Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 25 de mayo de 2012

El destino (1)

Érase una vez una familia. El hombre, que era el jefe de la ciudad, se había quedado viudo y tenía un hijo que era un joven muy trabajador y muy bien parecido. Decidió volverse a casar, con una muchacha joven y bella.
La madrastra se enamoró en seguida del muchacho, pero éste no le hacía el menor caso. El padre, debido a su trabajo, pasaba una noche en casa y otra fuera. La noche en que es­taba fuera, el muchacho se sentía como en una cárcel.
La madrastra sentía por el muchacho a la vez amor y odio e intentaba conquistarlo por todos los medios sin ningún re­sultado. Aprovechando una ausencia de su marido se propu­so seducirlo y le incitó para que hiciesen el amor juntos. El muchacho la rechazó sin reparos y ella, furiosa, se abalanzó sobre él cuando intentaba huir. Al cogerle de la camisa para retenerlo le arrancó un trozo de tela.
El chico logró escapar, rompiendo la puerta en su inten­to. Fue a refugiarse en casa de un amigo, a quien le contó el hecho tan desa-gradable que acababa de ocurrirle.
Al regresar el padre a su casa, la madrastra le explicó que su hijo había querido violarla y que ella había tenido que de­fenderse con todas sus fuerzas. El padre, ciego de ira, llamó a todos los mandatarios de la comarca y les dijo:
-Mi hijo ha cometido una acción infame, un hecho re­pugnante. Ha manchado mi nombre y eso merece un castigo. Tenemos que encontrarlo.
-Tienes razón, te ayudaremos a encontrarlo y vengare­mos la ofensa que te ha hecho -asintieron sus amigos.
La noticia fue corriendo y llegó a oídos del hijo, quien creyó que la única manera de conseguir el perdón de su padre era presentarse ante él y explicarle lo sucedido. Su amigo intentó por todos los medios disuadirle:
-No vayas, tu padre está muy enfadado y no querrá es­cucharte. Te matará antes de que hayas podido contarle nada.
-No me queda más remedio. Si de veras me quiere, me escuchará, estoy seguro, y me perdonará.
Y seguidamente partió al encuentro de su padre. Al en­contrarlo le dijo:
-Padre, sé que te han envenenado contándote que yo cometí una acción infáme, pero no es verdad. Si quieres de­mostrar la inocencia de tu hijo, si lo quieres de verdad, debe­mos ir ante un juez. Proba-blemente él nos solucio-nará este problema.
El padre, lleno de tristeza, escuchó atentamente aquellas palabras y, tras unos momentos de reflexión, contestó:
-No hay ningún problema si de veras sirve de algo.
Y se fueron los dos en busca de un juez.
Al encontrarlo le explicaron toda la historia y, al concluir, éste les dijo, después de haber meditado un rato sobre ello:
-La cuestión es muy simple. Si de veras el chico quiso violar a su madrastra, se puede demostrar. Quiero saber si el pedazo de camisa arrancado pertenece a la parte delantera o a la parte de atrás.
Mandó traer el trozo de tela que aún estaba en poder de la ma-drastra, quien lo entregó convencida de que sería la prueba definitiva para condenar al muchacho.
El juez lo examinó con atención y le dijo al padre:
-Señor, su hijo es inocente. Este pedazo de ropa perte­nece a la parte trasera de la camisa, y esto demuestra que se la rompieron cuando intentaba huir. Si por el contrario la ca­misa estuviese rota por delante, podríamos creer que era el muchacho quien atacaba a su madrastra. Su hijo es inocente porque huía de la mujer.
Tras escuchar el veredicto del juez, el padre abrazó a su hijo llorando y, pidiéndole perdón, le dijo:
-Hijo, no sé cómo he podido pensar que eras capaz de hacer una acción semejante. Me cegaron los celos y me dejé engañar por mi mujer. Perdóname.
-Yo sólo quería demostrar la verdad. Te quiero mucho, padre, por ello es muy importante que entre nosotros reine la paz y que tú estés orgulloso del hijo que lleva tu nombre.
