Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 13 de junio de 2012

Hacia la gran muralla


La gran muralla brillaba siniestra­mente bajo la luz de la luna como una enorme serpiente de plata enroscada leguas y leguas a través de llanuras y valles. Miles de hombres perdían dia­riamente la vida en aquel agotador trabajo de fortificar la frontera. El cruel emperador Che-Houang-ti había ordenado que fuera construida una enorme muralla para proteger el Im­perio de las invasiones bárbaras y así evitar la guerra. Pero aquella terrible fortificación estaba causando más muertes que la más cruel y sangrienta de las contiendas. Los hombres más jóvenes y más fuertes eran llevados a viva fuerza hasta allá; una vez llegados al punto de su destino se les hacía tra­bajar día y noche en aquella construc­ción sin darles apenas de comer; la Gran Muralla semejaba un inmenso hormiguero humano en que la muerte por agotamiento hacía terribles estra­gos cada día llevándose a cientos y cientos de seres humanos. Entre aque­llos desgraciados se encontraba un jo­ven llamado Wan Hsi-liang; había sido un muchacho apuesto y fuerte, pero ahora parecía un esqueleto viviente; apenas lograba moverse, ni siquiera bajo la amenaza del látigo. El único consuelo del infeliz Wan Hsi-liang era pensar que su dulce esposa, la bella Meng Kiang-niu, ignoraba su triste suerte.
La primavera había llegado, el pe­queño jardín de Meng Kiang-niu flore­cía con mil colores; sobre la copa del tierno melocotonero revolotearon du­rante un momento una pareja de go­londrinas; Meng Kiang-niu pensó en su querido esposo del que nada sabía des­de hacía ya tiempo, y con los ojos hu­medecidos por las lágrimas cantó:

Cuando llega la primavera, el melocoto­
                                              [nero se cubre de flores.
Las golondrinas pían en su nido de
                                                   [amor.
Aparejadas vuelan ligeras en el inmenso
                                         [azul del cielo,
yo en cambio vivo triste y solitaria ¡y es
                                    [amarga mi pena!

Las hojas caían arremolinadas so­bre la tierra del pequeño jardín; Meng Kiang-niu seguía sin saber nada de su marido. La gente decía que en la Gran Muralla, hacia el norte del país, el frío era tan intenso que a los hombres se les hélaban las manos y los pies.
Meng Kiang-niu no perdió ni un ins­tante; tan pronto como se enteró de aquello empezó a confeccionar ropas de abrigo para su querido esposo; tal ardor puso en su trabajo que al cabo de tres días ya tenía hecho todo el equipo; pero ¿quién iba a llevárselo a Wan? Nadie de la región querría aventurarse a ir tan lejos. La Gran Mu­ralla era un lugar siniestro y las bue­nas gentes evitaban hasta pronunciar su nombre. Meng-Kiang-niu pensaba día y noche en la manera de resolver aquel problema; tras mucho cavilar de­cidió ir ella en persona; nadie iba a querer ayudarla a realizar tan difícil empresa. Iría ella misma a ver a su querido Wan y a llevarle las ropas de invierno que con tanto cariño había tejido.

