Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 5 de junio de 2012

Piwichen y el amo de los gatos

Esta historia viene de muy lejos en el tiempo, de cuando los huilliches [i] dominaban todo más allá del río Toltén.
Caicheo [ii] vivía con una comunidad en Río Blanco desde que había partido de su comunidad original en isla Huapi para unirse a la familia de su amada Coloane [iii], una familia de cazadores de los bosques.
Caicheo no conocía las características de aquella zona, pero era muy orgulloso y prefería no preguntar y tratar de ir enterándose por su propia cuenta. Así fue como tuvo algunos inconvenientes en sus incursiones de caza, en principio no demasiado graves más allá de sufrir magullones alguna vez o tener que montarse a un árbol para evitar ser presa de un hambriento nawel [iv]. Pero su desconocimiento de aquellos bosques impenetra-bles iba a meterlo en un problema mucho más serio una tarde en la que el invierno ya comenzaba a retirarse.
En esa ocasión, se internó en el bosque como nunca antes había hecho, porque el viento le traía el llanto de un niño. Siguiendo ese lamento, Caicheo fue acercándose a la zona más pantanosa de la espesura. A medida que avanzaba, el llanto parecía ir calmándose de a poco, aunque nunca dejaba de ser desgarrador. Por fin, Caicheo llegó a las orillas de un cerrado y humeante pantano. Se quedo parado allí, escuchando atentamente. El llanto venía, no había duda alguna, del centro mismo del pantano. Caicheo, desconcertado pensó que debía ir a buscar a otros hombres de la comunidad y regresar rápidamente para hacer algo, pero a la vez sintió que no podía mover sus pies. Aunque esto duró sólo unos segundos, porque enseguida Caicheo dejó de oír el llanto del niño y el ruido del viento y dejo de ver el pantano y simplemente sintió que su ser desaparecía envuelto en una manta de sombras y silencio.
Despertó en plena noche. Se sentía débil y totalmente confundido. Se puso en pie como pudo, y a duras penas logró desandar el camino hacia su ruka en la aldea. Coloane lo recibió muy preocupada por tantas horas de ausencia, pero Caicheo no pudo comenzar a contarle nada: se desplomó en su lecho y hasta el siguiente mediodía.
Al levantarse pensó mucho en lo que le había sucedido, pero no logró llegar a ninguna conclusión. Esta confusión chocaba con su caracter orgulloso, y por esa razón, no dijo nada a su esposa de lo que había vivido en el pantano el día anterior. Al atardecer, sintiendose algo repuesto de sus fuerzas, decidió regresar a averiguar lo que había sucedido. Pensaba, orgullosamente, que ahora que estaba prevenido no se vería sorprendido por lo que sucediera, como le había pasado el día anterior.
Llego al punto del bosque donde había comenzado a oír el llanto y comenzó a recorrer los alrededores, pero nada parecía fuera de lugar. Su persistencia hizo que el día fuera retirándose y comenzara a llegar el crepúsculo, y fue entonces cuando el llanto recomenzó. Al oírlo, Caicheo se sintió avergonzado de sí mismo, porque cayó en la cuenta de que su actitud podía haber parecido muy decidida pero, en realidad, como si en el fondo estuviera muy asustado, no había ido directamente hacia el pantano, como hubiera sido lógico si era verdad que quería averiguar lo que le había sucedido el día anterior. Esta vergüenza le dio nuevo impulso y encaró el camino hacia el pantano con premura. Pero apenas llegó a las orillas volvió a sentirse raro, como si el mundo alrededor desapareciera vertiginosamente, y de pronto, la negrura, la inconsciencia y el silencio volvieron a ser su única realidad.
Nuevamente despertó en plena noche, nueva-mente regresó a los tumbos a su ruka. Pero esta vez Coloane lo esperaba junto a los ancianos de la comunidad para exigirle una explicación. Con apenas las fuerzas mínimas para pronunciar unas pocas palabras, Caicheo alcanzó a decir que había oído el llanto de un niño en medio del pantano, y luego cayó en el mismo pesado sueño de la noche anterior.
Al otro día, Caicheo esperaba encontrarse con severos planteos de parte de su esposa o los ancianos, pero todos lo trataron como si nunca hubiera sucedido nada. Por su parte, su orgullo le impidió hacer cualquier referencia a los hechos. Ya no pensaba en volver al pantano a averiguar nada, porque se sentía muy débil, cansado, como si en vez de acabar de despertar de varias horas de sueño hubiera llegado recién de una larga caminata. Sin embargo, al promediar esa tarde sintió unos irrefrenables deseos de marchar al bosque.