El padre, después de recibir el perdón de su hijo, le pro­puso llevarlo delante del consejo para que viesen que era ino­cente y que volviese a la jaima para seguir viviendo juntos, pero el chico no aceptó:
-Padre, yo deseo irme muy lejos, donde el nombre que llevo sea desconocido, para que no lo vuelva a manchar.
El padre insistió:
-No es necesario, hijo, todo el mundo sabe que eres ino­cente. Quiero que permanezcas conmigo. No aumentes mi pena con tu marcha.
El muchacho le explicó a su padre que era preciso que se marchara, así podría conocer mundo y hacer una nueva vida.
El padre, tras esas palabras de su hijo, llenas de cariño, accedió a su petición, le preparó caballos y comida y se des­pidieron.
El chico estuvo cabalgando días y días sin rumbo fijo. Un día, cuando ya sólo le quedaba un mendrugo de pan seco y muy poca agua, se sentó para comer y descansar un poco. Al poco rato llegaron dos personas y le dijeron que él era quien debía invitarlos, pues había llegado el primero y así se debía actuar según la tradición.
-De acuerdo -dijo el joven-, lo que tengo nos lo re­partiremos entre los tres.
Comieron y bebieron de lo que él tenía. Mientras, les contó su historia y el porqué estaba allí. Como el nombre de su pa­dre era muy famoso, se quedaron extrañados de lo ocurrido y le invitaron a seguir el viaje en su compañía.
Siguieroñ cabalgando y vieron una casa, último vestigio de una ciudad que había sido asolada por un terremoto. Todos los habitantes habían muerto, excepto dos hermanas que vi­vían en la casa. La mayor llevaba luto y estaba siempre encerrada en su habitación, mientras que la pequeña miraba siempre por la ventana.
Al ver llegar a los tres jinetes avisó a su hermana y ésta le dijo:
-No es posible. ¿Quién quieres que venga a este lugar?
La pequeña insisitió en que fuese a mirar por la ventana y, al asomarse, vio, en efecto, aproximarse a los tres jinetes. Los recibie-ron con todos los honores y los acogieron durante tres días y tres noches, como manda la hospitalidad de los pue­blos árabes.
Pasados los tres días, las muchachas les pidieron que se quedasen a vivir con ellas. Pero había un problema: los amigos eran tres y las muchachas sólo dos. El muchacho les pregun­tó si conocían el nombre de su padre y, al responder afirmati­vamente, decidió que debía seguir su camino para cumplir la promesa que le había hecho.
Sus dos amigos se casaron con las hermanas y todos jun­tos celebraron el acontecimiento.
Al despedirse, la hermana mayor le entregó un anillo y le dijo:
-Siempre que quieras ver cumplidos tus deseos, debes darle la vuelta.
La más joven le prometió:
-Yo no te voy a dar nada, pero cuando te encuentres en un gran apuro, acudiré en tu ayuda.
Reanudó su viaje y tras unos días de camino encontró a un pastor que cuidaba un rebaño de cabras. Quiso saber a quién pertenecía y él le contestó:
-Es propiedad de una chica que tiene cuatro hermanos y dicen que quien se case con ella volverá a ser joven.
El muchacho se mostró incrédulo y le preguntó:
-¿Dónde vive esa chica? ¿Y sus hermanos qué hacen?
-Vive en aquella casa que se divisa a lo lejos. Ella siem­pre se queda en la casa, pero sus hermanos salen a combatir. Cada día se enfrentan a cien hombres, los matan a todos y vuelven victoriosos al anochecer.
-¿Por dónde se llega hasta la casa? -continuó pregun­tando.
-Es aconsejable que no vayas porque la chica tiene mie­do a sus hermanos y no te dejará entrar. Y si ellos te ven te matarán.
El muchacho volvió a insistir hasta que el pastor le indicó el camino.
Aquella noche se quedó acampado en las cercanías con la intención de visitar a la muchacha al día siguiente.
La chica tenía un libro muy antiguo, heredado de sus an­tepasa-dos, lleno de historias. En una de ellas aparecía su propio nombre y la historia de su vida junto al nombre y la historia del hombre con el que se casaría.
