Ma Liang
era el chiquillo más pobre de aquella aldea. Había quedado huérfano muy
pequeñito, y desde la más temprana edad se había visto obligado a ganarse la
vida de mil maneras; unas veces recogía leña y vendía luego los haces por unos
miserables sapeques; otras, iba junto al río, y como se daba muy buena maña
para pescar volvía luego al pueblo con una buena cesta de plateados peces;
otras, en fin, se prestaba a hacer algún recado y era recompensado por ello.
Como a
todos los niños, a Ma Liang le gustaba corretear y jugar en el campo, sobre
todo en primavera cuando los prados se cubrían de hierba y florecían los
árboles, cubriéndose sus copas de delicados tonos blancos y rosados; pero lo
que más le gustaba a Ma Liang era dibujar. Su mayor anhelo habría sido aprender
a pintar en la escuela de algún gran maestro de la capital, pero en el pueblo
todos le decían que no se forjara ilusiones porque siendo tan pobre jamás
lograría verlas colmadas.
Un buen
día en que Ma Liang acababa de vender unos cuantos haces de leña, que había
recogido entre la maleza del bosque, pasó por delante de la escuela y vio que
el maestro estaba pintando un paisaje con ayuda de un pincel. Ma Liang se
quedó extasiado contemplando aquel instrumento. ¡Qué maravilla si él pudiera
llegar a poseer otro igual! Sin pensarlo ni un momento entró en la escuela y dirigiéndose
al maestro le dijo:
-Honorable
maestro, desearía aprender a pintar. ¿Podríais darme un pincel?
El
maestro se lo quedó mirando, después levantó la voz y le dijo:
-¡Nunca
he visto desfachatez igual! ¡Desde cuándo un pordiosero se atreve a pedir que
le enseñen la más sublime de las artes!
Ma Liang
se quedó muy triste al oír aquello, pero como era un muchachito valeroso no se
arredró por tan poca cosa. Se encogió de hombros y se marchó de allí, pero se
juró a sí mismo que nadie ni nada le haría desistir de practicar su mayor
afición.
A partir
de aquel día se puso a dibujar con más ahínco que nunca; a falta de pincel utilizaba
lo primero que le venía a mano. Si iba al bosque a recoger ramitas cogía una de
ellas y sobre la arena se esmeraba en reproducir todo lo que veía; los
pájaros, los árboles y las florecillas silvestres quedaban reproducidos en la arena
de un modo magistral. Otras veces, cuando iba a pescar junto al río, mojaba el
dedo en el agua y sobre las piedras de la orilla dibujaba los peces de mil colores,
que surcaban las verdes aguas, y luego cuando volvía a su improvisado hogar, a
su pequeña caverna, con un estilete rascaba la roca hasta conseguir dibujar en
ella los más variados objetos de uso doméstico; gracias a los dibujos del
pequeño pintor, la cueva resultaba un lugar verdaderamente precioso. Ma Liang,
sin embargo, mientras hacía sus dibujos en la pared, a menudo suspiraba
diciendo: «¡Ay, si pudiera tener un pincel, mi dicha estaría colmada! »
Los años
fueron pasando. Ma Liang era ahora ya un apuesto mancebo, pero seguía viviendo
en su caverna y era casi tan pobre como antes. Todavía seguía suspirando por
lo mismo, por poseer un pincel. Ahora trabajaba más que cuando era sólo un
niño, pero aún así siempre encontraba algún momento para dedicarlo a su
ocupación favorita: dibujar en la arena los seres y las cosas que tenía ante
su vista.
Cierta
noche, Ma Liang después de una agotadora jornada de trabajo se había quedado
profundamente dormido. De pronto le pareció oír una extraña voz. Se levantó
sobresaltado y miró a su alrededor, pero nada vio. Se asomó luego por el hueco
de la puerta y se encontró de repente ante un venerable anciano, que sonriendo'
benévolamente le dijo:
-Honorable
Ma Liang, los dioses en premio a tu honradez y buen corazón han decidido
premiarte con algo que espero será de tu agrado.
Al decir
esto tendió hacia el joven dibujante un objeto largo y brillante terminado en
un pequeño penacho de fino pelo. Ma Liang se quedó mirando aquel objeto lleno
de emoción. ¡Era un pincel! ¡Un maravilloso pincel con mango de oro macizo, que
brillaba como los rayos del sol!
