Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 10 de junio de 2012

El primer caballero que pisó la ciudad


Había llegado finalmente «lo bell jorn e clar» del 31 de Di­ciembre de 1229. Las murallas que, hasta hacía poco, habían de­fendido la plaza estaban destrozadas, calcinadas a trechos, y el foso que las, circudaba lleno de escombros entre los que se mez­claban los cadáveres de guerreros de uno y otro bando. Las torres de la altiva Medina Mayurka, reventadas a pedradas y golpes de ariete, abrían enormes brechas que no iba a ser fácil defender. El aspecto de la ciudad era desolador para los que se aprestaban a disputar por ella el último combate.
Inútiles habían sido las negociaciones entre Abu Yahie, rey moro de Mallorca y los emisarios de don Jaime a los que se ofrecieron cuantiosas sumas de oro y tributos a perpetuidad, pa­ra hacerles desistir de su empresa. La decisión del rey cristiano y de su consejo de nobles estaba tomada: el definitivo asalto se­ría el último día del año y tal propósito se mantendría en secreto, para no sumir a la tropa en una tensa espera. Entre tanto, los barones y capitanes formularon sus solemnes juramentos de ma­tar o morir. Los obispos procuraban poner en sus exhortos los más cargados acentos, prometiendo la salvación eterna e inmedia­ta a los que cayeran en la empresa y Fray Miguel, el dominico confesor del rey que tantas veces levantara la moral de la desani­mada tropa, encendía con sus vibran-tes sermones la acometivi­dad de peones y caballeros.
Enterada al fin la tropa del propósito real, al alba del últi­mo día del año se celebraron los oficios, se oyeron confesiones y se repartió la comunión. Unos a otros se perdonaban las mutuas ofensas, se aprestaban las armas para el definitivo asalto y se reu­nían las huestes para recibir las consignas de sus respectivos ca­pitanes. El rey en persona, pertrechado de todas sus armas, aren­gó a la tropa diciéndoles: «Id, animosos varones, en nombre de nuestro Señor Dios Jesucristo; id, entrad en la ciudad que, Dios nuestro Señor os ha otorgado». Grande fue, emperó, el desalien­to de Jaime al ver que su ejército, preso de una fría parálisis, no avanzaba un sólo paso hacia el campo enemigo. Repitió su arenga rogándoles le librasen de una tal vergüenza e ignominia y que alejasen para siempre aquella infame cobardía. Invocó por tres veces el nombre de Dios y de la Virgen y les mandó de nuevo: «Id, animosos y fuertes varones. ¿Por qué les teméis?». Salido de su turbación, el ejército se encaminó a buen paso hacia la brecha abierta en la puerta de Belarcófol o Babalcófol, donde se levanta en nuestros días la iglesia castrense de Santa Margarita.
Al grito de ¡Sancta Maria!, ¡Sancta Maria!, trabóse allí un fe­roz combate en el que se mezclaban con estrépito el choque de las armas, el griterío de los combatientes y los gemidos de los heri­dos y moribundos. Una tras otra fueron rechazadas por los de­fensores las oleadas de soldados cristianos que caían, atravesados por las lanzas, ensartados en las adargas o decapitados por los al­fanjes de los moros de Abu Yahie. La moral cristiana, pese a los gritos de ánimo que esparcía Fray Miguel, peleando frenética­mente como un soldado más, decaía alarmantemente y empezó a llamarse a aquella fatídica puerta el Esvehidor por la aniquilación que suponía para las huestes de don Jaime.
La victoria no se decidía por las armas cristianas que per­dían,, con cada hombre muerto, una gran dosis de acometividad. Fue entonces, cuando un inesperado combatiente, caballero en un blanco corcel, y con una cruz de gules en el escudo, se puso al frente de los atacan-tes y, arrebatando la espada al combativo Fray Miguel, arremetió con tal brío contra las huestes sarracenas arro­llándolas con poder sobre-humano y sembrando tanta muerte y terror en ellas que, retroce-diendo, permitieron al fin la entrada a los cristianos en pos de tan fogoso capitán.
¿Quién era aquel arrollador Caballero Blanco? Marsilio, nuestro guía en estas historias, cuenta que el mismo rey Jaime tomó cuidado en averiguarlo y concluyó que no podía tratarse sino de San Jorge, enviado en su auxilio por la bienaventurada Virgen Santa María, tantas veces invocada por él y su tropa.
Un historiador del XIX, don Antonio Furió, comenta el su­ceso con un criterio un tanto irónico: «Si el cielo quería libertar nuestra Patria del yugo africano ¿habría menester fuerzas huma­nas, la presencia efectiva de San Jorge y mucho menos la de su caballo blanco para derrotar al ejército moro? El que lo ha hecho todo de la nada con sólo su palabra y con sólo su querer, ¿nece­sitó acaso una cosa tan material como la espada? ¿Creéis que los que están gozando del Sumo bien, bajan a dar cuchilladas y esto­cadas a los de este mundo?». Furió añade, sin embargo, que el hecho le merece alguna fe ya que se halla testificado en un ser­món de San Vicente Ferrer y por muchos otros autores, que han escrito sobre el tema.
El caso es que aquel día, Jaime I de Aragón, vio cumplidos sus deseos de conquistar la ciudad.
Los días que siguieron, los dedicaron los vencedores al pi­llaje, al robo, al saqueo y al asalto. Es de suponer que, terminada la lucha por la ciudad, siguió corriendo la sangre de los venci­dos que no pudieron huir a las montañas o quisieron empeñarse en defender, en un último acto de valor, sus pertenencias o sus familias. Cuentan que fueron tantos los desmanes y las violencias, que el mismo Don Jaime, ante tal espectáculo de muerte y horror, mandó ahorcar a veinte de los suyos como público escarmiento, prometiendo después justicia y equidad en el reparto del botín.
De San Jorge, ni historias ni crónicas añaden una palabra más.
Sea como fuere, ahí queda la leyenda, avalada por escritos y algún sermón, acerca del primer caballero que pisó como con­quistador nuestra ciudad y que no fue aragonés, ni catalán, ni occitano, ni pisano, ni genovés, sino... ¿Quién sabe de dónde?

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. Anonimo (balear-mallorca-palma)

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