Cuando vio por la ventana que un desconocido se acer­caba a su casa, le gritó enfadada:
-¿Quién eres? ¿Qué quieres viniendo aquí?
El chico le dijo su nombre y que quería hospedarse aque­lla noche en su casa. Ella le contestó que era imposible y que se marchase. Pero al dar la vuelta para entrar, recordó de re­pente el nombre del chico y optó, a pesar del miedo que le inspiraban sus hermanos, por dejarlo pasar la noche en su casa.
Al regresar los hermanos de su feroz lucha, vieron en la cuadra un caballo y una silla de montar. Entraron apresura­damente a ver qué ocurría. La hermana les contó que tenía un huésped esa noche y que venía de muy lejos. Ciegos de ira, encerraron al muchacho en una habitación oscura y re­prendieron a la chica, diciéndole que no podía dejar entrar a nadie, que ya se lo habían dicho muchas veces.
Cuando sus hermanos estuvieron dormidos fue a ver al prisionero y le preguntó:
-¿Cómo estás?
-Yo muy bien. Hasta ahora nunca había encontrado una familia que tratase de este modo a sus huéspedes. Para te­nerme encarcelado hubiese sido mejor que no me ofrecieses tu hospitalidad.
La chica, afectada por las palabras del muchacho, fue a ver a sus hermanos y les recriminó su forma de actuar, dicién­doles que era una vergüenza tratar a los huéspedes de aquel modo.
Se convencieron y dejaron al hombre en libertad. Le pi­dieron disculpas y le invitaron a sentarse y a compartir la conversación con ellos. Quedaron todos sorprendidos por la profundidad y la importancia de todo lo que decía.
Permaneció en la casa algunos días más, pues la chica le había dicho que no podía partir hasta que ella se lo dijera. Mientras, los hermanos seguían luchando durante el día y vol­viendo a reponer fuerzas por la noche.
Una mañana el chico quería acompañarlos, pero el her­mano mayor objetó:
-Si tú vienes, tendremos que luchar contra quinientos hombres en vez de cuatrocientos.
La chica intercedió en su favor, diciendo que sólo las mu­jeres permanecían en casa, y así, de paso, podría saber si era valiente su futuro marido, tal como predecían las historias es­critas.
Tras unos momentos de vacilación, los hermanos opta­ron por llevarlo con ellos y partieron juntos a pelear.
Nada más llegar al campo de batalla vieron que, en efec­to, aquel día había quinientos hombres armados.
Cuando los vio, dijo a los hermanos de la chica:
-Dejadme a mí, yo solo lucharé contra ellos.
-Son muchos, no podemos permitirlo -le contestaron.
Insistió tanto, que llegó a convencerlos y accedieron no sin sentir temor. Pero muy pronto se tranquilizaron al ver que iba ganando terreno a sus adversarios y los vencía uno tras otro, hasta acabar con todos.
Uno de los hermanos regresó a la casa. La chica, al verlo, le riñó:
-Eres un cobarde. Has dejado a tus hermanos y a nues­tro hués-ped solos ante el enemigo. ¡Quizá hayan muerto!
Él, sonriendo, le contestó:
-No es cierto. Hoy, nosotros no hemos luchado. Al lle­gar al campo de batalla, nuestro huésped insistió en luchar solo contra el enemigo, y la batalla está finalizando a su favor.
Estuvo luchando hasta que no quedó ni uno vivo y regre­só donde estaban sus amigos sentados, contemplando el combate:
-Buena batalla hemos visto hoy. No sabíamos que fue­ses tan buen guerrero. Volvamos ya.
-No voy a regresar aún. Permaneceré un rato aquí y ven­dré más tarde.
Cuando llegaron solos, la hermana los reprendió muy en­fadada:
-¿Qué le ha ocurrido a nuestro huésped? ¿Cómo no vie­ne con vosostros?
Aceptó la explicación algo recelosa y empezó a preparar la comida.
