Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 24 de mayo de 2012

La piel del diablo

Hace mucho, muchísimo tiempo, hubo un muchacho finlandés que, gracias a su inte­ligencia y astucia, consiguió vencer al mis­mísimo Diablo. El tal muchacho llamábase Erkki y tenía dos hermanos algo mayores que él. Ambos probaron su suerte con el Dia­blo, pero los dos salieron malparados de la aventura. Entonces, como ocurre siempre en los cuentos, Erkki, que era el menor, quiso probar suerte a su vez. Sus dos hermanos mayores estaban persuadidos de que Erkki volvería a casa vencido, corrido y desalenta­do, pero en eso se engañaban. Y ahora voy a referiros minuciosamente la historia.
Cierto día el hermano mayor dijo:
-Creo que ha llegado la ocasión de que salga a dar una vuelta por el Mundo y aprenda a ganarme la vida. En cuanto a vosotros dos, pequeños, será mucho mejor que continuéis en casa y esperéis a saber cómo me va. Si he tenido suerte, podréis in­tentar la aventura a vuestra vez.
Los dos pequeños se manifestaron confor­mes con esta proposición, y el hermano ma­yor, después de proveerse de lo necesario para el viaje, emprendió la marcha. Duran­te su camino y en cuantas poblaciones atra­vesaba, buscó alguna ocupación; pero, como si le acompañase la mala suerte, no pudo conseguirlo, y así continuaba andando.
Cierto día, y por pura casualidad, encon­tró al Diablo, el cual, al verlo, se dirigió a él y lo interpeló, preguntándole si buscaba trabajo. El muchacho contestó afirmativa­mente y entonces el Diablo le ofreció trabajo en su casa, pero en condiciones rarísimas.
-Vente conmigo a casa y allí trabajarás. Te prometo alojarte bien y darte una comi­da excelente. Pero haremos un trato: el pri­mero de los dos, tú y yo, que se enoje, cederá al otro una cantidad de su propia piel, sufi­ciente para poner suelas a un par de botas. Si yo soy el primero en encolerizarme, queda­rás autorizado a cortarme un buen pedazo de mi piel, pero si te enojas tú en primer lugar, éxigiré lo mismo de ti.
El hermano mayor aceptó de muy buena gana estas condiciones y, en vista de esto, el Diablo lo condujo a su casa, donde lo invitó a que empezase a trabajar inmediatamente.
-Toma esta hacha -le dijo. Vete a la parte posterior de la casa y córtame un poco de leña.
El hermano mayor tomó el hacha y se diri­gió a la leñera.
-Es un trabajo muy fácil -pensó.
Mas al dar el primer golpe observó que el hacha no tenía filo y, por más que lo in­tentó repetidas veces, no pudo partir una sola rama.
-Sería idiota continuar aquí perdiendo el tiempo con esta hacha -exclamó.
Arrojó, pues, el instrumento y emprendió la fuga, deseoso de que el Diablo no lo viese, y en cuanto estuviera lejos buscar trabajo en otro sitio. Pero el Diablo no tenía la me­nor intención de perder sus derechos, de mo­do que lo persiguió; lo alcanzó y le preguntó por qué abandonaba su trabajo sin haberle dado el menor aviso.
-No quiero trabajar para vos -contestó, airado, el hermano mayor.
-Muy bien -contestó el Diablo-, pero te aconsejo que no te enojes.
-iPues quiero enojarme! -contestó el otro. ¿Os parece bien obligarme a partir leña con un hacha que no corta?
-Bien -replicó el Diablo-. Puesto que insistes en enojarte tengo derecho a cortar­te una cantidad de piel suficiente para poner suelas a un par de botas. Recuerda que éste fue nuestro trato.
El hermano mayor empezó a chillar y a protestar, pero todo fue en vano, porque el Diablo se mantuvo firme y, sacando un largo y afilado cuchillo, le cortó de la espalda un pedazo de piel, suficiente para poner suelas a un par de botas.
-Ahora, muchacho -dijo al terminar, quedas en libertad de ir adonde más te con­venga.
El pobre chico se alejó cojeando, pues sen­tía en la espalda un escozor y un dolor te­rribles. Y durante todo su camino no dejó de quejarse un solo instante de la mala suer­te que le había correspondido.
