Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 28 de mayo de 2012

El pájaro de oro

¡Machaho!

Había una vez tres jóvenes, tan hermosas las tres como el día, pero ninguna de ellas se había casado, porque todas querían desposar al rey.
Un día en que estaban juntas hablando de este tema, una de ellas dijo:
-Si el rey me desposara, con un solo grano de trigo le haría tortitas.
Otra dijo:
-Si el rey me desposara, con un vellón le tejería un buen abrigo.
La tercera no decía nada.
-¿Y tú? -le preguntaron las otras dos.
-Yo, si el rey me desposara, le daría un niño y una niña, ambos con la frente de oro.
Estaban cerca del palacio y, mientras habla­ban, el rey las oía, paseándose en sus jardines resplandecientes de flores.
Así que decidió tomar a las tres por esposas. Las fiestas que dio a su pueblo en esta ocasión fueron espléndidas.
Al cabo de unos días cogió un grano de trigo y se lo dio a la mujer que se había jactado de hacer tortitas con él:
-A ver -dijo-, haznos tortitas con esto.
La joven se pasó toda la mañana en ello, pero, por más que lo intentaba, no podía sacar nada de ese grano y, por fin, acabó recono­ciendo a su esposo su impotencia.
El rey cogió entonces un vellón y, poniéndo­lo en manos de la que había prometido hacer con él un abrigo, dijo:
-Toma, hazme un buen abrigo con esta lana.
La mujer se puso en seguida manos a la obra. Pero, al cabo de unos días, el vellón se había terminado y apenas había alcanzando para una pequeña parte del abrigo.
Las dos jóvenes se ponían aún más tristes cuando veían a la tercera encinta. Pero se con­solaban diciendo:
-Ella tampoco podrá hacer nada. ¿Cómo podría traer al mundo a dos niños con la frente de oro?
Unos meses más tarde, la mujer dio a luz. Las dos hermanas se acercaron a ella y vieron a dos soberbios bebés, un niño y una niña, con hermosa cabellera rubia, tan rubia que la fren­te de ambos parecía de oro.
Se sintieron de inmediato muy celosas y co­menzaron a buscar un medio de perjudicar a la joven madre.
Fueron a ver a la comadrona y le dijeron:
-Tú vas y coges a los dos bebés, los pones en un cofre y luego los tiras al mar. En su lugar pones dos cachorros. Si haces lo que te pedi­mos, te cubriremos de oro.
La comadrona al principio se negó, pero ya amenazándola, ya haciéndole promesas mara­villosas, acabaron por convencerla.
El rey se sintió muy feliz de saber que su mujer había dado a luz. Cuando preguntó si era una niña o un niño, la comadrona fingió estar muy turbada.
-¡Pues bien, habla! -dijo el rey.
-Majestad -dijo ella-, mirad vos mismo.
El rey se inclinó sobre la cuna y retrocedió horrorizado.
-Tú habías prometido unos niños con fren­te de oro -dijo-. Ya que no ha sido así, sufri­rás el castigo por tus mentiras -se volvió hacia sus servidores-. ¡Que la encierren en una pri­sión sin ventanas y que no salga de allí nunca más! Como único alimento, le llevaréis un pan seco cada día.
Mientras tanto el cofre, donde estaban los dos niños, se balanceaba sobre las olas, a mer­ced de las corrientes y de los vientos.

En aquellos tiempos había en la ciudad un matrimonio de viejos pescadores, que vivían de los peces que llevaban cada día. Estaban so­los. Al principio habían esperado mucho tiem­po tener niños, pero pasados unos años se ha­bían resignado a vivir sin ellos.
Un día en que, como de costumbre, el pes­cador había salido a conseguir la pitanza del día, sintió un peso enorme en el extremo del sedal y tuvo una gran alegría.
-Con este pez nos mantendremos varios días, o tal vez vaya a venderlo al mercado.
Grande fue su decepción al ver que en el ex­tremo del sedal colgaba un cofre enorme que, al estar empapado en agua, se hacía aún más pesado. Lo volvió a tirar al mar, pero el cofre volvió por segunda y por tercera vez. El pesca­dor, harto, decidió llevarlo consigo a falta de peces:
-Tal vez mi mujer le encuentre alguna uti­lidad.
Una vez en su casa, le entregó el cofre a su mujer, quien se alegró mucho de recibirlo, porque la pobre choza estaba completamente desprovista de muebles. Ella se puso a golpear en la cerra-dura hasta que el cofre se abrió.
