Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

domingo, 27 de mayo de 2012

El espejo

En el pueblo de Wan-tu, situado al norte de Corea, vivía el señor Kim-su, de oficio molinero, y su esposa Cho. El marido había trabajado de firme durante muchos años y así pudo reunir grandes montones de monedas de hierro y bronce que tenía ocultos encima de una viga e inmediatamente debajo del tejado. Hacía ya muchos años que tenía el deseo de visitar la real ciudad de Seúl y su esposa lo animaba a que hiciera aquel viaje, porque, a su vez, deseaba un traje nuevo, un peine y un par de zapatos como los que se llevan en la ciudad. En cuanto a las hijas del matrimonio deseaban con toda su alma tener elegantes cinturones, adornados de armiño y horquillas de plata. Y el señor Kim-su comprendió que no tendría más remedio que hacer el viaje para complacer a su familia y, al mismo tiempo, divertirse él.
Así, pues, una hermosa mañana de mayo emprendió la caminata hacia Seúl, dispuesto a visitar todos los rincones de la ciudad. Su esposa y sus hijas se inclinaron ante él hasta tocar con la cara la alfombra de papel, y le rogaron que les trajera las lindas cosas de que tanto habían hablado y, además, lo que a él le pareciera apropiado.
Su fiel esposa le recomendó tener mucho cuidado con los salteadores de caminos y con los ladronzuelos y no dejar descuidado su dinero por las posadas que hallara en el camino. Cuando ya estuviese en Seúl no debía ir a las tabernas, ni tampoco a ver bailar a las muchachas llamadas ge-sang (o geisha) y mucho menos gastar demasiado dinero.
Había oído decir que, por el mundo, había mucha gente mala y que aun en la capital, aparte de la gente cortés y bien educada, existían muchos tunos. Y, sin duda, eso era cierto, porque así lo afirmaba también un proverbio.
Por su parte el señor Kim-su recomendó a su esposa, puesto que el tiempo era aún bastante vivo, que mantuviera encendido el fuego de la cocina para que la casa estuviese caliente y no se resfriasen las niñas. También habría de tener mucho cuidado con los ladrones. Esa mala gente tiene la costumbre de acercarse a las casas, después de medianoche, cuando el fuego está apagado y, sin ruido ninguno, quitan las piedras de los cimientos y penetran en las casas o bien se introducen en ellas por el cañón de la chimenea. Por consiguiente, es preciso tener la casa bien cerrada y atrancar las puertas por la noche a fin de impedir la entrada de cualquier tigre o leopardo que ronde la vivienda por la noche. Si la esposa oyese ruido de uñas que rascaran el tejado, inmediatamente habría de golpear el batintín, así daría la alarma a los habitantes del pueblo y los hombres saldrían provistos de antorchas para expulsar a las fieras. Y, si por acaso, oía chillar a los cerdos en la pocilga, también debería pedir socorro, porque a los tigres les gustan los cerdos coreanos mucho más que las personas.
Es preciso añadir que el señor Kim-su era un hombre muy listo. En su casa no se dejaba engañar nunca cuando compraba habichuelas, mijo o arroz, y era muy hábil en moler la cebada o en cortar la paja para los asnos. Pero una vez se vio dentro de las murallas de la gran capital, cualquiera habría podido figurarse que "llevaba la cabeza debajo del sobaco", como dicen los coreanos.
A causa de las muchas cosas que vio y de los infinitos ruidos que oía, estaba marcado. Como un pasmarote se quedó inmóvil en la calle principal y con la boca abierta. Y, a medida que pasaba la gente, se preguntaba de dónde saldría tanta y cómo podían todos aquellos individuos encontrar el modo de ganarse la vida.
Comprendió la verdad del refrán que dice: "Aun en Seúl hay gente mal educada", porque un individuo le miró, preguntándole si quería tragarse la luna. Algunos muchachos se rieron de él y uno le dijo que su boca parecía el nido de un pájaro y que alguno se metería en ella.
El señor Kim-su pasó largos ratos contemplando los escaparates de las tiendas, pero cuando preguntaba los precios de las cosas que le gustaban, sentíase a punto de desmayarse. Luego se marchaba sin comprar. Sin embargo, adquirió algunas cosas muy lindas para su esposa e hijas, tales como un abanico, una pieza de seda para un traje, una caja de horquillas, unas cuentas de ámbar y una sortija de plata porque así, cuando su hija mayor se casase, lo cual ocurriría dentro de poco tiempo, lo tendría ya todo dispuesto.
Mientras estaba en la tienda de sedas, el dependiente que le atendía dióse cuenta de que el señor Kim-su era hombre de campo, y quiso divertirse un poco a su costa. Por esta razón le habló de las hadas y le señaló un establecimiento que había en la acera de enfrente y le recomendó que mirase una cosa redonda que el tendero le mostraría sin dificultad y entonces vería y sentiría lo que nunca había visto o sentido en toda su vida.
