Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 28 de mayo de 2012

El joven urashima

Al mismo tiempo que el crepúsculo caía sobre la aldea de Mizunce en la provincia de Tango, un joven pescador de la aldea llamado Urashima arrastraba su barca hasta la playa después de un largo día de pesca. A pesar de lo joven que era, su destreza en la navegación y el anzuelo se igua­laba a la de los mejores pescadores de la aldea, y en los días en que parecía que el mar estaba vacío de peces y que sus mayores se lamentaban de la pobre y desastrosa estación, Urashima nunca re­gresaba sin álgo que hubiese premiado el trabajo de la jornada.
Un día, después de haber asegurado bien su barca en la arena, Urashima echó a andar hacia su casa con lo que había pescado. De pronto su atención se vio atraída por un círculo gesticulante de niños que estaban armando gran alboroto en el lugar que las rocas cedían terreno a la arena. Los niños parecían estar aporreando sin miseri­cordia a algo que había en medio de ellos. Al acercarse más, Urashima comprobó que el ob­jeto de los golpes era una gran tortuga.
-Me toca a mí ahora tocar el tambor -gritó uno de ellos, y golpeó con el palo el lomo de la enorme tortuga.
-Ahora me toca a mí -exclamó otro, y un látigo de hierbas y algas marinas silbó en el aire.
-Ahora todos juntos -chillaron, y los palos y los zurriagos, uno detrás de otro, llovieron sobre el cuerpo del animal.
Con su ofuscada cabeza metida dentro de su sólida concha, la tortuga, demasiado lenta y pe­sada para escapar de sus jóvenes atormentado­res, permanecía quieta, sufriendo los agudos do­lores que cada porrazo transmitía por su capara­zón a todas las partes de su cuerpo.
-¿Qué estáis haciendo? -gritó Urashima en­colerizado por la cruel-dad de los niños y por el lastimoso estado de la desamparada criatura-. ¡Parad en seguida! ¿Creéis que estáis haciendo bien al golpear a esta desventurada tortuga?
Los chicos no le prestaron atención y reno­vando sus golpes sobre el lomo del animal, di­jeron:
-Esto no te importa a ti, Urashima. La tortuga es nuestra. Noso-tros la hemos capturado y pode­mos hacer con ella lo que se nos antoje.
-Pero no tenéis derecho a golpearla -dijo Urashima-. Ella sufre como vosotros sufrís. Oíd, si os doy dinero, ¿me daréis la tortuga?
-iClaro que sí! -gritaron todos a una-. Si nos das dinero será tuya en seguida.
Urashima les entregó el dinero y los niños, con gritos de júbilo y riéndose a carcajada limpia por su estupidez, echaron a correr hacia la aldea. Urashima se volvió a la tortuga, le acarició la concha y le dijo:
-Bien. Si hubieran seguido pegándote un poco más, tu vida habría estado en gran peligro. ¿Qué te ha traído por aquí, dócil criatura? Por favor, de ahora en adelante procura no ser tan descuidada en el camino que escoges para salir de tu mar nativo.
Urashima cogió a la tortuga con sus brazos y anduvo con ella hacia la orilla del mar. Metién­dose con ella en el agua hasta las rodillas, la soltó en las limpias aguas azules y la vio empezar a nadar y sumergirse con placer en las olas que rodeaban sus pies. Con una mirada de gratitud a su benefactor, la tortuga se adentró en el mar hasta que se perdió de vista.
Lo siguiente ocurrió tres o cuatro días más tarde. La mañana era calurosa y sin viento. No se oía ningún ruido excepto el chillido de alguna gaviota que volaba por los alrededores. Uras­hima estaba sentado en su barca, alejado de la costa, con sus pensamientos tan indiferentes como el cordel que atravesaba la superficie sin olas del mar. De repente una voz tan dulce como la campanilla de llamada al templo lo sacó de su ensimismamiento.
-¡Urashima San, Urashima San!
