Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 26 de mayo de 2012

El príncipe rana

En época muy remota hubo un rey que tenía cinco hijas, cada una de ellas más her­mosa que las demás; pero, sin embargo, tal vez, después de haberlas examinado deteni­damente, pudiera considerarse más bella a la menor. La joven princesa, que tenía pocos años, se pasaba casi todo el día jugando en los jardines de palacio, a no ser que el tiempo fuese muy malo. Y, así, cierto día muy calu­roso, la niña, deseosa de encontrar algún sitio en que el ambiente fuese más agradable, se internó por un bosque sombrío que había casi al lado de los jardines y empezó a corre­tear por allí, de un lado a otro.
Pero, al cabo de un rato, sintió cierto can­sancio y como encontrara una fuente, cuyas cristalinas aguas formaban un diminuto es­tanque, fué a sentarse allí para gozar de la frescura y de la apacibilidad que allí reina­ban. La princesita gustaba mucho de jugar a la pelota; pero, claro está, dada su condi­ción, no podía usar pelotas corrientes, sino que le habían preparado una de oro puro que ella se divertía en arrojar al aire, para reco­gerla con las manos. Mientras estaba senta­da al lado de la fuente, se entregó a aquel entretenimiento, que tan de su gusto era y en el que tenía una práctica extraordinaria, de modo que muy raras veces se le caía al suelo la bola de oro. Pero, de pronto, tuvo la desgracia de que al caer, le resbalara por entre las manos y se sumergiera en el agua hasta llegar al fondo del estanque.
Al verlo, la princesita se echó a llorar. Aunque lo hubiese intentado, no habría po­dido llegar con su mano al fondo de aquel de­pósito de agua y se echó a llorar, lamentando la pérdida de su bola de oro. Cuando más apenada estaba oyó una voz a sus pies, áspe­ra y cascada, que exclamó:
-¿Qué te pasa?
La princesita, muy extrañada, inclinó la cabeza al suelo y pudo ver una rana de gran tamaño que le dirigía la palabra.
-¿Has hablado tú, ranita? -preguntó la niña. Y en vista de que el anfibio inclinaba la cabeza para contestar afirmativamente, añadió: 
-Pues mira, se me ha caído la bola de oro al fondo del estanque.
-¿Qué me darás si voy a buscarla y te la devuelvo? -preguntó la rana.
-Desde luego, todo lo que quieras -con­testó la joven-. Puedes pedir sin reparo al­guno. Por ejemplo, escoge entre mi collar, mi traje más hermoso o la corona de oro que me ponen cuando, en palacio, se celebra alguna ceremonia importante.
-Nada de eso me conviene -contestó la rana. No sabría qué hacer con ninguna de esas cosas. En cambio, me contentaría con que me prometieses ser mi compañera de jue­gos y me dejaras entrar en tu palacio. Una vez allí me sentaría en tu silla, comería a tu lado y bebería en tu copa. Y, por la noche, me dejarías subir a tu cama, para dormir a tus pies.
-Desde luego lo que quieras -exclamó la princesita, que sólo pensaba en recobrar su bola de oro.
Además, se dijo que lo que acababa de pe­dir la rana era imposible y que ella misma lo comprendería al fin, porque no podría vi­vir al lado de la princesa tomando parte en sus juegos, en sus comidas y en su sueño. Más le gustaría, sin duda alguna, vivir al lado del estanque.
La rana, escuchó complacida aquella pro­mesa. Y, en el acto, se arrojó al agua, se hundió en ella, hasta llegar al fondo y, poco después, se asomó a la superficie, llevando en la boca la bola de oro que se le cayera a la princesa.
-¡Oh, muchas gracias! -exclamó ésta.
Tomó la bola de oro y echó a correr ve­lozmente, en dirección al palacio, sin hacer caso de la rana que exclamaba:
-¡Espérame! No vayas tan de prisa. Re­cuerda que no puedo seguirte a este paso.
La princesa fingió que no oía aquellas ex­clamaciones y apresuró aún más su carrera. En cuanto se vio en palacio y en sus habita­ciones olvidó por completo a la rana y más aun lo que le había prometido a cambio de la bola de oro.
