Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 27 de mayo de 2012

Cómo fin fue al reino de los hombres grandes

Fin y sus hombres se encontraban en vel Puerto de la Colina de Howth, en lo alto de un montículo a resguardo del viento y del sol, en un lugar donde se podía ver todo el mundo y donde nadie podía verlos, cuando divisaron una mancha negra acercándose des­de el oeste por el mar. Al principio pensaron que era la negrura de una tormenta; pero, cuando se acercó más, descubrieron que se trataba de un barco. El cual no arrió velas hasta que entró en el puerto. Había tres hombres en él; un guía en la proa, otro, el piloto, en la popa, y el último con los jarcias en el centro. Desembarcaron, y arrastraron el barco hasta siete veces su longitud, dejándolo sobre la hierba seca y gris, donde los eruditos de la ciudad no pudieran hacerle objeto de risa y ridículo.
Después caminaron hasta un lugar excepcional­mente verde y hermoso, donde el primero alzó y ali­neó un puñado de enormes piedras y gigantescos cantos rodados, tan bonitos que no los había igual en toda Irlanda; y esto hizo. El segundo levantó una plancha de pizarra, y la preparaó para servir de tejado para la edificación, que no la había más bella en Irlanda; y esto fue lo que hizo. El tercero cogió un montón de virutas, y las destinó como maderamen para la casa, y no lo había mejor en Irlanda; y esto fue lo que hizo.
Todo esto causó gran asombro a Fin, que bajó hasta aquellos hombres para hacerles un millar de preguntas que ellos contestaron. Les preguntó de dónde eran y a dónde se dirigían.
"Somos tres héroes a quienes el rey de los Hom­bres Grandes ha enviado para desafiar a combate a los Fianos", contestaron.
Entonces él preguntó, "¿cuál es la razón que os guía para empren-der tal empresa?"
Y ellos contestaron que no lo sabían. Que habían oído que eran hombres fuertes, y habían venido a proponerles combate. "¿Está Fin en ca­sa?", inquirieron.
"No, no está", contestó Fin (grande es el aferra­miento del hombre a la propia vida). Después, les obligó, bajo cruces y conjuros, a no moverse del lugar donde estaban hasta que le volvieran a ver.
Entonces se fue, preparó su barca con la popa dando a tierra y la proa al mar e izó las velas bien altas contra el largo y robusto mástil de forma de lanza. Surcó las olas encrespadas con el abrazo del viento, algo más que una suave brisa, y se deslizó a lo largo de la costa, aprovechando la rápida marea.
Fin, el guía, iba en la proa, el timonel en la popa y los jarcieros sobre el corazón de la nave que no se detuvo para nada hasta llegar al reino de los Hombres Grandes. Allí desembarcaron y tiraron de la barca hasta la hierba gris. Fin caminó tierra adentro, hasta que encontró a un caminante Grande, al que pre­gúntó quién era.
"Yo soy el Cobarde de Pelo Rojo del reino de los Hombres Grandes", contestó el desconocido, "y tú eres el que ando buscando. Grande es mi estima y res­peto por ti; eres la mejor doncella que he visto jamás; harás de enano para el rey, y tu can, pues le acompa­ñaba Bran, de perro faldero. Hace mucho tiempo que el rey desea un enano y un perro faldero".
Y se llevó a Fin con él; pero encontraron otro Hombre Grande, que quiso quitarle a Fin. Empeza­ron a luchar; y cuando ya se habían hecho girones toda la ropa, dejaron que Fin fuese quien decidiera. Y eligió al primero, el cual le llevó al palacio del rey, cuyos notables y altos nobles inmediatamente se congregaron para ver un hombre tan pequeño. El rey lo levantó en la palma de su mano, y dio tres vueltas por la ciudad con Fin en una palma y Bran, el perro, en la otra. Preparó para él un lugar para dormir, al pie de su propia cama.