Llegó, como pudo, a su casa y, al ver a sus hermanos, les dijo:
-Estoy derrengado y enfermo, de modo que por ahora no pienso moverme de casa. Por lo tanto, será preciso que uno de vos­otros salga para ver si encuentra trabajo.
El segundo hermano se manifestó dis­puesto a emprender la marcha. Estaba de­seoso de probar su suerte por el Mundo. Hizo un hatillo con lo más indispensable para el viaje; pero le cupo, exactamente, la misma suerte que a su hermano mayor. Al princi­pio no pudo encontrar trabajo. Luego encon­tró al Diablo, y, éste le hizo las mismas pro­posiciones que al hermano mayor. Llegó el segundo a su casa, le entregó el hacha sin filo y le mandó partir leña. Después de ha­ber dado el primer golpe, el segundo herma­no arrojó, airado, al suelo el instrumento, y luego intentó la fuga. El Diablo se la impidio hasta haberle hecho cumplir al pie de la letra el trato que habían formalizado. Y así fué cómo, también, el segundo hermano llegó a su casa derrengado, herido y poco deseoso de volver a recorrer el Mundo. Y, como su hermano mayor, también se quejaba amarga­mente de su mala suerte.
-Pero, ¿qué os pasa? -les preguntó Erkki, cansado ya de oír sus quejas y sus ayes.
-Si quieres saberlo -le contestó el her­mano mayor- sal a dar una vuelta por el Mundo cruel, buscando trabajo. Pronto sa­brás a tu costa la razón de nuestras quejas. Y cuando la hayas averiguado, no esperes que al volver, gemebundo y dolorido, gozarás de nuestra simpatía o de nuestra compasión, porque no pensamos concederte ni la una ni la otra.
Erkki se limitó a encogerse de hombros. Estaba persuadido de ser mucho más listo y astuto que sus dos hermanos mayores y, por consiguiente, sus palabras no le hicie­ron desistir del deseo de emprender la marcha. Reunió toda su ropa, la metió dentro de un pañuelo anudado, que colgó de un ga­rrote, y, a la mañana siguiente, abandonó su casa, dejando a sus dos hermanos con la tarea de cuidarse las espaldas y de maldecir con toda su alma el día que salieron en bus­ca de aventuras.
A Erkki le sucedió exactamente lo mismo que a sus dos hermanos mayores. Es decir que, al principio, no pudo encontrar trabajo y, por último, le salió al paso el Diablo, con quien ajustó las mismas condiciones que sus hermanos.
El Diablo le entregó la misma hacha sin filo, ordenándole que fuese a cortar leña. Al dar el primer hachazo, Erkki se dió cuenta de que el instrumento no tenía filo y de que por consiguiente, no servía para nada. Pero en vez de desalentarse o de enojarse, se echó a reir.
-Sin duda, el Diablo se ha figurado que voy a perder una parte de mi pellejo por una tontería como esta -se dijo. Pues está equivocado.
Soltó el hacha y, acercándose al montón de leña, empezó a echar abajo algunas ra­mas. Prosiguió la tarea y debajo de la leña encontró el gato del Diablo, animal de cabe­za gris, de fiero aspecto y muy feo.
-¡Caramba! -se dijo Erkki-. Me apos­taría cualquier cosa a que tú tienes algo que ver en lo que sucede.
Empuñó el hacha, y, a pesar de no tener filo, de un solo golpe, cortó la cabeza del gato. Instantáneamente el instrumento recobró su agudeza y, a partir de aquel momento, Erkki ya no tuvo ninguna dificultad en cortar toda la leña que allí había.
Por la noche, y a la hora de la cena, el Diablo dijo:
-¿Qué hay, Erkki? ¿Terminaste la tarea que te di?
-Sí, mi amo. Corté toda la leña.
-¿De veras?-preguntó el Diablo, sor­prendido a más no poder.
-Sí, mi amo. Podéis ir a verlo vos mismo.
-Supongo que encontraste algo con el montón de leña, ¿verdad?
-Sólo un gato muy viejo y muy feo.
El Diablo se sobresaltó y, con voz temblo­rosa, preguntó:
-¿Has hecho algo al pobre animal?
