Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 29 de mayo de 2012

Crucificados sobre las murallas de medina mayurka

El conde de Ampurias, testarudo y tenaz, deseoso de termi­nar cuanto antes con el definitivo asalto a la ciudad, andaba hacía tiempo enfrascado en la excavación de una mina bajo los muros que la defendían. La fortifcación se resentía ya de los muchos embates recibidos y eran considerables los estragos obrados en las ya maltrechas murallas. Se abrían grietas, se desmoronaban torres y enormes brechas presagiaban a los sitiados una derrota que, aunque se aprestaban a vender cara, era de cada día más in­minente. Las máquinas de guerra batían a pedradas los muros y el interior de la ciudad, y los sitiadores en justa réplica, respon­dían con calderas de pez y aceite hirviendo, lluvias de flechas y quizás las mismas piedras lanzadas por los cristianos, eran de­vueltas con la misma agresividad por los almohades.
Advertidos los sitiados de que si la estratagema del de Am­purias daba resultado, abriría en las murallas un boquete irre­parable allí donde más duramente era castigada la ciudad, deci­dieron obrar con astucia para desviar de aquel lugar las embes­tidas del enemigo. El plan era atrevido y probablemente obra de Gil de Alagón, antiguo caballero cristiano, llegado a Mallorca años atrás, renegado y apartado de su fe, que servía ahora con el nombre de Mohamed al rey moro de la isla y en cuyo nombre llegó a parlamentar con los enviados de Jaime I en algunas oca­siones.
Empezaba al mes de Diciembre y no debía ser cómodo so­portar el frío del campamento, ni librar combates y escaramu­zas bajo la lluvia helada o el azote de la tramontana. Aquella no­che, como todas, se cargaron los trabuquetes, las catapultas y los fonevols con piedras de todos los tamaños, se prepararon las ballestas, los arietes y las torres de asalto y se dejó todo dis­puesto para, nada más clarear el alba, arremeter de nuevo contra la ciudad.
Mientras tanto, al otro lado de los muros, un puñado de pri­sioneros cristianos, eran sacados de sus mazmorras, desnudados y atados a unas cruces que, al amparo de las sombras, colocaron los sitiados sobre la parte más castigada de las murallas.
Grande fue el estupor del rey Jaime al despuntar el día y ver aquel escudo humano interpuesto entre sus armas y la ciudad que estaba acosando. Ningún soldado se atrevió a lanzar una sola piedra sino que, desconcertados ante la argucia del enemigo y parapetándose como podían, acercábanse al foso sobre el que se alzaban los crucificados y les tranquilizaban diciendo que no dis­pararían hacia ellos sus armas. Muy a pesar suyo sin embargo, ya que, obrando así no podrían tomar la ciudad y no sería bueno que por ellos la per-dieran. Los infelices prisioneros, ateridos de frío pero imbuídos en un espíritu altamente heróico, replicaron a sus compañeros que aquél día, más que nunca, debían redoblar sus ataques y que no fueran sus cuerpos crucificados obstáculo para su descargas. Si Dios les había reservado -decían- aquel final honroso en la cruz, estaban seguros de que su alma entraría directamente en la gloria como la de auténticos mártires por la fe.
El rey Jaime tuvo, entre tanto, el consejo de sus nobles y ca­pitanes que, más prácticos o menos escrupulosos, le conminaron a no flaquear ante aquel escarnio de los descreídos sarracenos. Convencido al fin, ordenó que aquel día combatieran todos con ardor nunca visto y se concentraran los tiros de todas las máqui­nas de guerra donde estaban los crucificados, a cuyos pies el conde de Ampurias estaba dando fin a su trabajosa y larga labor de zapa. Una lluvia de piedras se precipitó sobre aquellos infe­lices. Durante horas y horas silbaron las flechas y reventaban los pedruscos que, convertidos en mil proyectiles se esparcían por todos lados en medio de la algarabía del combate «e fou virtud de Déu que las pedras dels trabuchs si ferían entorn axi que'ls cabells ne menavan e no n'hi hach nengú que fos férit que menys ne valgués ne'n morís». Es decir, que no hubo muertos ni tan sólo heridos. Sólo algún ligero ondear de cabellos producido por alguna piedra que la providencia no alcanzó a desviar lo suficien­te para evitar el susto de aquellos infelices.
Entrada ya la noche y viendo los moros el fracaso de su artimaña, retiraron a los cristianos de las cruces y devolviéron­los a las mazmorras en espera, tal vez, de una mejor ocasión.

Fuente: Gabriel Sabrafin

092. Anónimo (balear-mallorca-palma)

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