Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

viernes, 1 de junio de 2012

El comerciante ambicioso


El comerciante ambicioso
Anónimo
(china)

Cuento

Al atardecer la colina de kouanying se animaba extraordinaria-mente con la presencia de las manadas de bueyes, conducidas por los vaqueros. Siempre en aquella hora los boyeros hacían un alto en el camino para que los anima­les pudieran beber en el estanque; mien­tras tanto ellos se reunían en corro y escuchaban las historias y leyendas que les contaba una extraña y hermosa doncella que, de pronto, sin saber de dónde ni cómo, aparecía entre ellos. Los vaqueros habían observado también otro extraño fenómeno: sus bueyes los tenían muy bien contados, eran noven­ta y nueve, pero cuando la doncella es­taba entre ellos siempre había uno más en la manada.
Aquella tarde la doncella les estaba diciendo a sus amigos:
-Tenéis que saber que entre vues­tros bueyes hay uno que es sagrado. Sus virtudes son innumerables. Os bas­taría montar sobre su lomo para re­correr el mundo en un instante, y uno solo de sus pelos sería suficiente para levantar los pesos más pesados que pu­dierais imaginar.
Entonces todos los vaqueros dije­ron a una:
-Doncella, dinos al momento cuál es el buey sagrado. Estamos impacien­tes por saberlo.
-Pues lo siento -dijo la donce­lla-, esto no puedo revelarlo. Sólo pue­dos deciros que únicamente podrá apro­vecharse de tales dones un hombre bue­no y honrado.
Había llegado el verano. Aquel día los vaqueros viendo que el fruto de los árboles ya estaba en sazón se habían subido a ellos para recoger unos cuan­tos. No se habían dado cuenta de que los bueyes, aprovechándose de su liber­tad, habían echado a correr y se habían metido en un campo de maíz que ha­bía al pie de la colina. El guardián del campo, un viejecito, para evitar que se comieran el maíz de su amo cogió el palo que le servía de palanca para lle­var los fardos y empezó a dar golpes a diestro y siniestro para alejar a los animales de allí. Cuando los hubo echa­do del campo, el viejo es sentó un mo­mento para descansar. No se dio cuen­ta de que en su vieja palanca, desgasta­da por el uso, las lluvias y el sol, habían quedado incrustados unos cuantos pe­los de buey. Dando un suspiro el an­ciano se levantó y se dijo: «Anda, le­vántate ya, y recoge un par de haces de leña de la que hay por aquí en el sue­lo. Aunque dan muy poco por ella siem­pre es algo más que nada.» Empezó a recoger leña y al cabo de unos momen­tos ató los dos pequeños haces a los extremos de la palanca y se dispuso a encaminarse hacia su casa, pero al le­vantarlos, ¡oh sorpresa!, comprobó que aquel día los dos haces de leña pesa­ban menos que una pluma. Decidió añadir más ramitas y así consiguió ha­cer dos haces muy grandes. Cogió la palanca y con redoblada sorpresa com­probó que seguían pesando tan poco como antes. Lleno de alegría, el buen viejo cogió su palanca y muy contento se dirigió hacia su casa. Nada más lle­gar empezó a llamar a grandes voces a su mujer para que también ella pu­diera comprobar aquel prodigio. Al oír lo que le estaba diciendo su marido, la viejita no sabía si llorar o reír de ale­gría. Los dioses se habían apiadado de ellos por fin. Ahora ya no pasarían más hambre. Con aquella palanca su mari­do podría vender grandes cantidades de leña y su vida dejaría de ser miserable.
Y así fue. Los dos viejitos, gracias a la palanca mágica, vivían confortable­mente. Nada les faltaba, y todas las mañanas el anciano salía con su palan­ca al hombro camino del bosque y re­gresaba cargado con dos haces enor­mes de leña, que trasladaba con la mis­ma facilidad que si llevara una paja.
Un buen día en que el anciano se encaminaba hacia su casa con su abul­tada carga, se encontró por el camino con un rico comerciante montado a ca­ballo. El comerciante al ver que un solo hombre era capaz de llevar aquella carga quedó tan admirado que inme­diatamente bajó del caballo y se acer­có para poder comprobar de cerca aquel prodigio. Su sorpresa no tuvo lí­mites cuando se dio cuenta de que quien llevaba aquella carga era un hom­bre de avanzada edad. Lleno de curiosi­dad le preguntó:
-Dime, anciano, ¿cómo es posible que tú solo lleves a tus años esta carga sin dar la más leve muestra de cansan­cio?