-Solamente le corté la cabeza, que tiré a lo lejos.
-¿Cómo? -exclamó el Diablo, encoleri­zado-. ¿No te diste cuenta de que ese gato era mío?
-Bueno, amo -replicó Erkki, tratando de apaciguarlo. Supongo que no vais a eno­jaros por algo de tan poca importancia como un gato. Recordad nuestro trato.
El Diablo hizo un esfuerzo por dominar su cólera y murmuró:
-No. No voy a enojarme, pero sí digo que no debías tratar así a mi pobre gato.
Al día siguiente, el Diablo ordenó a Erk­ki que se dirigiera al bosque para traer a casa algunos troncos de árboles que habría de cargar en el trineo arrastrado por dos bueyes.
-Te acompañará mi perro negro -aña­dió. Y a tu regreso a casa es preciso que sigas exactamente el mismo camino del perro.
Erkki salió hacia el bosque; cargó el tri­neo tirado por los bueyes y luego emprendió el regreso a la casa, guiado por el perro ne­gro del Diablo. Al llegar a ella, el can entró por un agujero que había en la puerta.
-Debo cumplir exactamente las órdenes del amo -se dijo Erkki.
Para ello mató los dos bueyes, los cortó a pedazos muy pequeños y los metió uno a uno por el agujero de la puerta. Luego partió los troncos en pedazos pequeños, que introdujo en la casa del mismo modo. Y, por fin, des­trozó el trineo y le hizo seguir el mismo ca­mino. Hecho todo esto, entró a su vez por aquel agujero.
A la hora de la cena, el Diablo preguntó:
-¿Has seguido exactamente las instruc­ciones que te di, Erkki?
-Sí, mi amo. Seguí el camino que tomó el perro negro.
-¿Cómo? -exclamó el Diablo-. ¿Quie­res darme a entender que hiciste pasar los bueyes, el trineo y los troncos por el agujero de la puerta?
-Sí, mi amo. Eso, precisamente.
-¡Pero si no es posible! -exclamó el Diablo.
-Si lo dudáis, id a verlo -contestó Erkki.
El Diablo salió, y al darse cuenta de los medios de que se había valido Erkki para cumplir exactamente sus órdenes, se puso furioso. Pero Erkki lo apaciguó, diciéndole:
-Supongo, mi amo, que no vais a enoja­ros por un asunto de tan poca importancia. Recordad nuestro trato.
-No -contestó el Diablo, haciendo un esfuerzo por dominar su cólera-; no voy a enojarme, pero sí quiero decirte, Erkki, que, a mi juicio, has obrado muy mal en este asunto.
Durante toda aquella noche, el Diablo es­tuvo reflexionando acerca de Erkki.
-Es preciso que nos libremos de él. No hay otro remedio -dijo a su mujer.
Como ya comprenderéis, en cuanto apare­cía Erkki, el Diablo se esforzaba en sonreir y en mostrarse amable, pero en cuanto el muchacho le volvía la espalda, entregábase de nuevo a la cólera que lo dominaba y, en tono enfático, declaró:
-No podré vivir en paz ni tendré tranquilidad mientras ese chico ande por ahí.
-Pues, mira -le contestó su mujer, si es así, ¿por qué no lo matas esta noche, cuan­do esté dormido? Luego podríamos arrojar el cadáver al lago y nadie lo sabría.
-Es una idea magnífica -contestó el Dia­blo. Esta noche, después de las doce, me despiertas y te aseguro que me libraré de él para siempre.
Mas, por desgracia para el Diablo, Erkki se enteró del plan, de modo que aquella no­che se abstuvo de entregarse al sueño. Al notar, gracias a los ronquidos, que el Dia­blo y su mujer estaban profundamente dor­midos, se acercó a su cama y, suavemente, tomó en brazos a la mujer del Diablo y, sin despertarla, la metió en su propia cama. Luego él mismo se puso una camisa femeni­na y se acostó al lado del Diablo, ocupando el sitio de la mujer.
Al poco rato dió un codazo al Diablo.
-¿Qué quieres? -gruñó el Diablo.
-Chitón -murmuró Erkki. Ya es ho­ra de que te levantes y vayas a matar a Erkki.
-¡Caramba! Tienes razón -contestó el Diablo. Acompáñame.
