Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 28 de mayo de 2012

Los ogros

¡Machaho!
¡Tellem Chaho!

Había una vez dos hermanos, uno de los cuales tenía siete hijas y el otro siete hijos. El padre de los siete niños era muy rico: tenía ex­tensos campos, numerosos rebaños, una servi­dumbre abundante, joyas y bienes de toda cla­se. Al padre de las siete niñas, por el contrario, le faltaba de todo y, como para colmo perdió a su mujer, acabó en un estado lamentable. Así que fue a ver a su hermano:
-Tú eres rico -le dijo-, y sólo tienes hijos varones. Mientras tú vives en la abundancia, fíjate que yo soy muy pobre y a duras penas proveo a la subsistencia de mis siete hijas. Además acabo de perder a su madre y, a pesar de todo, nunca se te ha ocurrido acudir en mi ayuda.
El hombre rico consideró que su hermano llevaba razón y sintió mucha vergüenza por ha­berse mostrado tan egoísta hasta ese mo­mento.
-Es verdad -dijo-: yo he estado en extre­mo ocupado acumulando cada vez más rique­zas, pero desde ahora tú y tus hijas recibiréis, todos los días, vuestros alimentos de la noche y de la mañana.
Fue de inmediato a ver a su mujer y le pidió que de ahora en adelante enviase a su hermano y a sus hijas las dos comidas de cada día. La mujer no quería demasiado a su cuñado. Así que por la noche, cuando entregó a su criada las ocho raciones, le dijo:
-Toma, ve a llevar esto a Tumba-de­-Comer.
Varios días después, yendo el pobre de nue­vo a ver a su hermano, le dijo:
-Prometiste enviarme todos los días dos co­midas.
-¿Y?
-Y ¿por qué no me las envías?
El hermano rico se quedó muy sorprendido:
-Le dije a mi mujer que te las hiciese llegar todos los días.
-Aún no he recibido nada.
El hombre rico volvió a su casa muy irritado:
-¿No te hice un encargo para mi hermano? -le preguntó a su mujer.
-Sí, y desde ese día lo he cumplido exacta­mente.
-¿Y cómo se explica que mi hermano no haya recibido nada hasta ahora?
Llamaron a la criada que llevaba los alimen­tos cada día.
-Pues yo hice lo que mi ama me decía -respondió ella.
-¿Y qué te decía? -le preguntó su amo.
-Cada vez que me entregaba los alimentos, me decía: «Ve a llevar esto a Tumba-de-Co­mer.» La primera vez no comprendí muy bien; luego caí en la cuenta de que las tumbas se en­cuentran en el cemen-terio. Y allí fui. Eché la comida siempre en el mismo sitio. Puedo mos­trároslo si queréis.
El hombre entendió que la criada había ac­tuado más por inocencia que por maldad y la perdonó. Desde ese día el hermano pobre re­cibió dos comidas diarias. Esto les permitía no morirse de hambre a él y a sus hijas pero, por otra parte, siempre les faltaba de todo... hasta que finalmente, harto de esta mise­ria, el padre decidió ir a buscar fortuna al ex­tranjero.
Sus hijas lloraron e intentaron retenerlo:
-Ya hemos perdido a nuestra madre y no tenemos a nadie más que a ti. Si tú también nos dejas, ¿adónde iremos a parar? Quédate: nuestro tío nos da el alimento de cada día. Por otra parte, Dios proveerá.
Pero él ya estaba hastiado de la extrema mi­seria que imponía sin querer a sus hijas, y tam­bién humillado por depender cada día para ali­mentarse de otra persona, aunque fuese su hermano.
-Saldré a buscar fortuna a otras tierras -dijo-. O vuelvo rico o bien encontraré la muerte y no por ello seréis más desdichadas que cuanto habéis sido hasta ahora.
Tomó entonces un cayado y un pequeño zu­rrón y se marchó. Anduvo un buen tiempo por el camino. Después de varios días encontró, al borde de la carretera, a un anciano y a dos hombres, uno acostado y el otro, junto a él, de pie. Les dirigió un saludo y luego dijo:
-Os ruego por Dios que me digáis quiénes sois.