Pasó aquel día sin que sucediese nada de particular, pero a la mañana siguiente, cuan­do la princesita se había sentado a la mesa, en compañía de su padre y de sus hermanas y se dispuso a comer en su plato de oro las exquisitas cosas que le habían servido, se oyó un ruido muy raro, como si un ser muy pe­queño subiera a saltos los escalones de már­mol del palacio. Pocos segundos después re­sonó una llamada a la puerta y luego se hizo oír una voz cascada que exclamó:
-Ábreme, hermosa princesita.
La niña, extrañada y sin sospechar la ver­dad, se puso en pie y se dirigió a la puerta. Ignoraba en absoluto quién acababa de lla­marla. Pero, en cuanto vio a la rana que el día anterior le devolvió la bola de oro que había perdido, se apresuró a cerrar otra vez la hoja de madera, para impedir que entrase en el comedor aquel bicho repugnante. Vol­vió a su sitio, pero estaba tan avergonzada y ruborizada que su padre lo notó.
-¿Ha venido a buscarte algún gigante? -preguntó en tono irónico.
-No, papá -le contestó la princesa­ sólo se trata de una rana asquerosa que vive en un diminuto estanque del bosque. Ayer se sumergió en el agua, para recoger mi bola de oro que se había caído allí.
-¿Y qué quiere ahora? -preguntó el rey-. Dime la verdad, sin mentir.
La niña se echó a llorar y luego, obedeciendo a la orden de su padre, le refirió, entre sollozos, todo lo que había ocurrido y además, le dio cuenta de lo que prometiera a la rana.
El rey se quedó muy serio y preocupado. Luego, tomando la palabra, observó:
-Ten en cuenta, hija mía, que todo el mundo ha de cumplir la palabra que da pero una princesa está más obligada toda­vía a obrar así. Por consiguiente, ya sabes lo que has de hacer. Ve a abrir la puerta para que entre la rana.
-Princesita -exclamaba el anfibio des­de el otro lado de la puerta, ábreme re­cordando la promesa que ayer me hiciste al lado de la fuente.
La niña no tuvo más remedio que obede­cer a su padre. Abrió la puerta y la rana, dando saltitos, penetró en el comedor, y fue a sentarse en la silla que ocupara la joven­cita.
-Acerca tu plato de oro para que tam­bién pueda comer yo -dijo la rana a la joven princesa.
Ésta se disponía a contestar con una ne­gativa, seca y aun insultante quizá, pero su padre, el rey, le dirigió tan severa mirada, que no se atrevió a negarse al ruego de la rana, la cual empezó a comer y a beber y luego secó en el mantel sus viscosos dedos.
La niña no comía, porque le daba asco hacerlo del mismo plato que la rana. Sentía crecer el impulso de aplastar a aquel animal inmundo, pero no se atrevió a dejarse arras­trar por sus impulsos, temerosa del castigo que podría imponerle su padre.
-Ahora -dijo la rana en cuanto hubo terminado de comer-, llévame a tu cama, porque estoy muy fatigada y quiero dormir.
-¡No te tocaré siquiera! -exclamó la princesita, estremeciéndose a causa de la re­pugnancia que le daba aquella idea.
Pero el rey le ordenó que llevase la rana a la cama y, así, la princesita tuvo que obe­decer. Tomó la rana sosteniéndola con las puntas de sus dedos y la alejó de su cuerpo cuanto le era posible. De este modo la llevó a su habitación y, después de tirarla a un rincón, se acostó a su vez.
Pero, en cuanto la princesa estuvo cubier­ta por las sábanas y la colcha, abandonó la rana el rincón en que se hallaba y, acercán­dose a la cama, exclamó:
-Súbeme a la cama para que pueda dor­mir, princesa.
El primer impulso de ésta fue aplastar a aquel bicho asqueroso, pero se contuvo a tiempo y recordó que su padre le había di­cho que cualquier persona, y más especial­mente una princesa, había de cumplir siem­pre su palabra. Por eso hizo un esfuerzo so­bre sí misma y, tomando al anfibio, lo dejó sobre la colcha.
