Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 27 de mayo de 2012

El devorador del fuego

Hace muchísimo tiempo y dentro de una montaña situada al Suroeste de Seul, capital de Corea, vivía un gran Espíritu del Fuego. Siempre estaba hambriento y se alimentaba de todas las cosas que podían arder. Devoraba árboles, bosques, hierba seca, madera y todo aquello de que podía apoderarse. Y cuando alguna cosa no estaba a su alcance, se consolaba devorando piedras y rocas. Gozaba en la llama, lo consumía todo, pero las partes duras de su alimento, las sacaba luego por la boca en forma de lava.
Aquel Monstruo del Fuego, vivía casi siempre en un enorme volcán situado a cierta distancia, pero a la vista de la capital. Los habitantes de ésta solían observar el humo que salía del cráter durante el día y las llamas rojas que proyectaba por las noches, desde que se ponía el sol hasta el alba siguiente, es decir, hasta el momento en que el cielo parecía haberse incendiado. Luego, según decían, el Espíritu del Fuego encendía su palacio y, en las noches nubosas, el interior del volcán resplandecía como un horno. La masa de materias en fusión que había dentro del cráter se reflejaba en las nubes, de modo que casi era posible contemplar el interior de la barriga del monstruo.
Pero nada parecía tan sabroso al Espíritu del Fuego como las cosas construidas por los hombres, es decir, casas, cuadras, vallas y otras y un bocado escogido para él, que ardientemente deseaba devorar, era el Palacio Real.
Asomándose un día al borde del cráter pudo contemplarlo, brillante como la plata y le pareció nuevecito, como acabado de construir. Alzábase en la ciudad de Seúl. Entonces el monstruo chasqueó la lengua entusiasmado por la idea que acaba de ocurrírsele y murmuró para sí:
-Aquí tengo un magnífico festín. Cualquier día saldré de mi casa y me tragaré ese espléndido bocado. Es muy posible que eso no resulte del agrado del Rey.
Pero el Espíritu del Fuego no tenía prisa. Estaba seguro de que allí le aguardaba una buena comida, de modo que tuvo paciencia y esperó a que su amigo, el Viento del Sur, pudiese acompañarle en la expedición.
-Avísame cuando estés dispuesto -dijo el Espíritu del Fuego al Viento del Sur –y vas a ver qué magníficas llamas encendemos. Iremos allá de noche y bailaremos alegremente entre las llamas antes de que puedan arrojarnos una sola gota de agua. Y procura evitar que las nubes se enteren de nuestro proyecto.
El Viento del Sur, le prometió complacerle, porque siempre le gustaba hallar ocasiones de divertirse.
Así, pues, en cuanto se ocultó el sol y se hizo de noche, el Espíritu del Fuego abandonó su morada rocosa, en el volcán y se dirigió hacia Seúl. El Viento del Sur le acompañaba, saltando y jugueteando de tal modo que, en las calles de la capital, había una ventolera tan fuerte que nadie que se cubriese con un sombrero de anchas alas se atrevía a salir de casa, pues era casi seguro que una violenta ráfaga se lo arrancarla de la cabeza y lo haría desaparecer.
En cuanto a los que llevaban luto, es decir, que se cubrían la cabeza con sombreros cuyas alas tenían un metro de anchura y la copa tan alta como si fuesen verdaderas jarras para el agua, encerráronse en sus casas y se distrajeron jugando al ajedrez. Mientras tanto estaban ya dormidos todos los guardas del palacio y, por su parte, el Espíritu del Fuego se había preparado y dijo al Viento del Sur:
-Sopla ahora con toda tu fuerza mientras yo empiezo a lamer los tejados de las casas pequeñas. Así será mi apetito mayor para tragarme el palacio y, luego, tú y yo lo devoraremos en buena paz y compañía.
Cuando los habitantes de Seúl oyeron un poderoso rugido y muchos crujidos, levantaron las cortinas de papel de las ventanas para asomarse y averiguar lo que ocurría.
¡Vaya un huracán! ¡Qué llamas! Parecían subir al cielo con mil lenguas rojas que quisieran lamer las estrellas. Y los que las vieron en la dirección del Palacio casi llegaron a sospechar que había salido el sol. Pero en breve el estampido de los tejados que se caían, y las poderosas columnas de humo y de llamas rodeadas de nubes y de centellas, les dieron a entender la terrible verdad.