-Sí, Ma
Liang -dijo el anciano-, es un pincel, un pincel mágico, úsalo siempre para
hacer el bien.
-¡Oh,
gracias, honorable anciano, muchas gracias, entrad si os place en mi humilde
morada!...
Ma Liang
en aquel momento se quedó boquiabierto al ver que estaba hablando solo. El
anciano había desaparecido. ¿Habría sido todo un sueño? No, no había sido sólo
un sueño. Él estaba de pie en el umbral de su choza y en sus manos el
maravilloso pincel de oro relucía con extraños reflejos. Ma Liang estaba loco
de alegría. Entró en la cueva precipitadamente y en un pequeño rincón de la
roca, donde aún no había nada dibujado, empezó a pintar un pájaro de suaves
colores. «Verdaderamente el pincel era un objeto mágico», pensó Ma Liang,
porque no tenía necesidad siquiera de utilizar pintura. El pincel pintaba
exactamente todo lo que la fértil imagina-ción de Ma Liang deseaba. El pájaro
pronto estuvo terminado. De repente ante la tremenda sorpresa de Ma Liang el
pájaro pió dulcemente y emprendió un ancho vuelo hacia el inmenso firma-mento
azul. Ma Liang estaba contentísimo. Salió corriendo de su casa y se fue junto
al río; rápidamente pintó un pececito en las rocas. Tan pronto como estuvo terminado,
el brillante pez movió alegremente sus aletas y de un ágil salto se sumergió
en la profundidad de las aguas verdes.
Viéndose
en posesión de un tal talismán, Ma Liang se juró que iba a remediar la
pobreza de todos sus amigos. Al día siguiente de buena mañana se plantó en el
sitio más concurrido del pueblo y empezó a decir a grandes voces:
-Venid,
venid todos, y decidme qué es lo que necesitáis.
Todos le
miraban extrañados, pero como le conocían de toda la vida y sabían que era un
muchacho con un corazón de oro hicieron lo que éste les decía, y uno empezó a
decir:
-Yo
necesitaría un arado...
Ma Liang
rápidamente dibujó un arado formidable y acto seguido el buen campesino se
encontró con él en las manos. Al ver tal cosa todos prorrumpieron en
exclamaciones de admiración; luego se produjo un verdadero tumulto de voces:
-Ma
Liang, yo necesito una carreta, yo una lámpara, yo una túnica nueva, yo un
sombrero para preservarme de los rigores del sol cuando estoy trabajando en el
campo...
Ma Liang
tuvo que imponer un poco de orden porque era tal el griterío que no se enteraba
ni de lo que le pedían.
La
historia de Ma Liang y de su mágico pincel pronto se extendió por toda la
región. Un rico y codicioso propietario decidió aprovecharse de las
prodigiosas cualidades de aquel pincel inmediatamente. Envió a dos servidores
a buscar a Ma Liang y lo hizó traer a su presencia. Cuando lo tuvo ante él le
dijo orgullosamente que a partir de aquel momento tendría que pintar todo lo
que él le ordenara. Ma Liang, a pesar de su juventud, era un chico de mucho
carácter y recordaba muy bien las palabras del venerable anciano que le había
dado el pincel. Le había dicho que sólo se sirviera de él para hacer el bien y
aquel rico mercader ya sabía él que no quería usar del pincel mágico con buen
fin. Lo único que deseaba era saciar su codicia siempre insatisfecha. Tras
pensarlo un momento, Ma Ling dijo con voz firme:
-Honorable
señor, estáis muy equivocado si creéis que vais a utilizarme para saciar vuestra
codicia. No pintaré nada.
El rico
mercader se enfureció tanto con su respuesta, que al instante hizo encerrar al
muchacho en un establo vacío e inservible.
Lo hizo
meter allí porque tenía unas paredes muy altas que resultaban totalmente
imposibles de escalar. El malvado y codicioso comerciante juzgó que de aquel
lugar el muchacho por más que lo intentase no iba a poder salir.
