Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 5 de junio de 2012

El oso desdichado


Hacia el norte de Groenlandia vivía un oso blancon llamado "Ti‑kon‑go". Era muy fuerte y poderoso y, en muchas leguas a la redonda, no tenía un salo rival, pues, a costa de varias luchas, pudo librarse de todos ellos.
Pero si nadie le disputaba la supremacía en aquella helada comarca, y podía cazar a su sabor, sin que le molestasen, en cambio sentíase muy solo y triste.
Gozaba de mucha abundancia en sus comidas. Aquella región apenas era visitada por el hombre; y "Ti‑kon‑go" podía darse grandes atracones de carne de foca, de reno y de otros animales que solía hallar con gran facilidad. Gracias a eso habíase hecho fuerte y vigoroso. Y su poder no conocía límites.
Pero, como ya hemos, dicho, se sentía muy triste y solo.
Cierto día, cuando, ya llegada la primavera, se dirigió a orillas. del mar en busca de algunas focas que, después del deshielo, solían tenderse en la playa a tomar el sol, vió de pronto, a cierta distancia una figura, que, de momento, no pudo reconocer. Con gran cautela se detuvo, husme-ando y, en breve, pudo percibir un olor extraño, que desconocía en absoluto. Eso, naturalmente, le infundió algún recelo, pero como, en cambio, no tenía ningún miedo, amparándose en algunas rocas se aproximó despacio a aquel extraño ser.
Como se recortaba sobre el fondo luminoso de las aguas del mar, hubo un momento en que "Ti‑kon‑go" creyó que se trataría de una foca de especie desconocida para él. Pero en cuanto estuvo más cerca, se quedó pasmado, porque nunca había tenido ocasión de contemplar a semejante criatura.
Esta era una muchacha esquimal, llamada “Wapiti” que, en unión de su familia, habíase dirigido á la costa para dedicarse a la pesca anual de primavera y sola, sin temer cosa alguna, había ido aquel día a la playa y, en el momento en que la sorprendió "Ti-kon‑go", se ocupaba en peinar sus largos cabellos.
La joven esquimal era muy linda y al oso blanco le pareció una verdadera maravilla, de tal manera que, sin darse cuenta de lo que le sucedía, se enamoró perdidamente de ella.
Largo rato permaneció observándola y, por momentos, aumentaba la impresión que la belleza de la joven produjo en él. "Wapiti", ajena en absoluto a la observación de que era objeto, continuaba peinando sus cabellos y, al mismo tiempo, tarareaba una canción, cuya música parecía armonizar con el susurro de las olas que iban a romper casi a sus pies.
“Ti‑kon‑go” no pudo esperar más y resolvió aproximarse a aquel extraño ser, que de tal manera le había cautivado. Dió un leve gruñido de satisfacción y se dirigió resueltamente a la muchacha, quien, al oír la voz del oso, se volvió alarmada y con los ojos desorbitados.
‑Nada temas –dijo “Ti‑kon‑go" con su voz profunda‑, No quiero hacerte ningún daño.
Mas, a pesar de estas palabras, "Wapiti” no quedó tranquilizada y, al parecer, se disponía a huir.
‑No tengas miedo ‑añadió "Ti‑kon‑go"-.
Si quieres no me acercaré más a ti, pero no huyas. Eso te demostrará que no te quiero mal.
"Wapiti" se quedó muda de estupor al darse cuenta de que comprendía el lenguaje de la fiera. Continuó en el lugar en que se hallaba y al convencerse de que el oso no manifestaba intenciones hostiles, se tranquilizó un tanto.
‑¿Quién eres? ‑preguntó "Ti‑kon‑go", con su voz áspera‑. Nunca había visto un animal como tú.
‑No soy animal ‑contestó ella, indignada, ‑sino una "innuit".
‑¿Y qué es eso de "innuit"? ‑preguntá el oso, extrañado.
Lo mejor que pudo y supo, "Wapiti" le explicó entonces que pertenecía a la raza de los hombres, es decir, de los seres más poderosos de la Tierra, y añadió que sus hermanos y su padre se dedicaban a la caza de focas, que sabían pescar, poner trampas y, en una palabra, que disponían de elementos para vencer a cualquier animal, por fuerte que pareciese.
Tales noticias llenaron de extrañeza a "Ti-kon‑go". Quizá lo más prolable fué que no acabasé de entenderlas, pero, en resumidas cuentas, aquello le interesaba muy poco. Lo que él quería era gozar de la complanía de la joven, de aquel ser maravilloso que le había quitado la paz desde el momento en que la vió.