-¡Oh honorable señor! -contestó el viejecito-, eso lo puedo hacer gra­cias a mi palanca mágica. Tenéis que saber que con este palo se puede llevar toda la carga que se quiera sin que ésta pese más que una pluma. Vos mismo podéis comprobarlo si queréis. Soste­nedla un momento por curiosidad. ¡Vamos, señor!
El comerciante no se lo hizo decir dos veces. Cogió apresurada-mente la palanca y se quedó atónito al compro­bar que efectivamente los dos haces de leña levantados con aquella palanca mágica no pesaban más que una pluma.
Su codicia, que era mucha, no tardó en revelarse.
Precipitadamente le dijo al viejo:
-Honorable anciano, si me vendes esta palanca no vas a tener que traba­jar más en tu vida. Te daré por ella quinientos taels de plata.
El viejo se quedó pensando unos momentos. Verdaderamente con qui­nientos taels de plata no iba a tener que trabajar más en el resto de su vida, y ya era muy viejo para seguir levan­tándose todos los días tan temprano para ir a recoger leña al bosque. Deci­didamente contestó:
-Está bien, señor. Aquí tenéis mi palanca.
El comerciante satisfechísimo cogió la palanca y allí mismo le dio al viejo lo convenido.
El viejo se marchó muy satisfecho hacia su casa y el comerciante a su vez continuó su camino más contento toda­vía que el anciano. 
-El hombre iba pen­sando: «¡Por Buda! Jamás hice mejor negocio. Mis riquezas gracias a esta pa­lanca van a ser incontables. En toda la región no habrá traficante de leña más poderoso que yo ni que pueda vender más barato. No necesitaré ni carros, ni bueyes, ni jornaleros para llevar la mercancía. Yo solo lo podré hacer todo sin cansarme lo más mínimo.»
Tan pronto como llegó a su casa, nuestro hombre llamó alegre-mente a su mujer y le dijo:
-Esposa, hoy he hecho el mejor negocio de mi vida. He comprado por quinientos taels una palanca mágica con la cual se puede llevar todo el peso que se quiera sin que se note fatiga alguna.
La mujer, estupefacta, se quedó mi­rando aquel carcomido bastón que le enseñaba su marido; le parecía impo­sible que tal cosa pudiera ser verdad.
-Tiene muy mal aspecto, ya lo sé -dijo el marido-, pero eso lo arregla­ré yo en un momento. Llevaré la. palan­ca a que la pulan y la limpien cuida­dosamente para que sea un objeto dig­no de mí.
Al día siguiente, el comerciante, tal como se lo había dicho a su esposa, llevó la palanca al mejor carpintero de la ciudad y la hizo pulir y reparar cui­dadosamente. Luego, cuando el bastón hubo quedado liso y reluciente como si fuera nuevo, lo cogió y se fue co­rriendo a su casa. Su mujer ya le espe­raba. Al verle llegar le preguntó en se­guida:
-Qué, marido, ¿vienes ya con la pa­lanca reparada?
-Sí, fíjate qué bien ha quedado. Ahora ya es una palanca digna de un rico comerciante como yo, ¿no te pa­rece?
-Desde luego, ahora es otra cosa. Por cierto, ardo en deseos de probar esas virtudes mágicas que dices que tiene, ¿me permites? -dijo la mujer alargando la mano.
El marido le tendió la vara y la mujer se apresuró a cargarla con dos paquetitos a cada lado. Entre los dos no debían pesar más allá de diez kilos. Muy satisfecha, la mujer trató de le­vantar la palanca con una sola mano, pero no lo logró. La cogió luego con las dos y tampoco. Entonces riéndose burlonamente le dijo a su marido:
-¿Esto es una palanca mágica? ¿Es­tás seguro? Creía que eras más listo, te has dejado engañar como un tonto.
El comerciante cogió de un tirón la palanca y dijo a su esposa:
-Las mujeres no valéis para nada. Ya verás como yo la levanto.
Añadió diez kilos más de peso a cada lado de la vara y echando una retadora mirada a su mujer trató de levantar los paquetes, pero por mucho que se esforzó no lo logró. El codicio­so comerciante no podía explicarse qué había pasado. Por más que se rompía la cabeza pensando en aquello no lo­graba descifrar aquel misterio... Y sin embargo, era bien sencillo. Lo que ha­bía pasado, sencillamente, era que al pulir aquella vara con el cepillo el car­pintero había arrancado los pelos má­gicos del buey sagrado, que habían quedado adheridos a ella y desde aquel momento la palanca había perdido to­das sus virtudes prodigiosas y con ellas todo su poder.

No hay comentarios:

Publicar un comentario