El señor Kim-su se apresuró a atravesar la calle y a penetrar en la tienda indicada, donde se vendían objetos de metal, brillantes y resplandecientes. Y allí se quedó boquiabierto ante una cosa redonda como la luna. Dentro había la cara de un hombre y a él le pareció que lo conocía. Era un individuo de su propia edad, más o menos, se figuraba. Pero no acababa de saber quién era ni cómo se llamaba. No obstante estaba seguro de haberlo visto antes. Y cuando, de repente, se volvió, esperando ver a un amigo o quizá un vecino de su pueblo, pudo notar que no había nadie a su lado.
Volvió a mirar, ¿ya estaba allí? ¿Se habría escondido su amigo, para reaparecer de nuevo?
En cuanto el señor Kim-su se ladeaba un poco dejaba de ver aquel rostro, mas al situarse delante de aquella cosa redonda, volvía a ver el mismo individuo en el espejo, porque, en realidad, tal era aquella placa de brillante metal.
Cuando Kim-su se reía, el otro le imitaba. Si él hacía una mueca, la otra persona, quien quiera que fuese, hacía lo mismo y por mucha que fuese la rapidez de Kim-su en volverse para sorprenderlo, no lo conseguía.
Ya se comprende que el señor Kim-su no había visto nunca un espejo y tampoco sabía qué era aquello. Se figuró que sería algo de magia y compró el disco de metal para llevárselo a su casa.
Al llegar, toda su familia lo rodeó, en espera de que abriese las cajas que contenían las lindas cosas compradas para las mujeres de la familia. Como se comprende, las hijas, sobre todo, estaban impacientes por ver lo que su padre les había comprado.
Y tan entusiasmadas quedaron al contemplar aquellos regalos, que no se dieron cuenta del objeto que el señor Kim-su había comprado para sí mismo. Así, pues, él dejó sobre la mesa la cajita que contenía el espejo y guardó algunas de las otras compras en el armario que tenía adornos de nácar y que se hallaba en la habitación principal de la casa. Luego salió para hacer una visita a su molino, a los cerdos, al asno y al toro.
En cuanto las muchachas abrieron la caja del espejo, empezaron a ocurrir cosas terribles. La madre, que estaba detrás de la hija mayor, vio el rostro de una mujer joven y se sobresaltó al ver a una desconocida, pues así se lo figuró, en su casa. Y en el acto se dejó dominar por los celos.
-Tu padre ha traído una mujer. A una ge-sang, de Seúl, para ocupar mi lugar. ¿Qué se propone ese hombre?
Al mismo tiempo la hija, al ver un rostro en el metal pulimentado, exclamó:
-No, madre, no queremos a ninguna otra mujer que ocupe tu sitio. Además, es demasiado joven y nos trataría muy mal.
Al oír las fuertes voces y los sollozos acudió la abuela, cojeando, y preguntó qué pasaba.
-Puedes verlo por tú misma. Papá ha traído a casa a otra mujer para hacernos desgraciadas.
La abuela contempló un momento el espejo, y luego, encolerizada, exclamó:
-¡No quiero a esa vieja en casa! Ya es bastante que mi hijo tenga que mantenerme a mí y a su familia. ¿Por qué habrá ido a Seúl?
Armaban tal escándalo las cuatro mujeres que al fin, desesperadas, se echaron a llorar y cada una de ellas inutilizó cuatro pañuelos de papel antes de secarse las abundantes lágrimas que derramaban. Entre sollozos gritaban: "¡Ugo! ¡Ugo!", de modo que aun el abuelo, que estaba medio sordo, las oyó y, apoyándose con mano temblorosa en su bastón, acudió, ordenándoles que se callaran. Pero luego, al ver sus rostros húmedos de lágrimas, les preguntó cuál era la causa de su pena.
-Tú mismo puedes verlo -le contestó su esposa entregándole el espejo que nadie conocía en el pueblo.
En el acto el viejo se puso rojo de ira.
-¡Cómo! -exclamó con cascada voz-. ¡Tan malvado es mi hijo para traer otro viejo a casa! ¿Cómo podrá mantener a dos padres? ¿De dónde sacará el Kinchi y el mijo para darle de comer?
Y, metiendo el espejo en la caja, la tapó de un puñetazo.
Mientras los celos devoraban a todos aquellos personajes, amenazando desunir la familia, el ruido aumentaba por momentos y, al fin, el marido dejó sus cerdos y su molino y acudió a ver qué ocurría.
En el acto su esposa, que era una mujer muy forzuda, se arrojó contra él y, agarrándolo por el moño, lo arrastró al suelo, lo sacó a la calle y no paró hasta llevarlo a casa del juez, para contar al magistrado lo que ocurría.
Una vez en presencia de aquel gran hombre, contó una terrible historia. El juez llevaba un enorme sombrero y una sarta de cuentas de ámbar colgadas sobre la oreja. Y la pobre mujer explicó lo que su marido había traído de Seúl para destruir la paz de la familia. ¡Oh, seguramente se proponía regresar a la capital y casarse con una mujer joven! Y tan rabiosa estaba que su lengua no descansó un instante. Acusó a su marido de todos los crímenes conocidos en el código. Pero, únicamente, pudo probarle que había traído de la capital algo redondo y de metal. Y aseguró al juez que estaba tan lleno de magia negra como Tokgabi y todos sus servidores.