-Somos personas como tú -respondió el anciano.
-Pero ¿qué hacéis aquí?
-Te esperábamos.
-¿Y quiénes son esos hombres que te acompañan?
-Éste -dijo el anciano -es tu destino: está acostado, por el suelo, y aquél el destino de tu hermano: está de pie y va a trabajar.
El hombre, sin pedir más explicaciones, si­guió su camino. Por la tarde llegó frente a una colina elevada, enteramente cubierta de un denso bosque. En la cima se perfilaba el con­torno de un castillo que dominaba el horizon­te. Caía la noche, el viajero tenía hambre y no sabía dónde pasar la noche.
-Mala suerte -se dijo-: voy a ir hacia ese castillo. Si está habitado por hombres, me alo­jarán; si son ogros, me comerán y habrán aca­bado mis desdichas en esta tierra.
Subió pero, al llegar frente al castillo, oyó que de él salían gritos, aullidos y toda clase de ruidos. Sus dudas pronto se disiparon: eran ogros los habitantes de ese lugar. Se ocultó en un hueco, no lejos de la entrada, y esperó.
Poco después, irrumpideron los ogros empu­jando violentamente la puerta. El hombre los fue contando mientras entraban: contó siete adultos que llevaban a siete jóvenes a horca­jadas.
Una vez que los ogros hubieron desapareci­do, salió de su escondite, fue hacia el castillo y empujó la puerta, que cerró tras sí. Pero se dio cuenta en seguida de que estaba en un verda­dero laberinto y tuvo que abrir y cerrar aún otras siete puertas antes de llegar a un salón donde, ante su asombro, vio siete platos gran­des de cuscus, siete perdices, siete cántaros con agua y siete cucharas. Como tenía hambre, cogió de cada plato un bocado, de cada perdiz un trozo, de cada cántaro un trago, y siguió avanzando.
Llegó a otra habitación y, maravillado, vio allí siete pequeños montones de monedas de oro que relucían en la oscuridad. Abrió su zu­rrón y de cada montón quitó algunas monedas. Luego volvió por donde había venido, abrió y cerró tras sí las siete puertas y se alejó pronto del castillo, antes de que los ogros volviesen de su cacería.
En el camino de regreso, vio a las mismas tres personas espe-rando en el borde de la ca­rretera y les pidió que le dijesen, por Dios, quiénes eran.
-Ya nos hiciste esa pregunta y yo te respon­dí -dijo el anciano-; el hombre por el suelo es tu destino y aquél, de pie, el destino de tu hermano.
El hombre no estaba del todo satisfecho con esa respuesta, pero no podía hacer nada y si­guió su camino. Al cabo de algunos días llegó a su aldea, donde sus hijas lo esperaban, muer­tas de ansiedad. Festejaron su llegada y las col­mó la alegría cuando él les mostró su zurrón lleno de oro.
-¿Cuánto hay? -preguntó la más joven.
-Los sabríamos mucho antes si lo midiéra­mos con un celemín -dijo el padre.
-Pero no lo tenemos.
-Ve a buscar uno a casa de mi hermano, pero... ¡atención! Si su mujer te pregunta qué vamos a hacer con el celemín, dile que es para medir harina.
La joven se dirigió a casa de su tía.
-¿Un celemín? -dijo ella-. ¿Qué vais a hacer con un celemín?
-Mi padre ha traído un poco de harina de cebada. Queremos saber cuánto tiempo nos va a durar.
Pero la joven no sabía mentir y su tía no quedó muy convencida: ¿para qué medir cuán­to les iba a durar la harina si, de todas mane­ras, ella les enviaba diariamente alimentos? Así que tomó la precau-ción de pegar un poco de pez en el fondo del celemín antes de entre­gárselo a su sobrina.
