Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 14 de mayo de 2012

Los caballeros de la Isabela

El siglo XV llegaba a su fin, como también había llegado el fin para la primera ciudad fundada por Colón en América: La Isabela, en la isla de Quisqueya o Haití, denominada por los colonizadores como La Española.
La vieja Isabela había sido abandonada. Las hierbas crecían libres en las calles y los helechos se iban adueñando de la humedad que quedaba en las divisiones entre pieza y pieza de piedra. La Isabela había muerto, al menos para los humanos, para aquellos hombres de final del siglo XV época de caballeros, capa y espada, porque en las noches, con la complicidad de la luna, las sombras con su movimiento se apoderaban de la ciudad.
Aquello, desde la alta luna hasta las bajas sombras, era misterioso, muy misterioso: lejanos ruidos de cadenas que se arrastraban, de pesadas espadas metálicas que chocaban, de voces perdidas, de espuelas que chirriaban al rozar la piel de las botas; y de pronto... el aire se hacía pesado, quedando como preso en tres capas de sendos caballeros que, al mismo paso y con vestimenta negra, reflejaban la luna llena en sus espadas al cinto.
Al día siguiente, como pólvora encendida, se extendía la noticia...
-¡Protégenos, Señor, bajo tu luz!
Pero, así como aparecían estos tres caballeros salidos de la noche, así desaparecían por encanto entrando en ella. Hablaban poco, sólo unas frases que, de tanto repetirlas, eran conocidas en el pueblo más cercano: "¿Dó vais, cristianos?", o bien: "¡Alto, caminante!" En ocasiones: "¿Nos buscáis, familia?" Pero otras veces la frase era más agresiva: "¡Alto! ¡A duelo!"...
Nadie podía repetir estas frases en el pueblo, ni aun fuese en broma.
Los caballeros, de esbelta y negra figura, hacían su aparición siempre juntos. Se llegaba a decir con insistencia que eran las almas en pena de los primeros fundadores de La Isabela.
Cierta noche memorable, el cura, tal vez el hombre más valiente de toda la comarca, se armó de más valor y fue él solo y a caballo a una cita no concertada...
Era viernes; la hora debía ser las diez o algo faltaba.
La solitaria campanilla del padre se escuchaba desde lejos, intermitente-mente, mucho mejor que las pisadas de su cabalgadura. El pueblo rezaba en la iglesia, y hacía algunas pausas para escuchar la campanilla que movía con la mano el cura, lejana pero tranquilizadora, porque era señal de que aún no pasaba nada.
De pronto, en medio de un avemaría, un silencio enorme, en las ruinas y en el pueblo... Ni campanillas, ni caballo, ni rezos, ni aire, ni nada... El caballo, a galope solitario en su despavorida huida, rompió el silencio.
El cura, a pie, enfrentaba verdaderamente solo a los tres perso-najes encantados. El también tenía su capa al aire. Si aquéllos tenían espadas al cinto, él tenía un cordón franciscano; si ellos tenían sombrero, él tonsura; si ellos botas, éste alpargatas; si ellos..., éste...
-¿Nos buscáis, familia? -Y se rompieron la oscuridad y el silencio.
-¡Que Dios os bendiga, caminantes, si no sois tres diablos!
Sonrieron a medias, y alineados uno junto al otro iniciaron una reverencia. La pierna derecha se movió hacia atrás, la capa se inclinó hacia abajo, las espadas se pusieron horizontales al levantarse por detrás sus puntas.
El padre, con el corazón en dúo con el galope de la ya muy lejana cabalgadura, levantó su crucifijo por encima de su frente...
-Padre nuestro, que estás...
No lo dejaron terminar; finalizaron su reverencia al saludar levantando los sombreros. Ante los ojos atónitos del padre Francisco, las cabezas permanecieron unidas al sombrero, y en las golas[1] de sus camisas se vieron resaltar los cuellos rotos...
-¡Que Dios también os bendiga, padre!
Y desaparecieron, pero no para siempre.
Por muchos años, los ojos de los grillos, murciélagos, cocuyos[2], lechuzas y mariposas nocturnas se espantaron en las primeras ruinas isabelinas ante la aparición de los tres, entre ellos, amigos y antiguos caballeros de la Colonia, con sombrero de copa y sonido de botas y espadas...
-¡Alto, caminante!
Con el paso de los siglos, se perdieron los techos y las paredes de las ruinas de La Isabela. De los tres caballeros cuentan, en cambio, que a veces son vistos en la noche saltando tapias de muy antiguas casas y corriendo -a buen paso- en las calles empedradas de la ciudad colonial de Santo Domingo, ciudad heredera de tantas cosas de la antigua Isabela.

074. anonimo (republica dominicana)

[1] Gola: Cuello muy trabajado y adornado que se usaba en las antiguas camisas. Las represen-taciones gráficas de Cervantes, Lope de Vega, Góngora y otros muestran ese cuello engolado. De ahí procede la expresión “engolar la voz” que es hacerla más grave y adornada.
[2] Cocuyo: Insecto coleóptero, luciérnaga, que emite luz verdosa visible en la noche.

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