Hacía ya
tres días que el comerciante había hecho encerrar a Ma Liang en el establo. Al
anochecer del tercer día cayó una gran nevada, y entonces el perverso mercader
se dijo: «Ma Liang ya debe haber muerto de frío o de hambre; voy a ver, miraré
a través del agujero de la cerradura.»
Sin
pensarlo ni un momento más se acercó a la puerta y miró por el ojo de la
cerradura. Lo que vio le dejó estupefacto. Ma Liang estaba cómodamente
sentado sobre una hermosa piel, al lado de una magnífica estufa sobre la que
humeaba una gran sartén llena de galletas y golosinas que Ma Liang iba comiendo
despacio y muy satisfecho. El mercader no podía creer lo que veía. «No cabe
duda -pensó- que Ma Liang se ha servido del pincel para obtener todo esto, tengo
que apoderarme de este objeto sea como sea.» Entonces, a grandes voces, dio
orden a diez de sus servidores de que penetraran en el establo y mataran a Ma
Liang; luedo entraría él a coger el pincel.
Pero Ma
Liang había oído la orden que acababa de lanzar el mercader y a toda prisa
dibujó una larga escalera junto a la pared. En aquel preciso instante entraron
los criados del comerciante, pero ya Ma Liang había subido hasta arriba de la
escalera y acababa de saltar al otro lado del muro. El comerciante, rojo de
ira al ver aquello, empezó a trepar a su vez por la escalera, pero. antes de
llegar al tercer peldaño, aquélla había desaparecido y el rico y gordo
mercader cayó al suelo estrepitosamente.
Ma Liang
cuando se vio libre decidió marcharse de allí rápidamente. Tenía que irse
lejos, lo más posible, si no el rico mercader no dejaría de perseguirle hasta
darle muerte. A toda prisa dibujó un soberbio caballo y cuando éste tuvo vida
montó en él y se alejó al trote de allí; pero aún no había tenido tiempo de
salir del pueblo cuando se vio perseguido por el mercader y sus servidores;
montaban también éstos soberbios corceles y se dirigían hacia él raudos como el
viento blandiendo sus sables desnudos en el aire. Ma Liang siguió galopando, y
a toda prisa dibujó un garrote. Lo arrojó sobre el mercader y éste cayó del
caballo. Los servidores le atendieron y el muchacho tuvo tiempo suficiente de
escapar.
El joven
pintor cabalgó día y noche. Quería alejarse lo más posible de su aldea para
verse libre de todo riesgo. Por fin, tras haber recorrido leguas y leguas,
consideró que había llegado lo bastante lejos y descabalgó. Se instaló en una
pequeña ciudad; la población le pareció rica y próspera. Inmediatamente empezó
a pensar a qué se dedicaría para ganarse la vida. No quería pintar tal como lo
había hecho hasta entonces porque no deseaba llamar la atención. En aquel
momento se le ocurrió una idea: recordó que con el pincel mágico también
podía llegar a pintar cuadros normales, bastaba con que no los dejara
terminados. A partir de aquel momento, empezó pues a pintar cuadros, pero
siempre procuraba olvidarse algún detalle con lo que conseguía que el dibujo
permaneciera sobre la tela. Su fama pronto se extendió por toda la ciudad; la
gente, sin embargo, se extrañaba un poco de la rara manía del joven pintor. A
menudo solían decir:
-Es
curioso, es un gran maestro, mas siempre tiene el capricho de no terminar sus
cuadros. Verdaderamente los artistas son gente un tanto extraña.
Un buen
día, Ma Liang estaba cómodamente sentado ante su mesa pintando una grulla de
soberbio plumaje. Con tanto entusiasmo pintaba que estuvo a punto de acabar
totalmente el dibujo: sólo le faltaba un ojo a la grulla, pero se dio cuenta a
tiempo y expresa-mente omitió dibujar aquel detalle. En un momento de
distracción, con el codo, sin darse cuenta, le dio un ligero empujón a una
botellita de tinta china que tenía sobre la mesa y se vertió una gota que fue a
caer precisamente en el lugar del ojo de la grulla inacabada. Inme-diatamente
ésta, ante el asombro de todos los presentes, emprendió el vuelo hacia las
nubes.
La fama
de Ma Liang de nuevo empezó a extenderse más de lo que éste habría deseado.
