Estaba allí. Negro bajo
las ramas, salpicada de luna la faz siniestra. Se le distinguía claramente por
las tres plumas de guaral[1]
que llevaba en la frente; era el Tigre del Sumpul, aquel río solitario y
perdido que se arrastra bajo peñas y entre raíces, el río de los crímenes que
se ha teñido tantas veces en sangre y ha escuchado tantos gritos de angustia y
de dolor. ¡Río de cadáveres y de huesos!
Allí mismo, aquel hombre
que se ocultaba tras el tronco de aquel nudoso tigüilote[2],
había robado a los viajeros y había abonado sus márgenes con sangre. Era de
origen maya. Se había criado en las montañas, en las altas montañas de
Chalatenango, donde la confederación pipil había detenido el avance del imperialismo
ulmeca. Desde el alto Cayaguanca hasta el tétrico Sumpul, había recorrido
cometiendo crímenes.
En la orilla de los
caminos quemaba una mezcla de hojas de "tapa" (datura) y de tabaco,
cuyo humo produce sueño, delirios y debilidad física instantánea; hacía caer a
sus víctimas por medio de ese violento veneno de la daturina.
Quién sabe por qué
circunstancias estaba ahora en tierras pipiles. Y seguía siendo el criminal de
antes.
Era bastante entrada la
noche. El silencio engrandecía el ruido de las lagartijas que corrían.
Y se oyeron unos pasos
apagados por el polvo del sendero. Un mancebo avanzaba. Un indio querido de
todo él pueblo, Malinalli (yerba retorcida). A la luz de la luna se le veía,
cruzado sobre el pecho, el valioso tejido de piel de chichintor, que
acostumbraba a llevar siempre; venía distraído, cantando una vieja canción,
cerca ya del tigüilote fatal.
Detrás del tronco nudoso,
el Tigre del Sumpul prepara su cerbatana, un carrizo[3]
largo con el que dispara dardos envenenados. Apunta, y en el momento en que
Malinalli pasa frente al árbol, sopla en la cerbatana.
Y el joven cayó. El
veneno, quizá demasiado viejo, no produjo efecto inmediato, porque el indio
pudo defenderse por algún tiempo sin que la parálisis nerviosa lo
imposibilitara. Tras corta lucha, el Tigre del Sumpul sacó una cuchilla de
obsidiana, y bajo la mirada inocente de Metxi, la hundió en el pecho de su
víctima. Salió la sangre, manchando el suelo, y con un ademán violento arrancó
el tejido de piel de chichintor que llevaba en el pecho.
Y se alejó del lugar.
la desaparición de
Malinalli causó mucho pesar en el pueblo.
Todos aseguraban que sería
vengado por su nahual[4]:
una furiosa culebra Masacuat, que, según aseguraban algunos, ostentaba la señal
de una gran mancha blanca sobre su lomo negro.
Pasó el tiempo.
El Tigre del Sumpul había
huido de tierras pipiles, asustado por los frecuentes encuentros que tenía con
una Masacuat larga con una mancha blanca sobre el lomo negro. Está ahora en el
peñón de Cayaguanca.
Era de noche. La luna se
paseaba sobre la selva silenciosa. De la montañas vecinas venía un aire frío.
Por la orilla de una
ladera escueta, entre un ralo grupo de árboles, caminaba un hombre con una
flecha al hombro. En el tronco de un nudoso tigüilote, la luna dibujaba sobre el
suelo la figura como de una rama que se movía. Avanzó el hombre, y al pasar
frente al árbol, algo se alargó, enrollándosele rápidamente al cuello. Se oyó
un grito. Allí, contra el árbol, había un hombre apretado al tronco.
De pronto quedó libre.
Y por la ladera escueta
rodó un cadáver.
En la frente se le
distinguían tres plumas de guara.
Rodó, rodó por la ladera
escueta, bajo la infantil mirada de la luna.
Del tronco se desprendió
una culebra.
Se deslizó rápidamente
por el sendero.
Una gran mancha blanca se
distinguía sobre su lomo negro.
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097. anonimo (el salvador)
muchas gracias, me ha servido de mucho,te lo agradesco.
ResponderEliminaresta cosa no me sirvio para nada >:v
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