Kamimaro-. Así nunca podré conseguir lo que me propongo. Por favor pensad en algo mejor en seguida.
Su viejo seguidor reflexionó durante un rato, y finalmente dijo:
-El problema es, señor, que somos demasiados aquí. Los pájaros están asustados con tanta gente: Vayámonos despacito hasta una distancia prudencial y los pájaros creerán que nos hemos ido para siempre. Cuando oscurezca, que dos de nosotros se arrastren hasta aquí y con una cuerda que previamente echaremos sobre el tejado del templo desde lo alto de la columna, uno podrá subir al otro en una cesta. Y como sabemos dónde está el nido más alto, el de la cesta podrá esperar allí en silencio hasta que la golondrina ponga el huevo y expulse por el pico la concha de cauri. Entonces, todo lo que tendrá que hacer el hombre de la cesta es deslizar rápidamente la mano en el nido y atrapar la concha.
El plan le gustó a Iso-no-Kamimaro y éste reunió a sus hombres para que oyeran la idea del anciano. Pero ahora había otro problema: todos los hombres jóvenes se habían criado en la refinada atmósfera de la corte y ninguno de ellos estaba versado en las cuestiones campestres. El mismo Iso-no-Kamimaro también las ignoraba; por lo que dijo al viejo:
-¿Cómo sabe uno cuándo está la golondrina a punto de poner el huevo? Ninguno de nosotros parece versado en estas materias.
-Nada más sencillo -contestó el hombre-. Sólo hay que vigilar el momento en que la golondrina levanta las plumas de su cola y da siete vueltas en el nido. Ese es el instante en que está lista para poner el huevo.
Con esta información grabada cuidadosamente en sus mentes, los jóvenes se prepararon para abandonar la vecindad de la columna. Pero antes arrojaron desde ella una larga cuerda que aseguraron en la cornisa del tejado del templo y cuyos dos extremos bajaban colgando hasta el suelo. Luego se alejaron tranquilamente hasta una distancia conveniente y allí esperaron la noche. El sol se estaba poniendo en el cielo y pronto todo quedó oscuro y en silencio. Sólo los gorjeos soñolientos de las golondrinas rompían el silencio. Entre tanto los seguidores de Iso-no-Kamimaro habían vaciado uno de los grandes cestos y lo habían atado a uno de los extremos de la cuerda que colgaba del tejado del templo. El joven que debía cumplir la parte más importante de la empresa entró en el cesto y allí se ocultó por completo, mientras su compañero le izaba con la cuerda hasta que el cesto llegó a la parte más elevada del tejado. Allí se dispuso a esperar el joven. Por su parte, los que habían quedado abajo en la oscuridad, aguardaron impacientes lo que a Iso-no-Kamimaro y a sus hombres les pareció una eternidad.
Arriba, en la cesta, el joven escuchaba y miraba atentamente. Al cabo del rato oyó un revoloteo de alas, por lo que atisbando por encima de la cesta, vio a la golondrina posada en la orilla del nido. Las plumas de su cola empezaron a levantarse, el animal dio una vuelta, después otra y empezó a agitarse violentamente. El joven se excitó tanto que olvidó el resto de las instrucciones y alargó la mano inmediatamente hacia el nido. El pájaro, sorprendido por esta inesperada intrusión, echó a volar indignado. La mano del joven tanteó todo el nido pero con gran asombro suyo no pudo encontrar nada, ni huevo ni concha. ¡El, que había estado tan seguro!... Ahora empero bajaba cabizbajo hasta donde le esperaba su señor.
Iso-no-Kamimaro tenía ya tortícolis de tanto mirar hacia arriba, hasta que al fin gritó impacientemente:
-¡Bien! ¿Lo has encontrado?
El joven de la cesta, todavía amilanado por el disgusto, lo único que pudo hacer es lanzar una mirada de estupefacción y no decir una palabra. Iso-no-Kamimaro, ahora más impaciente que nunca, mandó al hombre que tiraba de la cuerda que bajase la cesta de una vez. El hombre que salió de ésta se avergonzó muchísimo al confesar a su amo que no había podido encontrar ni el huevo ni la concha de cauri.
-¡Vaya un estúpido que estás hecho! -aulló Iso-no-Kamimaro-. Dices que has visto al pájaro levantar las plumas de la cola, pero que no había ni huevo ni concha en el nido. Ya veo que no tendré más remedio que subir yo mismo a coger la concha.
Y diciendo esto se quitó rápidamente su grueso quimono exterior. El viejo sirviente quiso detenerle con la advertencia del peligro de una caída, pero Iso-no-Kamimaro no estaba dispuesto a escucharle; por el contrario, saltó al cesto y mandó que le subieran en seguida.
