Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 29 de mayo de 2012

De los fameliars

Bajo el puente de Santa Eulalia -el que en sólo una no­che construyera el Diablo -crece una minúscula hierbeci­lla, una especie de musgo, la noche de San Juan.
Aquella hierba tiene una vida efímera, muere nada más nacer y, a la mañana siguiente, no queda el menor rastro de ella.
Pues bien; en Eivissa cuentan que, el que pasa la vigilia de San Juan bajo el puente y consigue introducir una briz­na de aquella hierba en una botella negra, ha capturado un fameliar.
Tener un fameliar puede ser una buena cosa, pero pue­de, también, conver-tirse en un incordio. Es un espíritu, ge­neralmente bueno y sin intenciones aviesas que, adminis­trado correctamente, resulta de un valor inmenso en las faenas del campo. Y es precisamente allí, en la campiña ibi­cenca, donde los fameliars tienen mayor predicamento. Los buenos campesinos, con su proclividad a los relatos de es­píritus, son testivos vivientes -a veces, incluso, sin saber­lo- de un legado de tradiciones que afianzan las raíces de su idiosincrasia en remotísimas etapas de la historia.
El fameliar es -o ha sido- en Eivissa lo que los «ma­nes» en el lar romano; espíritus pertenecientes al clan a los que en la isla se les ha dado, sin embargo, una función es­pecífica: trabajar o comer. Cuando el fameliar sale de la botella -adoptando una imagen no precisamente hermosa, en forma de hombrecillo de cuerpo muy pequeño y cabeza deforme- lo hace repitiendo machaconamente: ¡feina o menjar! ¡feina o menjar! y no para hasta que se le ha dado en abundancia una de ambas cosas. Lo malo es que los fameliars son rapidísimos tanto para el trabajo como para la comida en la que, por otra parte, son bastante exigentes. Es necesario, pues, que el propietario de uno de esos espí­ritus tenga en perspectiva cuantas faenas mejor; de lo con­trario, se expone a volverse loco soportando la machacona cantinela de ¡feina o menjar! ¡feina o menjar! hasta conse­guir volverle al interior de la botella, operación que no siem­pre resulta fácil.
De los fameliars -que en Menorca son también conoci­dos aunque con el nombre de diables boets- se cuentan historias sin número: casas levantadas en una sola noche, sementeras aradas y sembradas en un santiamén, robustos puentes construidos en un abrir y cerrar de ojos y, en fin, toda clase de trabajos, los más duros y fastidiosos, ejecu­tados en menos tiempo del que se tarda en contarlo.
Pero también se cuenta de ellos algún chascarrillo, como el que le ocurrió a aquella mujer, tocada -¡cómo no!- de una incurable curiosidad.
Fue el caso que su marido, harto de no dar abasto a sus innumerables trabajos, decidió hacerse con la ayuda de un fameliar y se dio buena maña en conseguirlo. Un buen día se presentó en la casa, con el espíritu encerrado en la bote­lla, y, desde entonces, las cosas marchaban mucho mejor en la finca. El hombre no andaba siempre reventado, la mu­jer atendía mejor sus ocupaciones y al fameliar no le falta­ba trabajo.
En una ocasión, hallándose sóla la madona en el predio, decidió mandarle trabajo al duende de la botella. Su marido sé lo tenía prohibidísimo pero ella se creía muy preparada para repartir órdenes y, sin pensarlo dos veces, destapó la botella.
Al punto apareció el enano bramando: ¡feina o menjar! ¡feina o menjar!, saltando junto a ella, como un energú­meno.
La buena mujer se aturulló un poco pero se repuso en seguida. Primero le ordenó almacenar los sacos de trigo, luego recomponer las paredes de los bancales, más tarde cortar leña, encender el fuego, blanquear los muros... La madona no sabía qué más mandarle al enano que trabajaba sin descanso, con una rapidez endiablada.
Pensando, tal vez, que una buena manera de mantenerle entretenido sería dándole una abundante comida, la payesa le presentó el barreño con la ración preparada para los cer­dos. ¡A buenas horas iba a pensar ella que aquella repelen­te figura fuera tan remilgada! Aquí fue cuando se armó el cisco. El fameliar no quiso ni oler la bazofia y saltaba y gri­taba más que nunca, sin dejar de repetir su estribillo.
La apurada campesina tuvo que darle, al fin, todos los panes y quesos de la despensa y recurrir a todo su ingenio para manenerle enfrascado en algún trabajo, al menos hasta que regresara su marido.
-¡Feina o menjar! -gritaba ya el fameliar, limpiándose su bocaza con el dorso de la mano.
-Toma esta bolsa de lana negra -le dijo la madona-, ve a lavarla al arroyo y no vuelvas hasta no haberla dejado blanca del todo.
Allí lo encontró el payés, de regreso a su casa, renegando y fregando los mechones de lana, sin ver la manera de blan­quearla, hasta que, de alguna manera, el hombre consiguió convencerle para que abandonara y se metiera de nuevo en la botella.

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. Anónimo (balear-eivissa)

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