En el mismo instante en que el cuerpo de la rana se puso en contacto con la tela de seda del cobertor, sucedió una cosa mara­villosa, porque, en el acto, se transformó en un joven y apuesto príncipe que, con ojos llenos de gratitud, contemplaba a la prince­sita.
-Muchas gracias, hermosa princesa -le dijo-. Gracias a ti me veo libre del encan­tamiento a que estaba condenado.
Entonces refirió detalladamente que, en otro tiempo, una bruja lo había convertido en rana y lo condenó a continuar en aquel aspecto hasta que una princesa lo aceptara como su compañero de juego y le permitiera comer y beber en su plato y en su copa, para tenderlo luego en su propia cama.
Después de pasado el primer susto y la sorpresa consiguiente, la princesa se alegró muchísimo de no haberse dejado llevar por sus impulsos y de no haber causado ningún daño a la rana, porque, de este modo había conquistado un compañero de juegos extre­madamente simpático.
Los dos charlaron durante largo rato, para comunicarse sus impresiones respectivas y, por último, el príncipe exclamó:
-Ahora no tengo más remedio que regre­sar a mi reino, pero debo confesar que, des­pués de haberte conocido, hermosa y querida princesita, ya no me sentiría feliz si me vie­se obligado a volver solo al lado de mis pa­dres. Por lo tanto, si quieres aceptarme por esposo, haremos juntos el viaje.
En cuanto el rey se enteró de lo ocurri­do y de que la rana no era, en realidad, un animal sino un príncipe encantado, se ale­gró muchísimo y más aun de que el desen­cantamiento se hubiese realizado gracias a la intervención de su hija. Además se dio la feliz coincidencia de que el príncipe era hijo de un rey vecino con quien el padre de la joven mantenía una estrecha y cordial alianza y amistad. Por lo tanto, cuando el monarca creyó comprender los proyectos de los dos jóvenes se apresuró a darles su apro­bación y, en el acto, fué a ordenar que se hi­ciesen los preparativos necesarios para la ce­lebración de una fastuosa boda.
La ceremonia se llevó a cabo unos días más tarde. Diéronse grandes y espléndidos festejos populares y los habitantes de la ca­pital del reino estaban locos de júbilo des­pués de haberse enterado de lo ocurrido. Y el príncipe conquistó la simpatía de todo el mundo, porque, realmente, era un joven muy agradable.
En cuanto los recién casados hubieron pa­sado algunos días en la corte y al lado del padre de la princesa, se dispusieron a em­prender el viaje hacia el reino del novio.
Se les preparó una carroza de oro, que arrastraban diez caballos blancos como la nieve, lujosamente enjaezados y empenacha­dos con plumas de avestruz. Los frenos eran de oro puro y las riendas de color escarlata.
Los viajeros se encaminaron, en primer lugar, al estanque donde se conocieron, sin que ni uno ni otro pudieran adivinar lo que había de ocurrir después. Se apearon al lado del estanque y se entregaron a sus recuerdos. Aquel lugar les parecía encantador y convi­nieron en que lo harían rodear de una valla infranqueable con objeto de que nadie pudie­ra cambiar en lo más mínimo el aspecto de aquel sitio, que despertaba en ellos ideas en extremo agradables.
Un arroyuelo que iba a derramar sus aguas en el pequeño estanque saltaba ale­gremente por encima de las piedras que ha­bía en su curso y, como si hablara consigo mismo, parecía murmurar lisonjeras frases dirigidas a los dos novios. Ellos, por lo me­nos lo creyeron así. Miráronse, felices y di­chosos y luego subieron otra vez a la carro­za para continuar el viaje.
Algunos años después reinaban sobre los dos países, por la muerte de sus respectivos padres. Tuvieron muchos hijos, se hicieron adorar por sus súbditos y jamás tuvieron ocasión de arrepentirse de haber unido sus vidas.
Y la bola de oro fué, para los dos, la más preciada de sus joyas.
021. anonimo (gran bretaña)

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