Una vez en el tejado Iso-no-Kamimaro se puso a aguardar casi sin respirar el retorno de la golondrina a su nido. Abajo esperaban sus seguidores en suspenso. Al cabo del rato Iso-no-Kamimaro oyó el ruido de las alas del pájaro que volvía y el fuerte gorjeo de «chichi-chichi». Atisbando por encima de la cesta vio al pequeño pájaro posado en la orilla de su nido. De pronto el animal levantó las plumas de la cola y las agitó vigorosamente.
-¡Ajá! -pensó Iso-no-Kamimaro-. ¡Este es el momento! -Y esperó sin respirar a lo que iba a venir después.
En efecto, el ave empezó a girar y girar en el nido y a la séptima vuelta se agachó con las plumas de la cola extendidas. Iso-no-Kamimaro apenas podía contener su impaciencia y por la forma en que temblaba la cesta sintió que sus hombres compartían abajo su tensión. Levantándose cuidadosamente sacó la cabeza del cesto y atisbó en el nido. Con un formidable aleteo el animal echó a volar en el aire al tiempo que gorjeaba irritado:
-¡Chichi-chichi! ¿Qué clase de grosero y descortés tipo es éste que me interrumpe en tal momento? ¡Venid, venid!
Y al oírse llamar, los otros pájaros se juntaron a una distancia prudencial de la extraña criatura que así les importunaba.
Iso-no-Kamimaro no hizo caso de sus gritos. Alargó a mano hacia el nido y lo tanteó. ¡Ajá! ¿Qué era aquello? Su mano había llegado hasta algo caliente, redondo y suave; exaltado, llamó a sus hombres a voz en grito:
-¡Lo he conseguido! ¡Tengo la concha de cauri! ¡Bajadme inme-diatamente! -exclamó, y aseguró firmemente el objeto en su mano.
Allá abajo sus hombres estaban también contentísimos y todos se pusieron juntos para que la cuerda se deslizase por sus manos, olvidando el peligro que constituía la afilada cornisa del tejado del templo.
Al apresurar el descenso de Iso-no-Kamimaro las tejas cortaron la cuerda como si se hubiera tratado de una espada. Un grito unánime de «¡ah!» brotó de las gargantas de los hombres que estaban abajo, al mismo tiempo que la cesta se precipitaba en el vacío e Iso-no-Kamimaro salía despedido de ella como la flecha de un arco y caía justamente en la boca abierta de la cisterna que recogía el agua de la lluvia y que estaba situada debajo mismo del tejado. Después de que se aquietó el chapoteó del agua, sólo quedaron visibles sus brazos y piernas; luego, mientras sus hombres miraban inmóviles y horro-rizados, salió su cabeza farfullando y pidiendo socorro hasta que se volvió a hundir otra vez en las profundidades de las aguas. Esto les hizo volver en sí de su estupefacción y con gran celeridad lo sacaron del agua y lo tendieron suavemente en el suelo. Sus manos estaban cerradas firmemente y lo blanco de sus ojos brillaba en la oscuridad cuando empezaron a darle masajes y a llamarle por su nombre. Después de mucho rato sus ojos se cerraron, parte de la rigidez empezó a abandonar sus miembros y su respiración se hizo convulsiva. Sus hombres se apiñaron ansiosamente a su alrededor y conti-nuaron dándole masajes. Al poco tiempo se sintieron recompensados al ver que abría lentamente los ojos.
-¡Oh, cómo me duele la espalda y qué oscuro está todo! Pero he conseguido la concha de cauri. Traed velas para que podamos examinarla de cerca -dijo en un susurro, y sus ojos se cerraron otra vez.
Rápidamente, sus hombres trajeron velas y levantaron a su amo lleno de dolor hasta que pudo sentarse. Lentamente empezó a abrir su mano mientras que todos se arracimaban para ver más de cerca la fabulosa concha. Pero ¿qué es lo que vieron? Una masa redonda y blancuzca, un poco más grande que una habichuela, y de una naturaleza inequívoca. Iso-no-Kamimaro miró el objeto con ojos dilatados; luego, dando un descorazonador grito de disgusto, cayó hacia atrás como muerto.
Los sirvientes apenas podían contener sus risotadas, pero no perdieron tiempo y se prepararon para el viaje de retorno. Una vez en su aldea nativa llamaron inmediatamente al médico. Iso-no-Kami-maro había resultado gravemente herido en la caída y durante muchas semanas sus hombres se turnaron para atenderle devotamente, ya que cada uno se sentía responsable de la desgracia de su señor. Sin embargo, a medida que mejoraba, Iso-no-Kamimaro se sentía más y más deprimido.