Por la tarde, cuando fueron a devolverle la medida, ella miró al fondo y... ¡oh sorpresa!: había un luis de oro pegado. Así que, en cuan­to llegó su marido, corrió a su encuentro y, sin darle tiempo a sentarse, le dijo:
-Mira... Mira lo que tu hermano ha traído de su viaje. Y tú te preocupabas por él... y to­dos los días ibas a preguntarles a sus hijas si no había vuelto.
-¡Imposible! -dijo su marido-. Hace apenas unos días que mi hermano se fue. En tan poco tiempo no puede haber ganado mo­nedas de oro.
-Además te digo que son tantas que las mide en un celemín.
-¿Cómo lo sabes?
Ella le contó la artimaña que acababa de emplear.
-Aunque sea verdad -dijo-, ¿qué te im­porta? Tú tienes todo lo que necesitas e incluso mucho más. Tienes los campos, las casas, el dinero, los servidores y las criadas...
-Pero yo no mido el oro con un celemín. ¿Y qué sentido tiene seguir hablando?... Te irás como él y, como él, traerás oro para que yo lo mida en el celemín. Si no, no seguiré vi­viendo en tu casa.
Aunque él intentó convencerla, ella se man­tuvo sorda a todos sus argumentos y tuvo que ir a ver a su hermano y preguntarle de dónde había traído tanto oro.
-De un castillo habitado por ogros.
-¿Cómo podré encontrarlo?
-Toma ese camino. Si al cabo de varios días encuentras a tres hombres: uno echado por el suelo, otro de pie y el tercero un ancia-no sen­tado, sabrás que vas por buen camino. Divisa­rás pronto una colina arbolada, en cuya cima hay un castillo. Es allí. Pero no se te ocurra entrar en seguida; asegúrate primero de que hayan salido los catorce ogros que allí viven: siete grandes que llevan a siete peque-ños sobre sus hombros. En el interior, pasarás siete puer­tas y luego accederás a dos grandes habitacio­nes. Allí están los alimentos y el dinero. Sólo toma un poco de cada plato, bebe un poco de cada cántaro coge de cada montón algunas mo­nedas de oro y, en cuanto hayas termina­do, vete, antes de que los ogros lleguen y te devoren.
Con estas recomendaciones, el hombre rico llevó consigo un zurrón grande y se marchó. Anduvo varios días y ya se estaba preguntando si habría tomado el buen camino cuando se vio frente a tres hombres que parecían esperar al borde de la carretera. Fue hacia ellos, los salu­dó y les pidió que les dijesen quiénes eran.
-¿Tú también? -dijo el anciano.
-El hombre que vísteis la primera vez es mi hermano.
-Entonces ya te ha dicho él quiénes somos.
-No.
-Pues bien, debes saber que el hombre de pie es tu destino y aquél, tendido a sus pies, el destino de tu hermano.
El viajero, aunque intrigado, reanudó la marcha satisfecho. Sabía que ahora ya no esta­ba muy lejos. En efecto, no tardó en llegar frente a la colina. Subió por el camino, se apostó junto al castillo y esperó. Un gran tumulto anunció al rato la salida de los ogros. Contó siete grandes que llevaban a siete pe­queños a horcajadas, esperó que desaparecie­sen del todo, se acercó al castillo y entró. Tras­puso siete puertas y llegó a la primera sala. Las fatigas y las privaciones del viaje le habían dado hambre. Se lanzó a comer de todos los platos para reponer fuerzas, se atiborró de cus­cus y de carne de perdiz, bebió de todos los cántaros, pero sobre todo tenía prisa por llegar al oro.
Cuando entró en la segunda sala, el espec­táculo lo deslumbró. Los pequeños montones relucían en la sombra. Primero se quedó atóni­to y luego, recobrando el sentido, se precipitó, abrió el zurrón y, febrilmente, se dedicó a lle­narlo lo más posible de monedas de oro. Las monedas se desparramaban por todas partes y él las perseguía por la habitación. Cuando hubo llenado el zurrón, intentó sostenerlo pero, a pesar de sus esfuerzos, no fue capaz. Quitó algunas monedas para aligerarlo pero al rato las volvía a poner, por miedo a no haber cogido suficientes. Abstraído como estaba en su tarea, se olvidó de la hora y, cuando oyó los primeros rumores de los ogros que volvían al castillo, ya era demasiado tarde. Se inquietó, miró hacia todos los lados en la sala para ver por dónde podría escapar o dónde podría es­conderse y, como no encontró lugar adecuado, bajó al sótano del castillo, donde los ogros arrojaban a sus muertos, y se tendió entre los cuerpos allí amontonados.