-¡Ajá! Sin duda que ese es mi nombre. Parece como si alguien me estuviese llamando. Pero ¿quién podría ser? Estoy solo y fuera del alcance de la tierra. Seguro que estoy soñando -pensó para sí Urashima, y volvió a mirar el anzuelo.
-¡Urashima San, Urashima San! -volvió a ¡la­mar la voz.
Ahora no podía haber duda. Era su nombre el que se estaba pronunciando. Se volvió rápida­mente y allí, cerca de su barca, con la cabeza emergiendo de las cristalinas aguas, estaba su amiga la tortuga.
-¿Eras tú la que me llamaba hace poco, tortuga Chan? -preguntó Urashima sorprendidí­simo.
-En efecto, era yo, querido amigo -contestó la tortuga-. He venido para agradecerte la gran bondad que tuviste conmigo el otro día y para mostrarte mi gratitud y saludar a mi protector -porque así te consideraré siempre- con toda reverencia.
-No tuvo importancia realmente -dijo Ura­shima-. Es demasiado poco importante para re­cordarlo y no merece que me lo agradezcas tan afectuosamente. Pero por favor, no te alejes de­masiado de tu casa. Puede ser peligroso y siem­pre hay gente que quiere hacerte daño.
-¡Ay! ¡Y qué sabio eres, Urashima San! -re­plicó melancólicamente la tortuga-. La rana debe quedarse en su charca y la cigarra en la copa de su árbol. Fui una tonta. Pero ya he aprendido la lección y de ahora en adelante me mantendré siempre en mi océano. Urashima San, tengo algo que preguntarte. ¿Has oído hablar alguna vez del palacio de la princesa del dragón?
-He oído algo acerca de ese palacio -replicó Urashima-. Pero nada de la princesa del dragón, ni tampoco he visto su palacio.
-Entonces tengo un gran regalo que hacerte, Urashima San -dijo la tortuga-. Deseo invitarte al palacio de la princesa del dragón.
-¿Quieres decir de verdad que tú conoces per­sonalmente a la princesa del dragón? -preguntó asombrado Urashima.
-No sólo tengo el honor de conocer muy bien a su alteza -replicó la tortuga con dignidad de tal-, sino que soy una de sus principales asisten­tas. Ya he contado a mi señora la forma en que tú me salvaste la vida y ella está ansiosa por conocerte y darte las gracias en persona por ello. Así que, Urashima San, ¿vienes?
Urashima, todavía no recuperado de la sor­presa de este extraño encuentro, contestó con cierta vacilación:
-Desde luego que me honraría muchísimo co­nocer a una princesa de tanta fama. Pero ¿dónde está su palacio? ¿Cómo puedo ir hasta allí? ¿Y de verdad quiere ella conocer a un humilde pesca­dorcillo como soy yo?
-Urashima, como te he dicho ya, mi señora está deseando demos-trarte su profunda gratitud. Ella misma ha sido quien me ha pedido que te busque y que te pase su invitación. En cuanto a ir allí, no te preocupes. Te montaré sobre mis lo­mos y contigo encima nadaré a través de las sendas del mar que conducen al palacio de mi señora. Será un viaje maravilloso y estaremos allí en seguida. ¡Vamos Ura-shima!
Diciendo esto, la tortuga nadó hacia él para detenerse junto a la regata de la barca de Ura­shima.
Las palabras de la tortuga disiparon las dudas del joven quien, de un salto, se subió en la concha de la tortuga. Inmediatamente la tor-tuga empezó a nadar velozmente a través del tranquilo mar dirigién-dose hacia una roca que parecía haber surgido en aquel momento porque nunca antes la había visto Urashima, y que gradualmente se iba haciendo mayor. La tortuga de repente se sumergió y se movió graciosamente y a veloci­dad majestuosa en las verdes profundidades del mar. Cuanto más se sumergía más bonitos y se­ñoriales peces les acompañaban en el viaje.