En seguida surgió de él una gran luz, que llenó los rincones más recónditos de la oscura choza. Cuando los pescadores volvieron en sí del deslum-bramiento, vieron en el fondo del cofre a dos bebés, uno en brazos del otro. Eran un niño y una niña. Los rayos que ilumina-ban la choza salían de su frente.
La anciana se puso a lanzar gritos de alegría:
-Dios nos envía a estos niños para llenar el vacío de los que nunca tuvimos.
Pero el pescador volvió a bajar la tapa.
-Apenas nos alcanza para vivir los dos... ¿Vamos a cargarnos con dos bocas más que ali­mentar? Voy a echar de nuevo este cofre al mar.
-No -dijo la mujer-; estos niños son aún muy pequeños, no nos costarán demasiado. De todas maneras, yo me ocuparé de ellos.
El pescador se dejó convencer. Llamaron Aziz al niño y a la niña Aziza y continuaron viviendo pobremente del producto de su pes­ca, como habían hecho hasta entonces. La an­ciana alimentaba a los niños con la leche que le daban los vecinos. A medida que crecían, les hacía falta más alimento, pero el pescador lle­vaba bastantes peces para todos; por otra par­te, confiaba en que el niño muy pronto lo ayu­daría. Por lo demás, Aziz y Aziza tomaban a los dos viejos pescadores como sus padres.
Cuando crecieron, adquirieron la costumbre de salir a jugar con los niños de su edad en la plaza que estaba al pie del palacio del rey. Un día en que Aziz y Aziza estaban allí, vieron que desde la ventana de una de las habitacio­nes el príncipe los miraba con ojos ávidos, por­que él no podía salir a jugar con los otros niños de la ciudad. Aziz lo llamó desde lejos:
-¿Quieres jugar con nosotros?
-Me gustaría mucho -dijo el príncipe-, pero tengo miedo.
-¿De qué? -dijo Aziz-. Hay una puerta detrás del palacio, donde nadie vigila. Sal por allí. Jugaremos un rato y volverás en cuanto hayamos acabado.
El hijo del rey acabó por dejarse convencer, tantas eran las ganas que tenía de jugar con los niños.
-Yo suelo jugar con dinero -dijo al lle­gar-. ¿Cuánto tenéis vosotros?
-Sólo tenemos un luis -dijo Aziz.
-¿Un luis? No jugaremos mucho, porque os ganaré en seguida.
Comenzaron a jugar. El hijo del rey perdía todas las veces, por falta de costumbre y por­que estaba distraído: a cada instante miraba hacia la puerta del palacio, para ver si los guar­das estaban buscándolo. Al fin Aziz y Aziza le ganaron todo su dinero. Habían juntado una gran cantidad de luises y volvieron a su casa muy orgullosos.
El pescador y su mujer no daban crédito a sus ojos. Tuvieron al principio sus sospechas: se preguntaban cómo los niños habían conse­guido en una mañana una cantidad de oro que el pescador no habría podido juntar durante toda su existencia. Cuando se enteraron de que había sido jugando con el príncipe, al prin­cipio tuvieron miedo de que el rey fuese a re­clamar la fortuna perdida por su hijo y, por añadidura, los metiese en la cárcel. Pero el príncipe se cuidó mucho de comentarle a al­guien el chasco que se había llevado y, al cabo de varias semanas, los pescadores decidieron aprovechar la fortuna que la providencia les había enviado.
Abandonaron su miserable choza para irse a vivir a una casa magnífica, que compraron en el barrio más rico de la ciudad. Después de ha­ber llenado su palacio de muebles preciosos, les que-daba todavía bastante dinero para vivir en la opulencia, a ellos que habían conocido la miseria toda su vida. Además eran ambos muy viejos y el pescador no podía siquiera salir con su caña todas las mañanas, como lo había he­cho hasta entonces. Al poco tiempo cayó en­fermo y, sintiendo que estaba al final de su existencia, hizo llamar a los niños para revelar­les que no era su padre, que simplemente los había encontrado en un cofre que había sacado del mar.
-Vosotros sois nuestros verdaderos padres -dijo Aziza-; nos habéis educado como hijos.
Poco después el pescador y su mujer murie­ron, consumidos por la vejez y las fatigas.
* * *

Pasaron los años y Aziz, convertido en un joven fuerte y hermoso, cobró una afición apa­sionada por la caza. Por la mañana montaba en su caballo blanco y se iba, dejando en casa a Aziza, cuya belleza se había vuelto objeto de todas las conversaciones. Quienes los habían conocido en la miseria se preguntaban de dón­de les llegaba toda esa fortuna y, secretamen­te, los envidiaban.