Una vez solo, el muchacho apoyó su espalda sobre una roca y se quedó pensativo mirando los cadáveres esparcidos aquí y allá. De repente surgió de entre ellos un viejo con una larga barba blanca, que pasando entre ellos hacía que se le­vantaran, arreglaran sus vestiduras y se prepararan para par­tir de nuevo.
Se dirigió rápido hacia él, le llamó y le preguntó:
-¿Qué es lo que haces?
-Les doy a beber un agua que hace resucitar a los muertos.
Comprendió inmediatamente por qué sus amigos lucha­ban día tras día con el mismo número de hombres, entendió de dónde sacaba el enemigo tantos guerreros.
Mató al viejo y a todos los que ya habían vuelto a la vida y pensó: «Ahora sí que se acabó definitivamente.»
Regresó a la vivienda donde le esperaban sus amigos, con­versaron, comieron y se retiraron a dormir.
Al día siguiente los hermanos se levantaron temprano y se prepararon como de costumbre. Cuando llegaron al cam­po de batalla, lo encontraron lleno de cadáveres. Esperaron un buen rato, pero nadie se presentó para combatir aquel día.
Decidieron volverse a casa. La hermana, sorprendida de verlos llegar tan pronto, les preguntó la causa. Ellos le conta­ron lo que habían visto y le pidieron a su huésped si sabía algo de lo ocurrido. Éste les contó toda la historia del viejo y de los soldados que resucitaban y volvían a enfrentarse al día si­guiente con ellos.
Junto a un sentimiento de admiración se despertó un sen­timiento de envidia hacia este muchacho tan valiente.
La chica estaba cada día más interesada en él, hasta que un día le dijo que quería casarse, pero el muchacho le res­pondió que no podía ser a causa de la envidia de sus herma­nos. Ella insistió, porque se acordaba de la historia que había visto escrita y creía que podría convencerlos.
Les expuso sus intenciones y, tal como pensaba, le con­testaron que no lo aprobarían nunca. No insistió y se retiró ciega de ira. Por la noche, cuando todos dormían, se levantó y los mató con su propia espada.
Al día siguiente le contó al muchacho lo ocurrido, dicién­dole que no tenía otra opción porque no habían tenido en cuenta sus sentimientos hacia él.
Éste, aterrorizado, montó en cólera, la riñó muchísimo y se dispuso a marcharse. Pero ella lo retuvo, convenciéndole de que no podía haber hecho otra cosa porque estaba escrito que ellos dos tenían que casarse. Y le mostró el libro con las historias escritas.
Ya que lo hecho hecho está y nadie puede cambiar el rum­bo de la vida, aceptó a regañadientes.
Se casaron y vivieron felices mucho tiempo. Él se dedica­ba a la caza y ella al hogar. Pero el rey de aquel lugar, que siempre se había interesado por aquella muchacha tan her­mosa y nunca se había atrevido a acercarse a ella por miedo a los hermanos, cuando se enteró de que éstos habían muer­to decidió conquistar a la chica.
Se enteró de que su marido dedicaba todo el día a cazar y que podía ser fácil quitarlo de en medio. Envió unos solda­dos para asesinarlo, pero el muchacho los ganó y, en vez de matarlos, les fue cortando a uno la nariz, a otro la lengua, a otro un brazo... y los mandó volver a su señor. Éste insistió, mandándole un grupo más numeroso de soldados, a los que también derrotó.
La mujer estaba muy inquieta por estos hechos. Un día, antes de que su marido abandonase la casa, vio por la venta­na a numerosos soldados que la estaban rodeando. Éstos le gritaron que venían a llevárselo por orden del rey para ir a la guerra.
Él se puso a reír, salió, los mató a todos menos a uno, a quien envió al rey para que le contara lo ocurrido. Después salió tranquilamente a cazar como cada día.
El rey, cada vez más furioso, no sabía qué hacer, hasta que se le ocurrió consultar a una vieja. Le explicó sus planes y ella le dijo que no mandase más soldados a morir, que los reservase para cuando fueran necesarios. Tenía un plan me­jor, bien estudiado, que ella misma llevaría a cabo. Le pidió solamente dos hombres, unas cuantas joyas y que tuviera paciencia.