Primero vino un destacamento de peces es­pada que se pusieron a nadar delante de ellos para abrirles paso a través de las profundidades del océano. En su estela iban dejando gallardetes de sedosa espuma que eran sostenidos en largas hileras por las curvadas colas de miríadas de ca­ballitos de mar. Siguiendo a los peces espada iba un destacamento de delfines que llevaba en sus lomos peces procedentes de distintos mares cu­yas escamas fosfores-centes iluminaban el ca­mino con luces multicolores. Un regimiento de nobles besugos formaba el pasillo de la proce­sión, y arriba y abajo, en largas filas, nadaban las sardinas, los tiburones, las carpas, los pecesvola­dores, los peces globo y los atunes, las sepias y las lam-preas, las caballás y los arenques, y por encima de todos ellos nubes de transparentes medusas.
La cabalgata siguió bajando hasta que de re­pente, como un des-tello, apareció el castillo, el cual se hallaba iluminado con miles de iridiscen­tes burbujas de espuma. Ante los ojos de Ura­shima se encontraban dos gigantescas puertas que resplandecían con brillan-tes colores proce­dentes de las ondulaciones del mar, y ante cuyos pórticos nadaban toda clase de extraños peces y criaturas.
La tortuga se detuvo a las puertas. Se posó suavemente sobre el lecho del mar para que Urashima descendiera de su concha.
-Por favor, ten la bondad de esperar aquí unos minutos -dijo la tortuga.
Después atravesó a nado las puertas y desapa­reció de la vista de Urashimá. El animal volvió casi inmediatamente adonde estaba sentado el muchacho, absorto en la contemplación de las maravillas que lo rodeaban.
-En nombre de mi graciosa señora, la princesa del dragón, te doy la bienvenida a su augusto palacio -dijo la tortuga con voz cere-moniosa-. Mi señora está impaciente por recibirte. Monta otra vez sobre mis lomos, Urashima San, y te conduciré a su imperial presencia.
Latiéndole fuertemente el corazón, Urashima subió a la enorme concha de su amiga que le transportó a través de las magníficas puertas. Una vez dentro, Urashima se halló en un paraíso en el que todos los arcos iris del mundo parecían empezar y terminar. Ante él se vislumbraba el contorno de un palacio de magnífico esplendor cuyo delicado trazado de torres, torretas y pago­das se proyectaban hacia arriba, hacia la lejana superficie del mundo. Al acercarse más, Ura­shima vio que lo que él había tomado por una profusión de capullos y flores eran hileras de hermosas doncellas ataviadas con ricos vestidos de brocado a las que un paje por cada una de ellas, no menos guapo que las doncellas, asistía y sostenía el abanico orna-mental sobre su cabeza. Al aproximarse más comprobó que cada donce­lla vestía unas bandas brillantes de algas y ané­monas marinas entre sus altísimos trenzados; y por delante, anidando en las ondas del pelo, es­taba un joven besugo, mientras que entre los elevados moños de las frentes de los pajes, ador­nados con cintas, pequeños calamares y pulpos movían sus tenues miembros.
Al pararse Urashima como consecuencia del arrobado encanta-miento en que se hallaba, las filas de los asistentes se dividieron en el centro como una ola para dejar paso a una mujer de belleza divina que avanzaba lentamente hacia él. Era la afamadísima y legendaria princesa Oto, la princesa del dragón. Urashima se puso de rodi­llas y se inclinó ante ella profundamente.
-Bienvenido seas a mi humilde morada -dijo la princesa-, quizás más que cualquier otro visitante del rey de mi mar y de más lejos. Porque tú has salvado la vida de mi querida y estimada asistenta y contigo tengo una deuda de eterna gratitud. Mi pueblo y yo nos alegraremos muchísimo si nos honras con tu compañía todo el tiempo que quieras.