-¡Ay, qué sino más miserable! He tratado de robar la concha de cauri, el gran tesoro de la golondrina de la montaña. ¿Y qué he logrado a cambio de mis dolores? ¡Una masa informe de estiércol y una espalda rota! ¡Cómo se reirán todos de mí! -suspiraba; y escondía su rostro en sus mangas mientras lloraba amargamente.
Cuando la princesa Kaguya oyó el relato de esta aventura sintió muchísimo todos los problemas que había causado a este honrado joven, y como reparación le remitió una cariñosa carta así como muchos regalos y presentes que probaban su estimación. Esto sobre todo hizo más que cualquier otra cosa en la restauración de Iso-noKamimaro a su ánimo usual y en seguida empezó a mejorar. Sin embargo un triste recuerdo de su romance permaneció con él por el resto de su vida: desde entonces siempre anduvo un poco cojo y jamás pudo caminar sin el auxilio de un bastón. A pesar de ello, alcanzó a vivir muchos años, pero raramente habló de la época en que trató de conseguir la mano de la princesa Kaguya.

IX. El emperador

Después de las aventuras de estos cinco jóvenes, a la princesa Kaguya no se la vio más que muy fugazmente. Cada vez se fue apartando más y más en la felicidad de su soledad con la anciana pareja. Las gentes dejaron de congregarse a su puerta y de herirla con su curiosidad. Pero a pesar de su reclusión, la fama de su belleza se había propagado hasta donde los cuatro vientos del cielo tocaban las costas del Japón y finalmente habían llegado a los oídos del mismo emperador. Un día éste llamó a uno de sus mensajeros y te dijo:
-He oído rumores de que una bella doncella llamada princesa Kaguya se ha recluido voluntariamente para que no la vean los hombres. Me gustaría mucho verla y quiero que salgas inmediatamente para su casa y que la traigas escoltada hasta mi presencia.
El mensajero partió en seguida para cumplir esta misión y al llegar a la casa llamó perentoriamente a la puerta. La anciana, al oír los golpes, salió a ver quien era el que hacía tanto ruido. Cuando el mensajero vio a la mujer, dijo:
-¿Es esta la casa de la bella y enclaustrada doncella?
-Señor, nuestra hija es muy bella -replico la anciana-, y en efecto prefiere la soledad.
-¡Bien! -respondió el mensajero-. Entonces es indudable que ésta es la doncella que estoy buscando. Ten la bondad de informarle que su majestad imperial el emperador le concede el favor de una audiencia privada y que yo he venido para escoltarla hasta el palacio.
La anciana mujer se puso contentísima y corrió en seguida a dar la noticia a la princesa Kaguya. Al oír ésta el anuncio mencionado, permaneció inmóvil. Movió negativamente la cabeza y respondió:
-Soy una persona demasiado inferior para ser presentada a su alteza imperial. Mi visita a su palacio no le proporcionaría ningún mérito y tendría un final no deseado por nadie. Dile por favor al mensajero que no deseo ir.
Y a pesar de los ruegos de la anciana, la princesa siguió en sus trece.
Cuando el mensajero regresó al palacio llevando estas noticias, el emperador se molestó muchísimo con la afrenta a su regia persona por cuanto estaba decidido a comprobar por sí mismo si eran ciertos los rumores sobre la belleza de la princesa. Así que volvió a mandar a su mensajero a la casa de la princesa pero ahora con la orden de regresar con el viejo padre adoptivo de la muchacha.
No necesitamos decir que el anciano no tenía otra opción sino obedecer al emperador. Así pues marchó al palacio lleno de un inquieto temor porque su esposa le había hablado del deseo del emperador de ver a la princesa y sabía muy bien que si ésta había dicho que no quería ir, nadie podría hacerla variar de opinión.
Cuando le hicieron pasar a la cámara imperial, con gran sorpresa suya el emperador le habló bondadosamente y le prometió recom-pensarlo con un alto rango y pensión si persuadía a su hija para que visitara la corte. Ante esta perspectiva el anciano se puso conten-tísimo porque pensó que ahora la princesa, al menos para compla-cerle a él, estaría sin duda dispuesta a salir de su aislamiento. Por eso retornó jubiloso al hogar.
Y dijo a la princesa Kaguya:
-Hija mía, he sido recibido por el emperador, quien me ha expre-sado su sincero deseo de verte en la corte. ¿Irás? Es una maravillosa oportunidad para ti. Hace tiempo que desea casarse con una dama para hacerla emperatriz. ¿Y quién puede dudar de que cuando vea tu gentil belleza no serás tú esa dama? Y si no te hace su esposa, estoy seguro de que sería muy feliz con nombrarte la primera dama de la corte. Y hasta para mí hay un premio; me ha ofrecido un alto rango.