Y cuando salió el sol, sólo había un montón enorme de cenizas en los lugares que antes habían ocupado edificios bastante importantes. E incluso el humo había sido arrastrado a lo lejos por el viento.
Cuando el Rey, sus cortesanos y sus servidores, que estaban dentro del recinto del Palacio y que salvaron sus vidas echando a correr, reflexionaron acerca de la pérdida que habían sufrido, trataron de encontrar, ante todo, el modo de contener al Monstruo del Fuego, pues quizá se le metiera en el magín la idea de dar otro paseo y tragarse otra vez la vivienda real.
Reunióse a toda prisa un consejo de hombres sagaces y experimentados con objeto de resolver acertadamente acerca de aquel asunto. Muchas cabezas canas permanecieron largo rato inclinadas mientras buscaban una solución. Todos los encargados de extinguir los incendios, canteros, adivinos, domadores de dragones, en fin, todos los que tenían alguna habilidad, fueron invitados a dar su consejo acerca del mejor medio de combatir al hambriento Demonio del Fuego.
Después de pasar muchas semanas en busca de la solución del problema, convinieron todos en la necesidad de traer a Corea un dragón de China. Si se le dejaba en un marjal y se le alimentaba bien, era seguro que el sagrado animal impediría al Genio del Fuego que se acercara demasiado a Seúl. Además, el dragón conocía el modo de divertir y persuadir al Viento del Sur para que no hiciese ninguna travesura.
Así, pues, a costa de enormes sumas y esfuerzos, embarcaron y dejaron en un marjal uno de los mayores dragones chinos, capaz de hacer llover y de derramar toneladas de agua sobre sus enemigos. Se le tributaron honores reales, se le permitió llevar una sarta de cuentas de ámbar sobre su oreja, le dieron un sombrero de pelo de caballo, un cinto de noble y lo alimentaron con tantos nabos como quiso comer. En fin, en todos los detalles, fue tratado como si fuera el más querido favorito del Rey.
Pero todo fue en vano. El dinero y los honores fueron malgastados. El mimado dragón hacía llover con demasiada frecuencia, de modo que la tierra se había convertido casi en una ciénaga. Luego, cuando le recomendaron que no hiciese aquello, se enojó y olvidó sus deberes. Finalmente se puso gordo y se hizo perezoso y una noche se quedó dormido cuando debiera haberse quedado de guardia porque todos los vientos habían salido a bailar.
En cuanto el Genio del Fuego vio dormido a su guardián, abandonó la prisión del volcán y, cabalgando en el Viento del Sur, se dirigió a Seúl, de modo que, pocas horas después, devoró nuevamente el palacio del Rey.
Al día siguiente no quedaba de él más que cenizas, de las que el Monstruo del Fuego no hizo ningún caso, como si fuesen cáscaras de nuez después de haberse comido el fruto.
Derramando amargas lágrimas, el Rey y sus sabios consejeros, reuniéronse otra vez con objeto de buscar un medio mejor a fin de evitar las devastaciones del Genio del Fuego. Por su gusto lo habrían ahogado o hecho devorar por un genio más poderoso, en castigo de que ya dos veces había devorado el palacio.
Devolvieron a su patria al dragón chino y aquella vez, además de llamar a los adivinos, a los canteros, también invitaron a los poceros.
Durante muchos días los reunidos estudiaron numerosos mapas, hablaron de geografía, examinaron montañas y valles, sin olvidar el volcán y también hicieron un profundo examen de las corrientes de aire.
Por fin, un hombre famoso por su gran sabiduría acerca de la madera y el agua, de los bosques y de los ríos, habló así:
-Es evidente que el fuego siempre ha venido del suroeste y a lo largo de ese valle.
Señalaba con el dedo un punto dado del mapa y todos los demás dieron su asentimiento.
-Pues bien, en el camino que sigue el fuego, podríamos hacer un enorme estanque, casi un lago artificial, muy profundo, y allí se caería el Monstruo del Fuego. De este modo ya no podría perjudicarnos más.
-¡Excelente! -gritaron todos-. ¿Por qué no se nos habrá ocurrido antes esa idea?
Llamóse entonces a la capital a todos los poceros y a todos los constructores de zanjas y éstos, durante muchas semanas, trabajaron de firme. Luego en cuanto hubieron practicado una excavación enorme, la llenaron de agua del río inmediato hasta que el recipiente quedó cubierto por ella.
