Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 27 de mayo de 2012

La suegra del diablo

Los sucesos narrados en esta historia acontecieron a fines del siglo XVIII. Un escocés que había combatido en los ejércitos del rey Luis XVI, de Francia, una vez terminadas las guerras vióse sumido en la mayor pobreza, de igual modo como les ocurrió a muchos de sus compatriotas, que se hallaban en circunstancias parecidas.
Pero como el soldado a que nos referimos, llamado Patricio MacTavish, no se conformaba con vivir en la miseria que lo amenazaba, decidió irse a América, donde, según había averiguado en el curso de sus andanzas por el mundo, podía un hombre hallar trabajo, bien pagado y aun conquistar lo necesario para ponerse al abrigo de la miseria en sus últimos años.
En aquella época eran poco numerosos los europeos que emigraban hacia el Nuevo Continente y ésta era, precisamente, una razón de que la vida fuese allí mucho más fácil que en nuestros días. MacTavish buscó un velero que zarpando de Liverpool había de dirigirse a Norteamérica y, con más precisión, a Nueva York, y reuniendo todo el dinero que le fué posible conseguir, quedándose sin más que lo puesto, tomó pasaje y se embarcó confiando en la divina Providencia.
Nada de particular le ocurrió durante aquel viaje largo, incómodo y pesado. El tiempo fué bueno, no sufrieron ninguna calma chicha y con muy poca diferencia sobre el tiempo calculado, el barco fondeó ante Nueva York.
MacTavish desembarcó en una playa arenosa y a cierta distancia vió unos cuantos arbustos enanos, matas de plantas inútiles y ninguna vivienda en cuanto alcanzaba la mirada. Habíanle dicho que al desembarcar encontraría la ciudad de Nueva York a un extremo hacia la derecha y que allí un hombre de sus condiciones y deseoso de trabajar, no solamente podría ganarse muy bien el diario sustento, sino que todavía, con un poco de suerte, lograría hacer una fortunita.
Hacia el mediodia, MacTavish se sentó a la sombra de un arbusto, con objeto de tomar un poco de pan y de beber la última copa de vino que le quedaba. Una vez hubo terminado aquella ligera colación, oyó en la soledad que lo rodeaba una voz lamentable y quejumbrosa, que exclamaba:
‑¡Dejadme salirl ¡Oh, devolvedme la libertad!
MacTavish, muy extrañado, miró a su alrededor, pero no pudo ver a nadie a quien pudiera atribuirse aquella exclamación. Pero, al fijarse mejor, descubrió a corta distancia del lugar en que se hallaba una botella de vidrio, de color verde obscuro, muy bien tapada y provista de un sello muy curioso.
‑¡Oh, dejadme salir! ¡Devolvedme la libertad! ­volvió a exclamar aquella voz.
MacTavish se aproximó a la botella y pronto pudo tener la certeza de que la voz en cuestión procedía del interior de aquel recipiente.
‑Por mi parte ‑dijo MacTavish, dirigiéndose a quienquiera que estuviese dentro de la botella‑, no te dejaré salir. Si me dirijo ahora a Nueva York, provisto de una botella que habla, voy a ganarme una fortuna.
‑Si es dinero lo que andas buscando ‑replicó la voz­ -suéltame y nunca más volverás a tener el bolsillo vacío. Soy el Diablo y, desde luego, el dueño de las maravillosas riquezas de toda la Tierra.
‑Pues si eres el Diablo, según dices ‑replicó MacTavish-, ¿cómo te falta poder para salir?
‑Fijate en el sello que cubre el tapón de la botella­ -replicó la voz, con triste acento.
MacTavish obedeció y pudo observar unos extraños signos de aquel sello blanco, y dijo:
‑Sí, en efecto. Me parece que este sello, por sus virtudes mágicas, debe de ser capaz de retenerte encerrado. Pero yo podría romperlo fácilmente y sacar el corcho.
‑Hazlo ‑replicó la voz‑. Hazlo en seguida.
‑Ante todo, quiero saber por qué razón te hallas encerrado aquí.
Entonces la voz del Diablo, encerrado en la botella, empezó a relatar sus infortunios.
-Estaba ocupado en mis asuntos, es decir, en tentar a uno y a otro, y en engañar a varios, cuando, de pronto, y en el momento en que menos lo esperaba, me enamoré perdidamente de una muchacha de ojos azules, a quien su madre adiestraba para convertirla en bruja. Como te digo, me enamoré como un tonto y llegué al extremo de casarme con ella. Desde luego, como comprenderás muy bien, no es la única esposa que he tenido, sino que tiene el número siete mil novecientos seis en la lista de las que, sucesiva-mente, han sido mis mujeres, desde la creación del hombre. Ahora que desde luego, puedo asegurarte que ésta es la última, pues ni aun cuando me aspen me atreveré a reincidir. No. Nunca más me expondré a tales peligros. Estoy decidido.