La princesa Kaguya permaneció silenciosa e inmóvil durante largo rato. Finalmente dijo:
-Padre, haría cualquier cosa por verte encumbrado a la posición que tanto anhelas. Pero no puedo hacer eso que me pides; ¡no puedo y no puedo! Incluso si me llevan allí por la fuerza, rechazaré todo cuanto me ofrezcan y sólo estaré pendiente de la oportunidad de escaparme de allí y de morir en soledad.
Estas palabras trastornaron tanto al anciano que apenas pudo contener las lágrimas, ya que no podía concebir su vida o la de su esposa sin la belleza de su hija la princesa. Por eso le suplicó que no volviera a decir cosas tan espantosas.
A medida que pasaban los días la ira del emperador aumentaba más y más, pero al mismo tiempo también crecía su curiosidad al no haber signos de que la extraña doncella fuese a plegarse a sus deseos.
Una noche, después de haber estado cazando todo el día, se dio cuenta de que estaba cerca de la casa de los viejos. Condujo a su bien enjaezado caballo hasta las puertas de éstos y ordenó a su sirviente que llamara a los esposos. Los ancianos se quedaron pasmados ante la condescencia del emperador de venir a visitar su humilde casa y salieron a saludarle muy confundidos y embarazados. Se pusieron de rodillas ante él y se inclinaron hasta que sus cabezas tocaron el suelo.
El emperador desmontó inmediatamente, hizo caso omiso de sus saludos y se metió directamente en la casa dirigiéndose hacia la puerta de la habitación más interior. Abrió todas las puertas sin ninguna ceremonia y estaba a punto de entrar en la habitación de la princesa cuando de repente tuvo que retroceder dando un grito y ponerse las manos ante su rostro. Una deslumbrante llama luminosa había inundado la habitación en cuyo centro brillaba la exquisita forma y bello rostro de la princesa Kaguya.
Esta se hallaba tranquilamente sobre su cojín con sus pequeñas manos reposando quietamente en su regazo y su cabeza inclinada ligeramente hacia adelante. Dos largos mechones de pelo colgaban sobre sus hombros y su ancho vestido, ahora radiante con la brillante luz, caía coquetonamente sobre el suelo. El emperador, vencido ante una belleza cuyo igual jamás había visto antes, se postró ante ella diciendo:
-Princesa Kaguya, soy el emperador. He venido en persona a visi-tarte porque los rumores sobre tu belleza se han extendido por todo el país. Ahora he comprobado que ni siquiera los rumo,res describen lo que yo he visto con mis propios ojos. Te pido de corazón que accedas a mi deseo de llevarte conmigo a palacio.
Pero la princesa Kaguya meneó ligeramente la cabeza y dijo:
-No es posible. ¿Cómo voy a abandonar a mis queridos padres? Además, debes de comprender que yo no soy de este país y que si me voy contigo algún día tendría que dejarte.
Y volvió a mover negativamente la cabeza.
Pero al emperador no se le rechazaba tan fácilmente, y más ahora que cuanto más miraba sus divinos rasgos, más determinado estaba a ganársela para él.
¡Aunque me rechazas, yo me casaré contigo! -gritó de repente, llena su voz de amor y pasión.
Se levantó y estaba a punto de coger la mano de la muchacha cuando una enorme oscuridad cayó como un manto sobre la habita-ción. El emperador era como un ciego que palpaba desesperada-mente en las tinieblas.
-¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estás? ¿Dónde estás? -aulló.
Pero no tuvo respuesta; ni tampoco pudo alcanzar ni un hilo del vestido de la princesa Kaguya. El emperador entonces se arrodilló desalentado porque comprendió sabiamente lo absurdo que era rogar con voz lastimera en una habitación a oscuras.
-Princesa Kaguya, perdóname. Por favor, perdóname. Me he por-tado irrazonablemente. Sólo te pido que me dejes verte una vez más en toda tu belleza y nunca jamás te causaré problemas.
Casi sin esperanzas de que ella escuchase su petición, se volvió a inclinar otra vez hasta el suelo.
Inmediatamente la habitación fue inundada de nuevo con la brillante luz. El emperador levantó sus ojos y ante él estaba la princesa Kaguya. Su expresión era de tal tranquilidad y cortesía que el emperador sintió que un diluvio de lágrimas estallaban en su pecho.
-Señora -dijo-, ahora que te he vuelto a ver, jamás podré olvi-darte. Eres más bonita que las blancas crestas de diez mil olas, más noble que los picos de las torres del cielo, y más hermosa que la luz de la luna que cae en cascadas sobre los valles. Nunca antes había visto una belleza igual. Y nunca la veré más.
Miró fijamente a la silenciosa princesa, salió luego rápidamente de la habitación y regresó a su palacio.

