Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 13 de junio de 2012

Fan-kiang-chan


Fan-Kiang-chan tenía fama de ser el campesino más listo de aquella región. Sin embargo, nuestro hombre se decía a menudo: «No lo entiendo, tengo fama de ser el hombre más listo de esta comarca y en cambio me veo obligado a trabajar todo el día para un amo que apenas me da de comer; me paga sólo con un puñado de arroz, de la peor calidad, y un par de pimientos picantes al día que al meterlos en la boca me da la sensación de que van a convertirse en una llama.»
El bueno de Fan-Kiang-chan pensa­ba a menudo en estas y otras cosas. Cierto día en que como de costumbre estaba echando pestes, por tener que comer aquellos pimientos tan terrible­mente picantes, se le ocurrió una idea: se acercaba la época de picar el arroz, aquello le iba a proporcionar la gran ocasión de su vida. Aquel rollizo cer­do, que su amo con tanto cuidado ha­bía estado engordando durante todo el año, iba a ser para él a poco que le salieran bien las cosas. Sin pensarlo ni un momento más se dirigió al encuen­tro de su amo que en aquel momento se disponía a ir a dar una vuelta por sus campos.
-Honorable amo -le dijo Fan Kiang-chan en cuanto le vio-, venía a deciros algo de gran interés. Se acer­ca la época de la trilla del arroz y si tengo que picar yo solo se echarán a perder muchas mieses, es una labor que hay que hacerla a tiempo. Sería conveniente que alquilarais unos cuan­tos jornaleros para que me ayudaran. ¿No os parece?
-¿Que alquile jornaleros? ¿Qué es­tás diciendo? ¿Te has vuelto loco? ¿Crees que soy un potentado para po­der permitirme estos lujos?
-«Lo que sois, bien lo sé yo -se decía Fan Kiang-chan para sus aden­tros-. No hay hombre más avaro en todo el país.» -Bueno, mi amo, a vos toca decidir, pero es una lástima que una cosecha tan magnífica como la de este año se eche a perder por no des­cascarillar el arroz lo bastante aprisa; además estoy seguro de que encontra­ríais jornaleros que se conformarían sólo con que les dierais una buena co­mida. Podríais matar el cerdo y...
-¡Matar el cerdo, dices! Fan Kiang­chan, no sé por qué tienes fama de listo. Hace un rato que no te oigo decir más que sandeces...
-¡Oh mi amo, no lo creáis, lo que digo os sería muy conveniente, calcu­lad lo que vale el cerdo y lo que a cam­bio obtendríais; no tardaréis en daros cuenta de que os estoy proponiendo un buen negocio!
-Hum..., no sé..., no sé. -El rico terrateniente había empezado ya a calcular y estaba llegando a la conclu­sión de que tal vez la idea de Fan­Kiang-chan no fuera tan desacertada a fin de cuentas.
-Está bien, Fan. Me has convenci­do. Mata el cerdo tú mismo y mañana alquila por ese precio a los jornaleros. Cuando los tengas ven a decírmelo que quiero verlos.
-Está bien, mi amo, así lo haré.
Al día siguiente Fan Kiang-chan es­peró a que el sol estuviera muy alto. A las doce poco más o menos del me­diodía, cuando el sol estaba en su ce­nit, se encaminó Fan Kiang-chan hacia la casa de su amo. Éste nada más ver­le empezó a gritar:
-Eh, Fan, ¿por qué vienes tan tar­de? ¿No me vas a decir que tú y esos hombres habéis empezado a trabajar ahora?