Sin hacer el menor ruido saltaron al sue­lo, y el Diablo fue en busca de un sable de agudo filo que colgaba de la pared. Luego los dos se acercaron a la cama de Erkki, y el Diablo, de un solo tajo, cortó la cabeza de la persona tendida en el lecho.
-Ahora -dijo-, vale más que cojamos la cama con el cadáver y lo arrojemos todo al lago.
Erkki agarró la cama por los pies y el Diablo la cogió por la cabecera. Tambaleán­dose y resbalando en la obscuridad sacaron el lecho de la casa, lo llevaron a orillas del lago y luego, tomando impulso, lo arrojaron al agua.
-Ha sido un buen trabajo -exclamó el Diablo, después de proferir una sonora car­cajada.
Ambos regresaron a la casa y el Diablo se metió en la cama, quedándose instantá­neamente dormido.
A la mañana siguiente, al levantarse para ir a desayunar, quedóse mudo de asombro y de sobresalto al ver que Erkki estaba hacien­do una olla de gachas.
-Pero, ¿cómo... cómo has llegado aquí? -preguntó el Diablo. Y ahora, dime...­ -añadió: ¿Dónde está mi mujer?
-¿Vuestra mujer? ¿No os acordáis? -­replicó Erkki-. Pues anoche le cortasteis la cabeza, y luego entre vos y yo, arrojamos al lago el cadáver y la cama. Pero podéis estar tranquilo, porque nadie lo sabrá.
-¡Cómo! -gritó el Diablo.
Y se disponía a dejarse dominar por un arrebato de cólera furiosa, cuando Erkki lo contuvo, diciéndole:
-Cuidado, amo. Supongo que no vais a enojaros por algo tan poco importante como una mujer vieja. Recordad nuestro trato.
El Diablo tuvo que hacer un nuevo es­fuerzo para contener su cólera.
-No. No voy a enojarme -contestó-. Pero, hablando con franqueza, Erkki, creo que me has hecho una broma muy pesada.
-El Diablo se sentía muy solo al ver que en su casa no había ninguna mujer, de modo que, a los pocos días, decidió ir a cortejar a una muchacha.
-Durante mi ausencia, Erkki -dijo a su criado, supongo que trabajarás de firme. Aquí tienes un cubo de pintura roja. Empie­za a trabajar y procura que cuando regrese, toda la casa resplandezca de rojo.
En cuanto el Diablo se hubo marchado, Erkki prendió fuego a la casa y, al poco rato, todo el cielo estaba iluminado por el rojizo resplandor de las llamas. Muy asus­tado, el Diablo emprendió el regreso a tiem­po para ver su casa convertida en un haz de llamas.
-Como veis, mi amo -observó Erkki-, he cumplido exactamente vuestras órdenes. Lo cierto es que el espectáculo resulta muy bonito. ¿No os parece?
El Diablo se ahogaba de cólera.
-Tú... eres...
Así empezó a tartamudear, pero Erkki lo apaciguó, diciendo:
-Supongo, mi amo, que no vais a eno­jaros por una cosa de tan poca importancia como una casa. Recordad nuestro trato.
El Diablo hizo un poderoso esfuerzo sobre sí mismo y contestó:
-No. No voy a enojarme. Pero debo de­cirte, Erkki, que estoy muy molesto contigo.
Al día siguiente el Diablo salió de nuevo de la maltrecha casa para cortejar a la mu­chacha con quien quería casarse, y, antes de salir, dijo a Erkki:
-Nada de tonterías esta vez. Durante mi ausencia quiero que construyas tres puentes sobre el lago, pero con la condición de que en ellos no entre la madera o la piedra, el hierro o la tierra, ¿comprendes?
Erkki fingió asustarse al oír tales condi­ciones.
-Difícil tarea me encomendáis, mi amo.
-Pues, fácil o difícil, te ordeno que lo cumplas -contestó el Diablo.