Pronto llegó a oídos del mismísimo emperador; alguien se apresuró a describirle
los extraordinarios hechos de que eran autores Ma Liang y su pincel. El
emperador, hombre perverso y sanguinario, mandó que tan extraordinario
personaje fuera llevado ante su presencia inmediatamente. Ma Li-ang, cuando vio
llegar a los dos embajadores del celeste emperador a su casa, se puso de muy
mal humor. Pensó: «El rico mercader era un avaro de corazón cruel, pero según
me han contado el emperador y toda su familia son aún peores.» Mas no se
atrevió a desobedecer la orden del emperador y de mala gana siguió a los
chambclanes hasta la capital.
El
emperador estaba sentado en una de las salas principales; su cara reflejaba
una gran satisfacción. Acababan de anunciarle que el pintor provisto de su
prodigioso pincel estaba esperando ser recibido en palacio. El emperador
mandó hacerle pasar en seguida.
-¿Eres
tú, Ma Liang, el pintor? Me han asegurado que haces maravillas con tu pincel
mágico. ¿Es cierto?
-Lo es.
-Espero
que con tu pintura serás más expresivo que con tus palabras -le contestó encolerizado
el emperador-. Pinta ahora mismo para mí un ave fénix y un dragón.
Ma Liang
puso manos a la obra. Al cabo de unos momentos un horrible sapo y una gallina
desplumada empezaron a dar vueltas alrededor del emperador. Aquellos dos bichos
eran tan feos que daba pena mirarlos. Además olían tan mal que todos los
cortesanos tenían que taparse la nariz para no desmayarse. El emperador se
puso hecho una furia. De un manotazo arrebató el pincel mágico de manos de Ma
Liang y echando saliva por la boca le dijo:
-¡Pronto
sabrás lo caro que se paga burlarse del emperador! Guardias, ¡encerradle en la
más negra mazmorra de la capital, ya decidiré luego lo que hago con él!
Ma Liang
se vio, pues, privado de su pincel y encerrado en una lúgubre mazmorra, pero a
pesar de todo no se arrepentía de haberse burlado de aquella forma del
emperador. Recordaba que el buen anciano le había dicho que sólo podía servirse
del pincel para hacer el bien, y el muchacho ya sabía que el emperador no
desearía utilizar el pinceil con aquel fin. Sin embargo, Ma Liang estaba
persuadido de que si aquel buen anciano -que debía ser algún inmortal- no
intervenía, lo iba a pasar muy mal.
El
emperador en cuanto se vio en posesión del pincel soltó una terrible carcajada
y pensó para sí: «¿Para qué necesito yo de ese miserable pintor teniendo el
pincel mágico?» Al momento ordenó que le dejaran solo. En cuanto todos los
cortesanos hubieron salido se apresuró a coger el pincel y empezó a pintar un
montón de lingotes de oro, pero cuando dio la vuelta para regocijar su vista
con la fabulosa riqueza que acababa de adquirir se halló ante simples montones
de piedras y eran tan altos los montones que algunas piedras, las que estaban
colocadas más arriba, empezaron a caerse y una de ellas le dio en plena cabeza
y le hizo un buen chichón.
El
emperador se puso de nuevo furioso y como era un hombre muy testarudo cogió
el papel otra vez y empezó a dibujar primero una viga de oro de tamaño normal,
después la tachó e hizo otra más grande, pero antes de que la hubiera terminado
su codicia era tanta que decidió pintar una viga mucho más larga, tan larga que
no se terminaba nunca. De pronto lanzó un agudo chillido. Ante él en lugar de
una viga de oro había aparecido un terrible dragón y estaba a punto de tragárselo...
El emperador sólo salvó la vida gracias a la pericia de sus guerreros que
empezaron a disparar flechas y pudieron dar muerte al dragón antes de que se
comiera al celeste emperador. Éste, ahora estaba mortalmente pálido del susto.
¡Sentía verdadero terror. Se acababa de dar cuenta de que aquel pincel sólo
podía ser obra de los dioses y temió ser castigado severamente si no lo
devolvía a su legítimo dueño. Apresurada-mente llamó al primer chambelán y le
dio orden de traer de nuevo a su presencia al joven pintor. Se le había
ocurrido una idea. Para congraciarse con Ma Liang le ofrecería la mano de la
princesa, su hija, y un cofre lleno de monedas de oro y plata.
