Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 14 de mayo de 2012

La cueva de los ladrones

Vivían una vez, en un pueblecito, dos hermanos. No te­nían ni padres ni más hermanos. Se arreglaban como po­dían para seguir viviendo.
Al mayor de los hermanos le encantaba cazar. Cierta vez que salió a cazar, sin que se diera cuenta anocheció, se perdió y tuvo que quedarse en el monte. Pensando que, por si le atacaba alguna fiera, mejor que en el suelo esta­ría en un árbol, se subió a uno con la intención de dormir un poco.
Cuando estaba durmiéndose, oyó un murmullo de vo­ces. Eran unos ladrones que salían de la cueva donde guardaban los tesoros robados, y que estaba justo bajo el árbol en el que se encontraba.
Desde el árbol, el joven les oyó que decían al salir:
-iAbrite portas, klis, klas...! -y salió un grupo de gente. Cuando salieron todos:
-iZerrate portas, klis, klas...! -dijeron, y las puertas con grandes chirridos se cerraron.
Esa noche había entre los ladrones uno que era nuevo, y por ello le preguntó a otro:
-Con lo fáciles que son de abrir estas puertas, ¿no crees que, si alguien nos oye las contraseñas, nos puede robar todo lo que tenemos?
-Sí, algunos ya han entrado -le contestó el otro-, pero los que comen de la olla pequeña, que tan buen olor desprende, la cual se encuentra en la cocina, no vuelven a salir, puesto que al probar esa carne hace que se les olvi­den las contraseñas. Solamente consiguen salir los que comen de la olla grande; pero hasta ahora eso no ha ocu­rrido nunca.
Todos los ladrones se fueron marchando, conversando entre ellos. El joven que estaba encaramado al árbol gra­bó muy bien en su mente todo lo oído. Esperó un rato más, y cuando creyó que los ladrones ya se habrían aleja­do, bajándose del árbol se acercó a la entrada de la cueva.
-iAbrite portas, klis, klas...! -gritó, y las puertas se abrieron. Cuando entró volvió a decir:
-iZerrate portas, klis, klas...! -y se cerraron.
Dentro de la cueva había mucha claridad, y el joven quedó perplejo de toda la riqueza que allí se acumulaba, parecía un palacio.
Recorrió toda la cueva, y en todos los rincones había oro y plata y muchas joyas más de gran valor. Pensó que para llevarse esa noche tendría bastante con un saco de oro, lo cogió y adentrándose en el establo se hizo con el caballo más hermoso de cuantos había, al cual le cargó el saco de oro. Llegó hasta la puerta, pero se dio cuenta que tenía hambre y se dirigió a la cocina a comer algo. Como lo dijeron los ladrones allí estaban sobre el fogón las dos ollas, la una grande y la otra pequeña. La olla pequeña desprendía un grato olor, y el joven estuvo dudando de si comer de ella o no; pero al final se decidió a comer de la olla grande, que por cierto estaba muy buena... ¡Gracias a ello!, que si no se hubiera tenido que quedar allí. En la olla grande había carne de ternera mientras que en la pe­queña, carne de cristiano. Después el muchacho regresó a la puerta de salida donde le esperaba el caballo cargado, y dijo:
-iAbrite portas, klis, klas...! -y éstas se abrieron al mo­mento. En cuanto salió volvió a decir:
-iZerrate portas, klis, klas...! -y las puertas quedaron cerradas.
El muchacho, como pudo, por unos caminos descono­cidos, volvió a su casa. Cuando los ladrones volvieron a la cueva, al momento se dieron cuenta que allí había estado alguien. Notaban olor a hombre. Fueron a la cocina, pero toda la carne de la olla pequeña estaba intacta, mientras que la de la grande faltaba la mitad.
-El que ha estado aquí, ya sabía nuestro secreto -dijo el jefe de los ladrones.
Después comprobaron que faltaba bastante oro y el mejor caballo del establo.
-Si cae en nuestras manos, no saldrá con vida -dije­ron los ladrones.
Mientras, el joven escondió tanto el oro como el caba­llo en un lugar muy seguro.