X. La luna de agosto

Pasaron cuatro años más; era primavera. La princesa Kaguya vivía tranquila y pacíficamente con sus padres adoptivos. Sin embargo ahora parecía que un extraño ánimo se había posesionado de ella porque, frecuentemente, se la veía en las noches de luminosa luna sentada a la ventana y mirando a la luna que cabalgaba en el cielo. Además parecía ser tan infeliz y sus ojos estaban tan llenos de deseo que la angustia de la anciana pareja crecía más y más por su causa.
La más preocupada era la anciana, porque recordaba de las historias de su infancia que a los observadores de la luna les sucedían cosas malísimas. Contó sus temores a la princesa Kaguya, pero el único efecto que sobre ésta tuvieron sus palabras fue que se calló todavía más y se encerró con su mutismo en su habitación, hasta el punto de que los ancianos apenas vieron a la muchacha durante semanas y semanas.
El tiempo transcurría tristemente, hasta que llegó el mes de agosto. Una noche, cuando la augusta luna había alcanzado casi su plenitud, la anciana oyó a su hija llorar amargamente en su habita-ción. Llamó a su marido y juntos entraron a verla.
-¿Qué le pasa a nuestra hija la princesa? ¿No puedes decirme por qué estás tan triste? -rogó la mujer.
-Dinos qué te pasa, querida Kaguya Sama. Haremos todo cuanto podamos para complácerte -dijo el anciano.
La princesa Kaguya luchaba por controlar sus lágrimas cuando les oyó hablar. Se secó los ojos con el borde de su larga manga y luego dijo:
-Debo confesaros mi secreto. Ya no puedo ocultároslo más. He guardado silencio hasta ahora porque no he querido haceros infelices. Pero ha llegado el momento de que lo sepáis todo acerca de mí. Ya debéis haber adivinado que yo no he nacido realmente en este país y que no soy de la misma raza que es la gente de aquí. He nacido en el país de la luna, y allí está mi verdadero hogar.
Al oír estas sorprendentes palabras la anciana pareja se quedó estupefacta. Luego, la mujer dijo tenuemente:
-Entonces... ¿eres una dama de los cielos?
La princesa sonrió:
-Quizás sea esa la mejor forma de llamarme, porque he venido del cielo. Pero ya ha llegado el momento de regresar a mí país. Durante muchas semanas me han estado llamando las voces de la luna. No hay alternativa. Debo ir, y cuando la luna de agosto esté llena, los mensajeros celestiales bajarán para escoltarme hasta casa. Vine de mi bienaventurado país para ayudaros, por cuanto parecía que la bondad habitaba entre vosotros. No estaba equivocada, y he sido muy feliz con vosotros todos estos años. ¡Nunca os olvidaré, nunca, nunca!
A través de sus lágrimas las palabras de la princesa Kaguya salieron balbucientes y tropezando, y no es para contar la pena que sintieron los ancianos al escuchar estas tristes y extrañas nuevas.
Cuando cesaron las lágrimas de la princesa Kaguya y ésta casi se hubo calmado del todo, los ancianos se retiraron a su habitación, infelices y llenos de intranquilidad. Estaban meditando en lo que ella les había contado. La noche de la luna llena estaba muy cerca y se sentían impotentes para hacer nada. Sin embargo el anciano estaba tan excitado que desafiantemente dijo a su esposa que jamás con-sentiría a nadie, fuese ángel o diablo, que les robara a su amada hija. Cuando la princesa Kaguya oyó su voz, vino a sus padres con una cara tan apenada como la del anciano y poniendo su bella cabeza sobre la rodilla del hombre, dijo contrita:
-Yo no quiero abandonaros. Podéis creerme que desde el momen-to en que me tomaste del árbol de bambú y me trajiste a esta casa en la palma de tu mano, no he disfrutado otra cosa sino amor y devoción por parte vuestra y he crecido para devolveros vuestro amor. Pero pertenezco al país de la luna. Mi pueblo ansía mi regreso y por ellos debo volver. No hay otra solución.
Toda la casa resonó con los suspiros y los gritos apenados de los criados que se habían congregado y habían escuchado esta triste historia.
Noche tras noche la luna fue haciéndose más redonda y llenán-dose más y más, con lo que los habitantes de la casa apenas dor-mían o comían de ansiosos que estaban. Al fin el anciano, después de mucho pensar, llamó a su esposa para decirle:
-Si seguimos así pereceremos de pesadumbre. Tengo una buena idea y voy a buscar ayuda. Vigila bien a nuestra hija y no la pierdas de vista ni un instante, especialmente por la noche. No tardaré más de un día.
Se marchó de su casa en seguida y fue al pueblo, donde alquiló un palanquín con los corredores más veloces que había y partió rápidamente hacia el palacio.

