Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 29 de mayo de 2012

Kalku ta ayefalai [1]

Un hombre que había llegado desde el otro lado de las montañas [2] se instaló en un pequeño campo que había heredado de su familia. Las tierras estaban descuidadas, y los pocos animales que había traído a través del paso cordillerano no bastarían para la subsistencia, por lo que el hombre, que dicho sea de paso se llamaba Ramiro, supo que debería trabajar muy duro para salir adelante.
Su esposa lo ayudaba, y juntos trabajaban de sol a sol. Pero las semanas pasaban y las cosas parecían avanzar con demasiada lentitud.
Durante esos primeros tiempos Ramiro conoció a algunos pobladores de la zona, muchos de ellos de sangre mapuche. Le gustaba mucho conversar con ellos y oír las historias de las épocas doradas anteriores a la llegada del hombre blanco, historias que, como pronto se enteró, los lugareños no eran propensos a contar a cualquiera y menos a alguien que no era de su raza. Por eso, por esa deferencia que tenían para con él, a veces Ramiro invitaba a algunos a su modesta casa, a la caída del sol, para pasar juntos una o dos horas de descanso tras la dura jornada. Otras veces, las menos, iba a un almacén que distaba tres kilómetros, donde bebía hasta pasada las 9 de la noche con otros hombres que trabajaban en campos cercanos.
En una de esas ocasiones, cuando regresaba a pie en medio de la oscuridad casi completa de una noche sin luna, y con algunas copas de más que no favorecían ciertamente su sentido de la orientación, Ramiro elevó su mirada hacia el lado de las montañas, y a medio camino entre sus ojos y las distantes laderas vio claramente, flotando en el aire frío, una especie de pequeño pero brillante fuego, un manojo de tres o cuatro llamas entrelazadas que parecía dar saltitos como a dos metros del suelo. Esto duró unos segundos, y enseguida el extraño fuego desapareció.
Lo primero que pensó Ramiro era que se trataba de alguien que había encendido una improvisada antorcha para moverse en las penumbras del campo. Sin embargo, la imagen le recordó enseguida una de las tantas historias que le contaban sus conocidos mapuches. Impresionado, se apresuró a llegar a su casa, despertó a su esposa y le contó entusiasmado su experiencia. Aún medio entre sueños, ella le dijo con benevolencia:
‑¡Pero mira que sos atolondrao, che! Venís bien achispao en plena oscuridá, habiendo pasao aguardiente de más por tu garguero, y te me mostrás tan convencido de que lo que viste es lo que decís que viste... Acostate a dormir, paisano boleao...
Pero Ramiro, nieto de vascos al fin, no se dejó convencer por una explicación tan lógica. A la noche siguiente, y esta vez sin haber probado una sola gota de alcohol (sin contar dos vasitos de chicha [3] de la vasijita que le había regalado uno de sus amigos mapuches, pero se sabe que nadie se achispa con menos de un litro de eso), Ramiro salió al campo resuelto a probar su impresión sobre el suceso de la noche anterior. Encaró en dirección a las montañas, tratando de ubicar el sitio exacto en el que había visto la aparición.
‑Luz mala no era ‑pensaba mientras andaba, porque dicen que es una luz como fría y medio blanca. Un crestiano con antorcha... ¿y qué iba a andar haciendo a esa hora y por acá? No, no, ese fuego era el anchimallén [4], como me contó el viejo Catriel. Y eso es lo que ando necesitando, sí, señor...
Pero esa noche no hubo fuego mágico ni natural, sino sólo frío y pies casi congelados para Ramiro.
La tarde siguiente fue a ver al viejo Catriel, que vivía cerca del lago, y le contó lo que había visto.
‑Puede ser ‑contestó el anciano mapuche‑. Por ese lado vive Curiqueo[5], en una ruka de madera al ladito nomás de la montaña. Dicen que su abuela era una machi. Puede ser...