Esperó a que el marido saliera a cazar y aprovechó para hacerle una visita a la mujer y enseñarle las joyas que traía. Ella, como nunca recibía visitas, la dejó pasar sin recelar nada y quedó entusiasmada con las joyas que le ofrecía la vieja. Esta le explicó que vivía allí cerca y que se ganaba la vida ven­diendo joyas a las señoras. También le preguntó a qué se de­dicaban ella y su marido, con el fin de ganarse su confianza.
Volvió al día siguiente y también al otro, siempre aprove­chando las ausencias del marido. Hablaban y hablaban y em­pezaron a hacer-se confiden-cias. La vieja le sugirió que debería conocer mejor a su marido, que podían explicarse secretos mutuamente. La muchacha pensó que tenía razón, puesto que, aunque eran muy felices, no llevaban mucho tiempo ca­sados y se conocían poco.
Por la noche le dijo:
-Creo que deberíamos saber más cosas el uno del otro. Podríamos contarnos nuestros secretos. Primero empiezo yo y luego sigues tú.
La mujer empezó a hacerle confidencias y el hombre le explicó:
-A mí, lo que más me horroriza es perder un sequin [1] que llevo escondido en la espalda, que me da toda la fuer­za que tengo. Si llegara a ocurrir eso me quedaría inmóvil hasta morir.
Continuaron hablando y le explicó que también tenía un anillo que al darle la vuelta hacía que se cumpliesen todos sus deseos.
Cierto día, mientras limpiaba una gacela en el río, se dio cuenta de que había perdido el anillo. Pero no le dio dema­siada importancia.
Mientras tanto, las visitas de la vieja continuaban y la con­fianza entre las dos mujeres aumentaba. Un buen día le pre­guntó:
-¿Tu marido trae siempre alguna pieza cuando sale a cazar?
-Algunas veces sí y otras no. Depende de lo que encuen­tre o pueda coger -respondió.
La vieja permaneció silenciosa un rato y añadió que ella sabía que los días que no traía nada visitaba a una mujer muy bella que vivía en las cercanías. Añadió que no pretendía sem­brar la discordia entre ellos, sino que viviesen más felices y si le decía aquello era para que no se dejase engañar por él.
La mujer se quedó muy inquieta y empezó a sentir celos.
Al día siguiente la vieja, que ya sabía que el marido había perdido su anillo, le preguntó a la chica si sabía dónde estaba éste. Al responderle negativa-mente, añadió:
-Se lo ha regalado a esa hermosa mujer que visita. Si quieres yo puedo exorcizarlo para que deje de quererla y vuel­va a ti.
Muy preocupada y triste, la mujer aceptó la propuesta de la vieja, quien empezó a darle instrucciones:
-Debemos esperar a que duerma profundamente para quitarle el sequin, y cuando esté inmóvil, cerraremos bien puer­tas y ventanas. Me dejas sola en la habitación con él, quema­ré incienso y leeré algo para librarlo del hechizo de esa mujer.
La muchacha aceptó encantada.
Esperó impaciente el regreso de su marido. Por la noche cuando dormía le quitó el sequin y al acto su marido quedó sin sentido, completamente inmóvil. Llamó a la vieja y le dijo:
-Aquí está mi marido. Confío en ti para que lo libres de su mal.
La vieja hizo lo que habían acordado y salió de la habitación. Le comentó a la mujer, que esperaba impaciente, que no debía entrar, pues todavía tenían que salir los males del cuerpo de su marido. Ella así lo hizo, esperando su prontacuración.
Se marchó la vieja llevando consigo el sequin que le ha­bía quitado al hombre y lo entregó a uno de los soldados que aguardaban escondidos junto al camino. Al pasar junto al mar lo tiró al fondo y quedó clavado en una roca.
La vieja se fue a ver al rey y le explicó que el hombre a quien temía yacía indefenso en su cama. Era el momento de mandar a alguien a buscar a la mujer deseada.