Los ogros entraron en seguida gruñendo, gritando, tropezando con todo lo que encon­traban a su paso. El hombre, espantado, oyó que uno de ellos decía:
-¡Hum! ¡Aquí huele a carne fresca!
Los demás furiosos, protestaban, a medida que descubrían los hurtos y el desorden en que había quedado su casa.
-Alguien ha entrado -dijo un ogro joven.
-¡Un hombre! -dijo otro.
-¡Tal vez aún está aquí!
Se lanzaron en seguida a buscar en todas las salas, movieron cielo y tierra, revisaron todos los alrededores, pero no encontraron nada.
Estaban a punto de renunciar cuando el más joven exclamó:
-Nos queda un sitio por ver.
-¿Cuál? -preguntaron todos los demás al mismo tiempo.
-El camposanto.
Cogieron un atizador, lo calentaron al rojo vivo y se dirigieron al sótano del castillo. A cada muerto que encontraba, el joven ogro le clavaba el atizador en el pie. El hierro, al hun­dirse en la carne, hacía el ruido del carbón cuando se apaga. Pero los muertos estaban bien muertos. Los ogros estaban a punto de renunciar cuando de golpe se oyó un aullido y, de entre los muertos, salió un hombre, un hombre vivo, que comenzó a revolcarse por el suelo y a retorcerse.
Los ogros se precipitaron sobre él. Iban a despedazarlo cuando él gritó para ahogar sus voces:
-¡Esperad! No me matéis todavía... no an­tes de que os haya contado mi historia.
Así lo hizo y concluyó:
-No me faltaba nada, pero siempre quería más. Fue la codicia la que me empujó hacia vuestro castillo. Y mi mujer, desde que vio todo el oro que os había robado mi hermano, no ha dejado de acosarme. Ya... Ahora podéis devorarme.
-¿Por dónde comenzaremos? -preguntó el mayor.
-Por la cabeza -dijo el hombre-, porque ella escuchó los consejos de mi mujer.
-Después de la cabeza, ¿qué comeremos?
-Los pies, pues ellos me trajeron hasta aquí.
-¿Después de los pies?
-El estómago, porque por su causa em­prendí esta expedición.
-¿Por dónde acabaremos?
-Por las manos, que no supieron poner fre­no a mi codicia.
Los ogros se echaron entonces sobre él, lo despedazaron y cada uno comió vorazmente una parte. Pronto sólo quedó del hombre una pierna, que el mayor les arrebató.
-Esta la guadaremos -dijo.
-Es ahora cuando está buena para comerla -gruñeron los demás.
-Sí, pero se puede hacer algo mejor que co­merla.
-¿Qué?
-Vamos a colgarla de la viga más alta de la sala del tesoro. Porque quien quiso robarnos no está solo. Antes de él, su hermano entró en el castillo a saquearlo. Cuando vea que éste no vuelve lo buscará y sin duda vendrá hasta aquí. Ya conoce los lugares. Verá la pierna y querrá llevarsela; nosotros seguiremos la huella de las gotas de sangre y éstas nos guiarán hasta su hermano, al que también comeremos.

En efecto, el padre de las siete muchachas es­taba inquieto porque no veía volver a su herma­no y ya hacía mucho tiempo que se había ido. Se dirigía diariamente a la casa de su cuñada para preguntarle si su marido había vuelto. Ella, en cambio, no mostraba ninguna inquietud.
-Mujer -le decía-, tu marido tarda en volver.
-El destino de todos los hombres es estar mucho tiempo ausentes.
-¿Y si corre algún peligro?
-Como todos los hombres.
-¿Y si ha muerto?