Fin esperaba, vigilaba y observaba todo aquello que tenía lugar en la casa. Observó que el rey, tan pronto como se hacía de noche se levantaba y se iba, y ya no regresaba hasta la mañana. Esto le llenaba de asombro, hasta que un día le preguntó al rey por qué desaparecía todas las noches y dejaba a la reina sola.
"¿Por qué lo preguntas?", quiso saber el rey.
"Para satisfacer mi curiosidad", explicó Fin; "porque me está causando gran asombro".
El rey sentía gran simpatía por Fin; nunca había visto nada que le agradara más que él; así que se lo contó. "Hay un gran monstruo", dijo, "que quiere a mi hija en matrimonio, para hacerse con la mitad de mi reino; y como no hay en el reino otro hombre capaz de enfrentarse con él más que yo; cada noche tengo que ir a sostener combate".
"¿No existe", preguntó Fin, "ningún otro hom­bre que lo combata más que tú?"
"No hay ni uno", afirmó el rey, "que pueda hacerle batalla una sola noche".
"Es una lástima", añadió Fin, "y que a éste le lla­men el reino de los Hombre Grandes... ¿Es él más grande que tú?"
"No tienes que preocuparte por eso", dijo el rey.
"Me preocuparé", aseveró Fin, "descansa esta noche, que yo iré a encontrarme con él".
"¡¿Que tú...?!", exclamó el rey entre risas; "tú no aguantarías ni medio golpe de él".
Cuando se hizo de noche, y todos los hombres se fueron a descansar, el rey se disponía a salir como de costumbre; pero Fin logró convencerle para que le dejase a él. "Yo le combatiré", le decía, "y a menos que sepa algún truco le venceré".
"Estoy empezando a considerarlo", añadía el rey entre bombas; "dejarte ir hoy, y descansar yo, pues estoy muy cansado ya que me da tanto que hacer".
"Duerme a placer esta noche", exclamó Fin, "y déjame ir; si viene sobre mí con demasiada violencia, correré hacia casa".
Fin partió y llegó al lugar donde había de librarse el combate. No vio a nadie ante él, y comenzó a andar de un lado a otro. Al fin, vio al mar levantarse en hor­nos de fuego y cómo una gran serpiente se aproximó al lugar donde él estaba. Aquel enorme monstruo miró hacia Fin. "¿Qué es esa pequeña mota que dis­tingo ahí?", preguntó.
"Soy yo", contestó Fin.
"¿Qué estás haciendo aquí?"
"Soy un mensajero del rey de los Hombres Gran­des. El se encuen-tra sumido en una gran pena y des­gracia pues la reina acaba de morir; yo he venido a preguntarte si serías tan gentil como para marcharte a casa esta noche, sin causar problemas al reino."
"Lo haré", aceptó el monstruo; y se alejó, como el ronco zumbido de una canción lejana.
Fin volvió al palacio del rey, y se acostó en su cama, al pie de la del rey. Cuando el rey despertó, empezó a gritar, lleno de agitación: "¡Mi reino está perdido, y mi enano y mi perro faldero muertos!"
"No lo están", gritó Fin; "aquí estoy todavía; y tú has podido dormir, cosa que, según decías, te era difí­cil conseguir".
"¿Cómo pudiste escapar con vida", preguntó impaciente el rey, "siendo tan pequeño; pues, hasta para mí, siendo yo tan grande, él es más que su­ficiente?"
"Aunque tú seas grande y fuerte", dijo Fin, "yo soy rápido y astuto".
La noche siguiente se disponía de nuevo a salir; pero Fin le dijo, "duerme también esta noche; yo iré en tu lugar, y volveré a menos que venga un héroe mejor que aquél".
"Te matará", aseguró el rey.
"Correré ese riesgo", dijo Fin.
Y allá fue, y, tal como había sucedido la noche anterior, no vio a nadie; y comenzó a caminar sin rumbo de un lado a otro hasta que vio al mar levan­tarse en hornos de fuego y a la gran serpiente; y aquel Hombre Inmenso apareció.
