Tío Conejo estaba muy
preocupado porque era la tercera vez que había estado en un así de que se lo
echara de un bocado tía Boa. La había encontrado hecha una espiral entre el
zocatito[1]
verde en donde él acostumbraba cenar, y creyéndola dormida no le hacía caso,
pero, de pronto tía Boa se desenrolla como por resorte, y si no
hubiera sido porque tío Conejo tenía buenas piernas, se lo había tragado.
Se puso a pensar y va de
pensar cómo haría para matarla: era tan larga, tan gruesa, que de solo verla le
temblaba el cuerpo. Al fin le vino una idea. Tomó un saco de tela gruesa y se
encaminó hacia la casa de tía Boa. Ella vivía en el hueco de un tronco
carcomido de un viejo espabel que daba sombra a un ojo de agua. Como si fuera
con alguien, al acercarse al árbol se puso a decir, primero en voz alta y luego
en voz más baja, diferente a la suya:
-¿A que alcanza?
-¿A que no alcanza?
-¿A que alcanza?
-¿A que no alcanza?
-¿A que sí?
-¿A que no?
-¡Apostemos que sí!
-¡Apostemos que no!
-¡Hombre, que sí alcanza!
-¡Hombre, no seas maceta,
que tía Boa es más larga que un camino y más gruesa que ese espabel; yo
apostaría mi cabeza a que no alcanza!
-¡Pues, yo digo que sí
alcanza!
Al decir la última frase
iba llegando tío Conejo a la casa de tía Boa, la cual dormía y a las voces se
había despertado. Por fortuna estaba de buen humor, pues tenía en la panza un
cariblancol[2]
que había bajado al ojo de agua; así es que estaba haciendo la digestión. Asomó
la cabeza por el hueco y como viera a tío Conejo, le preguntó:
-¿Idiai, hombré, qué es
esa algazara que traés, que me ha despertado?
-Pues, señora, vaya
viendo que ese porfiado de mi hermano (al mismo tiempo indicaba con el dedo
detrás del árbol hacia unos matones, como si allí estuviera escondido el
supuesto hermano), dice que apuesta a que usted no alcanza en este saco (mostró
a la vez el saco a tía Boa), y yo le digo que apostemos a que sí alcanza.
-Abre la boca al saco
-dijo tía Boa para acomodarme dentro; así se convencerá ese porfiado y tú
ganarás la apuesta.
Tío Conejo, mientras
tanto, decía para sí:
-¡Ay!... María Santísima,
que no le den ganas a tía Boa de comerme.
Le temblaba todo el
cuerpo, pero logró serenarse y abrió el saco, acomodándose en él la tía Boa
perfectamente. Sin pérdida de tiempo tomó tío Conejo una cuerda que llevaba en
el bolsillo, amarró con nudo ciego la boca al saco y de un empujón lo echó al
río.
Cuento popular
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077. anonimo (costa rica)
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