-Otros hombres han muerto antes que él. Anduviste corriendo caminos y trajiste celemi­nes de oro. ¿Por qué no podía ir a traerlos él también?
Esperó un tiempo más y decidió al fin ir al castillo de los ogros para ver qué había pasado con su hermano. Ahora conocía bien el cami­no. Así que se fue raudamente y llegó muy pronto al borde de la carretera donde estaban los tres hombres.
-Por favor -dijo después de haberlos salu­dado-, decidme quiénes sois.
-Ya es la tercera vez -dijo el anciano-, pero una vez más te responderé. ¿Ves a ese hombre de pie que va a trabajar? Es tu desti­no. ¿Y a éste echado junto a él? Es el destino de tu hermano.
Una sospecha estremecedora se insinuó en el corazón del viajero. Continuó, no obstante, su camino y pronto llegó al castillo. Esperó a que los ogros saliesen y entró. Abrió y cerró las siete puertas, llegó a la primera sala, comió un poco de cada plato, bebió un poco de cada cántaro, pasó a la segunda sala, cogió de cada montón de oro algunas monedas y las guardó en el faldón de su chilaba. Iba a salir a buscar por los alrededores del castillo cuando, alzan­do la cabeza, vio la pierna suspendida de la viga más alta. Sintió que se le helaba el cora­zón: los ogros habían devorado a su hermano, sólo habían dejado de él esa pierna, que reco­nocía, y que guardaban sin duda para comer­sela más tarde. La descolgó, la puso sobre el pequeño montón de monedas que había en su chilaba y se apresuró a salir.
Durante el camino de vuelta pensaba en la manera en que le anunciaría la noticia a su cu­ñada y a sus sobrinos, cuando se dejó oír una canción:

Si me das un poco,
cubro y recubro.
Y si no me das nada,
descubro y descubro.

La voz bajaba del cielo. El fugitivo alzó los ojos y sólo vio... un aguzanieves que volaba por encima de su cabeza y parecía seguir el mismo camino. Estaba intrigado por esas pala­bras, que no parecían salir de ninguna parte, y apuró el paso siguiendo un momento con los ojos al aguzanieves. De pronto la vio abrir el pico y le llegaron las mismas palabras. No ha­bía dudas: ¡era el ave la que las pronunciaba!
El hombre se sintió aliviado.
-¡Bien! -le dijo al aguzanieves-. Como ves, ahora no puedo dete-nerme: tengo prisa. Pero sígueme a mi casa y, en cuanto haya lle­gado, algo te daré.
Pero, ante su sorpresa, vio que el ave, en lugar de ir con él, desandaba camino para vol­ver hacia el castillo. La siguió con los ojos y la vio de vez en cuando bajar a la carretera, ara­ñar un poco la tierra y remontar vuelo: así lo hizo varias veces. El hombre estaba intrigado, pero no tenía tiempo de quedarse observando al ave para intentar comprender su actitud. Tal vez los ogros ya habían vuelto y, descubriendo que los había saqueado una vez más, se habían lanzado en su busca.
Tenía tanta prisa que no observaba las gotas de sangre que, mientras corría, caían regular­mente de la pierna de su hermano, y que le exponían al riesgo de que pudiesen seguir su rastro. Afortuna-damente, y aunque él lo igno­raba, el aguzanieves, en cuanto hubo recibido la promesa de tener su parte de botín, se puso a recubrir las manchas rojas con un poco de tierra. Por ese motivo había desandado camino y bajaba a la carretera de vez en cuando.
El hombre llegó pronto a su casa. Iba a en­trar cuando vio bajar del cielo al aguzanieves y posarse frente a él. No esperaba verla llegar tan pronto y se quedó un instante inmóvil. El pájaro, entonces, se puso a cantar la misma canción:

Si me das un poco,
cubro y recubro.
Si no me das nada,
descubro y descubro.

Pero el viajero había recobrado su ánimo y dijo:
-¡Vamos, fuera, vete de aquí! Ya ves que tengo otras cosas que hacer.