El hermano menor se empeñó en que, por si algún día se enfadaba con el mayor, él también necesitaba oro y un caballo, para no quedarse sin nada. Por ello no dejaba a su hermano mayor en paz, para que le dijera de dónde los había traído, pero éste le decía siempre:
-En balde me das la lata, no te lo diré. Con esto ya te­nemos suficiente para los dos, y si no, quédate con todo para ti.
Pero el hermano menor no se contentaba. Todo el día se pasaba amenazándole:
-Dímelo, si no... me tiraré al río o haré cualquier cosa semejante.
Al final, el hermano mayor, temiendo enloquecer con tanta insistencia, tuvo que decirle dónde había encontrado el oro. Pero, ¡cuidado!, si quieres salir de la cueva, recuer­da que no debes comer de la olla pequeña.
-Ya me las compondré -le contestó el menor.
Por la tarde, haciendo como que iba de caza, llegó has­ta la cueva de los ladrones. Una vez allí se subió al árbol y esperó a que aparecieran los ladrones.
Cuando anocheció, los ladrones empezaron a salir en grupos de dos y tres personas.
-iAbrite portas, klis, klas...!
-iZerrate portas, klis, klas...! -y las puertas se abrían y cerraban cada vez que salía un grupo.
Cuando pensó que todos los ladrones habían salido, bajó del árbol, y acercándose a la puerta de la cueva, dijo:
-iAbrite portas, klis, klas...!
Las puertas se abrieron y el muchacho entró. Y, sin pérdida de tiempo, empezó a escudriñar todos los rinco­nes. Cuando llegó al rincón de los tesoros, comenzó a me­ter en los sacos todo lo que podía. Quería ser más rico que su hermano. Cuando llenó una buena cantidad de sa­cos, preparó cuatro o cinco caballos con sus riendas y al­forjas para poder llevar el botín. Después de cargar los animales quedó muy cansado por el esfuerzo.
Queriendo recuperar las fuerzas perdidas, se acercó a la cocina con la pretensión de comer algo, y así poder marcharse. Las ollas, la una grande y la otra chica, allí estaban en el fuego hirviendo. El muchacho destapó la grande, que desprendía un vapor con buen aroma. Luego destapó la pequeña, y de ella también se desprendía un agradable olor, y... se puso a pensar que, por qué le habría dicho su hermano que no comiera carne de la olla peque­ña si desprendía tan agradable aroma... Quizá porque lo odiaba y no quería que fuera más rico que él... Fuera lo que fuera, se dijo, probaré de las dos y así sabré qué es lo que me sucede después. Primeramente se comió un buen trozo de la carne de la olla grande, luego, otro de la pequeña. Cuando comió suficiente y se sentía repleto, se fue donde estaban los caballos cargados, y cogiéndolos se dirigió a la puerta de salida.
Comenzó a- recitar las palabras propicias para que la puerta se abriera, pero éstas le salían al revés.
-iZerrate portas, klis, klas...? -y, claro, las puertas con­tinuaban cerradas. Volvía a repetirlas con más fuerza, y sucedía lo mismo. No podía acertar el decir: «¡Abrite por­ tas, klis, klas...!».
En balde miró si la puerta tenía alguna tranca, pestillo o llave, no encontró nada. Al final, se dio por vencido, se convenció de que no podría salir. Descargó los caballos, y los volvió al establo. Todo el oro lo volvió a dejar donde lo había cogido, y él se fue a esconderse en algún rincón de la cueva. Después de recorrer toda la cueva buscando un escondrijo, se encontró con un agujero repleto de cadáve­res. Al ver esto le inundó un sudor frío, pero al no encon­trar un rincón más seguro, decidió adentrarse en él. Se desnudó, y se tumbó entre los cadáveres como si fuera otro más.
Cuando llegaron los ladrones a la cueva, al momento se dieron cuenta que alguien había andado allí.
-Huele a hombre -dijo el jefe de los ladrones-, vayamos a la cocina a ver si ha comido de la olla pe­queña.
Se fueron todos a la cocina y el jefe, levantando la ta­padera de la olla pequeña, dijo:
-Aquí falta carne. El que ha comido ese trozo debe de estar escondido por aquí. ¡Hoy no se nos escapará!
