Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

domingo, 10 de junio de 2012

El ayudante del molinero


La noche de Difuntos tuvo siempre su particular orla de misterio y las leyendas que se han tejido sobre ella, en todo tiempo y lugar, van desde lo morboso a lo ingenuo, sin rega­tear elementos con los que excitar la imaginación de quien las lee.
Los cementerios, a la blancuzca claridad de la luna, y los paisajes rurales, solitarios y estremecidos por la tormenta, son escenarios favoritos para estos relatos que adquieren una enigmática resonancia al ser contados a la luz de la débil lamparilla de aceite que la costum-bre cristiana hace arder, durante toda aquella noche, en una estancia de la casa. En Eivissa, además, una mano familiar disponía en una alacena la ración de piñones con que se alimentarían los espíritus del clan. Es una costumbre paganizante, sin duda, pero válida por recordar aquellos tiempos en los que se tenían dispues­tas en el lar las viandas que los penates -las almas de los difuntos- acudían a consumir periódicamente. De todo esto, la larguísima historia de la isla, enraizada en muy remotas culturas, ha venido guardando un hermoso legado.
Y los relatos surgen de nuevo, repitiéndose cada año con reno-vada imaginación, con igual misterio...

* * *
El sepulturero, tras la ventana de su cobertizo, hacía tiem­po que no apartaba la vista de un rincón del camposanto de Eivissa. La noche era fría y, sólo de forma intermitente, al­gún tímido rayo de luna conseguía perforar la densa capa de nubes. El hombre no era miedoso -¡faltaría más!- y, si al­guna vez sintió aprensión por su oficio, hacía años que la había olvidado por completo. Ya perdía la cuenta de los mu­chos que había acomodado en las entrañas de la tierra y has­ta le había tomado cariño a su trabajo.
Sin embargo, aquel bulto, moviéndose despaciosamente sobre la pared de nichos, le tenía intrigado. Cogió su escope­ta por si pudiera tratarse de algún salteador de tumbas y, sigilosamente, fue deslizándose entre las sepulturas. Prote­giéndose tras los mausoleos, paso a paso, se aproximó a la silueta.
-¡Eh!, ¿quién anda ahí? preguntó, y su voz adquirió una extraña resonancia que, incluso, llegó a sorprenderle a él mismo.
Sólo el silencio respondió a su pregunta. El silencio y un extraño crujido emitido por la sinuosa sombra. El hombre amartilló su arma: «Un ladrón no es, ¡seguro! -se dijo-. Hubiera huido ya. Y un vivo... ¿qué demonios podría hacer un vivo aquí, a estas horas?».
Un escalofrío le recorrió el espinazo. Aquel crujir, cada vez. que el fantasmón se movía... Y si no era un vivo ni un ladrón, sólo podía ser ¿un muerto? ¡Ah, no!, eso sí que no. Y como para asegurarse que no estaba soñando, el sepultu­rero disparó a ciegas su escopeta. El trueno de la detonación, repetido cien veces al rebotar sobre las losas, pareció infun­dirle ánimos. Y, en vista de que la sombra seguía allí, emi­tiendo sus extraños chasquids, decidió abreviar.
Se acercó a la pared, agarró al bulto por los faldones de su embozo y tiró con fuerza, haciéndole caer al suelo.
A la incierta claridad de la luna vio sus ojos extraviados y su boca, desdentada, riéndole torpemente. Era el tonto del vecindario que, a falta de mejores ideas, había llegado hasta allí para, encaramado a la tapia del cementerio, comerse unas costras de bizcocho tostado que crujían sonoramente al morderlas.

* * *
También la noche de Difuntos de un lejano año, un soli­tario camino del interior de la isla fue el escenario de una historia un tanto macabra:
Mucha debía ser la necesidad de aquel molinero que, en medio de aquella tormenta y, olvidando el precepto de no tra­bajar aquel día, decidió cargar su mula con un saco de ha­rina y llevarlo a quien se lo había encargado.
Resguardándose de la lluvia bajo el amplio manteo y pro­tegiendo la carga como podía, el hombre tomó el camino del pueblo. Más que un sendero, aquello era un barrizal. El moli­nero, empapadas sus alpargatas y renegando sin descanso, tiraba del ronzan de la bestia como queriendo ayudarla a mantener el equilibrio sobre el resbaladizo piso del camino.
Al doblar un recodo, el animal patinó peligrosamente y, en su intento por mantenerse en pie, hizo caer de su lomo el pasado fardo. Inútilmente intentó levantarlo el molinero, re­soplando y jurando como un condenado, hasta que, incapaz de conseguirlo, optó por ir en busca de ayuda a la casa cuya luz se entreveía, apenas, a la distancia de un tiro de piedra.
El hombre halló la puerta abierta y llamó. Esperó un mo­mento y, como no obtuviera respuesta, decidió entrar. Un grupo de hombres encapuchados, con la cabeza baja y las manos escondidas en las anchas bocamangas de sus hábitos, parecían rezar en silencio, en la casi penumbra de la estan­cia. »Tienen aspecto de frailes», pensó el molinero y repitió, en voz alta, su petición de ayuda. Nadie pareció enterarse de su presencia y el hombre, a quien preocupaba la harina em­papándose, poco a poco, en mitad del camino, volvió a ro­gar, esta vez por amor de Dios, que le socorrieran.
Con una voz débil y como hueca, uno de ellos se levantó: «Vamos», dijo, y echó a andar hacia la puerta.
Los huesos le crujían siniestramente al encapuchado que caminaba cansinamente, sin pronunciar palabra y sin mos­trar su rostro al intrigado molinero que, de no haber sido por no perder la carga, hubiera tomado de buena gana el camino de regreso a su molino.
Llegados junto a la saca, la asieron para izarla de nuevo a lomos de la mula. El molinero resoplaba al aupar el far­do. El de la capucha parecía no tener ninguna fuerza y, a juzgar por cómo le chascaban los huesos, iba a rompersé en pedazos si continuaba esforzándose. Al cabo de varios inten­tos, lo consiguieron.
-Sólo porque lo pedisteis por amor de Dios -dijo el en­capuchado con su extraña voz- os he prestado ayuda. Se­guid camino y no volváis la vista atrás.
El molinero, sin embargo, no era hombre que admitiera órdenes fácilmente. Tiró del ronzal y echó a andar junto a la mula. A los pocos pasos, paró y se dio la vuelta. Aún tuvo las fuerzas suficientes para sacudir un estacazo al animal y salir corriendo tras él, sin importarle el barro ni la harina ni la tormenta. Lo que acababa de ver, era como para helar la sangre al más entero.
En el centro del camino, el viento arrebujaba los faldones al encapuchado. Sus tibias descarnadas, apoyadas sobre la desnuda osamenta de unos pies deformes, parecían fosfores­cer a la claridad de la luna. Levantada por primera vez la cabeza, el esqueleto miraba marchar al molinero desde la hueca cavidad de sus ojos vacíos...

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. Anonimo (balear-eivissa)

No hay comentarios:

Publicar un comentario