Ordenó a unos hombres que la trajesen inmediatamente y anunció a las gentes de la comarca que se casaría en segui­da con ella, pues, según la leyenda, quería volverse joven.
La mujer, al conocer las intenciones del rey, le dijo que no era posible, que debía guardar luto por la muerte de su mari­do y que habría que aplazar la boda. Al rey no le quedó más remedio que aceptar y dijo a todo el mundo que al cabo de tres meses se casarían.
Mientras tanto, el marido, que seguía inmóvil en su cama, vio cómo llegaban los amigos que había dejado en la ciudad destruida con sus respectivas mujeres. Aparecieron cuando se encontraba en apuros, tal como le había prometido la her­mana menor. Éste se tiró al fondo del mar, recogió el sequin y se lo volvió a colocar en la espalda.
Se recuperó, preguntó qué había ocurrido y dónde esta­ba su mujer. Sus amigos le informaron de todo y decidió ir a buscarla. Recogió sus vestidos y sus joyas y dejó a sus ami­gos la casa y todo lo que en ella había.
Partió hacia la ciudad y al llegar cerca se disfrazó con las ropas de su esposa para poder buscarla mejor.
Deambulando por las calles encontró a una mujer muy po­bre rodeada de sus hijos. Estaba preparando la cena, como cada día, en una cacerola con agua puesta al fuego sobre pie­dras. Al preguntarle por qué lo hacía, ella le respondió que era para entretener el hambre de sus niños, a quienes decía:
-Dormid, niños, que pronto estará preparada la cena.
Apenado, se fue a comprar alimentos y ropa para esa fa­milia tan pobre y se hizo amigo de ella. Se quedó con ellos un tiempo y un día les contó su historia. La mujer le dijo que su esposa estaba en casa del rey, sin poder salir porque esta­ba de luto y sin poder hablar más que con mujeres.
Elaboraron un plan para visitarla:
-Yo he traído conmigo las ropas y las joyas de mi espo­sa. Tú intentarás entrar en la casa del rey con la intención de vendérselas a su futura esposa. Aunque al principio descon­fíe, quizá llegue a acceder para contentarla.
Así lo hicieron. La mujer pobre llegó hasta la puerta y ha­bló con los guardianes para que la dejasen pasar. Estos fueron a consultarlo con el rey y, mientras tanto, su futura esposa, que ya se había enterado de la presencia de aquella mujer, mandó llamarla.
Una vez estuvo ante su presencia le contó toda la historia de su marido y que estaba allí, muy cerca, para liberarla en el momento oportuno. Acordaron que al día siguiente ven­drían los dos, con muchos vestidos y joyas para escoger los más apropiados para la ceremonia.
Cuando estuvieron juntos, la mujer se mostró muy emo­cionada y feliz. Le pidió que perdonase su debilidad al creer las patrañas de aquella vieja y confiar en ella, pues su única intención era recuperar su amor y así vivir juntos y felices.
El marido la perdonó de todo corazón y le dijo que a par­tir de los errores se podía aprender y empezar de nuevo. Y se dispusieron a planearlo todo para salir de la situación en la que se encontraban.
Como faltaba poco tiempo para que se acabase el luto y se celebrase la boda, fueron cada día a ver a la mujer para prepararle un bonito ajuar, a lo que el rey no se opuso.
El día señalado, la muchacha, después de la ceremonia, se retiró a sus habitaciones, en las que le estaba aguardando su marido.
La fiesta fue un gran acontecimiento. Todo el mundo co­mió y bailó hasta muy tarde. El rey se había casado por fin con la muchacha y recuperaría su juventud.
Cuando fue al encuentro de su esposa, el marido, que le esperaba escondido, lo mató. Le cortó la cabeza y lo enterró.
Pasaron juntos la noche y al día siguiente se vistió con las ropas del rey y se presentó ante su gente. Todos creyeron que se había cumplido la leyenda.
Juntos gobernaron aquel país durante muchos años, con gran sabiduría y justicia. Fueron muy felices y tuvieron mu­chos hijos.

051 Anónimo (saharaui)

[1] Sequin: Cuchillo pequeño.

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