Erkki esperó a que su amo se hubiese ale­jado y luego se dirigió a un prado inmediato. donde, una a una, fué tomando las reses del rebaño de su amo y las sacrificó todas. Con los huesos de los animales tendió tres puen­tes a través del lago, utilizando los cráneos para uno de ellos, las costillas para otro, y las patas y las pezuñas para el tercero. Lue­go en cuanto vió al Diablo de regreso, Erkki salió a su encuentro y, señalándole los puen­tes, le dijo:
-Como veis, mi amo, ahí están los tres puentes en cuya construcción no se ha utili­zado ninguna de las substancias que mencio­nasteis.
En cuanto el Diablo hubo descubierto que Erkki había sacrificado a todas las reses de su rebaño para utilizar los huesos, sintió el deseo de matar a su criado, pero éste lo apa­ciguó, diciendo:
-Supongo, mi amo, que no vais a enoja­ros por una cosa de tan poca importancia como la matanza de unas cuantas reses. Re­cordad nuestro trato.
El Diablo vióse nuevamente obligado a contener su cólera.
-No -contestó-. No voy a enojarme. Pero sí quiero decirte, Erkki, que, a mi jui­cio, te portas muy mal.
El Diablo alcanzó el éxito deseado en su cortejo, de modo que, muy en breve, llevó a su casa a una nueva esposa. Esta no sintió ninguna simpatía por Erkki, sino que, por el contrario, le pareció odioso, y así el Dia­blo acabó por prometerle que lo mataría.
-Será esta misma noche -dijo. En cuanto esté dormido.
Pero Erkki se enteró del proyecto, y aquella noche, debajo del cobertor de su cama puso la mantequera, y donde solía apo­yar la cabeza depositó una gran piedra re­donda. Hecho esto se acurrucó en un rincón caliente, cercano a la estufa, y se durmió tranquilo.
Durante la noche, el Diablo volvió a des­colgar de la pared su enorme sable y se di­rigió a la cama de Erkki. Su primer sablazo fue a dar en la piedra redonda y la hoja se melló. El segundo golpe hizo saltar algunas chispas.
-¡Cuerno! -se dijo el Diablo-. ¡Vaya cabeza dura! Mejor será que le dé un sabla­zo en el cuerpo.
Entonces dió en la mantequera. Saltaron los cercos, y las duelas se cayeron una sobre otra. El Diablo se figuró haber conseguido su objeto, y, muy satisfecho de sí mismo, se volvió a la cama.
-Bueno -dijo a su esposa, en tono jac­tancioso. Esta vez le he dado lo suyo.
Pero, a la mañana siguiente, al despertar, ya no tuvo ganas de reír, pues pudo ver que Erkki estaba tan vivo como siempre y al parecer como si nada desagradable le hubie­se ocurrido.
-¿Cómo? -exclamó el Diablo, asombra­do a más no poder. ¿No has sentido nada esta noche pasada mientras dormías?
-Sí. Me di cuenta de que algunos mosqui­tos me rozaban la mejilla -contestó Erkki. Nada más que eso.
-A lo que parece -murmuró el Diablo para sí, el acero no le hace ningún daño. Esta noche probaré el fuego.
Al anochecer dió orden a Erkki de que fuese a dormir al henil. El muchacho se lle­vó su camastro y lo instaló en un rincón del granero, y allí pasó tranquilamente toda la noche.
Aprovechando la obscuridad, el Diablo in­cendió el henil y, al amanecer, Erkki tomó su camastro y lo llevó al henil, de modo que cuando el Diablo se levantó por la mañana, lo primero que pudo ver fue que Erkki dor­mía apaciblemente rodeado de las paredes humeantes del henil.
-Caramba, Erkki -gritó sacudiéndolo-. ¿Has dormido toda la noche?
El muchacho se incorporó y dió un largo bostezo.
-Sí, mi amo. Y he tenido un sueño pro­fundo y reparador. Sin embargo, he pasado un poquito de frío.
-¿Frío? -exclamó el Diablo, asombrado.
Después de aquella tentativa, el Diablo ya no pensó en otra cosa sino en librarse de Erkki.
-Ese muchacho me ataca los nervios­ -dijo a su mujer. No puedo aguantarlo más. ¿Qué haremos con él?
Discutieron varios planes, decidiendo, por fin, que el único medio de librarse de Erkki era abandonar la casa y dejarlo en ella.
-Lo mandaré al bosque para que pase allí todo el día cortando leña -dijo el Diablo-. Durante su ausencia podemos hacer los pre­parativos necesarios y trasladarnos a una isla, de modo que cuando él regrese no sepa adónde hemos ido.