De todos los habitantes de la ciudad, la que más celos tenía de su felicidad era una vieja bruja con el cuerpo muy huesudo y con el cora­zón negro. Un día en que Aziz estaba de caza, fue a ver a Aziza:
-Vengo a ver cómo estás de salud -le dijo.
-Bien, muchas gracias.
-En cuanto a la felicidad -dijo la bruja-, sé que la tuya es grande.
-Gracias a Dios -dijo la joven.
-Pero sería completa si no te faltase algo.
-¿Que me falta algo? -preguntó la jo­ven-. ¿Y qué es?
-Es difícil de conseguir -dijo pérfidamen­te la vieja.
-No importa: dime qué es.
-Pero antes dime tú si tu hermano te quiere.
-Me da todo lo que le pido.
-Entonces, si tu hermano te quiere, dile que te traiga leche de leona en el pellejo de una de sus crías. Te lavarás con ella y tu tez se pondrá brillante como la nieve. Ya se habla de ti en toda la región. Cuando te hayas lavado con leche de leona, los príncipes más lejanos vendrán a pedirte en matrimonio.
Cuando Aziz volvió, encontró a su hermana muy triste.
-¿Estás enferma? -le preguntó.
-No.
-¿Por qué estás tan triste?
-Hermano mío -le dijo-, si me quieres, tráeme leche de leona en el pellejo de una de sus crías.
Asombrado de solicitud tan extraña, el jo­ven fue a ver al sabio de la ciudad para pedirle consejo.
-Hijo mío, una bruja malvada ha entrado en tu casa. Pero ¡coge ocho corderos y ve por la leche! Marcha por el bosque hasta que en­cuentres la guarida de la leona: verás allí sus siete cachorros. Ella no estará allí, sino de caza para darles algo de comer a sus pequeños. Toma siete corderos y echa uno a cada uno de los cachorros. Cuando la leona vuelva, dirá: si aparece quien ha tratado así a mis hijos, le concederé todo lo que me pida. Entonces muéstrate, échale el octavo cordero y pídele lo que quieres.
El joven hizo como el viejo sabio le había dicho. Se internó en el bosque con ocho corde­ros, encontró la guarida de la leona, vio allí siete cachorros, echó un cordero a cada uno y esperó.
La leona no tardó en aparecer. En cuanto llegó, vio los restos del banquete que sus hijos acababan de darse, miró por todas partes a su alrededor y, no viendo a nadie, dijo a sus ca­chorros:
-Si se muestra quien os ha saciado así, hago votos ante Dios de concederle todo lo que pida, sea leche de mis pechos o uno de vos­otros.
Aziz saltó en seguida del hueco donde se mantenía oculto al centro de la guarida: -Soy yo -dijo.
Al mismo tiempo, arrojó el último cordero ante la leona que, famélica, se echó encima del animal y lo devoró en un instante. Cuando hubo acabado, se volvió hacia Aziz:
-¿Qué es lo que deseas?
-Leche de tus pechos.
-La tendrás.
-En el pellejo de uno de tus cachorros -continuó Aziz.
La leona lanzó un rugido que estremeció la guarida y fue oído en todo el bosque.
-Si yo no hubiese jurado por Dios, os ha­bría devorado a ti y a los hombres de la región donde vives. Pero ahora es demasiado tarde. Así que aléjate. Coge a uno de los cachorros y vete muy lejos. Cuando quieras detenerte, sigue avanzando porque, si me llega un solo grito suyo cuando mates a mi pequeño, yo te comeré y comeré a todos los hombres de la región donde vives. Cuando vuelvas, me orde­ñarás por detrás, para que yo no vea el pellejo de mi hijo. Entonces rugiré tres veces. Si al tercer rugido te encuentro aún junto a mí, te devoraré.
Aziz se llevó al cachorro, lo mató, volvió con su pellejo y comenzó a ordeñar a la leona por detrás. Ella rugió una vez... dos veces... A la tercera ella se volvió, dispuesta a desgarrar al joven y devorarlo. A éste le había dado tiempo de montar a caballo y de salir al galope.
Una vez en la ciudad, dio la leche de la leona a Aziza, que se lavó con ella y se encontró más hermosa.
La bruja, que esperaba con impaciencia el resultado de la expedición, no tardó en reapa­recer:
-He venido a ver qué noticias tienes -le dijo a Aziza.