Urashima se inclinó reverentemente otra vez. Después se puso de pie y anduvo con la princesa a lo largo de los grandes corredores del palacio seguidos por las doncellas y los criados. Los sue­los estaban cubiertos de ágatas y de allí salían unas columnas para soportar los abovedados te­chos con adornos de coral. De los aposentos que había en los corredores salían piezas musicales que les seguían a su paso; y las aguas estaban por todas partes enriquecidas con los mejores perfumes. En la alcoba a la que finalmente entra­ron había una mesa baja y roja cubierta con un mantel de riquísimo damasco y dos sillas talladas de la misma vívida y roja madera.
La princesa precedió a Urashima y se sentó graciosamente en una de las sillas. Luego invitó al joven a sentarse junto a ella.
-Urashima San, después de tu largo viaje de­bes estar hambriento; así que vamos a comer -dijo la princesa haciendo un gesto significativo a uno de los criados.
Inmediatamente, de entre las columnas de co­ral salió una hilera de otros sirvientes que lleva­ban unas bandejas de oro y platos con los más ricos manjares procedentes de los cuatro puntos del océano. Mientras comían, las doncellas ejecu­taron danzas de las cortes de los reyes antiguos, y cantaron melodías de amor de las baladas de antiguos romances con el acompa-ñamiento del arpa, la flauta y el tambor.
Una vez finalizada la comida, la princesa invitó a Urashima a que la acompañara a ver el palacio. Pasaron por salones con paredes de marfil y már­mol azul, jade y ámbar, madera de sándalo y de cedro, y suelos de piedra procedentes de las can­teras de lejanos mares cuyos colores relucían y se fundían con los ricos matices de las paredes. Y esculpido en el techo de cada habitación estaba el magnífico dragón rojo y dorado de la dinastía de la princesa Oto.
Al fin arribaron a una sala desde la que se dominaba un rojo puente curvado que colgaba sobre una corriente profunda y clara como el cristal. La princesa se detuvo y aproximándose a una de las cortinas corredizas de una ventana, dijo:
-Por favor, descansa un momento y en el es­pacio de pocos minu-tos te mostraré el escenarioo de las cuatro estaciones. Primero mira-remos a través de la ventana del este.
La princesa corrió la delicada cortina y Ura­shima tuvo ante él un paisaje con toda la frescura y el verdor de la primavera. Allí había un huerto de cerezos cuyas yemas estaban ya floreciendo. Los sauces se inclinaban sobre las aguas del arroyo y de cada rama salía la canción de peque­ños pájaros cantores. Urashima sólo sintió el de­seo de que-darse allí para siempre, pero la prin­cesa le condujo hasta la ventana del sur, la abrió y le dijo que mirase.
De repente estalló ante él todo el calor del ve­rano. La fragancia de multitud de gardenias blan­cas que rodeaban un estanque se extendía por todo el aposento. La superficie del estanque es­taba cubierta de nenúfares de todos los tamaños que flotaban aquí y allá, con sus pétalos col­gando. Los patos de plumas preciosas nadaban sobre la superficie y trasladaban los pétalos de las flores como si fueran una cascada. Las ciga­rras llenaban el aire con sus canciones y las ranas croaban alegremente. Pero la princesa condujo de nuevo a Urashima hacia la ventana del oeste y le pidió que mirara.
Ante él estaba el amplio paisaje incendiado con el rojo otoñal de los plátanos. La tierra de la mon­taña y del monte, de las orillas de los lagos y los ríos, de los valles y las llanuras estaba cubierta con la alfombra del fuego. El aborregado ciclo colgaba sobre los picos de las montañas y el agua de los lagos y los ríos resplandecía roja en el aire del otoño. Y cosa rara, aunque el perfume de los crisantemos penetraba toda la escena, no se veían flores; Urashima, perdido de asombro, fue vuelto en sí por la voz de la princesa que ahora le pedía que viniera hacia la ventana del norte. Cuando ella corrió las cortinas, Urashima quedó boquiabierto.