Men Kiang-niu se levantó al alba, se vistió apresuradamente, cogió el ha­tillo con las ropas recién confecciona­das y se dispuso a emprender su largo camino hacia el norte; antes, pero, qui­so echar una última mirada a su pe­queño jardín; se asomó a la ventana y se quedó contemplando en silencio la espesa capa de nieve que cubría el sue­lo y las blancas ramas de su árbol pre­ferido, el pequeño melo-cotonero. Des­pués, sin pensarlo más, echó a andar hacia el norte, siguiendo aquel largo camino. Meng Kiang-niu sintió una agu­da pena al dejar su morada y verse sola en medio de aquel desolado sen­dero blanco al que los árboles desnu­dos cubiertos de escarcha daban toda­vía una apariencia más fantasmagórica. Pero al pensar en los dolorosos sufri­mientos de su pobre marido cobró de nuevo ánimo y empezó a andar decidi­damente, siempre hacia el norte.
Una noche la joven ya no podía dar un paso más. A lo lejos se divisaba una pequeña aldea, pero la pobre Meng no se veía capaz de llegar a ella. Estaba a punto de caer desvanecida cuando vio que a pocos pasos se alzaba un peque­ño templo rodeado de árboles; dio un suspiro de alivio y decidió refugiarse allí. Entró en el reducido santuario y desfallecida por el cansancio se tendió sobre el suelo y se quedó profundamen­te dormida. De pronto oyó que alguien la llamaba dulcemente :
-Meng, amada esposa, soy yo, tu marido Wan.
Meng miró en la dirección de don­de venía la voz y vio a su querido es­poso que la miraba sonriente.
-¡Oh Wan, qué alegría!, ¿estás bien? -Y se acercó para verle mejor. Nunca le había parecido su marido tan apuesto ni tan atractivo como en aquel momento. Wan siempre había sido un gallardo joven, pero ahora parecía que algo sobrenatural emanara de toda su persona.
-Sí, Meng, estoy bien, ya nada me aflige porque he dejado de pertenecer al mundo de los vivos y he hallado el eterno descanso.
Meng lanzó entonces un agudo grito de dolor y trató de asir la túnica de su marido, pero sus manos sólo encon­traron el vacío...
Al día siguiente Meng Kiang-niu despertó aterida de frío; sin embargo, tras haber descansado durante la no­che, le pareció que su cuerpo había recobrado en parte sus perdidas ener­gías. De repente recordó aquel extraño sueño que había tenido durante la no­che y una profunda tristeza invadió su corazón; no era un buen presagio, pero nada en el mundo habría podido dete­nerla en su camino. Quería ver a su marido fuera como fuera; a pesar de los presagios mientras le quedara un hálito de vida seguiría caminando siempre hacia el norte...