-¡Oh no, mi amo! Estamos trillan­do desde el alba, ahora venía a buscar la olla llena de carne de cerdo que preparé ayer y de paso venía a avisaros de que si queréis ver a los jornaleros podéis venir conmigo: ahora estamos trabajando en el campo del norte, el más lejano.
-Claro que quiero ir a verlos, Fan. No voy a dar un cerdo sin ver que has cumplido tu palabra.
Sin decir nada más, amo y criado se encaminaron hacia el arrozal. Tal como había dicho Fan estaba muy le­jos, tanto que el gordo propietario em­pezó a sudar a mares a pesar de ir muy bien resguardado bajo su sombrilla de luciente papel encerado.
-¿Oye, Fan? ¿Todavía está muy le­jos este campo? -le dijo de pronto el terrateniente.
-¡Oh sí, mi amo; pero si estáis cansado no va a ser necesario que an­déis más; desde este alto del terreno, si miráis hacia abajo, podéis ver a los jornaleros! Están trabajando, ¡mirad hacia allá!
El terrateniente hizo lo que su cria­do le decía y efectivamente vio a seis figuras algo encorvadas con grandes sombreros de paja cubriéndoles la ca­beza.
-Está bien, está bien, Fan. Sigue tú andando que yo me vuelvo a casa.
Muy satisfecho Fan cargó de nue­vo con la olla llena de carne de cerdo y siguió andando. Cuando llegó al arro­zal se echó a reír como un loco:
-Amo mío, os habéis tragado el anzuelo. Ahora mismo me voy a comer yo solo toda esta carne. A vuestros jor­naleros les bastará con alimentarse del aire -y al decir esto le pegó un pun­tapié al primer espantajo que tenía cerca y el monigote de paja cayó estre­pitosamente al suelo. La misma opera­ción hizo con los otros cinco monigotes que quedaban y muy satisfecho empe­zó a saciar el hambre acumulada du­rante todo el año.
Pasaron unos días; el gordo propie­tario le preguntaba de vez en cuando a su criado:
-Fan, ¿cómo va la trilla? -y el criado invariablemente le respondía:
-Muy bien, mi amo.
Hasta que llegó un momento en que el amo empezó a desconfiar de Fan­-Kiang-chan y decidió ir él personal­mente a darse una vuelta por sus tierras para inspeccionar directamente cómo iban las cosas.
Tempranito, para no pasar tanto ca­lor como la última vez, se encaminó hacia los arrozales. Al llegar allá es­tuvo a punto de reventar de rabia. Vio que apenas estaba trillada una tercera parte del arroz y para colmo sólo vio a Fan trabajando. De los demás ni ras­tro. Hecho un basilisco se acercó a su criado y le dijo a bocajarro:
-¡Fan! ¿Qué significa esto? ¿Dón­de están los demás?
Ni el tigre cuando ruge en plena selva emite unos ruidos más potentes que los gritos que estaba profiriendo el gordo propietario.
-Los demás, mi amo, han tenido que marcharse a sus casas corriendo. La carne de cerdo no estaba buena y todos han enfermado a la vez.
-¿Ah sí? ¿Y tú cómo no te sien­tes mal entonces?
-Mi amo, la cosa es bien sencilla. Me habéis dado a comer tantos pimien­tos picantes que esos malsanos gusa­nillos conmigo no han tenido nada que hacer. ¡Estoy tan lleno de picante por dentro que han muerto todos antes de llegar a mi estómago!
El rico terrateniente se volvió colo­rado como un tomate al oír aquello, pero no se atrevió a replicar nada. De un golpe seco abrió su sombrilla y se alejó a grandes pasos de allí.
De las astucias y tretas de Fan Kiang-chan en su pueblo y en los alre­dedores se habló durante mucho tiem­po. Una de las más conocidas es la si­guiente:

Lao-ma y Lao-che acababan de ven­der sus jarras de miel en la feria del pueblo y estaban muy contentos. Ha­bían sacado por ellas unos buenos pu­ñados de sapeques. Los dos campesi­nos se felicitaban mutuamente por su buen negocio; eran ya ancianos y la venta de la miel era su único medio de vida. Muy contentos decidieron ir a pasar la noche a la posada antes de emprender el camino de regreso hacia sus casas.
Pronto encontraron alojamiento. La posada estaba vacía y al momento les dieron la habitación que habían pedi­do. Cuando estuvieron en su cuarto, Lao-ma, que era el más decidido, le dijo a su compañero:
-Mira, Lao-che, sería mejor que ocultáramos este dinero en algún sitio seguro no sea que por la noche mien­tras estemos durmiendo venga alguien y nos lo robe.
A Lao-che le pareció muy bien la idea y ambos a la vez se precipitaron a encender una vela y ocultaron el di­nero en el fondo del cesto, donde ha­bían traído las jarras de la miel. Pero el posadero y su mujer al oír ruido y ver luz sintieron curiosidad y se apre­suraron a atisbar a través de una de las rendijas de la puerta. Al ver lo que hacían los dos viejos, le dijo el posa­dero a su mujer:
-Ésta es nuestra ocasión, mujer. En cuanto duerman nos apoderaremos del dinero y nunca podrán llegar a sa­ber quién se lo robó.
La mujer que era tan malvada como su marido asintió muy complacida; es­peraron que los dos ancianos estuvie­ran en el mejor de los sueños y enton­ces sigilosamente entraron en la estan­cia, cogieron la bolsa del dinero del cesto y en su lugar dejaron otra llena de piedras.
Al día siguiente, cuando Lao-ma y Lao-che vieron que les habían robado su dinero, se pusieron a llorar desespe­radamente, pero luego, algo más sere­nados, empezaron a pensar que los ladrones tenían que haber sido el po­sadero y su mujer porque no había na­die más en la hostería aparte de ellos, y la puerta de la calle aún estaba cerra­da, lo cual indicaba que no había en­trado nadie de fuera. Los dos ancianos inmediatamente fueron al encuentro de los dueños de la posada y les contaron lo que les había ocurrido, pero los la­dinos dueños aún tuvieron la desfacha­tez de lamentarse diciendo que aquello iba a ser un deshonor para su posada y que en mala hora' les habían dado habitación porque si se extendía la fa­ma de que en aquella hostería ocurrían robos nadie querría ir allí y perderían todos los clientes. Lao-ma entonces muy furioso le dijo al dueño de la posada:
-Ya basta, hostelero. No quieras quejarte ahora de lo que ha ocurrido cuando tú eres el único culpable. Ahora mismo mi amigo y yo iremos a ver al juez y él decidirá sobre nuestro caso.
Los dos ancianos efectivamente se encaminaron a ver al juez. Éste era un hombre viejo y cansado que al acabar de oír sus quejas se quedó muy pensa­tivo. «Vaya -se decía entre sí el buen hombre-, este oficio mío cada día re­sulta más pesado, la gente cada vez vie­ne aquí con asuntos más embrollados, este lío no hay quien lo resuelva. Unos dicen una cosa y otros otra.»
Mientras el juez permanecía pensa­tivo sin saber qué hacer, se acercó al­guien a su mesa diciendo:
-Me llamo Fan Kiang-chan, señor, y aunque sé que no es cosa de mi incum­bencia yo de vos los mandaría al templo del Rey Celeste a recoger el gran tam­bor. Es fama que ese tambor cuando lo llevan dos inocentes se pone a tocar solo; en cambio si son culpables los portadores, permanece callado. Esto es lo que se dice por lo menos...
El juez no parecía estar muy deci­dido a seguir la sugerencia de Fan Kiang-chan, pero como estaba hecho un lío decidió probar.
Los dos ancianos fueron advertidos que debían ir al templo del Rey Celeste, muy bien lavados y vestidos, con sus mejores trajes. Ambos juraron que así lo harían y al día siguiente tempranito se encaminaron hacia el Templo. Se prosternaron ante el gran tambor; lue­go con gran reverencia cogieron las an­das y empezaron a pasearlo con gran devoción; pero ya hacía un buen rato que andaban cargados con él y el tam­bor permanecía mudo.
-¡Ay Lao-ma! -decía Lao-che-, nunca volveremos a ver este dinero y para colmo de males, de tanto andar se nos va a estropear el calzado y vamos a ajar nuestros vestidos de fiesta.
-No desesperes, Lao-che -contes­taba Lao-ma-, somos inocentes y tarde o temprano se sabrá la verdad.
En aquel preciso instante el tambor, inopinadamente, empezó a redoblar una alegre marcha.
El juez y todos los que contempla­ban la escena dijeron:
-Bien está, el tambor ha sonado. Esos son inocentes. A ver los otros que también aseguran serlo, si también lo serán.
-¡Que cojan ellos el tambor! -or­denó el juez.
El posadero y su mujer rápidamente se pusieron sus mejores vestiduras e hicieron ademán de ir a coger las andas del tambor, pero el juez ordenó que el tambor fuera llevado al templo y que fueran hasta allí a buscarlo. El tambor permaneció unos momentos en el tem­plo, y luego entraron el posadero y la posadera a buscarlo.
-¡Ay, qué miedo tengo! -decía la posadera por el camino mientras lo lle­vaban-, éste tambor es capaz de que­darse callado.
-Bah, mujer, no te preocupes. A lo mejor la otra vez sonó por casualidad.
-¡Ay, marido! ¡Cuánto pesa este condenado tambor! ¡Ya no puedo más! Y si no empieza a redoblar pronto, to­dos sabrán quiénes fueron los ladrones.
-¡Calla ya, mujer! Nadie sabrá nun­ca que fuimos tú y yo quienes roba­mos el dinero.
-¡Ah no! -dijo en aquel momento Fan Kiang-chan saliendo de dentro del tambor, donde se había introducido aprovechando un momento de descui­do de todos los presentes-. Pues desde este momento ya lo sé yo y ahora mis­mo se lo voy a decir al juez y a todos los demás. Ya podéis devolver inmediata­mente el dinero a esos dos ancianos si no queréis ser molidos a palos.

Y dicen que con estas y otras histo­rias creció tanto la fama de Fan Kiang­chan, que atravesó las fronteras del Gran Imperio y por eso ha podido lle­gar hasta nosotros.

005. anonimo (china)

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