Todos los ladrones se pusieron a registrar la cueva, de cabo a rabo. A cada rato, se reunían para saber cómo iba la búsqueda.
-Pues aquí debe de estar en algún lado, yo huelo a hombre -les decía el jefe.
Como dos o tres veces se acercaron al agujero de los cadáveres, pero tampoco allí encontraron nada. Al final, cuando casi desistían ya de continuar la búsqueda, uno de ellos dijo:
-iY si está escondido entre los cadáveres!
Volvieron otra vez al agujero, y uno dejos ladrones con un atizador comenzó a atravesar los cuerpos allí despa­rramados. El muchacho cuando notó que era su turno, puesto que no quería morir, se levantó. Al principio los la­drones al verlo levantarse se quedaron sorprendidos, pero reaccionando se avalanzaron sobre él, con la intención de acabar con él.
Entonces el joven arrodillándose delante de ellos les dijo:
-¡No me matéis! Yo os diré quién es el que me ha in­dicado el camino de la cueva, que es el que se llevó parte del tesoro y uno de los caballos.
-Está bien -le contestó el jefe de los ladrones-. Si nos lo dices, hoy no te mataremos, pero no esperes esca­parte de nuestras manos.
Los ladrones pensaron que aprovechándose de este muchacho, debían de apresar al que sabía cómo entrar en la cueva, puesto que había el peligro de que mucha más gente se pudiera enterar.
El muchacho se volvió a vestir y se quedó con los ladrones hasta el alba. Por la mañana, les dijo a los la­drones que era su hermano el que había robado el oro y el caballo, y que si querían los conduciría hasta su casa.
Los ladrones, acompañados del joven, se dirigieron ha­cia el pueblo, pero antes de llegar a él, pensaron que no les convenía aparecer ante todos por allí de día, y que irían de noche. Mientras esperaban el anochecer el mu­chacho les dijo a los ladrones:
-Dejadme ir a casa, y cuando vosotros vengáis os abri­ré la puerta.
Los ladrones asintieron, y le dejaron marcharse a su casa. En cuanto llegó a su casa le dijo a su hermano:
-Después de comer la carne de la olla pequeña y no poder salir, me tuve que esconder entre los cadáveres, y cuando me descubrieron, para que no me mataran les dije que fuiste tú el que robó el oro y el caballo. Los la­drones han quedado en venir por la noche, ahora están cerca del pueblo. Tendremos que pensar lo que hacemos ahora.
La primera reacción del hermano mayor fue enfadarse y pensar en marcharse, dejando a su hermano que se las arreglara solo. Pero luego, pensando que también le in­cumbía, se quedó para buscar una solución. Después de mucho pensar, decidieron traer todo el aceite que pudie­ron, y hacerse con un gran caldero. Al atardecer encendie­ron un gran fuego, y pusieron el caldero de aceite a calen­tar, con la intención de quemar en él a todos los la­drones.
A medianoche, cuando todo el pueblo estaba en silen­cio, los ladrones llegaron a la casa de los dos hermanos, y tocaron la puerta.
El hermano menor salió a una ventana, y los ladrones al verlo le preguntaron:
-¿Por dónde entramos, por la puerta o por la chi­menea?
-Por la chimenea -contestó el muchacho.
Nunca habían entrado por puerta alguna, sino siempre por el tejado o la chimenea. Subieron rápidamente al teja­do, y al mirar por la chimenea vieron allí abajo algo que parecía oro.
-¿Qué hay ahí, tú?
-Vuestro oro.
Los ladrones comenzaron a bajar de uno en uno por la chimenea, y todos ellos se fueron quemando en el aceite hirviendo.
Al día siguiente, los dos hermanos abrieron una zanja muy grande en el huerto, y enterraron en ella a todos los ladrones.
Más tarde se fueron a la cueva, y adueñándose de todo el tesoro, se lo llevaron a casa.
Desde entonces, los dos hermanos, enriquecidos, vivie­ron sin tener que volver a trabajar.

Fuente: Joxemartin Apalategui

108. Anónimo (pais vasco)







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