Entretanto, habían acudido todos los restantes miembros de la familia para apoyar la acusación contra el molinero y, además de atestiguar la verdad del relato de la esposa, declararon que era cierto en todos sus detalles y, en efecto, todos coincidían en los particulares.
En cuanto se hubo calmado un poco la ira de los quejosos, el juez, que, mientras tanto, había estado fumando en su pipa de cazoleta de bronce y que tenía una boquilla de un metro de longitud, aunque la cazoleta apenas era como una castaña, preguntó:
-¿Y cómo decís que ocurrió esa magia demoníaca?
Al oír eso, el anciano padre del molinero mostró la caja, la abrió y entregó el espejo metálico al juez, que tampoco había visto cosa parecida. Es preciso explicar que no había salido de su distrito más que una vez en su vida, cuando fue a examinarse a Seúl, muchos años atrás. Pero aun entonces no se separó de sus compañeros estudiantes y pasó tantas horas encerrado en su habitacioncita ocupado en escribir sus lecciones, que apenas vió cosa alguna de aquella gran capital.
Cuando tuvo el espejo ante sus ojos, se enfureció como un demonio, conduciéndose exactamente igual que los acusadores del molinero.
En aquella cosa redonda que sostenía en la mano, vio a un hombre vestido con traje oficial, como sólo llevan los personajes importantes. Cubríase la cabeza con un sombrero alto y redondo, semejante al de los magistrados y de su oreja derecha colgaba una sarta de veintiocho cuentas de ámbar.
También notó el bordado del pecho, la pequeña cigüeña de plata que servía para sujetar los pliegues de la túnica del juez y en la cintura pudo notar un cinturón muy adornado.
Todo ello estuvo a punto de ahogarlo de furor, pues se figuró que había llegado al pueblo otro magistrado para quitarle su empleo.
¿Y qué sería de él, entonces? ¿Si perdía su alto cargo, cómo podría mantener a sus ancianos padres y a sus veinticinco parientes pobres? Y ya se vio sumido en una mísera vejez.
La cólera le impedía hablar y así hubo en la sala casi medio minuto de silencio. Ni siquiera las mujeres meneaban las lenguas. Todos se miraban mutuamente, en espera de lo que ocurriría luego.
Pero la paz duró muy poco, porque de pronto estalló la tempestad con toda su fuerza cuando la celosa esposa cogió a su marido por el moño para llevarlo a casa a rastras, pues temía que el magistrado estuviese tan colérico y celoso que acabara por ordenar la muerte del acusado.
Cuando el escándalo había llegado a su grado máximo, penetró en la sala un mensajero para anunciar la llegada del inspector real que estaba realizando un viaje por la provincia, y añadió que no tardaría siquiera cinco minutos.
En el acto la mujer celosa soltó a su marido. El magistrado, impuso orden, indicó a sus subordinados que ocuparan sus sitios respectivos de acuerdo con la etiqueta para recibir a los enviados del Rey. Luego el magistrado se arregló el moño y el sombrero que llevaba ladeado a causa de su estallido de cólera y salió para recibir a Su Señoría, el inspector real.
Una vez se hubieron terminado los saludos, hizo un ademán indicando a su superior que ocupara el asiento de honor. En cuanto se hubieron terminado todas las formalidades, aquel dignatario preguntó qué ocurría y de qué se trataba.
El magistrado local puso el espejo sobre un almohadón de seda y lo ofreció a Su Señoría, diciendo:
-Con permiso de Vuestra Señoría, este objeto nos ha convertido a todos en verdaderos demonios. ¿Qué es?
Entonces aquel caballero de la capital, que estaba acostumbrado a todas las comodidades y refinamientos de una gran ciudad y al esplendor de un palacio, explicó lo que era un espejo. Luego los reconvino suavemente por su tontería y los despidió, diciéndoles que cuando se enojaran o se dejaran dominar por los celos, fuesen a arrancar cinco nabos o se bebieran, despacio, una taza de agua de arroz antes de pronunciar una palabra colérica.
Entonces la mujer del molinero se arrojó al suelo y pidió perdón a su marido. Y toda la familia, jóvenes y viejos, mientras regresaban a casa, se reían con toda su alma de la equivocación sufrida.
Cuando un coreano empieza reírse, cuéstale a veces trabajo recobrar la calma, pero, media hora después, reinaba en la familia la mayor tranquilidad. Luego todos aquellos a quienes les fué posible, se compraron un espejo y las muchachas del pueblo, casi sin ninguna excepción, acabaron por tener el suyo propio. Y solían contemplarse el rostro con tanta frecuencia que la alfombra de papel engrasado que había delante del espejo, estaba desgastada en muchas casas.
En Seúl los fabricantes de espejos se preguntaron qué habría ocurrido en Wan-tu, cuyos habitantes habían comprado numerosos espejos, pero no pudieron averiguar la causa, aunque, naturalmente, estaban muy satisfechos de haber aumentado sus ventas.
026. Anónimo (corea)

No hay comentarios:

Publicar un comentario