Al mismo tiempo que no podía dejar de internarse entre los árboles, deseaba para sus adentros, con toda intensidad, que los sucesos no se repitieran por una tercera vez, que no pasara nada, que todo quedara en una inexplicable aventura que procuraría olvidar pronto. Lo cual no fue así, por supuesto. Una vez más el llanto lo llevó a orillas del pantano. Y cuando comenzaba a perder la noción de su alrededor, justo cuando la negrura se cerraba en torno a su conciencia, oyó el inconfundible sonido de un kultrum y sobre ese ritmo hipnótico la potente voz de la machi de la comunidad que gritaba en medio de su trance extático:
‑¡Feí tami ngillatufiñ: amomarituaimí! ¡Tefachí kuñifal em chumlafeimeu, fentieni mi nutran-kafiel! [v]
De repente Cai­cheo sintió que sus piernas no lo sostenían, y cayó         de rodillas. Pero su espíritu permanecía atento, sin perder el dominio de sí. Así pudo ver a la machi golpeando su kultrum y repitiendo el conjuro, y a dos hermanos de su esposa corriendo a levantarlo por los brazos para llevárselo de allí. Mientras se alejaba del pantano en brazos de sus cuñados, Caicheo reparó en que el llanto del niño ya no se escuchaba. El sonido del kultrum fue quedando atrás, y entonces Caicheo dejó que sus párpados se cerraran como querían hacer desde que los hombres lo arrancaron de la orilla del pantano.
En su ruka había una reunión. Los ancianos de la comunidad, su esposa, ahora Caicheo y sus cuñados, y un momento después la machi, que regresó del pantano con la mirada encendida y aún resoplando y bufando como consecuencia de su éxtasis que no terminaba de desaparecer. Fue así como Caicheo se enteró de que había sido presa de un encantamiento. El llanto provenía de un ñakiñ, un niño embrujado cuya función era atraer con ese lamento a quienes rondaran cerca del pantano. Lo que no sabían los ancianos era qué clase de ser mágico estaba usando al ñakiñ y con qué fines. Pero la machi, por haber enfrentado con su conjuro a las fuerzas que querían controlar a Caicheo, pudo aclarar esto:
‑Es píw¡chen [vi]. Estoy segura. Caicheo es víctima de piwichen. Y ya los ancestros lo sabían: cuando píwichen te hace suyo, es muy difícil que te quiera soltar.
Al oír todas estas cosas terribles, Caicheo se sintió aún más débil y desprotegido. No las entendía muy bien, pero comprendía que estaba en problemas muy serios. La machi y los ancianos se retiraron para hacer un concejo entre ellos.
Coloane era nieta de uno de los ancianos y conocía bastante de las historias de la gente de la tierra; de hecho, alguna vez, cuando era niña, había sido señalada como posible discípula de la machi para reemplazarla algún día, pero finalmente ese honor quedó para su hermana Raimilla[vii]. Caicheo sabía de todo esto, y por eso le dijo a su esposa:
‑Quiero saber más de lo qtie está sucediendo, y qué es píwichen, y qué me va a pasar. ..
Coloane, entonces, le explicó que píwichen es una especie de serpiente con alas, de raza muy antigua, arcaica, de piel asquerosa y verdinegra, que habita en el corazón de los árboles muertos; pero es muy difícil hallarla porque, cuando ella lo habita, el árbol no parece muerto, aunque esto es sólo por una ilusión mágica. Y que habitualmente devora ovejas, en especial las de color negro; pero tiene una costumbre mucho más terrible: a veces se encapricha con un hombre y lo quiere como amante, y su forma de ser amante es beber de a poco la sangre de dicho hombre hasta secarlo. Y mientras eso sucede, el hombre se va debilitando, y no sólo no puede resistirse a píwichen sino que, cuantas más veces la serpiente beba de su sangre, más se siente él inclinado a ir al encuentro de su asesina.
Todas estas cosas le reveló Coloane a Caicheo, y el joven cazador se sintió desolado ante una posibilidad tan cierta e irresoluble de que su vida llegara a un final atroz.
‑Pero... ¿entonces no hay nada que se pueda hacer? ‑preguntó tembloroso.
‑Nada puede hacerse si no se atrapa a la píwíchen que te está chupando la sangre, y ya te dije que no se puede saber en cuál de los miles de árboles del bosque puede estar escondida. Cuando por fin encuentren ese árbol, ya estarás muerto hace mucho. Pero la machi y los ancianos están haciendo concejo. Pediles a las almas de los ancestros que iluminen a nuestros ancianos y sobre todo a la machi. Si no...
No terminó la frase, porque la angustia llenó los ojos de su marido.
‑¿Mañana... querré volver a ir al pantano? ‑dijo con un hilo de voz.