XI. Los mensajeros de la luna

Cuando llegó al palacio el anciano saltó del palanquín y golpeó fuertemente las grandes puertas a la vez que gritaba:
-¡En el nombre de la princesa Kaguya deseo ver urgentemente a su majestad imperial!
Tan pronto como los criados llevaron el mensaje al emperador, éste corrió a las puertas adonde estaba el anciano, quien le saludó nada más verle:
-¡Majestad, Majestad! Algo terrible va a acontecer a nuestra hija y os suplicamos que nos ayudéis. Por favor, venid en seguida a mi casa.
Al oír estas palabras el emperador quedó profundamente confundido y contestó con urgencia:
-¿Qué quieres decir con eso? Por favor, cálmate y explica claramente cuál es el problema.
El anciano contó rápidamente la historia del extraño nacimiento de la princesa Kaguya y el relato todavía más raro de su vuelta a la luna. Al final imploró el auxilio del emperador antes de que la luna de agosto alcanzara su clímax y su amada hija fuera forzada a aban-donarles.
-¡En efecto es una historia fabulosa, muy fabulosa! -dijo el asom-brado emperador-. Pero no te preocupes más. Iré yo mismo con dos mil de mis mejores guerreros a tu casa y protegeremos a la princesa de los mensajeros que vengan de la tierra o del cielo. Vuelve a tu casa y mantén una atenta vigilancia hasta que nosotros lleguemos esta noche.
La alegría del anciano era indescriptible cuando tomó el camino de regreso a su hogar con el propósito de preparar tan pronto como fuese posible a su esposa y a la princesa Kaguya para el aconte-cimiento. Primero ordenó a su esposa que se sentara con la princesa en la fuerte habitación donde se guardaban los tesoros de la familia y en la que ya había mandado poner víveres y otras cosas necesarias para permanecer varios días. Luego ordenó a sus sirvientes que aseguraran la puerta con los cerrojos más fuertes y firmes que encontrasen. A su esposa la instruyó para que se agarrara a las manos de la princesa Kaguya y que de ninguna forma perdiera el contacto con ella. Por su parte, extendió una estera delante de la mencionada puerta con el fin de disponerse a vigilar.
Al oscurecer, el emperador y su comitiva llegaron a la casa: Los dos mil soldados se distribuyeron en filas alrededor de todo el jardín y en el tejado de la casa, lugar donde se afincaron como una ban-dada de golondrinas humanas. El silencio cayó sobre la casa y todo lo que podía oírse era el ligero susurro de los hombres que preparaban sus arcos y flechas y los tensaban para disparar.
En seguida un suave resplandor empezó a verter su luz desde el cielo y la luna salió lentamente sobre ellos, cada momento más llena y dorada hasta que pareció colgar por encima de ellos como un melocotón rebosante y maduro. La tensión de los hombres que espe-raban se hizo más violenta y se envararon como animales dispuestos a atacar al mismo tiempo que flexionaban intranquilos sus arcos. En cuanto el brillante curso de la luna se amplió y sus rayos llegaron cortantes hasta la casa, el anciano se puso en pie de un salto y gritó a voz en cuello:
-A la primera señal de cualquier cosa extraña, disparad.
Un gran grito salió de las gargantas de los soldados en respuesta a sus palabras:
-¡No temas, abuelo; ni siquiera se nos escaparía un murciélago!
Dentro de la casa la princesa Kaguya estaba sentada con sus manos cogidas fuertemente por las manos de la anciana, y al escuchar los valientes gritos suspiró y dijo:
-¡Ay! A pesar de lo intrépidos y valientes que son, su fuerza es nada contra el poder de la luna.
Y dejó caer su cabeza en el regazo de la anciana, quien, sin comprender nada, la apretó todavía más.
La luna se elevó más y más y ahora las hojas más diminutas del jardín estaban bañadas en su luz. El anciano mostró colérico su puño al cielo.
-¡Quienquiera que seas, ángel o demonio -chilló-, nunca consen-tiré que te lleves a nuestra hija! ¡Te arrancaré los ojos con mis largas uñas! ¡Te mataré, quienquiera que seas!
Pero el cielo no respondió. Sin embargo, al acercarse la media noche, llenó el cielo un resplandor sobrenatural diez veces más brillante que diez mil lunas, y los centinelas tuvieron que cubrir sus rostros aterrorizados, casi ciegos. Desde el punto más alto en el cielo se empezaron a juntar lentamente unas guirnaldas, de nubes blancas que suave y silenciosamente comenzaron a descender. Al irse aproxi-mando, los tensos centinelas pudieron ver que muchas y hermosas criaturas parecían haberse agrupado sobre las nubecillas; unas estaban de pie, otras sentadas, pero todas iban vestidas con brillan-tes quimonos de colores del arco iris. Eran tan numerosas que es imposible decir si se trataban de cien, de doscientas o de muchos miles. En medio del asombroso silencio que habían provocado bajaron hasta el punto justo encima de la parte más alta del tejado, y allí descansaron calladamente.