Todas las personas que encontraba Meng Kiang-niu en su camino eran ama­bles con ella y la ayudaban en lo que podían, compadecidas de su pena y admiradas del valor de que daba prue­bas al emprender tan arduo viaje.
Aquel día Meng Kiang-niu había andado de sol a sol sin encontrar a nadie en su camino, pero ahora la so­ledad ya no le daba miedo. Se había acostumbrado a ella, y ni el viento, ni la lluvia, ni la nieve conseguían ame­drentar su valeroso corazón; sin em­bargo, al ver caer la noche empezó a asustarse. Si dentro de poco no encon­traba ningún albergue donde poder pa­sar la noche iba a morir de frío. Empe­zó a mirar en todas direcciones para vez si descubría alguna casa, pero no vio nada. Decidió seguir andando para que no se le helaran los pies; sabía que si se detenía sus miembros quedarían entumecidos y no podría dar un paso más. El crepúsculo había dado ya paso a la noche y Meng Kiang-niu aún se­guía andando. La pobre mujer estaba convencida de que aquélla iba a ser su última noche en este mundo: iba a morir de frío. Mientras esto pensaba, de pronto su corazón empezó a latir apresuradamente y le pareció ver no muy lejos una débil lucecita. Apretó el paso todo lo que pudo y no tardó en distinguir la silueta de una casa junto al camino. «Probablemente será una posada», pensó.
Meng Kiang-niu aterida de frío em­pujó la puerta y entró en aquella casa. Efectivamente era una hostería. Al ver­la la dueña no pudo evitar lanzar una exclamación de asombro:
-Pero ¿de dónde vienes, criatura, con este frío, sola, y a estas horas de la noche?
-Vengo de muy lejos, buena mujer -contestó Meng Kiang-niu-, y me di­rijo hacia la Gran Muralla; deseo ver a mi pobre esposo que está allí. Le he hecho estos vestidos, son de mucho abrigo y quiero ir a llevárselos...
La posadera lloraba; su buen cora­zón se había enternecido con aquel re­lato. Inmediatamente preparó una bue­na comida para su huésped, le hizo secar las maltrechas ropas junto al fue­go y tras haberle preparado una buena cama le prometió acompañarla un tre­cho de su camino al día siguiente para que no se sintiera tan sola; pero aña­dió:
-Criatura, no creo que logres lle­gar allí; tú tan débil y delicada como una flor, ¿cómo harás para atravesar valles y montes, vadear los ríos y cru­zar la gran llanura? Sólo un Inmortal podría conseguirlo; espero y deseo que los dioses te protejan, Meng Kiang-niu.
Al día siguiente muy de mañana, Meng y la posadera empren-dieron el camino. La buena mujer la acompañó largo tiempo, y antes de despedirse le aseguró que no tardaría en encontrar una aldea donde podría pasar la noche.
Los vestidos de la pobre Meng eran un simple harapo y sus pequeños y delicados pies apenas podían sostener­la ya; había atra-vesado montes y va­lles, vadeado ríos, y ahora había llegado al país donde la hierba crece alta, pero la gran llanura era ahora un desierto blanco dónde sólo florecía la muerte. Meng Kiang-niu se encontró perdida; por mucho que su vista trataba de penetrar el horizonte sólo podía ver el resplandor cegador de la nieve cubrien­do con su amplio manto la inmensa pradera...
¿A dónde podría ir? Apenas había comido nada en todo el día y su frágil cuerpecillo se agitaba presa de con­vulsiones como una hoja a merced del viento.
«No tengo derecho a quejarme -pensó-; sin embargo, mi pobre Wan está peor que yo todavía, él ni siquiera es libre... »
Meng siguió andando bajo el sol du­rante todo el día; cuando empezaba a oscurecer llegó cerca de un torrente, junto al cual vio unas cuantas peñas que formaban una especie de caverna. Se acercó y decidió pasar allí la no­che. Siempre sería mejor que pasarla a la intemperie.
Cuando Meng abrió los ojos ya era pleno día; la nieve seguía envolviéndo­lo todo como un inmenso sudario blan­co. Meng Kiang-niu miró hacia la gran llanura y su corazón se encogió de mie­do; el sendero se había borrado total­mente; le iba a ser imposible hallar su camino entre aquel mar de nieve; grue­sas lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. De repente percibió un fuerte aleteo, levantó la cabeza y vio las negras alas de un cuervo; el pájaro se detuvo ante ella y empezó a volar lentamente, casi a ras de tierra, siem­pre en la misma dirección. Meng Kiang­-niu lo siguió con los ojos y comprendió que el pájaro le había sido enviado para que le mostrara el camino; llena de alegría por aquel feliz encuentro empezó a cantar:

Llegó el invierno, la nieve cae en espe­
                                                 [sos copos.
Meng Kiang-niu le lleva a su esposo el
                                             [cálido ropaje.
El cuervo la guía y le muestra el camino
hacia la Gran Muralla, ¿la encontrará
                                                 [al fin?

La valerosa Meng Kiang-niu anduvo días y días y meses y meses, guiada siempre por el cuervo hasta que un día... a lo lejos apareció la Gran Mura­lla. La terrible y siniestra fortificación del cruel emperador Che-Houang-ti.