‑Mañana, y más al día siguiente, y al siguiente más…Y no habrá forma de detenerte, ni encerrándote, ni durmiéndote con gualicho. Si la machi no puede atrapar a piwichen...
La voz de Coloane era firme y segura pero llena de ternura. Tenía que decir la verdad de la situación, pero lo hacía con gran coinpasión por ese hombre al que había elegido como marido. Ambos permanecieron luego en silencio, mientras la noche pasaba más lenta que cualquier otra noche que recordaran. Entraron en una especie de trance de angustia y espera, del que recién pudieron reaccionar cuando al amanecer sintieron los pasos de los ancianos acercándose a la ruka.
‑¿Dónde está la machi? ‑preguntó Coloane.
‑Uno de tus hermanos la llevó al monte más allá del río, en busca de la única persona que podría hacer algo por tu marido. Es un lamgenchife [viii], que vive en una ruka solitaria en la cima del monte.
‑Entonces... sólo tenemos que esperar ‑dijo Coloane.
‑No. Tenemos que llevar a tu marido a la entrada del bosque, y dejarlo allí. Para que cuando su sangre lo impulse a ir en busca de su p¡wichen... lo haga libremente.
El espíritu de Coloane se sintió desolado, pero su alma sabía bien que la obediencia y la aceptación de la sabiduría de los mayores son condiciones básicas para que todo mantenga su equilibrio natural. Por lo cual obedeció a los ancianos. Caicheo, por su parte, ya no tenía fuerzas para resistirse a nada. Simplemente se dejó llevar por el brazo amoroso de su esposa.
Lo dejaron donde la arboleda comenzaba a hacerse más densa, y allí permaneció Caicheo durante algunas horas, rendida su voluntad y dormidos todos sus sentidos.
El sol empezaba a ocultarse detrás de las cumbres lejanas cuando Caicheo sintió el llamado irrefrenable de su sangre impulsándolo a ponerse de pie e internarse en la espesura. Su cuerpo estaba débil, pero todo lo que le restaba de fuerza estaba puesto al servicio de esa caminata hacia su perdición. Esta vez ni siquiera oyó el llanto proveniente del pantano. Ya no necesitaba ese estímulo mágico: su espíritu quebrado y la influencia de la ponzoña de la piwichen en sus venas eran razones suficientes para llevarlo adonde lo esperaba aquel macabro ser mágico. La noche ya estaba acariciando las copas de los árboles del bosque.
Caicheo llegó a orillas del pantano, pero casi no había terminado de detenerse allí cuando de repente vio a su alrededor algo que hubiera helado la sangre a cualquiera que tuviese que presenciarlo: decenas, centenas de huiños [ix] comenzaron a surgir de todas partes, en una carrera loca en la que se entrecruzaban a velocidades inauditas emitiendo un destimbrado coro de chillidos agudos hasta lo inaudible, los cuales, sin embargo, parecían atronar contra la madera de los centenarios árboles. Seguro de estar enloqueciendo a causa de su sangre infectada por la piwichen, Caicheo permaneció inmóvil mientras esta escena sin sentido crecía y crecía en torno a él.
Luego de unos momentos ‑por supuesto que Caicheo nunca podría decir de cuánto tiempo se trató‑, se oyó un alarido espeluznante proveniente del aire mismo, como si el viento entre los troncos de los árboles se hubiera aterrorizado de las vertiginosas carreras sin rumbo de los huiños y gritara como una mujer. Pero el origen del grito era mucho más aterrador. Caicheo vio surgir casi sobre su cabeza un ser horrendo, una serpiente alada y retorcida, de piel escabrosa y purulenta, un ser de pesadilla que abría sus fauces inconcebiblemente para producir ese sonido espantoso. Y en medio de todo esto, de repente una voz humana:
‑¡Aquí! ¡Éste es! ¡Éste es el árbol!
Caicheo giró su cabeza y vio a cuatro hombres de la comunidad siguiendo a un anciano que sin embargo parecía el más fuerte y decidido de todos ellos. Era el lamgenchife. Guió a los hombres hasta un árbol de tronco muy grueso y fuerte, alrededor del cual los huiños habían comenzado a girar en círculos a una velocidad extrema. Los hombres traían una larga red vegetal, que comenzaron a enrollar alrededor del tronco del árbol, y entonces Caicheo vio con asombro que este tronco comenzaba a convertirse en el de un árbol viejo, seco, muerto.
