Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 29 de mayo de 2012

De los barruguets

La pequeña colina, otro tiempo inmediata a la ciudad de Eivissa y hoy alcanzada ya por el continuo crecimiento de las edificaciones urbanas, es el Puig d’es Molins.
Desde que a la pitiusa mayor se la conocía como Ebes­sos y pasan-do por sus sucesivas denominaciones de Eresos, Ebusos, Ebussus, ínsula Augusta o Yebisah, el Puig mantu­vo siempre su función específica de lugar de enterra-mien­to. Curiosamente, allí no sólo reposaban los naturales de la isla, sino tambien los acomodados señores de la potencia que, a la sazón, la dominaba y que adquirían en la colina su sepultura a la que dejaban ordenado fueran llevados sus despojos, desde los más remotos confines del Mare Nos­trum.
La paradisíaca belleza de la isla, la secular bondad de sus gentes y lo tranquilo de su ambiente, eran apreciados por los magnates de la antigüedad que, con sus caprichosos deseos introdujeron -ya entonces- la costumbre de com­prarse unos palmos de terreno en Eivissa, con vistas a dis­frutar de su «parcela» por toda su eternidad.
Algo así como una lejana premonición de las actuales y no siempre adecuadas urbanizaciones, pero con un carácter evidentemente muy distinto.
Con el tiempo, se terminaron la paz y la quietud en la «casa de los muertos». Llegaron los salteadores de tumbas, olfateando los funerarios ajuares de los inquilinos del Puig y, uno a uno, de las más variadas formas, los sepulcros fue­ron abiertos y vaciados de su contenido, más o menos rico, más o menos valioso.
Eivissa pudo, no sin pocos esfuerzos, retener en su mu­seo alguno de aquellos importantes hallazgos.
El Puig d'es Molins, por otra parte y según la leyenda, fue desde siempre la guarida de otros espíritus domésticos de la particular tradición isleña: es barruguets. No es que éstos -llegados hasta aquí de la mano de las antiguas reli­giones- tuvieran, precisamente, aficiones necrofílicas. Los barruguets, por el contrario, donde más a gusto se hallaban era en compañía de los vivos, a los que gustaban de fastidiar con sus travesuras: revolver la casa mientras la gente dor­mía, esconder objetos en inverosímiles lugares, asustar a las bestias cuando se acercaban al abrevadero, esconderse en las cisternas e impedir izar los pozales con el agua, etc., etc. De todo esto, podían librarse también temporalmente aque­llos que tuvieran un barruguet en su casa, si tomaban la precaución de dejar siempre a su alcance abundantes racio­nes de pan y queso, su manjar preferido.
Ni cambiarse de casa con el mayor sigilo, daba resulta­do. Cuentan que una familia lo intentó, cansada de las pe­saduras de un invisible duende, y fue trasladando, día a día, sus enseres a un nuevo domicilio. Sólo quedaban, al fin, cua­tro cachivaches que cargaron entre todos y salieron, cerran­do cuidadosamente la puerta. ¡Al fin iban a verse libres de aquella pesadilla! A medio camino, sin embargo, la mujer advirtió su descuido: había olvidado la parrilla. No queda­ba más remedio que volver a por ella. «No importa que volváis -le dijo, como divertida, una extraña voz- la trai­go yo.» Y todos pudieron ver como la parrilla, suspendida en el aire, apocos palmos del suelo, les seguía en la mudan­za. Su barruguet particular no les había abandonado.
A diferencia del fameliar, el barruguet es, en las curiosas tradiciones ibicencas, el espíritu malo. Se hace, necesario, por tanto, adornarles con historias de mayor porte que las travesuras citadas y se les responsabiliza de actuaciones un tanto diablescas, intentando conferirles el deseado carisma maléfico. Pero, aún así, los barruguets no pasan de ser unos simples aficiona-dos en las artes del mal. Hoy calificaríamos aquellas actuaciones suyas como vulgares gamberradas.
Veamos algunas:
Una buena mujer, madre de una criatura de pocos días, regresaba a casa cuando advirtió abandonado en una cune­ta, cerca de la catedral de Eivissa, a un recién nacido que se desgañitaba, llorando de hambre. La buena mujer se compadeció, tomó la criatura en brazos y se la llevó a casa. «Donde come uno, comerán dos», pensó y, desabrochándo­se el corpiño, ofreció uno de sus pechos al niño. El hambre del pequeño parecía no tener fin y, por otra parte, la mujer notaba con extrañeza el contacto de unos dientes en su pe­zón.
-Tu ja tens dentetes per menjar favetes -le dijo.
-¡I dentasses per menjár favasses! -tronó el mamón, tomando la forma de un enano barbudo, fastidiado al verse descubierto prematuramente en aquella agradable función.
A la mujer, es de suponer el sofoco que le causó aquel barruguet que, olvidándose de su condición de invisible, practicaba con notable éxito actividades de auténtico trans­formista.
También fue mayúsculo el susto que se llevó el arcipres­te de Santa María por recoger, de noche, un cabritillo aban­donado, cerca de la Portella. El buen cura lo resguardó bajo su manteo y echó a andar hacia la iglesia. Al llegar a la puerta del templo, el reverendo resoplaba; nunca hubiera creído que aquel animal fuera tan pesado. Se paró, abrió su capa y casi se muere del susto al ver en sus brazos a un cabronazo, hecho y derecho, de retorcidos cuernos que, des­prendiéndose del cura, salió al galope, calle abajo, atronan­do la noche con los golpes de sus pezuñas.
¡A saber qué pretendía el barruguet, caracterizado de aquella forma, del infeliz reverendo!   

Fuente: Gabriel Sabrafin


092. Anónimo (balear-eivissa)

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