‑Bien ‑respondió al fin‑, en realidad, poco me importa quién puedas ser. Lo que me interesa es saber una cosa. ¿Quieres casarte conmigo?
-¿Casarme contigo? -exclamó la joven, extrañada a más no poder-. No es posible. En todo caso tú habrás de casarte con una osa y no conmigo. Somos de diferente raza.
‑No importa ‑contestó el oso‑. Te quiero y serás mi mujer. Y, por lo tanto, te aconsejo que no opongas ninguna resistencia a mis deseos. A cambio de tu consentimiento, estoy dispuesto a hacer lo que quieras.
Pronunció estas últimas palabras con acento tan amenazador, que "Wapiti" se asustó. Como ya se comprende, le pareció monstruosa y disparatada la pretensión del oso, pero no olvidó que éste era una fiera temible y que, por lo tanto, más valía contemporizar. Así, pues, le contestó:
‑Yo bien me casaría contigo y sería tú mujer, si me dieses pruebas de que, realmente, me quieres.
‑¿Qué he de hacer para ello? ‑preguntó el oso, cuyos ojuelos resplandecían de excitación.
‑Entre los "innuits" ‑contestó "Wapiti"- cuando un joven quiere casarse con una doncella, le hace regalos de todas clases y procura conquistar su afecto. Lo mismo habrías de hacer tú.
‑¿Y qué quieres? ‑repitió el oso, algo impaciente.
‑Ya te lo he dicho. Que me hagas algunos regalos.
‑¿Y cuáles prefieres?
‑Por ejemplo, podrías llevar a la tienda en que vivo algunas focas, zorros de cálida piel, martas, armiños... en fin, todos los animales que, a tu juicio, tengan buena carne y que, además, posean pieles de mucho abrigo.
‑¿Nada más que eso? ‑preguntó el oso‑. Pues lo tendrás. Dimé adónde habré de llevarlo.
“Wapiti" le indicó entonces dónde se hallaba la tienda en que vivía ella con sus padres y hermanos, y el oso le prometió que, a partir de entonces, todos los días dejaría a corta distancia de la vivienda el producto de su caza.
Dicho esto, la joven le hizo un amistoso ademán de despedida, en tanto que el oso la miraba alejarse, muy complacido por el giro que habia tomado la conversación.
‑iOh! ‑gruñó para sí-. En cuanto sea mi mujer, me daré por feliz. Y ya no estaré tan solo en mí casa de hielo.
A partir de aquel momento, el oso ya no solamente cazaba por necesidad sino también para complacer a su amada, y todas las noches, con objeto de no alarmar a los parientes de “Wapiti”, se acercaba a la tienda de pieles, dentro de la cual dormía toda la familia y dejaba en el suelo el producto de su caza del día. De esta manera la familia de “Wapiti” conoció una época de abundancia extraordinaria, aunque tanto el padre como los hermanos de la joven no podían explicarse el milagro de que todos los días, al despertar, encontrasen a unos cuantos animales muertos a corta distancia de su transitoria morada.
"Wapiti" conocía perfectamente el origen de aquellas ofrendas, pero no quiso decir nada para no alarmar innecesariamente a su familia.
De todos modos, estaba bastante asustada, pues comprendía que aquella situación habría de resolverse al fin y quizá no de manera agradable para ella. Pero, mientras tanto, se calló y se abstuvo de hacer cosa alguna porque, realmente, ignoraba cómo salir del atolladero en que se hallaba.
Cuantas veces iba a algún paseo por los alrededores, no dejaba de encontrar a "Ti‑kon-go", que le dirigía palabras llenas de afecto, rogándole que, de una vez, consintiera en ser su esposa. Pero ella que, en realidad, no sentía el deseo de complacer a la fiera, daba siempre nuevos aplazamientos, hasta que, acosada por su extraño pretendiente, le contestó un día:
‑Antes de que sea tu mujer, es preciso preparar mi ajuar de boda. He de hacerme algunas "parkas", aprovechando las pieles que me has regalado, gorros, calzones, zapatos de piel de foca y raquetas para la nieve. Todo eso exige algún tiempo, de modo que, seguramente, no podrá estar lista hasta la primavera próxima. Bien sabes que yo no tengo, como tú, una gruesa piel que me defienda del frío y, por consiguiente, necesito abrigos.
Está última razón convenció a "Ti‑kon-go", que, efectivamente, se había preguntado, muchas veces, cómo su futura esposa podría resistir el frío del invierno, desprovista, como estaba, de una buena piel que la abrigase.
‑Bien ‑dijo, dando un gruñido‑. El plazo es largo, pero me conformo. Sin embargo, pido, a cambio de ello, que todos los días vengas a verme.