Erkki se enteró de este plan y, al día si­guiente, cuando el Diablo y su mujer esta­ban persuadidos de que se hallaba ocupado en el bosque, él volvió rápida y cautelosa­mente y se ocultó entre la ropa de la cama del matrimonio.
El Diablo y su mujer hicieron la mudan­za y en cuanto hubieron llegado a la isla y empezado a deshacer los paquetes, encontra­ron al mismísimo Erkki entre la ropa de la cama.
Aquella desagradable sorpresa fue causa de que la mujer del Diablo profiriese amar­gas quejas.
-Si me quisieras -le dijo a su marido, cortarías la cabeza de ese muchacho.
-¡Pero si ya lo he intentado! -exclamó el Diablo- y no lo conseguí. ¡Maldito sea! Ya sabía yo que los finlandeses son gente testaruda, pero nunca he conocido a nadie más tenaz que Erkki. Me confieso derrotado por él.
Tales palabras no consiguieron, sin em­bargo, apaciguar a la mujer del Diablo, por­que continuó quejándose día y noche, sin ce­sar hasta que, por último, su marido le pro­metió hacer una nueva tentativa para deca­pitar a Erkki.
-Bueno -contestó su mujer-. Así me gusta. Esta noche, cuando se haya dormido, te despertaré.
Pero dió la casualidad de que la esposa del Diablo estaba muy cansada, de modo que en cuanto hubo apoyado la cabeza en la almohada, se quedó profundamente dormi­da. Esto dió a Erkki la oportunidad de re­petir la misma hazaña que ya llevó a cabo con la primera mujer del Diablo. Tomó tam­bién a la segunda en brazos sin despertarla, la trasladó a su propia cama, se acostó, ocu­pando su lugar y luego despertó al Diablo, quien sin darse cuenta del engaño de que era víctima, por segunda vez, cortó de un sablazo el cuello de su nueva mujer.
A la mañana siguiente, al darse cuenta de lo ocurrido, se puso furioso.
-Ahora mismo te largas de aquí, Erkki -rugió. ¡No quiero verte más!
-Supongo, mi amo -contestó el mucha­cho, que no vais a enojaros por un asunto de tan poca importancia como una esposa muerta.
-Pues, sí, señor. ¡Estoy furioso! -gritó el Diablo. Y, además, eso tiene muchísima importancia. Esa mujer me gustaba, y aho­ra ya no podré encontrar otra. Por consi­guiente, lárgate cuanto antes, porque, de lo contrario, no sé lo que va a suceder.
-Muy bien, mi amo -contestó Erkki, me marcharé, pero no sin haber cobrado an­tes lo que me debéis.
-¿Lo que te debo? -aulló el Diablo. ¿Y qué me debes tú, por mi casa, mi rebaño, mis dos mujeres y todo lo demás?
-Os habéis enojado -replicó Erkki. Y, por consiguiente, habéis de entregarme un pedazo de vuestra piel, lo bastante grande para poner suelas a un par de botas. Tal fué nuestro trato.
El Diablo empezó a rugir y a maldecir, pero Erkki se mantuvo firme. Negóse a dar un solo paso hasta que el Diablo le consin­tiera cortar un buen pedazo de su piel.
El Diablo no tuvo más remedio que ac­ceder a lo exigido por el muchacho, quien, sin hacer caso de sus rugidos de dolor, cor­tó el pedazo de piel convenido. Y, en efecto, con aquella piel puso suelas a un par de bo­tas que resultaron excelentes. Duráronle años y años. En realidad, Erkki aún las usa. La fama de aquellas botas se ha extendido por toda la comarca, de modo que muchos son los que detienen a Erkki, que ya no es un mu­chacho, sino un hombre hecho y derecho, para rogarle que les permita examinar sus botas maravillosas. Y todos le interrogan acerca de su origen.
Una vez de regreso en su casa, Erkki pudo burlarse a su sabor de sus dos herma­nos mayores, y cuando éstos le preguntaron por la razón de su éxito, se limitó a con­testar:
-Sólo se debe a que nunca, y en ningún momento me enojé.

002. Anónimo (finlandia)

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