Era invierno y todo el mundo estaba cubierto por una alfombra de nieve. El crepúsculo flotaba sobre el helado estanque donde las grullas dor­mían sobre una sola pata. Los juncos y las cañas crujían con el viento que repentina-mente se le­vantaba y moría. Los árboles, los arbustos y los matorrales estaban cubiertos de nieve y puntas de hielo colgaban de las ramas y de las hojas. El cornudo ciervo vagaba bajo el frío entre los erec­tos pinos, mientras que los osos pardos, contras­tando su piel con el blanco invierno, cenaban a base de cortezas de árbol.
El placer de Urashima no tenía límites. Cual­quier pensamiento que tuviese de volver a su casa había abandonado su corazón. Su único de­seo era quedarse para siempre con la princesa Oto en esta tierra encantada y mágica. Un mes tras otro Urashima vivió en medio de este hechizo. Cada día le traía alguna nueva maravilla para alegrarle y cada noche algún nuevo milagro para divertirle. Cuánto tiempo llevaba allí no lo sabía, ni tampoco le importaba demasiado.
Pero un día, repentinamente, empezaron a in­quietarle los pensa-mientos sobre sus padres. Se volvió silencioso y triste, muy diferente de lo ale­gre y feliz que era antes. Un día la princesa te preguntó cariñosamente:
-Urashima San, ¿por qué estás tan triste y tan alejado de mí? ¿Qué te ha ocurrido? ¿Es que ya no podemos complacerte?
Pero Urashima volvió su rostro y no pudo con­testar.
La princesa, ahora preocupadísima, procuraba todos los días producir placeres -nuevos y mayo­res distracciones para él, pero todo era en vano. No importaba el sabor de las raras comidas, ni la dulzu-ra divina de las voces de los cantores, ni la gracia de los bailarines, ni los encantos de la princesa, Urashima se negaba a todo consuelo. Por fin un día, después de que la princesa le pidiera otra vez que le contara sus problemas, Urashima se puso la manga de su quimono ante los ojos y contestó:
-Hace ya bastante tiempo que me preocupan los sueños que tengo acerca de mis padres. Temo por su bienestar y me gustaría muchísimo verles.
Al escuchar estas palabras la princesa lloró amargamente, por lo que Urashima, profunda­mente emocionado, cogió su mano y dijo:
-No llores. Lo único que quiero es asegurar­me de que nada les falta a mis padres. Sólo te pido que me permitas ir a visitarles por poco tiempo, y luego volveré a vivir feliz contigo para siempre.
La princesa estaba llena de pena. Pero al ver la infelicidad de Urashima comprendió que sería mucho peor si no lo dejaba marchar.
-Urashima Sama, a pesar de la gran pena que esto me produce, lo comprendo. Por favor, ve a verlos. Pero antes de que marches tengo algo que quiero que lleves contigo.
Diciendo estas palabras la princesa desapare­ció en una habitación interior, para volver casi al instante trayendo un cofre de oro atado con cor­doncillos rojos. La joven se inclinó reverente­mente y colocó el cofre delante de Urashima, el cual lo tomó con ambas manos y se lo llevó a la cabeza como prueba de aceptarlo.
-Urashima Sama, este cofre es especial, muy especial -dijo la princesa Oto-. Contiene un te­soro de incalculable valor, pero es mejor que no lo vean ojos curiosos. Lo llamamos el «don del sayonara» y aquí te lo entrego, con mi deseo de corazón de que vuelvas cuanto antes. Vete ya, Urashima que todos estaremos esperando tu vuelta anhelantes.
La princesa se inclinó una vez más y dio unos cuantos pasos, tratando de esconder sus ojos tras las mangas de su vestido pero incapaz de contener sus lágrimas.
También Urashima se sentía muy triste al pen­sar en que debía dejar a su bella princesa, pero como sabía que no estaba bien mos-trar sus senti­mientos ante ella, contestó valientemente:
-Me voy, princesa mía. El don de despedida que me has entregado lo guardaré celosamente hasta mi retorno. Mis ojos nunca verán su conte­nido. Lo único que deseo de verdad es contem­plar nuevamente tu rostro.