-Mi hermano me ha traído la leche -dijo Aziza.
-¿Cómo? -exclamó la bruja-. ¿Ha vuelto?
Aziza le mostró el pequeño odre colmado de leche de leona. La bruja estaba a la vez estupe­facta y furiosa, pero no quiso dejar traslucir su despecho.
-No hay un hermano como el tuyo -dijo-; estoy segura de que te traería las co­sas más preciosas si se las pidieses, aunque fue­ran las perlas engarzadas.
-¿Las perlas engarzadas?- preguntó Azi­za, a la que ya le había picado la curiosidad.
-Es la joya más hermosa del mundo -dijo la bruja-. La doncella que la lleva se convier­te en la más hermosa de todas las doncellas.
La bruja dejó a Aziza muy pensativa. Aziz, al volver, lo notó en seguida.
-¿Te falta algo? -le preguntó.
-Ya que me lo preguntas -dijo Aziza-, voy a decírtelo.
-¿Qué es?
-Las perlas engarzadas, hermano mío.
Aziz no sabía qué extraño objeto era ése ni en qué sitio encontrarlo. Así que volvió a la casa del viejo sabio. En cuanto le comunicó cuál era el nuevo capricho de su hermana, el sabio dijo:
-Hijo mío, no es tu hermana la que desea joyas tan raras, sino otra persona que quiere perderte, porque las perlas engarzadas son aún más difíciles de conseguir que la leche de la leona. Pero ¡ve! Prepara noventa y nueve pa­nes, consigue noventa y nueve espejos, otros tantos puñales y la misma cantidad de came­llas. Luego entra en el bosque. Allí encontra­rás a un viejo ogro, solo en su cueva, que espe­ra el regreso de sus noventa y nueve hijos. Dale de comer un pan, rápale la cabeza, ponle entre sus manos un espejo para que se mire y cuelga un puñal de su cuello. Cuando lleguen los ogros jóvenes, se alegrarán mucho de ver a su padre así engalanado y prometerán recom­pensar a quien lo haya atendido de esa mane­ra. En ese momento hazte ver y pídeles que te consigan las perlas como premio a tu buena acción.
Aziz se fue sin más demora. Entró en el bos­que y pronto encontró al viejo ogro adormila­do al sol. Le lanzó un pan que el monstruo de­voró en seguida. Luego el joven se acercó, se ofreció a raparlo, le puso un espejo entre las manos. Mientras el ogro se miraba, le colgó al cuello un buen puñal y fue a ocultarse detrás de un peñasco y esperó.
Pronto todo el bosque se llenó de ruidos, de estertores, de gruñi-dos, y aparecieron los ogros jóvenes.
Vieron a su padre rejuvenecido y satisfecho y uno de ellos dijo:
-Si aparece aquél que ha atendido así a nuestro padre, obtendrá de nosotros todo lo que pida.
-Soy yo -dijo Aziz apareciendo entre ellos.
Al mismo tiempo dio a cada uno un pan, un espejo, les colgó un puñal al cuello y los rapó. Luego hizo avanzar a las noventa y nueve ca­mellas.
-Esto es para vuestra cena.
Los ogros, muy alegres, se pusieron a bailar, a reír y a mirarse en los espejos. Después de habérselo pasado en grande, el mayor dijo: -¿Deseas ahora algo a cambio? -Las perlas engarzadas -dijo Aziz.
-Las tendrás, pero antes vamos a comer el pan que nos has traído. Pero ten cuidado: mientras comamos no nos mirarás en ningún momento, ¿compren-des?
Aziz lo prometió pero, en cuanto los oyó echarse glotonamente sobre los panes, la cu­riosidad fue más fuerte que el miedo y quiso ver cómo era una merienda de ogros. Echó un rápido vistazo sobre el grupo hambriento y... en seguida se desvaneció. El ogro viejo dijo:
-Si no fuese por la promesa que hemos he­cho, te devoraríamos y devora-ríamos a todos los hombres de la región donde vives. Pero he­mos jurado...
Sopló sobre el rostro de Aziz, que poco a poco se sintió renacer, como si despertase de un largo desvanecimiento.
-En cuanto a las perlas -dijo el ogro-, las tendrás mañana.
Al día siguiente envió a sus hijos, que pron­to volvieron con una gran cantidad de perlas engarzadas. Aziz las cogió y en seguida, mon­tando a su caballo, volvió a su tierra.