El Diablo dió un suspiro de pena y tras de una ligera pausa añadió:
-Inmediatarnente después de la boda, mi mujer me metió en una habitación pequeña, donde vi algunas cosas que no podría nom­brar aunque quisiera. Había una sobre la chimenea y otra al lado de cada una de las dos ventanas.
‑iVamos, hombre! ‑exclamó mi suegra, desde el otro lado de la habitación‑. ¿Te figurabas, acaso, que ignorábamos quién eres? Has sido un idiota y ahora estás ya en nuestro poder.
Yo, tonto de mí, cometí el error tremendo de no sentir ningún miedo de aquellas dos mujeres. Nunca me perdonaré esta imbecilidad. En el acto adquirí mi aspecto verdadero, hermoso como un rayo y más mortífero que él. Pero mi mujer tuvo la necesaria inteligencia para no mirarme siquiera y en cuanto a la suegra se hallaba en el lado exterior de la puerta de la habitación. Yo me disponía a atravesarla, para destruir a la vieja, pero ella había tenido la precaución de poner sellos mágicos no sólo en las ventanas sino que también en el umbral de la puerta.
‑Sal si quieres ‑dijo m¡ suegra‑. Pasa por el agujero de la cerradura, porque todas las demás salidas están perfectamente cerradas.
Me convencí de que, en efecto, era así y, por lo tanto, no tenía más recurso que seguir la indicación de aquella maldita vieja. Con­trayendo mi cuerpo hasta adquirir la delga­dez que me permitiera atravesar el agujero de la cerradura, pasé por él, en forma de relámpago, pero la maldita tenía apoyado en el lado exterior de la cerradura el cuello de esta botella verde. Como un idiota, me metí en esta prisión y ella, sin darme tiempo de salir cuando noté la trampa en que acababa de caer, tapó y selló la botella, como la ves.
En el sello hay algo que no me atrevo a nombrar. ¡Oh, desdichado de mí! Esa mujer me ha burlado de un modo indigno, insultante.
Lo peor fué que mi mujer ayudó a aprisionarme. Luego ambas se dispusieron a salir de Nueva York, para ir a Boston, pero antes de emprender el viaje vinieron aquí y aban­donaron la botella donde ahora está, figurán­dose que nadie podría encontrarla.
MacTavish profirió una carcajada, que al Diablo le pareció una burla.
-No hay duda ‑dijo luego ‑que podré ganar mucho dinero enseñando la botella parlante y refiriendo, además, su historia.
El Diablo se asustó mucho al oír aquel propósito. Rogó una y otra vez a MacTavish con voz tan dulce como los sonidos de un arpa y, para acabar de convencer al ex soldado, le dijo:
‑El alcalde de Nueva York tiene gravemente enferma a su hija. La pobrecilla sufre mucho, tanto que si pudieras verla, no hay duda de que la compadecerías con toda tu alma. Tiene el cabello tan fino como hebras de seda, rubio como el oro, los ojos azules como el cielo y el alma mucho más pura que el agua del mejor manantial de toda América. Ahora bien, conviene decirte que yo soy la causa de su enfermedad. Me irritó mucho ver que no era capaz de hacerla caer en una de mis tentaciones y en venganza le clavé una espina de pescado en la parte posterior de la lengua. La dejé así y los doctores no han podido encontrar la causa de su mal. Su padre, desesperado y apenado a más no poder, ofrece como recompensa el peso de la joven en esmeraldas, en oro o en rubíes al que sea capaz de curarla. En cambio, si alguno se ofrece a curarla y no lo consigue, es condenado a muerte y ahorcado.
Toda Nueva York está rodeada de horcas y eso, te lo aseguro, es un espectáculo magnífico y muy curioso. Déjame salir de la botella y, en cuanto esté libre, me dirigiré a la ciudad, precediéndote, para ocultarme en la garganta de la jovencita. Tú te presentas luego al alcalde, para decirle que vas a curar a su hija, pero, antes de hacerlo, fija tus condiciones. Por ejemplo, podrías pedir la mano de la muchacha y su peso en diamantes. Más o menos su padre había prometido ya esa recompensa. Y cuando tú me lo ordenes, yo abandonaré su garganta, quitando, antes, la espina que allí tiene clavada. Y añadiré, pues conviene que lo sepas, que si logras casarte con esa joven, podrás envanecerte de tener la esposa más bella y más virtuosa del mundo entero. Ten en cuenta que perdí cinco años procurando hacerla caer en una tentación y no lo consegui a pesar de todos mis esfuerzos. No puedo, estoy convencido de ello, penetrar en su corazón.