El joven miró el cofre con tanta fijeza que la princesa conoció que estaba luchando también por contenerse las lágrimas.
-Un día volverás a mí, Urashima Sama -dijo la princesa-, y siempre estaré esperando ese día. Lleva mucho cuidado con mi don y él te llevará sano y salvo a tu casa a través del mar. Pero recuerda, Urashima San, por tu bien y el mío, nunca abras el cofre. Se me parte el corazón al pensar en lo que pasaría si desoyeses mi adver­tencia. Que sean estas mis últimas palabras para ti, Urashima Sama. Adiós.
La princesa estaba demasiado apenada para verlo salir por las puertas. Se quedó donde estaba y lo vio salir lentamente y dirigirse hacia donde su amiga la tortuga le estaba esperando paciente­mente. Urashima subió a lomos del animal y éste se puso a nadar lentamente a través de las aguas profundas. Urashima miró con vehe-men­cia y tristeza el lugar que contenía todo lo que él más amaba, hasta que dicho lugar fue empeque­ñeciéndose y finalmente desa-pareció.
Pronto el verde dio paso al azul fuerte hasta que por fin alcan-zaron la superficie montados en la cresta de una enorme ola que les llevó hacia ade­lante a gran velocidad. Siguieron nadando en silencio hasta que al fin divisaron una playa are­nosa y baja. De pronto el corazón de Urashima empezó a latir violentamente porque ahora es­taba por fin en su casa. ¡Qué bienvenida tendría! ¡Qué maravillas iba a contar! La tortuga sedirigió hacia la orilla donde Urashima pudo desmontar fácilmente de sus lomos. Mienttas él se quedaba de pie en el agua, con su don fuertemente cogido, la tortuga se deslizó suave-mente hacia mar aden­tro y se volvió para decir:
-Urashima Sama, ¡sayonara, sayonara! Por favor, cuídate mucho, que te estaré esperando pacientemente para llevarte a tu hogar de debajo del agua. ¡Sayonara, Urashima Sama!
La tortuga dio media vuelta a su enorme cuerpo, y sin añadir palabra o mirada empezó a nadar rápidamente.
Urashima vio marchar a su querida amiga hasta que desapareció a lo lejos. Su corazón es­taba apenado y una gran melancolía cayó sobre él. Se volvió a mirar a su patria familiar con un espíritu enter-necido.
Sin embargo su sorpresa fue grande al com­probar que todo estaba cambiado y que no había ningún signo que él pudiera reco-nocer. Subiendo por la playa llegó hasta la calle principal de la aldea, la cual apenas parecía la misma. El templo aún seguía en lo alto del monte, pero las viejas casas familiares habían sido demolidas y en su lugar se habían levantado unas nuevas. El altar de los viajeros todavía se hallaba a la entrada de la aldea, pero habían trazado una nueva carretera y un nuevo puente de madera cruzaba el río. Las caras que veía, todas extrañas, lo miraban con curiosidad y no encontró a ningún amigo. Atrave­sando la calle se dirigió hacia la casa de sus pa­dres, pero se quedó de una pieza cuando la vio. Estaba cubierta de yerbajos; la hierba sin cortar se había adueñado de la puerta de bambú; el techo de cañas estaba roto y las paredes se halla­ban agrietadas y ruinosas.
-¿Qué ha pasado aquí? -murmuró Urashima mirando a su alrededor-. ¿Es esta la casa de mis padres? ¿Es esta mi aldea nativa? ¿Cómo se ha podido producir esta desolación en tan poco tiempo? ¿Dónde están mis padres?
En ese momento una anciana cuya espalda for­maba paralelo con el suelo de la calle, se acercó cojeando a él y Urashima le preguntó:
-Abuela, ¿dónde está la casa de Urashima? ¿Dónde se ha ido su familia? ¿Qué ha sido de ellos? ¡Por favor, dímelo! -suplicó Urashima.