Ma Liang
al momento fue sacado de la prisión y llevado a presencia del emperador. Ma
Liang se mantenía muy erguido. Delante del perverso emperador no quería
parecer cobarde. Estaba completamente convencido de que éste iba a dictar su
sentencia de muerte. Cuál no sería su asombro al oírle decir que le concedía
la mano de su hija y un cofre lleno de monedas de oro y plata. Además de
devolverle el pincel, naturalmente. Ma Liang se alegró extraordinariamente al
oír que le sería devuelto el pincel; los otros dos favores fingió agradecerlos
también, pero ninguno de los dos le hacía gracia. Sabía que la princesa era
tan mala como el resto de la familia imperial, y no le gustaba nada tener que
casarse con ella. En cuanto al cofre lleno de monedas de oro y plata tampoco
lo deseaba porque ninguna falta le hacía. Sin embargo no quiso incurrir otra
vez en las iras del emperador y fingió aceptar de buena gana lo que éste le
ofrecía, pero en su interior estaba decidido a escapar de allí en cuanto
pudiera, aunque de momento aún no sabía ni cómo ni cuándo.
El
emperador entonces le dio el pincel mágico y creyendo que Ma Liang ya estaba
completamente de su parte le dijo muy sonriente:
-Ma
Liang, me gustaría que me pintaras algo verdaderamente bello.
Empezó a
reflexionar y al cabo de un rato decidió que lo mejor sería que le pintara el
mar, consideró que si le pedía que le pintara una montaña tal vez se expondría
al peligro de que hubiera en ella bestias salvajes.
Ma Liang
aceptó. En dos trazos de pincel pintó el mar, un mar brillante y quieto como la
pulida superficie de un espejo.
El
emperador se quedó mirando el mar y luego dijo:
-Faltan
los peces.
Ma Liang
se apresuró a pintarlos, y al momento las límpidas aguas del mar se llenaron de
preciosos pececillos de múltiples colores que se fueron mar adentro. El
emperador que se estaba divirtiendo mucho viéndolos evolucionar bajo las aguas
al verlos alejarse em-pezó a gritar:
-¡Traedme
un bajel, traedme un bajel inmediatamente! Quiero ir mar adentro a ver los
peces.
Ma Liang
pintó un gran bajel con anchas velas y al instante pudo subir a él el
emperador, los ministros y toda su familia. Ma Liang -a instancias del
emperador hizo levantar la brisa con unas cuantas pinteladas y el bajel empezó
a navegar mar adentro con las velas desplegadas.
Pero al
emperador le parecía que el bajel no avanzaba todavía lo suficiente y empezó a
gritar:
-¡Que
sople más fuerte la brisa, que sople más fuerte la brisa!
Ma Liang
cogió de nuevo el pincel y empezó a dibujar fuertes trazos sobre el cielo y el
bajel empezó a navegar a toda vela. El emperador y su séquito consideraron entonces
que el velero navegaba a excesiva velocidad y empezaron a gritar todos a un
tiempo:
-¡El
viento es demasiado fuerte, el viento es demasiado fuerte!
Pero Ma
Liang no les prestó ninguna atención, continuó dibujando las olas cada vez más
altas, más altas...
El
perverso emperador y sus ministros, unos hombres tan mal-vados como él que le
ayudaban en todas sus fechorías, estaban aterrorizados. El bajel se movía
entre las olas como una frágil cáscara de nuez a merced del viento.
Todos
llamaban a Ma Liang, pero éste no les hacía caso. Presa de la ira, se había
tomado la justicia por su mano -cosa siempre censurable- y seguía pintando los
nubarrones cada vez más negros, y la espuma de las aguas cada vez más alta; de
repente el velero empezó a girar peligrosamente sobre sí mismo. Ma Liang
acababa de dibujar un enorme remolino y la nave de blancas velas se hundía en
él cada vez más aprisa, más aprisa, hasta que de pronto dejó de verse para siempre.
Se había sumergido en las profundidades de las aguas junto con su siniestra
carga. El pincel mágico cumplía otra vez sus objetivos...
005. anonimo (china)
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