Lós expectantes soldados temblaban tantísimo que, aunque lo intentaban, lo cierto es que no podían mover sus miembros para disparar sus saetas. Entonces uno de ellos, más sabio que los demás, se arrodilló exclamando:
-¡Rezad todos! ¡Sólo las oraciones podrán ayudarnos!
Sin embargo, y por un instante, los soldados parecieron recuperar sus fuerzas y muchos arcos fueron tensados furiosamente para que sus flechas rasgasen el aire. Pero los disparos se dispersaron exten-samente y los visitantes celestiales permanecieron inmóviles y tran-quilos sobre su flotante y blanca plataforma.
Antes de que nadie pudiera comprender cómo o de dónde proce-día, los centinelas vieron un gracioso palanquín que descendía por el ancho sendero de la luz de la luna. El palanquín iba guiado y soste-nido por una hueste de bellos seres a los que mandaba uno todavía más agraciado y atractivo. Este parecía ser persona de gran impor-tancia y al irse aproximando exclamó suave y claramente:
-¡Miyatsukomaro San! ¡Haz el favor de salir!
Al extraño conjuro de esta amable voz que sonaba como las aguas de una intrincada corriente, y enormemente sorprendido por oírse llamar por su nombre, el anciano trepó atemorizado hasta el tejado. Al ver a aquel ser celestial desapareció toda su ira y lo único que pudo hacer fue arrodillarse con humilde reverencia y escuchar la voz que seguía diciendo:
-Te has portado muy bien al cuidar con tanto mimo a nuestro tesoro más preciado. Y por eso te has hecho rico y has sido feliz, ¿no es verdad Miyatsukomaro San?
-¡Sí, es verdad -dijo el hombre-. Y os estamos profundamente agradecidos.
-Pero ahora es el momento de que ella vuelva a estar con su pueblo. Durante muchos años habéis sido sus padres, aunque esos años hayan sido como un minuto para el país de la princesa Kaguya. Allí la espera su pueblo, al que ella pertenece. No hay nada que tú puedas hacer para retenerla más tiempo contigo. Miyatsukomaro San, por favor, ponla en libertad inmediata-mente.
Pero todavía el anciano se mostraba reacio a hacer como se le pedía; por eso buscó una excusa y dijo:
-Mi noble señor, ¿no es posible que hayas confundido a nuestra hija con alguna otra muchacha celestial? Tú has dicho que ella ha permanecido con nosotros muy poco tiempo, pero en realidad ha sido nuestra hija durante veinte años. ¿Seguro que no te equivocas?
Y en un último y desesperado alegato, añadio:
-Por otra parte, ahora se halla muy enferma y no puede salir de la casa.
Pero el dios de la luna no le respondió. Sin embargo todo quedó silencioso de nuevo cuando condujo al palanquín hasta un lugar determinado del tejado. Después, con su voz clara y líquida, dijo:
-¡Princesa Kaguya, princesa Kaguya! Hemos venido a buscarte. Deja esta casa y vente con nosotros. Tu pueblo te espera y debes volver a él. Sal, tu palanquín te aguarda.
Todos siguieron callados. Ninguno trató de moverse. Y en la habitación interior la vieja mujer quedó aterrorizada al notar que una reperytina parálisis encogía sus miembros. Débilmente, sus manos fueron aflojando las manos de la princesa y sus ojos se dilataron de horror al abrirse la puerta sin el concurso de ninguna fuerza humana, aunque estaba cerrada y atrancada. Su grito atrajo dentro de la casa al anciano y también se arrojó al suelo aterrorizado al ver la forma de la hermosa princesa Kaguya que se deslizaba a través de la puerta abierta. La muchacha les miró con un rostro en el que se dibujaba el más tierno afecto y depositó suavemente la mano en el hombro del anciano al mismo tiempo que decía:
-No lloréis, os lo ruego. Recordad únicamente los felices años que hemos pasado juntos. Ahora no queda otro remedio; debo dejaros para regresar a mi país y a mi pueblo. ¿No podéis alzar vuestras cabezas para verme y salir a despedirme en mi viaje?
Pero el anciano movió la cabeza.
-Querida niña nuestra -murmuró-, durante todos estos años hemos sido tu padre y tu madre; ahora que somos viejos es cuando más te necesitamos. ¿Cómo puedes abandonarnos? Te suplico que nos lleves contigo a tu lugar del cielo, porque sin ti no queremos vivir.
Y él y su esposa lloraron amargamente.