La anciana levantó la cabeza para observar a Urashima. Después de mirarlo fijamente durante mucho tiempo, dijo:
-¿Urashima, dices? Nunca he oído ese nom­bre. Llevo viviendo aquí ochenta años y jamás he conocido a nadie que se llamase así.
Urashima se intranquilizó muchísimo y dijo en voz alta:
-Pero aquí es donde solían vivir. Y eso no lo sabe nadie mejor que yo. Seguro que tienes que haber oído hablar de ellos.
La anciana se quedó silenciosa durante algún tiempo. Muchas cosas parecían estar luchando en su marchita cabeza. Al fin asintió y murmuró a Urashima:
-¡Urashima, Urashima! Ese nombre lo oí de niña, creo. ¿No fue el muchacho que cruzó el mar montado en la concha de una tortuga y que nunca regresó? ¿No es el joven de la leyenda? Se dijo que lo habían llevado al palacio de la princesa del dragón y que estaba allí prisionero. Pero yo no lo sé. Ha pasado tanto tiempo desde enton-ces... Como te he dicho, yo oí la historia cuando era niña y por lo visto todo eso dicen que pasó hace unos trescientos años.
Urashima apenas podía contener su asombro y su dolor al comprender lo que había pasado.
-¡Hace trescientos años! ¡Trescientos años! -murmuró Urashima para sí-. Y yo pensaba que habían sido sólo tres años. Parece que por cada año que soñé han pasado cien años. Eso lo ex­plica todo: mis padres muertos; nuestra casa en ruinas; la aldea irreconocible. ¡Oh! ¿Qué puedo hacer?
Y se puso a llorar amargamente.
Al cabo de un rato sus pensamientos volvieron a su princesa y a su nuevo hogar bajo el mar. Allí estaba su única esperanza. Corrió frenéticamente hacia la playa y allí escudriñó el mar buscan­do alguna señal de la tortuga. Pero no se veía nada.
-¡Tortuga San, tortuga San! ¿Dónde estás? Quiero que vengas en seguida. ¡Ven aquí! -gritó. Pero la única respuesta era la que daba el mar al recogerse y extenderse. Se sentó desesperado y el cofre que hasta entonces había llevado bajo el brazo lo puso delante de él. Al darse cuenta de su presencia, gritó lleno de júbilo:
-Seguro que su don me ayudará. Habrá ins­trucciones dentro que me indicarán la forma en que puedo volver a mi querida princesa.
Olvidando así el aviso de la princesa, desató ansiosamente los lazos y con manos temblorosas levantó la tapa. Una nube de púrpura salió del cofre y envolvió a Urashima completamente. Cuando se dis-persó la neblina Urashima com­probó horrorizado que en él se había operado un terrible cambio. Su fresco y joven rostro se había llenado de líneas y arrugas; sus brillantes ojos se habían oscurecido y ofus-cado; su pelo se había hecho blanco como la nieve y escaso. Los calam­bres rendían a sus dedos y el dolor a sus piernas, ahora delgadas y llenas de gruesas venas. Trató de levantarse, pero los incontables años ator­mentaban todo su cuerpo, y se notó sujeto a la arena porque su espalda se inclinaba en ángulo .recto como la anciana de antes, y no podía po­nerse derecho.
-¡Oh! ¿Qué he hecho? He olvidado tus pala­bras, querida princesa, y he abierto temeraria­mente el cofre. Ahora sé porqué me advertíste. Tú encerraste mi juventud en esta caja y soy yo sólo el responsable de su pérdida. Ahora todo se ha acabado, todo se ha acabado -se lamentó.
Las lágrimas rodaban por sus mejillas. A través de sus casi ciegos ojos miró al mar, pero nada se veía en él, y sólo el mar gritó con él en su pena.


Traducción: Angel García Fluixá

040 Anónimo (japon)

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