Aziza, al ver las perlas, se sintió colmada de alegría. Se hizo un hermoso collar y se lo puso, para lucirlo por toda la ciudad. Esta vez a la vieja bruja no le hizo falta preguntarle si su hermano había triunfado.
-Ninguna joven en el mundo puede jactar­se de tener una joya tan hermosa -dijo-, ni un hermano tan bueno.
Aziza enrojecía de placer, haciendo mover en su pecho las perlas del collar que relucían al sol.
-Él logra todo lo que emprende -continuó la bruja-. Así que estoy segura de que pronto te traerá la única cosa que le falta a tu feli­cidad.
-¿Y cuál es?
-El pájaro de oro que canta.
-¿Qué pájaro es ése? -preguntó Aziza.
-Un pájaro de oro resplandeciente y can­tor. Te cantará las melodías más hermosas, predecirá el porvenir para ti, te advertirá de los peligros que te amenazan. Si tú lo tienes, no te alcanzará ningún mal y serás la más feliz de las mujeres.
Cuando Aziz volvió, Aziza fue de inmediato hacia él:
-Hermano mío, ¿tú me quieres?
-Como a mí mismo -dijo Aziz.
-Aziz, si me quieres, tráeme el pájaro de oro que canta.
«Un capricho más», pensó Aziz y se dirigió a casa del sabio:
-Ahora mi hermana quiere que le traiga el pájaro de oro cantor.
-Esta vez -dijo el sabio-, tu hermana te envía hacia la muerte, porque no ha vuelto ninguno de los que salieron a la conquista del pájaro de oro.
-¿Dónde podré encontrarlo? -preguntó Aziz.
-En el desierto.
-¿Y cómo lo reconoceré?
-Coge tu caballo, tu venablo y ve. En el lugar del desierto donde veas un conjunto de rocas que se elevan hasta el cielo y dominan toda la llanura que las circunda, detente. Al caer la noche, llegarán bandadas de pájaros a posarse en las rocas. Espera que llegue el ma­yor. Estará aureolado de luces verdes y rojas. Y te preguntará: «¿Es así, niño, o no es así?» La primera vez, ¡no responderás! La segunda, no responderás. La tercera vez dirás: «¡Sí!» y te apode-rarás de él, porque el pájaro de oro... ¡es ése!
Aziz se internó en el desierto con su caballo y su venablo. Al anochecer llegó al pie del monte, que desde hacía varias horas veía acer­carse y crecer a medida que avanzaba. Miró a su alrededor y se quedó maravillado. Ante él se extendía un bosque de estatuas de piedra o de madera, que representaban a guerreros en las más variadas posturas, como si una brusca tormenta los hubiese sorpren-dido y hubiese petrificado a cada uno en una posición dife­rente.
Aziz se quedó sorprendido ante este cemen­terio inesperado; no osaba acercarse. Al caer la noche, unas bandadas de pájaros, surgidas de todos los puntos del horizonte, volaron en rápido vuelo hacia las rocas que cubrieron to­talmente; los había de todos los tamaños y co­lores. De golpe una gran luz brotó hacia el po­niente y comenzó a avanzar suave hacia el sitio donde estaba Aziz, inmóvil del asombro. Cuando la luz estuvo muy cerca, se dio cuenta de que surgía de un pájaro maravilloso, más grande que los demás, y con las plumas con reflejos de oro. El pájaro se posó en lo alto de las rocas y luego, volviendo hacia Aziz su cabe­za altanera, le dijo:
-¿Es así, niño, o no es así?
Aziz no respondió.
El pájaro esperó un momento y repitió: -¿Es así, niño, o no es así?
La voz del pájaro era maravillosa: era una música a la vez imperativa y dulce. Aziz, des­lumbrado, sin esperar la tercera vez dijo:
-¿Sí?
De inmediato el pájaro sopló sobre él y so­bre su caballo y los dos se convirtieron en esta­tuas de piedra; sopló también sobre el venablo y el venablo se hizo madera.

Mientras tanto, Aziza subía todos los días a la terraza, para divisar el punto del horizonte por donde Aziz solía volver y Aziz no volvía. La bruja, que la veía montar guardia así todos los días, iba cada mañana hipócritamente a preguntar si tenía novedades. Ella se regocija­ba al ver que Aziz no volvía pero, ocultando su contento, fingía consolar a Aziza:
-¿Por qué te preocupas tanto? Tu hermano te trajo la leche de la leona, te consiguió las hermosas perlas engarzadas que brillan ahora en tu cuello. Esta vez también volverá con el pájaro cantor, que te envidiarán todos los hombres y todas las mujeres.