La princesa Kaguya quedó atribuladísima por su pena y apenas podía contener también sus lágrimas; pero, en este momento, uno de los mensajeros de la luna entró en la casa. Llevaba en sus manos un cofre preciosamente ornamentado el cual colocó ceremoniosa-mente delante de la princesa. De él extrajo un brillante cántaro y un ondulante manto tejido con la más delicada seda en colores que irradiaban la habitación. Parecía estar hecho de mil abalorios de lluvia. Después se dirigió a la princesa:
-Este es el manto llamado Hagoromo. Cuando te lo pongas hará desaparecer de ti todas las impurezas del contacto humano. Y en este cántaro está la poción que te proporcionará el olvido de todas tus actuales tristezas.
La princesa Kaguya se volvió y a través de sus lágrimas le rogó que los dejase solos un momento. Después se quitó su hermoso quimono exterior, se arrodilló ante los ancianos y dijo:
-Tened esto en recuerdo mío. Donde esté esto también estaré yo. Ahora, por favor, secad vuestras lágrimas. Por el amor que me tenéis, no seáis infelices.
Les tocó reverentemente los hombros. Luego cogió una de las plumas de escribir que tenía en un cofrecillo tallado y escribió en un rollo un poema de despedida. Lo enrolló y lo entregó con el cántaro a su anciano padre, al mismo tiempo que le decía:
-Padre, dale este poema y este cántaro al emperador. El poema es mi despedida a un hombre amado. El cántaro contiene una poción que, cuando la pruebe, le proporcionará eterna juventud.
Con un último deseo de felicidad y una mirada afectuosa a la anciana pareja, la muchacha se dirigió al mensajero y le dijo:
-Estoy dispuesta a marchar contigo.
Silenciosa y sosegadamente se echó el manto por los hombros. Un aspecto de majestad cayó sobre ella. El gozo y ta felicidad divina se marcaron en sus mejillas y un aire etéreo rodeó todo su ser. En este mismo instante se hizo tan distante y se olvidó tanto de la vida humana que para los ancianos era ya una extraña. Pero todavía no podían creer que su querida niña fuese a perderse para ellos y por eso, rotos cuando ella puso su mano dentro de la.del joven dios de la luna y montó con él en el brillante palanquín, la siguieron con gritos frenéticos. La gran hueste de mensajeros se elevó en el aire. Al rodear el palanquín estallaron en una regocijada canción al mismo tiempo que un sendero de luz lunar se abría ante la cabalgata. Sorda a los furiosos gritos de sus padres adoptivos, ahora con el corazón traspasado, la princesa Kaguya flotó gozosamente hacia su hogar rodeada de la resplandeciente hueste, hasta que los aguzados ojos de los que quedaban abajo no pudieron ver ni un punto de luz de sus mantos.

XII. La peregrinación del emperador al monte Fuji

Cuando el emperador recibió el poema y la poción de la princesa Kaguya, suspiró profundamente y cayó en una larga meditación. Su corazón estaba desgarrado porque toda la profundidad de su amor por la bella princesa se le había presentado repentina y violentamente.
-¡Ah! Puesto que la princesa ya no está en esta tierra, no quiero prolongar por más tiempo mi vida -murmuraba.
Se encerró en sí mismo. Durante muchísimos días rehusó hablar a nadie y allá por donde iba llevaba consigo su espíritu de desolación. Evitaba a sus sirvientes y despreciaba todos los entretenimientos y diversiones que planeaban para él.
Un día los llamó y les dijo:
-¿Cuál es el monte de nuestro país que está más cerca del cielo?
-Vaya, señor, es el monte Fuji -replicaron con cierta sorpresa sus criados, ya que esto lo sabía todo el mundo.
-¡Bien! -exclamó el emperador-. Haced todos los preparativos para un viaje. Saldremos inmediatamente hacia el monte Fuji. En sus fieras profundidades quemaré este poema y la poción que día y noche consumen mi corazón con los recuerdos de la princesa Kaguya.
Partieron en seguida y llegaron al pie de la divina montaña. Ascendieron durante la noche y llegaron a la cima cuando ya el sol asomaba y se filtraba a través de los campos de nubes que había en el horizonte. Con sus nobles ayudantes rodeándolo, el emperador depositó el poema y el cántaro de la princesa Kaguya en el rojo cráter ardiendo. Al quemarse, el humo se elevó espeso y negro. Gradualmente se fue aclarando hasta que quedó un finísimo hilo de humo que se proyectaba en espiral hacia el cielo.
-Está llegando al país de la princesa Kaguya -murmuró el emperador.
Después de decir estas palabras, abandonó la cima y comenzó el viaje de regreso a su palacio. Pero muchas veces miró atrás y siempre vio el fino hilo de humo que ascendía hacia el cielo. Y así sigue hasta hoy.

Traducción: Angel García Fluixá

040 Anónimo (japon)

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