Aquella noche todos los habitantes de Seúl se acostaron, persuadidos de que ya estaba completamente seguro el nuevo Palacio Real.
Pero el Genio del Fuego, dándose cuenta de que ya no estaba el dragón y de que había llegado su oportunidad, salió del volcán, y se dispuso para celebrar otro banquete. Aquella vez el Viento del Sur estaba ocupado en otra parte y no pudo acompañarle. Así, pues, emprendió solo el camino, pero al llegar al borde del estanque tropezó, cayóse al agua y se mojó de tal manera que quedó helado y casi apagado de manera que, a pesar de sus esfuerzos, sólo pudo incendiar a medias el palacio.
Luego se volvió a su casa hambriento y gruñendo de ira.
Otra vez se congregó a todos los sabios del reino y el primer acto de éstos fué dar las gracias al constructor del estanque. El Rey lo llamó a su presencia para tributarle grandes honores, que hizo extensivos a sus hijos. Luego le regaló cuatro piezas de seda, cuarenta libras de blanco ginseng [1], un traje de piel de tigre, sesenta castañas secas y cuarenta y cuatro cuerdas de monedas de cobre. Cargado con tal riqueza y con aquellos honores, el buen hombre cayó sobre sus manos y sus rodillas y, profusamente, dio las gracias a Su Majestad.
Luego llamaron al Maestro Cantero, jefe del Gremio, para preguntarle si podría esculpir la figura de un animal capaz de comer llamas y que fuese lo bastante feo para asustar al Genio del Fuego.
El preguntado aguardaba precisamente aquella ocasión, pero hasta entonces, tanto el Rey como la Corte, no se habían decidido a realizar tan enorme gasto.
Pero, en fin, le dieron la orden y el cantero hizo extraer del corazón de una montaña un enorme bloque de granito blanco que se transportó a Seúl sobre rodillos, empujado y arrastrado por millares de obreros. Luego cubrieron el gran bloque con una enorme tienda de lona para guardar el secreto, con el fin de que no se enterase el Genio del Fuego y el maestro empezó a dirigir el trabajo.
Durante muchos días, semanas y meses, oíase sin cesar el ruido de los martillos y los cinceles hasta que, por fin, quedó listo el Gran Devorador de Fuego para ocupar su sitio permanente ante la puerta del Palacio, como Gran Guardián de los edificios y de los tesoros reales.
El Genio del Fuego se echó a reír cuando el Viento del Sur le dijo lo que estaban haciendo los coreanos de la capital, aunque el viento le avisó del peligro en que se hallaba de ser devorado a su vez.
-Una noche de éstas saldré para ver que es eso -contestó el Genio del Fuego.
Y, en efecto, cierto día, después del ocaso, salió en silencio del volcán y se encaminó a la capital. Estuvo a punto de ahogarse en el estanque, pero, recobrando el valor, continuó su camino hasta hallarse a corta distancia de la morada regia. Al darse cuenta de la proximidad del Genio del Fuego, el. Gran Devorador de Llamas, volvió la cabeza y se lamió los belfos, lleno de deseo de tragarse de un solo bocado al monstruo del mismo modo como un sapo se traga una mosca.
Pero en cuanto el Genio del Fuego pudo contemplar al Monstruo de Piedra, ya tuvo bastante. Ante él, y sobre un alto pedestal, había algo que nunca se vió en el cielo ni en la tierra. Estaba cubierto de unas escamas a prueba de fuego, como la salamandra, tenía el pelaje rizado y la boca poblada de enormes dientes. Y era tan espantoso que incluso infundió miedo al Espíritu del Volcán.
-¡Caramba! ¡Tiemblo en pensar solamente en que pudiera cerrar esos dientes sobre mí! -se dijo el Espíritu del Fuego mientras contemplaba el espantoso aspecto del Monstruo de Piedra-. Me parece que ese Monstruo tiene a la vez algo de caimán y de tortuga acuática. Mejor será que me vuelva a casa. No tengo más remedio que ayunar esta noche.
De este modo y sólo gracias a su terrible mirada, el Gran Devorador de Fuego, asustó al Genio del Volcán, el cual no volvió nunca más y así, en adelante, estuvo ya seguro el Palacio Real. Aun hoy el feo monstruo sigue de guardia. Y estoy seguro de que si lo vieseis aún os gustaría más esa historia.

026. Anónimo (corea)

[1] Los chinos consideraban en otro tiempo esta raíz como tónico maravilloso y sólo inferior al té.

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