El ave echó a volar, cogió altura, siguió el mismo camino y el hombre la vio repetir la misma operación que había hecho antes. Pero estaba muy pre-ocupado como para prestarle atención. Si se hubiese tomado el tiempo de hacerlo, habría visto que el ave hacía esta vez justamente lo contrario de lo que había hecho antes: bajaba del cielo, apartaba un poco de tierra, remontaba el vuelo, aunque esta vez era para descubrir las manchas que antes había cu­bierto.
Pero el hombre no hizo caso. Entró precipi­tadamente en la casa de su hermano y arrojó la pierna en medio del patio:
-¿Empujaste a tu marido a que fuese a bus­carte celemines de oro? Esto es lo que queda de él -le dijo a su cuñada.
Ella se puso a llorar.
-No es éste el momento de lamentarse -le dijo él-. Tendrías que haberlo pensado mejor antes de enviarlo. Pero lo hecho, hecho está. Ahora hay que pensar en qué será de ti.
La mujer no paraba de llorar:
-No sé, no lo sé...
-Pues bien, te voy a proponer algo. Mi hermano ha muerto y yo hace tiempo que per­dí a mi mujer. Así que si tú quieres, me casaré contigo. Por otra parte, tú tienes siete hijos y yo siete hijas: podemos casar a unos con otros.
La mujer consideró que, en su desdicha, quedaba aún consuelo.
Los ogros, durante ese tiempo, habían vuel­to. Se dieron cuenta en seguida de que la pier­na había desaparecido y se pusieron a buscar en todo el castillo, para ver si por casualidad el ladrón se había escondido como el anterior, pero no encontraron nada. Registraron tam­bién el cementerio, pero esta vez, aunque clavaron el atizador en todos los cuerpos allí extendidos, ninguno reaccionó. Salieron a ins­peccionar los alrededores del castillo, pero en vano. Estaban a punto de volver cuando el más joven los llamó de lejos. Les mostró una man­cha de sangre en el suelo. Todos se pusieron a vociferar de alegría, buscaron en los parajes próximos, encontraron otras huellas rojas y las siguieron. Los condujeron justo enfrente de la casa de los dos hermanos, donde las manchas se detenían bruscamente. Les preguntaron a unos niños que jugaban a la puerta a quién pertenecía la casa y, en cuanto lo supieron, se disfrazaron de vendedores de aceite. Se pre­sentaron así en la plaza de la aldea, con sus medidas y sus odres.
-Bienvenidos, forasteros -les dijeron-. ¿Conocéis a alguien o sois huéspedes del pueblo?
-Somos vendedores de aceite -dijeron-, y estamos sólo de paso. Nos dijeron que hay alguien que podría alojarnos por la noche.
Dieron el nombre de aquel que les había ro­bado. Enviaron a un niño a buscarlo. Llegó, deseó la bienvenida a esos huéspedes que no esperaba y luego les pidió que esperasen allí mientras iba a prepararles la habitación donde dormirían esa noche.
Llegado a su casa, subió al camaranchón, donde guardaba las provisiones del año y tam­bién una parte de la paja con que alimentaba a sus animales. Trepó al tejado y, quitando algu­nas tejas, hizo un hueco en un sitio que resulta­ba difícil de ver. Sobre la paja echó un saco lleno de pólvora y luego volvió a la plaza. Les pidió a sus huéspedes que lo siguiesen a la casa, donde los hizo subir al camaranchón, que era alto y amplio. Se excusó por acogerlos en una habitación donde había tanta paja.
-Haremos con ella jergones -dijo el joven ogro.
-Mientras os instaláis, voy a avisar que nos preparen la cena.
Iba a salir pero se volvió:
-Hay algo que me precupa. Como sois ven­dedores de aceite, las personas malintenciona­das pueden creer que lleváis mucho dinero con vosotros. ¡Qué vergüenza me daría que os ocu­rriese algo en mi casa! Así pues esta noche, antes de dormir, no dejéis de atrancar todas las salidas. Esta puerta en especial sólo cierra por dentro. No olvidéis de echar el cerrojo, porque yo no tengo ningún medio de cerrarla por fuera.