-Decidme, honorable anciano -le estaba preguntando en aquellos mo­mentos Meng a un pobre forzado, que acarreaba piedras entre cientos de mi­les de hombres sudorosos y faméli­cos-, ¿conocéis por casualidad a mi marido? Se llama Wan-Hsi-liang.
El viejo se la quedó mirando como quien ve una aparición; resultaba to­talmente inexplicable que una débil mujer, bella y delicada como una flor, hubiera podido llegar hasta allí andan­do y sola.
-No, gentil señora, no conozco a tu marido ni sé quién es. Aléjate cuanto antes de aquí, buena mujer. No sea que te vean los guardianes y te hagan pri­sionera.
Meng Kiang-niu procurando que no la vieran los guardianes iba preguntan­do a uno y a otro para que le dieran noticias de su marido, pero ni uno solo de aquellos pobres forzados conocía a Wan. De pronto un escuálido joven se acercó disimuladamente hacia Meng y le dijo casi al oído:
-Mujer, yo conocí a tu marido, era mi mejor amigo. Murió al pie de la Gran Muralla antes de que empezara a rugir el helado viento de la estepa.
Meng Kiang-niu lanzó un profundo grito de dolor al oír aquello y cayó desvanecida sobre el blanco suelo. Los forzados la miraban desolados, una profunda compasión podía leerse en todas las miradas. De pronto Meng Kiang-niu volvió en sí y afligida por su dolor empezó a llorar desconsolada­mente; sus sollozos eran tan fuertes que atrajeron la atención de los guar­dianes; éstos se acercaron a ver qué pasaba. De repente, un terrible hura­cán se desencadenó sobre aquellos pa­rajes, la tierra sufrió horribles sacudi­das y la Gran Muralla empezó a tamba­learse como un hombre ebrio y se des­moronó en un recorrido casi de dos­cientos kilómetros...
La noticia no tardó en propagarse. Todos los forzados gritaban a la vez: «¡El llanto de la esposa de Wan Hsi-­liang ha hecho derrumbar la Gran Mu­ralla!» Fue tal el tumulto que se armó que hasta a los oídos del emperador llegaron voces de lo que había ocurri­do. Che-Houang-ti se enfureció como un tigre cuando se enteró de lo que había pasado y decidió ir personalmen­te a inspeccionar la Gran Muralla.
Tan pronto como llegó allí se hizo explicar con todo detalle lo ocurrido e inmediatamente mandó que la viuda de Wan Hsi-liang fuera llevada a su presencia. Meng Kiang-niu compareció pues ante el emperador, y a pesar del polvo del viaje su belleza era tanta que el perverso emperador decidió inme­diatamente hacerla su esposa favorita. Meng Kiang-niu cuando oyó que Che­-Houang-ti le ordenaba ser su esposa estuvo a punto de gritarle todo su odio a la cara, pero luego lo pensó mejor y fingiendo una inmensa satisfacción dijo:
-¡Oh emperador celeste! De buena gana seré tu esposa siempre que antes os dignéis concederme tres favores. ¿Es­táis de acuerdo?
-Habla y dime cuáles son.
-El primero es que deis orden de que mi marido sea colocado en un se­pulcro de oro con tapa de plata. El se­gundo: que asistan al entierro de mi difunto esposo vuestros chambelanes y vuestros generales en traje de luto. El tercero: que vuestra excelsa persona se muestre a todos ataviada con un traje de cáñamo y que llevéis en la mano el bastón funerario como si fuerais el hijo del difunto.
El entierro de Wan Hsi-liang tuvo lugar junto al Gran Río. Todo se cum­plió como había deseado Meng Kiang-­niu. El emperador presidía el cortejo fúnebre al que seguían chambelanes y generales todos con ropas de luto.
Meng Kiang-niu entonces se echó sobre el féretro de su querido esposo y estuvo sollozando largo tiempo; el cruel Che-Houang-ti se reía para sus adentros diciéndose que aunque ahora llorara pronto sería su esposa porque él había dado cumplimiento a sus tres deseos, pero de repente ocurrió algo inesperado. Bruscamente Meng Kiang-­niu se levantó y se acercó a las aguas del Gran Río. La joven tuvo como un vahído y cayó al agua. El emperador ciego de ira ordenó a sus servidores que sacaran inmediatamente a la joven del agua, pero cuando varios de ellos se disponían a cumplir las órdenes de Che-Houang-ti del lecho del río surgió una luz cegadora, las aguas se arremo­linaron y fue imposible ya salvar a la bella Meng Kiang-niu, que así fue a reunirse con su esposo, burlando de tal modo al emperador.

005. anonimo (china)

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