En cuanto MacTavish oyó hablar al Diablo de la belleza y de la bondad de aquella joven desistió inmediatamente de su propósito de exhibir la botella parlante, en la que estaba encerrado el Diablo. Llevó los dedos hacia la Santa Hostia que constituía el sello cuyo nombre no podía pronunciar siquiera el Diablo y en cuanto la hubo quitado, saltó disparado el corcho y de la botella empezó a salir un espeso vapor, que se convirtió en la figura del Diablo. Luego éste, en alas del viento, emprendió su camino hacia Nueva York.
MacTavish echó a correr hacia allá y, en cuanto estuvo en la ciudad, no tardó en convencerse de que el Diablo le había dicho toda la verdad. Por doquier vio horcas de las que aun pendían los ajusticiados, rodeadas de cuervos que graznaban alegremente. En el acto se dirigió a la casa del alcalde y, presen-tándose a éste, manifestó su deseo de intentar la curación de la jovencita, aunque poniendo la condición de que, en el caso de lograrlo, además de recibir como premio su peso en piedras preciosas, le otorgarían, también, su mano. El alcalde aceptó aquellas condiciones e inmediatamente llevó a MacTavish a la habitación de la enferma.
La cual era tan hermosa, que el ex soldado se sintió enamorado de repente.
‑iOh! ‑exclamó ella ‑idos antes de perder la vida. Nunca vi a otro hombre de rostro más simpático y bondadoso que el vuestro y me apenaría mucho que os condenasen a muerte por mi causa.
‑Voy a curaros, sin ningún género de duda, hermosa doncella. Luego, si me aceptáis por esposo, seremos muy felices.
Y sin esperar respuesta, ordenó al Diablo que abandonase inmediatamente la garganta de la enferma, y le recomendó, además, no olvidarse de sacar la espina de pescado que estaba clavada en aquélla.
‑Estoy muy cómodo aquí ‑contestó el Diablo asomándose a los dientes de la joven, convertido en un diminuto hombrecillo que apenas media un centímetro de estatura.
MacTavish, irritado al observar aquella falta de formalidad, le dirigió ásperas palabras, pero el Diablo no le hizo ningún caso.
Al día siguiente el Diablo siguió desafiando las iras de MacTavish. Cada uno de los que habían intentado la curación de la joven, pudieron realizar tres tentativas. Y en vista del fracaso de la segunda, se erigió ya la horca destinada al escocés.
‑En fin, no me asusta la muerte ‑se dijo éste‑. Iré a su encuentro como valeroso soldado.
Al día siguiente, antes de dirigirse a la casa de enferma, MacTavish contrató a todos los músicos de Nueva York y los congregó en torno de aquella morada, en las azoteas, en los sótanos y, en una palabra, en cuantos sitios le fué posible. Luego Mac­Tavish se dispuso a realizar la última tentativa para curar a la enferma.
Al observar su llegada, el Diablo se asomó, de nuevo, mostrando la espina en su mano.
‑Aquí está, amigo mío ‑dijo en tono burlón‑. Y cuando te balancees, colgado de la cuerda, volveré a clavar la espina en la garganta de la enferma.
MacTavish no contestó, pero, obeciendo sus órdenes, empezó a resonar un estruendo infernal, producido por todos los instrumentos músicos reunidos a corta distancia.
‑¿Qué pasa? ‑preguntó el Diablo.
Sencillamente ‑contestó MacTavish-, que se han reunido todos los músicos de la ciudad para celebrar la llegada de tu suegra. Salió de Boston en dirección a Nueva York y, al parecer estará a punto de desembarcar.
Al oír estas palabras, el Diablo saltó al suelo, llevando en la mano la espina. Sin pensarlo dos veces, saltó por la ventana y emprendió el vuelo con la mayor rapidez posible. La hija del alcalde se levantó de la cama ya curada, y, de acuerdo con las condiciones aceptadas por su padre, a los pocos días se celebró la boda. Durante el banquete, todos los presentes rogaron al novio que pronunciara un brindis.
¡Por la mentira más grande que he dicho en toda mi vida! -exclamó.

035. Anónimo (escocia)

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