Pero aunque Aziza intentaba convencerse, el hermoso caballo de Aziz no aparecía por el camino del bosque y, presa de inquietud, aca­bó yendo a consultar al viejo sabio. Comenzó contándole la historia de la leche de la leona:
-Lo sé -dijo el anciano.
Luego la de las perlas engarzadas:
-También lo sé -dijo el sabio.
Luego la del pájaro de oro:
-También eso lo sé -dijo.
-Hace ya unas semanas que mi hermano se ha ido -concluyó Aziza-. Nunca ha tardado tanto tiempo.
-Hija mía -dijo el sabio-, tú has sido muy veleidosa. Si hubieses deseado la muer­te de tu hermano, no habrías podido actuar mejor.
-¡Aziz, hermano mío! -se echó a llorar Aziza.
-Es inútil que te lamentes -dijo el ancia­no-. Tu hermano está vivo... si tú te vas; está muerto... Si te quedas aquí.
-Dime solamente lo que debo hacer -ex­clamó Aziza.
-Coge un caballo, un venablo, provisiones para el viaje y, una vez en el desierto, llega hasta un conjunto de rocas que, según verás, dominan la llanura circundante. Detente allí. Cerca de las rocas encontrarás un ejército de estatuas de piedra y de madera. Es la multitud de quienes, en su afán de conquistar el pájaro de oro, fueron petrificados por él. Tú misma, si te dejas vencer por la dulzura de su canto, perecerás.
-¿Cómo hacer para no sucumbir a él?
-El pájaro de oro te preguntará una vez: «¿Es así, niño, o no es así?» Tú no responde­rás. Te hará por segunda vez la misma pregun­ta. Piensa en otra cosa, cierra tus oídos a la belleza de su voz, tus ojos al esplendor de sus plumas. Luego te preguntará por tercera vez: «¿Es así, niño, o no es así?» Entonces lánzate sobre él y atrápalo. Después comienza a gol­pearlo, no lo sueltes bajo ningún pretexto y sólo detente cuando te haya prometido devol­ver a tu herma-no a la vida. Pero ten mucho cuidado porque, si respondes antes de la terce­ra vez, también te convertirás tú en estatua de piedra con tu caballo y tu venablo.
Aziza hizo como el anciano le había dicho. Cogió su caballo, un venablo, se puso el collar de perlas y se internó en el desierto. Hacia la noche llegó cerca del monte, cuya silueta veía perfilarse ante ella. Detuvo su caballo al pie de las rocas. A su alrededor se extendía el cemen­terio de los guerreros inmovilizados en todas las posturas en que el soplo del pájaro cantor los había sorprendido y, entre ellos, reconoció los rasgos petrificados de Aziz, cuyo rostro de piedra, vuelto hacia lo más alto de las rocas, reflejaba felicidad como si estuviese escuchan­do una música celestial.
Poco después de la puesta del sol, de todos los puntos del horizonte, unas bandadas de pá­jaros multicolores comenzaron a volar hacia el monte, que cubrieron casi enteramente. Luego una luz resplandeciente blanqueó el cielo y un pájaro majestuoso fue a posarse en lo alto de las rocas. Al borde del cementerio encantado vio a Aziza, que se esforzaba en luchar contra su fascinación.
-¿Es así, niño, o no es así? -le dijo. Aziza se clavaba las uñas en la carne para no ceder al encantamiento.
El pájaro esperó y repitió la pregunta:
-¿Es así, niño, o no es así?
Los labios de Aziza comenzaron a moverse, pero miró el cementerio y vio la estatua de pie­dra de Aziz, condenado a la inmovilidad. Lu­chó obstinada-mente para no apartar la mirada.
El pájaro de oro esperó... un buen rato y luego, esta vez con una voz irritada, dijo en tono de lamento:
-¿Es así, niño, o no es así?
-¡Sí! -exclamó Aziza.
Y en seguida se lanzó sobre él, lo atrapó y comenzó a golpearlo con todas sus fuerzas. El pájaro se lamentaba gritando:
-¡Suéltame!
Pero Aziza seguía pegándole cada vez más. Aunque el pájaro se lamentaba, chillaba y se agitaba furiosamente entre sus manos, Aziza admiraba los matices de color de sus alas pero se resistía a soltarlo. Y de tal modo se resistía que el pájaro le dijo:
-Dime lo que quieres.
-Que primero devuelvas la vida a mi her­mano.
