Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 13 de junio de 2012

Itinerario a través de una almohada

El viento de otoño soplaba suavemente sobre las colinas y levantaba una leve nubecilla de polvo en el camino por donde se había adentrado el bonzo Lu; estaba cansado de tanto andar y desea­ba guarecerse pronto en aquella posada, que se divisaba a través de los árboles. Lu franqueó el umbral de la casa y dio un suspiro de alivio cuando se sentó en una esterilla que había junto a la puerta. Estaba terriblemente fatigado, le dolía todo el cuerpo. Tras él, casi inmediatamente, entró un joven vestido al modo campesino. Debía ser algún aldeano de aquellos lugares. Saludó re­verentemente al bonzo y le pidió per­miso para sentarse a su lado en la este­rilla. El anciano accedió amable-mente, se apartó un poco y dejó sentar al re­cién llegado. Pronto el bonzo y el mu­chacho entablaron una animada con­versación. El aldeano viendo que aquel anciano le escuchaba con tanta aten­ción empezó a formular sus quejas. No cesaba de decir:
-¡Ahimé! (ay de mí), triste es mi destino, soy un hombre honrado, pero la suerte no me favorece nada. Siempre seré un simple cam-pesino.
-Pero ¿de qué te quejas tanto? -le dijo el anciano bonzo-; eres joven, tie­nes salud, no eres mal parecido y tu pobreza no es tanta que te veas en la miseria. ¿Todo esto no te basta para ser feliz?
-No, honorable bonzo, no me.basta. Considero que un hombre no puede sen­tirse satisfecho si no logra prosperar y alcanzar un alto puesto, bien sea en el ejército o en la administración del imperio. Yo me he esforzado todo cuan­to he podido en estudiar muchas cosas.
Creía que me iban a ser útiles pero aho­ra veo que todo ha sido inútil. Nunca seré más que un pobre aldeano con es­casos bienes.
El muchacho cuando acabó de decir esto se quedó medio dormido. Había trabajado durante toda la jornada y sus párpados se cerraban casi incons­cientemente.
El muchacho oyó de pronto que el bonzo le decía:
-Creo que puedo remediar tus ma­les y dar fiel cumplimiento a tus deseos. Veo que tienes sueño, échate sobre la esterilla, apoya tu cabeza sobre esa al­mohada que te ofrezco y alcanzarás lo que tanto deseas.
Lou, tal era el nombre del aldeano, hizo lo que el bonzo le decía. Apoyó su cabeza sobre la almohadilla y de pron­to le pareció que penetraba dentro de ella. Al cabo de unos instantes se en­contró en su propia casa: tenía la im­presión de que todo acababa de suceder del modo más natural.
Lou se encontraba en su casa. Le pareció que ya hacía algunos meses que había vuelto a ella. Sus actividades se desarrollaban como de costumbre, pero un buen día decidió tomar por esposa a una muchacha del país de Tang-ho. La joven era hermosísima y Lou tuvo tan buena suerte con las cosechas que pronto empezó a enrique-cerse. El cam­pesino estaba contento. Vestía ya como un gran señor, su mujer era hermosa y buena y su hacienda crecía de día en día; pero como siempre había sido un muchacho estudioso deseaba hacerse un hombre, anhelaba llegar a ser un digna­tario importante de la corte. Estudió con ahínco y se presentó a un concurso que se había convocado en la ciudad. Salió premiado y alcanzó aquel puesto, y no contento con ello se presentó tam­bién a otro certamen que en aquellos días tenía lugar en la corte imperial para otorgar el cargo de subprefecto. Superó brillantemente los exámenes y alcanzó también aquella colocación.
La carrera de Lou era vertiginosa. Al cabo de poco tiempo fue nombrado cen­sor, y luego mayordomo del rey. Conti­nuamente tenía que promulgar edictos. Después fue nombrado prefecto y envia­do a las provincias. Allí, una de sus primeras preocupaciones fue la de abrir un largo canal. Los habitantes de aquel territorio agradecidos le erigieron un monumento.
Poco tiempo después las tribus re­beldes amenazaron el imperio por el oeste. El emperador empezó a buscar un hombre inteligente, fuerte y valero­so que fuera capaz de conseguir detener aquella inva-sión. Inmediatamente pen­só en Lou y le nombró gobernador mili­tar de aquella zona. Éste, al frente de un poderoso ejército, consiguió tras ímprobos esfuerzos rechazar a los rebeldes y anexionar a su país parte del territorio de los insurrectos con lo que el imperio quedó engrandecido.
El emperador celebró los éxitos de Lou colmándole de honores. Le nom­bró ministro de Gobernación y Hacien­da; pero en ese momento la envidia hizo su aparición. El primer ministro, temeroso de que el recién llegado lle­gara a quitarle sus prerrogativas, no paró de intrigar hasta que consiguió que su rival fuera desterrado y degra­dado. Lou fue a parar a una lejana re­gión y sólo conservó el título de pre­fecto.
Al cabo de algunos años, el primer ministro cayó en desgracia y Lou fue llamado otra vez a la corte. De nuevo fue uno de los hombres más importan­tes del imperio. Tanta fama llegó a alcanzar que otra vez la insidiosa envi­dia de los cortesanos urdió un complot contra él para aniquilarle. Fue acusado de rebeldía: se le acusó de haber prepa­rado una insurrección junto con el ge­neral en jefe de una zona fronteriza. El emperador, enfurecido por lo que él creía un abuso de confianza, ordenó que fuera encarcelado como un vulgar delincuente.
Lou fue encerrado en una tenebrosa mazmorra. Allí tuvo tiempo sobrado de meditar y de lamentarse de su trágico destino. «¡Cuánto mejor le habría sido quedarse en sus tierras como un simple aldeano, alejado de todas las preocupa­ciones que ahora le atormentaban!», pensaba el ex ministro.