La piwichen ‑porque claro que no era otra la criatura monstruosa que se retorcía en el aire por sobre la cabeza de Caicheocomenzó a sufrir una suerte de convulsiones como si en el interior de todo su cuerpo se agitaran otros corpúsculos que pugnaran por salir al exterior destrozando su piel. Y entonces fue cuando la machi llegó presurosa junto al árbol que los hombres rodeaban con la red y, sacudiendo su junllu, lanzó un petíutripan [x] hacia la madera reseca. El árbol estalló en llamas, como latigazos de lenguas de fuego que se elevaban hacia el cielo o se lanzaban hacia la tierra pero retornaban para volver a envolver el tronco, sin que, sin embargo, ese fuego siquiera chamuscara una mínima hoja del resto de la densa vegetación que rodeaba a aquel árbol maldito.
La piwichen, entonces, también pareció estallar, pero no en llamas sino en horribles y espesos líquidos que se fundieron con los del pantano, en el cual cayó, luego, este ser espantoso, y al fin se hundió al mismo ritmo lento pero fatal con que las llamas en el árbol maldito se iban apagando porque ya no quedaba madera que las alimentara.
Todo había sucedido a tan irreal velocidad y había sido tan impresionante e incomprensible que Caicheo sintió su cabeza girar por un par de segundos y luego, en ese mismo girar, su conciencia se perdió en las sombras. Pero esta vez se dejó llevar a la inconsciencia, con una sensación de alivio que quizá muy pocos minutos antes no hubiera creído que podría volver a sentir jamás.
Pasó cuatro días al cuidado de su esposa, bebiendo preparados que la machi le indicaba y recibiendo ungüentos en su pecho. Recién cuando la machi decidió que estaba lo suficientemente repuesto, Coloane fue autorizada a contarle todo lo que había sucedido y cómo terminó salvando su vida que estaba ya casi perdida.
Como ya le había dicho antes, no había forma de hallar el refugio de la piwichen entre los miles de árboles del bosque, al menos no antes de que Caicheo ya hubiera muerto desangrado por la maldita serpiente. Pero la machi pensó que lo que no pueden hacer los hombres quizá lo pudieran otras criaturas de la Natura­leza, y, por eso fue en busca del lamgenchífe, quien tiene el poder de convocar las fuerzas físicas y esenciales de todos los felinos de la Tierra. El lamgenchífe escuchó lo que la machi le planteaba, y decidio que haría intervenir a los misteriosos huiños, que podían identificar el árbol seco de la píwichen aunque estuviese oculto por encantamiento entre los innumerables árboles saludables del bosque. En cuanto la píwichen salió del árbol para atacar a Cai­cheo, los huiños pudieron señalar el preciso lugar donde luego el lamgenchife, los hombres y la machi debieron actuar según los pa­sos de iwelmawida [xi] que esta última había consultado previa­mente con las voces de los ancestros, para así terminar con la ame­naza de la maléfica serpiente y evitara Caicheo una muerte prematura y espantosa.
La gratitud de Caicheo no tuvo límites, porque más allá de salvar su vida, toda aquella aventura le permitió pasar de ser el mas orgulloso de los cazadores al más humilde y, con el tiempo, sabio hombre de su comunidad.

Fuente: Néstor Barrón

066. Anónimo (patagon)

[i] Etnia muy relacionada con los mapuches que habitó la zona más austral de Chile, aproxima-damente desde el río Toltén hasta el Golfo de Corcovado. "Huilliche" significa, justamente, la gente del sur" (de willi= sur, y che= gente).
[ii] Nombre de origen huilliche que significa "seis avestruces".
[iii] Nombre de origen huillíche que significa "cara enrojecida".
[iv] Nombre aborigen del tigre americano (Panthera onca), el mayor felino de América y uno de los más corpulentos carnívoros del mundo.
[v] Conjuro para alejar a un espíritu maligno, cuyo significado aproximado es: “¡He aquí que te conjuro: a que te vayas sin poder negarte! ¡Este pobre enfermo no te ha hecho nada, mientras que tú lo haces padecer tanto!".
[vi] El nombre está compuesto de piwen= seco y che= tierra.
[vii] Nombre de origen huilliche que significa "flor de oro".
[viii] Este vocablo podría traducirse como "el que domina los poderes felinos", o, más poéticamente, «el amo de los felinos".
[ix] El huiño es una especie de gato salvaje pequeño, conocido también como kodkod y cuya denominación científica es Oncifelis guigna. Presenta un largo de cabeza y cuerpo de entre 40 y 52 cm, un largo de cola de aproximadamente 17 a 23 cm, y pesa de 2 a 3 kilogramos. Es uno de los felinos menos estudiados, incluso se conoce muy poco de su biología. Al parecer presenta hábitos nocturnos, es un ágil trepador y muy arborícola.
[x] Fuego que sale chispeando.
[xi] Una de las artes secretas de las machi.

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