‑Mientras el tiempo lo permita no tengo inconveniente ‑contestó la muchacha.

Tan extraños amores si, realmente, pueden llamarse así, duraron todo el verano y parte del otoño siguiente, pero cuando ya empezó el descenso de la temperatura y el sol se ocultó en el horizonte, para no reaparecer hasta seis meses más tarde, forzoso fué para "Ti-kón-go” resignarse a no ver a su amada.
El tiempo empezó a empeorar. En aquellos parajes reinaba ya la noche de seis meses, larga, casi interminable. Cuando el cielo estaba sin nubes, las estrellas, cuyo brillo era intenso sobre toda ponderación, difundían por el nevado paisaje una luz incierta, aunque suficiente para distinguir los principales accidentes del terreno. Los animales árticos empezaban a excavarse guaridas, gracias a las cuales les fuese fácil defenderse del frío y, gradualmente, éste aumentaba de un modo extraordinario, hasta que, al fin, hicieron su aparición los primeros hielos,
Tal circunstancia constituía un motivo de fiesta para los esquimales, y los parientes de "Wapiti” se alegraron de que llegase el momento de emprender las grandes cacerías de focas, y la ocasión de preparar numerosas trampas para coger a los animales de menor tamaño, cuyas pieles habrían de servir en ve­rano de moneda, para adquirir cosas indispen­sables en las factorías del sur.
Poco a poco el frío se hizo más intenso, y, por último, llegó la temporada en que la baja temperatura impide a hombres y a animales aventurarse al exterior para no quedar helados.
En el "iglóo" [1] en que vivía la familia de "Wapiti" reinaba la abundancía, no sólo gracias al producto de la caza de los habitantes de la casa de nieve, sino también porque el oso "Ti-­kon‑go" cumplía fielmente el compromiso contraído con la joven y, con la mayor frecuencia, iba a depositar sus víctimas a corta distancia de la vivienda de su amada.
A veces y cuando habían transcurrido varios días sin que le hubiese sido posible verla, el oso rondaba por los alrededores del "igloo", profiriendo gruñidos malhumorados. Y cuando se hacían demasiado intensos, ella salía con cualquier excusa con objeto de tranquilizarle y de impedir que, impulsado por su disgusto, hiciese alguna tonteria.
Entonces “Ti‑kon‑go” la reconvenía por no haberse dejado ver, y ella se excusaba con el frío reinante, prometiéndole que, una vez se lo permitiese el tiempo, saldría todos los días a verlo.
En cuanto hubieron pasado los grandes fríos, todos los esquimales reanudaron sus ca­cerías. “Wapiti" no tenía más remedio que acudir diariamente a las citas con su extraño enamorado, el cual, por su gusto, habríase llevado inmediatamente a la muchacha, pues cada día estaba más prendado de ella. Pero veía­se obligado a aguardar el término fijado por la joven y nunca ningún invierno pareció tan largo al enamorado oso blanco.
‑He dispuesto para ti un magnífico “igloo” ‑le dijo en cierta ocasión‑. Sus paredes son de hielo liso, de color azulado, y allí estarás cómodamente y no tendrás frío. Ya verás qué buena vida pasas a mi lado.
Como ya puede comprenderse, tal promesa no entusiasmaba mucho a la joven esquimal, quien, sin cesar, andaba buscando la manera de librarse de su importuno pretendiente, aun­que, por otra parte, se decía que, aun en el caso de que consiguiera alejarlo, ella habría de sufrir la pérdida que representaría no se­guir recibíendo con gran frecuencia los productos de la caza del plantígrado.
Este, por momentos, se impacientaba más y en una de las entrevistas que celebró con "Wapiti” manifestó su disgusto por aquella demora, exigiéndolo que, de una vez, terminase ya con su ansiedad y consintiera en ser su esposa.
‑Mira ‑le dijo‑. Ninguna ocasión más apropiada que la de los grandes fríos para que vengas a vivir conmigo. Por consiguiente, no esperemos a la primavera. Prepara cuanto antes tus pieles de abrigo, puesto que no tienes ninguna natural, como yo, y decídete de una vez. Y sí no lo haces, no te respondo de que pueda contenerme ya más tiempo.
Pronunció estas palabras con voz tan gruñona, que la joven se atemorizó. Y, aunque de mala gana, le prometió que activaría sus preparativos todo lo posible y que, dentro de breves días, le dada a conocer su respuesta.
Tal promesa sólo sirvió para intensificar el deseo que "Ti‑kon‑go" tenía de llevarse cuanto antes a la joven esquimal, de modo que, en las sucesivas entrevistas, siguió apremiándola y ella, al fin, no tuvo más remedio que fijar una fecha.