El pájaro fue derecho a la estatua de piedra, le sopló encima y en seguida Aziz y su caballo comenzaron a moverse. Todos sus miem-bros fueron recobrando poco a poco movimiento y vida. Aziz miraba a su alrededor como si des­pertase de una penosa pesadilla.
-Ahora suéltame -dijo el pájaro.
-No antes de que soples también sobre to­dos estos hombres, para que también ellos vuelvan a la vida y puedan reencontrarse con sus seres queridos que, sin duda, ya han perdi­do la esperanza de volver a verlos.
El pájaro entró en el cementerio. A medida que un soplo ronco salía de su pico, los gue­rreros encantados despertaban estupefactos, como si no creyesen todavía del todo en su resurrección. Alrededor de las rocas pronto surgió un verdadero ejército de guerreros, equipados de las más variadas maneras.
Se reunieron para abandonar el desierto y volver, cada uno, al lugar de donde había venido. A la cabeza, marchaba Aziz, que lle­vaba el pájaro de oro, y Aziza con su collar de perlas. Los hombres de la caravana comenta­ban entre sí cómo habían llegado al monte y se habían convertido en seguida en estatuas de piedra. Se repetían también la historia de Aziza y de su liberación. Todos envidiaban a Aziz el pájaro de oro, cuyas plumas y cuyo canto resplandecían a la cabeza de la cara­vana.
Algunos quedaron de tal modo hechizados que se confabularon para atacar al joven entre varios y arrebatarle el pájaro maravilloso. No sabían que éste comprendía todo lo que de­cían, así que fueron presa del terror cuando le oyeron decir:
-Si llegáis a poner en ejecución vuestro proyecto -les dijo-, soplaré sobre vosotros y, en un abrir y cerrar de ojos, volveréis al es­tado del que os he hecho salir.
Los conspiradores, llenos de miedo, se die­ron por enterados y la caravana continuó su lento avance.
Aziz y Aziza entraron pronto en la ciudad, donde mucho se asom-braban de volver a verlos. El pájaro de oro cantaba mientras recorrí-an las calles y todos los que lo oían que­daban tan fascinados que, abandonando sus trabajos, se situaban detrás del caballo de Aziz y lo seguían por la ciudad. Al fin se formó de­trás de él un largo cortejo de hombres y de mu­jeres cautivados por su melodioso canto.
Instalaron al pájaro cantor en el zaguán y durante todo el día los habitantes de la ciudad desfilaban frente a la jaula de oro. Fue así como la noticia llegó a oídos del rey, que al principio se mostró incrédulo y quiso ver con sus propios ojos un fenómeno tan extraño.
Se dirigió a la casa de los dos jóvenes, segui­do de sus mujeres y de todos los dignatarios de la corte. En cuanto hubo entrado, quedó des­lumbrado por la belleza de Aziza y, en su fuero interno, decidió que mataría al hermano para tenerla a ella y apoderarse del pájaro de oro. Pero, ante la sorpresa de todo el mundo, en cuanto apareció el cortejo real, la voz melodio­sa calló. La cólera inflamaba el corazón del rey, ya turbado por la belleza de Aziza.
-Canta, pájaro -gritó con voz irritada.
El pájaro de oro retomó entonces la pa­labra:
-¿Qué puede cantar el pájaro cuando ve que alguien pretende matar a su hijo y despo­sar a su hija?
Todos los asistentes, incluso el rey, estaban desconcertados: esas palabras no tenían nin­gún sentido, pero fue imposible hacer que el pájaro dijese otra cosa.
El rey volvió al día siguiente y, como la vís­pera, el pájaro calló en cuanto lo hubo visto.
-Canta, pájaro -ordenó el rey.
-¿Qué puede cantar el pájaro cuando al­guien pretende matar a su hijo y desposar a su hija?
Pasó un día más y, por tercera vez, el rey sólo obtuvo del pájaro cantor la misma res­puesta incomprensible. Llamó entonces al sa­bio de la ciudad y le pidió que le explicase el enigma.
-Yo no puedo hacerlo -dijo el anciano-, pero tú tal vez tengas un medio de descubrirlo.
-¿Cuál es? -preguntó el rey.
-Mañana, cuando vuelvas a ver al pájaro, trae contigo a la vieja bruja y a tus mujeres... a todas tus mujeres: no te olvides de la que con­denaste a prisión hace varios años. En cuanto el pájaro te haya dado la misma respuesta, haz que tu mujer, la que está en la cárcel, le pida al pájaro que le explique claramente el sentido de sus misteriosas palabras.