Salió, volvió al rato con la comida de sus huéspedes y, cuando hubieron terminado, les recomendó de nuevo que cerrasen muy bien todo desde dentro. En cuanto estuvo fuera, oyó que los ogros hacían un jaleo espantoso y trajinaban junto a la puerta.
En el camaranchón, en medio de otras pro­visiones, se encontraban los odres llenos de aceite, que las mujeres usaban no sólo para co­cinar, sino también para untarse los cabellos y volverlos más flexibles y relucientes. Justa­mente una criada, que había estado ocupada todo el día, quiso aprovechar parte de la noche yendo a buscar aceite para su pelo. Abrió la puerta suavemente, tanteó en la oscuridad para encontrar los odres, dio con un bulto re­dondo y lo pinchó para ver si estaba blando.
-¿Que hay? -dijo una voz-. ¿Es hora de bajar a comerlos o todavía no?
La sirvienta estaba asustada pero, por si aca­so, dijo:
-Todavía no.
Bajó precipitadamente y, aún con miedo de ser regañada, fue a buscar a su amo y le refirió las extrañas palabras que acababa de oír.
El hombre, entonces, ya no tuvo dudas so­bre las intenciones de sus huéspedes. Cogió una gran llave, fue a cerrar por fuera la puerta del camaranchón pues, al contrario de lo que había dicho a los ogros, sólo desde el exterior funcionaba la cerradura. Luego reunió a su cu­ñada, a sus hijas, a sus sobrinos, dio a cada uno de ellos un tizón y les ordenó que lo arrojasen por el hueco que antes había hecho en el teja­do. La pólvora explotó en seguida. El fuego se extendió a la paja y pronto el camaranchón no fue más que una enorme hoguera, cuyas llamas agitaba el viento. Los ogros comenzaron a chi­llar. Se los oía correr en todos los sentidos, golpear contra la puerta, bramar, supli-car que les abriesen.
Cuando el fuego se consumió por sí solo, sólo quedaba del cama-ranchón una masa de cenizas, en medio de las paredes agrietadas y ennegrecidas. Todos los ogros habían perecido en el incendio, todos... salvo uno, el más pe­queño, al que descubrieron arrinconado en una zona que se había librado de las llamas. Los chicos iban a rematarlo cuando su tío in­tervino diciendo:
-¡Esperad! Es muy joven y además... está solo... No tenemos nada que temer de él... y vamos a dejarlo vivir con nosotros.
Lo salvó y, desde ese día, cogió gran afecto por él. Lo cuidó y alimentó. Todos los días ju­gaba con él y le enseñaba a vivir como un hom­bre. El joven ogro se restablecía y crecía a ojos vistas.
Un día en que lo llevaba a horcajadas sobre sus hombros y que disfrutaba escuchándolo parlotear, el hombre creyó oírle decir:
-Padre, qué rosadas y tiernas son tus orejas y cómo me gustaría crecer más rápido para co­merlas.
-¿Cómo? ¿Qué dices? -preguntó.
-Decía, padre, que cuando sea mayor tra­bajaré para ti y lo único que harás será comer y dormir, hasta que tus orejas se vuelvan rosadas y tiernas.
Un tiempo después, el hombre alzó de nue­vo al pequeño ogro sobre sus hombros y, de golpe, le oyó repetir las mismas palabras.
-¿Qué estás diciendo? -le preguntó.
-Decía que estoy impaciente por hacerme mayor, así trabajaré para ti y veré tus orejas tiernas y rosadas.
Pero esta vez el hombre estaba seguro de ha­ber oído bien.
-¿Así que no has olvidado las costumbres de tus padres, a pesar de haberte cuidado tanto?
Lo cogió y lo lanzó contra la pared. Así mu­rió el último ogro. En cuanto al hombre, des­posó a la viuda de su hermano, casó a sus siete hijas con sus siete sobrinos y desde ese día to­dos vivieron felices y ricos.

¡Machaho!

Fuente: Mouloud mammeri


109. anonimo (bereber)


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