‑En cuanto sea luna llena ‑le dijo ‑consentiré en acompañarte. Por consiguiente, hlaz tus preparativos y ven a recogerme.
El oso no cabía en sí de contento, al pensar en que tenía tan cerca la felicidad.
La dejó como si estuviera embriagado, casi dando traspiés, y, con la mayor ansiedad, andaba espiando el cielo para observar la aparición de la luna llena en el horizonte. .
Llegó, por fin, aquel gran día o, mejor dicho, aquella gran noche, pues aun no se había mostrado el sol a los habitantes de tan heladas regiones. El oso, antes de abandonar su guarida, formada por un bloque de hielo ahuecado naturalmente, observó si el montón de pieles que había preparado era suficiente piara proporcionar cómodo descanso a su adorada y, lleno de esperanza, se dirigió al “igloo”.
Aquella noche había descendido bastante la temperatura, de modo que incluso el oso, a pesar del espeso pelaje que cubría su cuerpo, tuvo que hacer el recorrido a paso vivo para activar la circulación de la sangre. En pocos momentos, y envuelto por una gran nevada, llegó a corta distancia del lugar en que habitaba "Wapiti". Y aunque se había ocultado la luna, el tenue resplandor que se filtraba por las nubes del sur le permitió ver un bulto a corta distancia de la cabaña y que, al parecer, estaba inmóvil.
‑La pobrecilla debe de tener mucho frío -pensó.
Rápidamente se acercó a lo que le pareció la figura de su amada y pudo ver que, en efecto, era ella. Estaba cubierta por una gruesa piel de lobo, que ya la nieve empezaba a ocultar.
-¡Cómo nieva! ‑pensó el oso-. Conviene salir cuanto antes de aquí.
Acercóse a "Wapiti" y la llamó. Pero ella continuó inmóvil y muda. El oso, extrañado, se aproximó más aún y la tocó. Pero aquella figura conservaba siempre la misma inmovilidad, Alarmado, "Ti‑kon-­go" la olfateó de pies a cabeza y como sólo notara el olor de la nieve, murmuró:
-iPobrecilla! Ha estado mucho rato esperán-dome y la ha cubierto la nieve. Sin duda está arrecida.
Dióle un empujón, pero tampoco la joven se movió.
Entonces él, alarmado, agarró con sus brazos la figura y, al fin, haciendo un gran esfuerzo, consiguió levantarla del suelo.
-¡Cómo pesa! ‑exclamo,
Y figurándose que "Wapiti" estaba helada, echó a andar en dirección a su guarida, llevando entre sus patas posteriores lo que él creía el cuerpo de su adorada.
Como pesaba mucho, se fatigó en extremo, de modo que al llegar a su guarida, el oso resoplaba y, ciertamente, no tenía frío. Depositó el cuerpo de "Wapiti" sobre las pieles y, muy extrañado, la olfateó de nuevo.
‑Es raro ‑pensó‑. ¿Se habrá muerto de frío?
Volvió a olfatearla y como no llegara hasta él ninguna sensación de calor, por débil que fuese, se alarmó, gruñendo:
‑Sin duda ha muerto de frío.
Y entonces, con objeto de reanimarla, se tendió en el suelo y la estrechó entre sus garras, para ver si conseguía devolverle el calor.
Pero aquel muñeco de nieve porque, en realidad, no era otra cosa, al ponerse en contacto con la piel de oso, empezó a fundirse y éste sentía que por momentos "Wapiti” se adelgazaba entre sus patas. Al cabo de poco rato vió el cuerpo adorado convertido en dos o tres pedazos de nieve. Las prendas de su traje se haían caído al suelo, empapadas en agua. Y el pobre "Ti‑kon‑go", desolado y triste a más no poder, observaba, sin comprenderla, aquella desaparición extraordinaria.
Y así se quedó sin novia, más triste y desolado que nunca, porque se figuraba haberla per­dido realmente.
‑iQué desgraciado soy! ‑mumuraba, dolorido‑ iTan feliz como me hubiese sentido con una mujer así! No hay duda de que el Espíritu de los Hielos me ha condenado a la soledad.
Y el pobre "Ti‑kon‑go", desesperado, abandonó aquellos lugares que le recordaban sus esperanzas perdidas, para habitar en otro sitio agreste y solitario.
Y así fué cómo la lista '”Wapiti” se libró de las atenciones del oso blanco. Bien es verdad que perdió los productos de la caza de la fiera, pero, en cambio, evitó las consecuencias de una promesa que, solamente, le había arrancado el miedo.

036. Anónimo (esquimal)

[1] casa de nieve

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