‑Contame más, viejo, contame más sobre el anchimallén... ‑pidió Ramiro, y Catriel dedicó una hora a contestar todas las dudas del campesino.
Esto entusiasmó aún más a Ramiro, que vio confirmadas sus esperanzas de mejorar la situación de su pequeño y empobrecido campo. Desde lo del viejo Catriel fue directamente en busca de la casa del tal Curiqueo.
Ya era de noche cuando llegó. Aunque no conocía esa zona pegada a las montañas, un silbido agudo lo fue guiando hasta Curiqueo, que estaba sentado a un par de metros de la modesta casilla de madera, cuya forma recordaba muy vagamente a las rukas mapuches, y tocaba la pifülka[6], produciendo el sonido que guió a Ramiro. Curiqueo ni siquiera levantó la vista cuando el campesino se acercó. No podía decirse si era un hombre de 40 o de 120 años. Su largo cabello ocultaba prácticamente por completo su rostro. Ramiro no se sintió cómodo, pero el interés que lo había llevado allí era más fuerte que sus impresiones personales.
Saludó a Curiqueo y de inmediato le dijo que el viejo Catriel le había contado acerca de las virtudes de un anchimallén, y que él estaba muy interesado en tener uno para ayudar a mejorar su campo. Curiqueo tardó en contestar. Siguió tocando la pifülka unos cuantos minutos más. Pero por fin, aunque siempre sin siquiera mirar a Ramiro, le dijo:
‑Me parece muy bien, che. Pero para que pudiera ayudarte con lo que querés, yo tendría que ser un brujo y vos un mapuche. ‑Y entonces levantó por primera vez el rostro hacia Ramiro, le clavó una mirada muy irónica y agregó‑: Y vos mapuche no sos, me parece...
Con esa ambigua declaración dio por cerrada la entrevista. Ramiro comprendió que no sacaría nada más y se retiró. Pero esto no quiere decir que se rindiera. Por el contrario, las pocas palabras del extraño hombre fueron para él una confirmación de que todo aquello era verdad y era posible: Curiqueo era un brujo, y poseía un anchimallén. Pero no iba a dárselo a él, eso también era muy claro. Tan claro como que Ramiro era nieto de vascos...
El decidido campesino pasó las siguientes seis noches recorriendo la zona, cuidando de no acercarse demasiado al lugar donde vivía Curiqueo; no quería que éste se enterase, ya que sabía de su interés en el anchimallén. Y Ramiro había trazado sus propios planes al respecto...
La séptima noche al fin lo vio. Mucho más cerca que la primera vez. Rápidamente abrió una de las dos bolsas que había cargado todas esas noches en sus espaldas, y descargó en tierra, en un montoncito, todas las verduras y hortalizas frescas que allí llevaba. Luego se alejó y esperó escondido tras unos troncos caídos. Al rato, inconfundible, el anchimallén se acercó al montón de alimentos.
No era una imagen que inspirara simpatía: lejos de la simpática apariencia de otros duendes, el anchimallén era una especie de enano medio contra-hecho, con ojos chispeantes y una cola luminosa e ígnea, una suerte de niño macabro que más bien provocaba rechazo. Pero Ramiro sólo veía en él la posibilidad de mejorar sus cultivos y fortalecer y multiplicar sus animales.
Cuando el duende acabó con el montoncito de comida, ya Ramiro había marcado un camino con los alimentos que cargaba en la segunda bolsa, que apuntaba en la dirección de su campo. Así llegó a otro montoncito de verduras y hortalizas, que previamente había dejado preparado a apenas unos cientos de metros de donde comenzaban sus tierras, y fue a esconderse otra vez.
El anchimallén, como Ramiro había previsto, fue siguiendo el camino de alimentos a medida que los devoraba, saltando por el aire de uno a otro y dibujando movimientos de fuego en la oscuridad de la noche. Cuando acabó con el segundo montoncito, se quedó unos momentos perplejo, como esperando que sucediera algo más. Luego, al ver a Ramiro que salía desde atrás de un árbol y comenzaba a andar en dirección a su campo con unas manzanas entrelazadas casi a modo de boleadoras colgando detrás de sí, lo siguió.