Los años fueron pasando, y con el tiempo se descubrieron las argucias de aquellos cortesanos de alma ruin, y los culpables fueron severamente castiga­dos. El emperador mandó poner en li­bertad al ex ministro de Gobernación y Hacienda. Inmediatamente reclamó de nuevo su presencia en la corte y le colmó otra vez de honores.
A partir de este momento la vida para Lou fue placentera y dulce. Nada empañaba su felicidad, pero era viejo, muy viejo; ochenta veces habían flore­cido los árboles en primavera desde que él estaba en el mundo. Lou se daba cuenta de que su vida se iba apagando lentamente como una llama. Se sentía morir a pesar de los amorosos cuida­dos de su esposa y de sus cinco hijos. Los más grandes médicos del imperio le habían visitado, pero todos sus me­dicamentos se habían revelado inefica­ces para detener el curso de su fatídi­ca enfermedad.
Había un pensamiento que día y noche torturaba a Lou y no era preci­samente el de su próxima muerte, sino el pensar si su dilatada vida había sido lo suficiente útil al emperador y al im­perio. Decidió escribir una larga nota al soberano preguntándoselo. En ella le decía que a la hora de la muerte le seguía atormentando un pensamiento que a lo largo de toda su vida jamás había dejado de turbarle.
El emperador leyó con verdadera emoción aquel mensaje póstumo de su fiel ministro. Rápidamente redactó una nota de contestación a aquel mensaje y la mandó por mediación de un alto dignatario a la mansión de Lou. El emperador, con su propio pincel, le decía a su fiel colaborador que sus des­velos por el Estado habían sido su­mamente útiles y le aseguraba que sus grandes virtudes jamás serían olvida­das ni por él ni por su pueblo. Final­mente se lamentaba de que la muerte rondara ya el lecho de su fiel ministro y hacía votos para que lograra vencer la enfermedad y recuperar la salud. Ésta era la agradecida respuesta del so­berano.
Pero pese a los buenos deseos del emperador celeste, Lou no pudo res­tablecerse. Murió durante la noche de aquel mismo día...
Lou despertó sobresaltado.
El bonzo se lo quedó mirando fija­mente sin decir nada.
-Maestro, ¿ha sido todo un sueño?
-Sí, hijo mío. El sueño de la vida.
Ambos permanecieron unos mo­mentos callados. Luego, el aldeano le­vantándose hizo una profunda reveren­cia al bonzo y dijo:
-Gracias, honorable maestro. Aho­ra lo comprendo todo. El camino de la prosperidad está erizado de dificul­tades y no pequeñas; la fortuna y la miseria a menudo andan por el mismo camino. Recor-daré durante toda mi vida tu sublime iección... Te estoy muy agra-decido.
Se inclinó de nuevo profundamente repetidas veces, salió de la posada y se alejó por el polvoriento sendero...

005. anonimo (china)

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