El rey hizo salir a su mujer de la prisión don­de estaba encerrada. Apenas la reconoció, de tan delgada y envejecida como estaba.
-Mañana -le dijo-, vendrás conmigo a oír al pájaro de oro que acaban de traer dos extranjeros. La ciudad no habla de otra cosa.
-Lo único que le faltaba a mi desdi­cha -dijo ella-: el espectáculo de un pájaro cantor.
Pero el rey insistió, le reveló el extraño com­portamiento del pájaro cada vez que iba a ver­lo y, sobre todo, las palabras enigmáticas que daba en respuesta y cuyo sentido no había po­dido captar nadie hasta ese momento.
-El sabio ha dicho que tal vez el pájaro aca­be por darte a ti la clave del enigma.
La reina acabó por rendirse a las razones del rey. Se dirigió a los baños del palacio, adonde no entraba desde hacía varios años, y luego las damas de la corte fueron a vestirla, a ataviarla, a adornarla con joyas preciosas. Cuando rea­pareció, provocó la admiración de todos pues, a pesar de su delgadez, su belleza seguía sien­do espectacular.
Cuando el cortejo se presentó de nuevo frente a la casa de los dos jóvenes, todo el mundo quedó turbado ante el encato y la belle­za de la nueva compañera del rey. Algunos le encontraban un extraño parecido con Aziza. En cuanto la mujer dirigió la mirada a los dos jóvenes, se sintió turbada. Todos creyeron que era por haber perdido el hábito de estar al aire libre, tanto era el tiempo que había pasado en la cárcel. Se hizo un gran silencio y después se elevó de nuevo la voz del rey:
-¡Canta, pájaro!
-¿Qué puede cantar el pájaro? Se disponen a matar a su hijo y a desposar a su hija.
-Habla tú -dijo el rey volviéndose a su mujer.
Ella, mientras tanto, se había recuperado de su turbación.
-Pájaro -dijo-, por Dios te lo ruego: di­nos qué quieren decir esas palabras.
El pájaro de oro hizo oír entoaces su voz más melodiosa.
-Mujer -dijo-: este joven que ves aquí es tu hijo, y esta joven tu hija. Esas son las otras dos esposas del rey que por celos, cuando tú los trajiste al mundo, le pidieron a la vieja bruja que ves allí que sacase a tus hijos de la cuna y los reemplazase por unos cachorros. El rey los vio y te mandó a prisión, donde estuviste muchos años y estarías aún si tu hijo no me hubiese traído de mi lejano país para desvelar la verdad.
El pájaro de oro se volvió hacia el rey:
-En cuanto a Vos, Majestad, bien sabéis que el día en que entrasteis en esta casa por vez primera, vuestra hija os pareció tan her­mosa que planea-bais matar a su hermano para quedaros con ella.
-Yo no sabía que era mi hija -dijo el rey.
-Por ese motivo, cada vez que me pedíais que cantase, os lanzaba una advertencia.
La reina de pronto se tambaleó e hizo falta que el rey la sostuviera para que no se cayese. Luego se oyó de nuevo la voz del pájaro.
-La bruja, la bruja quiere escapar.
Fueron tras ella. Se deslizaba entre la multi­tud e intentaba deprisa ganar la puerta. El rey la hizo detener y traer por uno de sus guardias. Ella temblaba. Por su rostro corrían gruesas gotas de sudor.
El rey le ordenó que hablase so pena de ser inmediatamente decapitada. Comenzó por ne­garse; pero como ya el rey iba a dar la orden de ejecutarla, habló y reveló todas las artimañas que había usado contra Aziz y Aziza, desde el día lejano en que los encerró en un cofre y los arrojó al mar.
El rey se volvió hacia la madre de los niños:
-¿Qué desearías para apaciguar tu co­razón?
-Quiero -respondió- que se ate a estas tres mujeres a la cola de un caballo salvaje. Que luego me traigan sus huesos dispersos: con las manos haré hornías; con las tibias, va­ras para ahuyentar a los perros; y de los crá­neos haré piedras de fogón para apoyar mis marmitas.
Así se hizo. Luego el rey organizó una fiesta magnífica de siete días y siete noches. La reina recuperó su lugar junto a él. Tiempo después, Aziza se casó con un príncipe de un país lejano y el mismo Aziz tomó mujer antes de suceder a su padre.

¡Machaho!

Fuente: Mouloud mammeri

109. anonimo (bereber)

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