Antes de entrar en su casa Ramiro se volvió a mirar al anchimallén, y comprobó con satisfacción que el duende revoloteaba entre sus sembrados. Antes de acostarse, el campesino ya soñaba con el bienestar que disfrutaría en los días por venir.
Pero, con la primera luz del amanecer, Ramiro fue despertado por un horrendo chillido mezclado con un extraño estruendo. Saltó de la cama y alcanzó a ver por la ventana un intenso reflejo luminoso allá afuera, que se apagó súbitamente dos segundos después.
Salió corriendo hacia el exterior, y lo que entonces vio lo dejó sin aliento. Todos sus sembrados habían sido arrasados hasta las raíces y la tierra se veía chamuscada y muerta. De su media docena de corderos sólo quedaban huesos desparramados acá y allá. Y del anchimallén, ni noticias... excepto por ciertos restos desparrama-dos por todo alrededor, de los cuales Ramiro creyó imaginar su procedencia.
Luego de recorrer abrumado los alrededores de su casa, el campesino se dejó caer de rodillas sobre la tierra ennegrecida y comprendió que estaba arruinado. Hubiera quedado así quién sabe durante cuánto tiempo, si un grito de su esposa no lo hubiera hecho reaccionar. Se volvió hacia la casa y la vio aterrada en la puerta, señalando algo en el suelo frente a ella. Corrió hacia allí, miró lo que su esposa le mostraba y sintió un escozor en su espalda: aun cuando no comprendiera las palabras, aquello era claramente un mensaje grabado como a fuego sobre la tierra.
Corrió a buscar al viejo Catriel y le contó lo sucedido. El anciano mapuche se tomó la frente con un gesto cansado mientras negaba con la cabeza. Por el camino hacia la casa de Ramiro, le fue diciendo lo que él creía que había sucedido: el anchimallén, entre tantas características, posee una muy notable: padece de una gula fatal, que lo lleva a entrar en una suerte de éxtasis en el que deglute todo lo que encuentra a su alrededor hasta reventar. Esta gula es, en realidad, un ardid que tienen los brujos a quienes les robaron su anchimallén para vengar la afrenta.
‑Estoy seguro de que eso es lo que pasó ‑dijo el anciano llegando ya a la casa de Ramiro, y al ver los signos grabados en el suelo ante la puerta volvió a negar con la cabeza. Lanzó un largo suspiro y repitió las palabras escritas en lengua mapuche frente a la casa del arruinado campesino:
Kalku Ta Ayefalai...
Ramiro supo que esas palabras no dejarían de sonar dentro de su cabeza nunca jamás.

Fuente: Néstor Barrón

066. anonimo (patagon)

[1] Refrán mapuche que en mapudungun significa: "Nunca hay que burlarse de un brujo".
[2] La historia transcurre a mediados del siglo pasado en la Patagonia argentina, por lo que puede deducirse que el personaje era originario de Chile.
[3] Especie de cerveza de muy bajo contenido alcohólico, hecha mayormente con maíz fermentado; también puede ser de uva o manzana.
[4] Duende de la mitología mapuche, muchas veces criado por un brujo que lo ali­menta con leche, sangre y miel, del que se dan otros detalles más adelante en el presente texto, y una de cuyas habilidades mágicas es multiplicar las cosechas de quien lo posea y proteger el crecimiento del ganado.
[5] Del mapudungun: kurikewün, “lenguaje oscuro".
[6] Instrumento musical aerófono. Es un cilindro de madera de canelo, laurel o roble, de unos 25 cm de largo, con una perforación longitudinal y la parte superior más ancha, para colocarla en la boca y soplar. Produce sonidos muy agudos. Para tocarla se aplica la abertura al borde del labio inferior, sosteniendo con las manos el instrumento vertical y soplando con mayor o menor intensidad, según la nota que se quiere producir.

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