"¿Aquí estoy", repitió Fin, "y éste es mi recado: cuando pusieron a la reina en el ataúd, y el rey oyó como lo claveteaban, al primer golpe del carpintero, se le rompió el corazón de dolor y de pena; y el Parla­mento me ha enviado para pedirte que vayas a casa esta noche, hasta que entierren al rey".
El monstruo se alejó también aquella noche, con su ronco zumbido de canción lejana; y Fin volvió a palacio a la hora conveniente.
Por la mañana, el rey se despertó con gran inquie­tud, gritando, "¡mi reino está perdido, y mi enano y mi perro faldero muertos!" y de nuevo se alegró enor­memente al ver que Fin y Bran estaban vivos, y que él mismo había disfrutado su descanso nocturno otra vez, después de haber estado tanto tiempo sin dor­mir.
Fin acudió de nuevo la tercera noche, y todo suce­dió como las anteriores. No había nadie y comenzó a andar de acá para allá. Luego vio al mar levantarse, y el Gran Monstruo apareció. Este vio a la pequeña mota negra y le preguntó quién era y qué quería.
"He venido a combatir contigo", dijo Fin.
Fin y Bran empezaron el combate. Fin retrocedía, y el Hombre Inmenso le acosaba. Entonces Fin le gritó a Bran, "¿vas a dejar que me mate?"
Bran tenía una garra venenosa; y saltó sobre el Hombre Inmenso clavándosela en el esternón, hasta que le sacó el corazón y los pulmones. Fin desenvainó su espada, Mac-a-Luin, y le cortó la cabeza; la ató con una cuerda de cáñamo, y con ella regresó al palacio del rey. La llevó a la cocina, y la dejó detrás de la puerta. Por la mañana, el sirviente no podía abrirla. El rey bajó y vio la Enorme Masa; la cogió de la parte superior y la levantó, y supo que era la cabeza del Hombre que había combatido con él durante tanto tiempo, no permitiéndole dormir.
"¿Cómo diablos", exclamó, "ha llegado esta cabe­za hasta aquí? Porque seguro que no ha sido mi enano quien lo ha hecho".
"¿Por qué no iba a ser él?", dijo Fin.
La noche siguiente el rey quería ir él mismo al lugar del combate; "porque", repetía una y otra vez, “uno más grande que el anterior vendrá esta noche, y el reino será destruido, y a ti te matará; y yo me que­daré sin el placer de tenerte conmigo".
Pero Fin fue, y aquel otro monstruo llegó, cla­mando venganza por su hijo, y dispuesto a apode­rarse del reino entero, si nadie le presen-taba un combate igual. Fin y él empezaron el combate. Fin iba retrocediendo, hasta que le dijo a Bran, "¿vas a dejarle que me mate?"
Bran emitiendo un gruñido, se alejó y se sentó en la playa. Fin seguía acosado en su retirada, y llamó de nuevo al perro. Entonces, Bran saltó y clavó su garra venenosa en el pecho del Hombre Enorme, y le sacó el corazón y los pulmones. Fin le cortó la cabeza, y se la llevó, para dejarla delante del palacio.
El rey se despertó presa del terror, y gritó, "¡mi reino está perdido, y el enano y el perro faldero muertos!"
Fin se levantó y dijo, "no lo están"; y la alegría del rey no fue pequeña cuando, desde la puerta de pala­cio vio la cabeza que había delante.
La noche siguiente vino a la orilla una Enorme Bruja de dientes que parecían una rueca. Hizo sonar su escudo a modo de desafío, y rugió, "has matado a mi marido y a mi hijo".
"Así es; los maté", asintió Fin.
Y empezaron la lucha; y era más difícil para Fin defenderse de los dientes que de la mano de la Bruja Enorme. Cuando ésta casi lo tenía en su poder, Bran le clavó su garra venenosa, y la mató como había hecho con los otros. Fin recogió la cabeza, y la dejó ante palacio. El rey se despertó de nuevo presa de gran agitación, y gritó, "imi reino está perdido, y mi enano y mi perro faldero muertos!"
"No lo están", repitió Fin en respuesta.
Y cuando salieron al jardín y el rey vio la cabeza, dijo, "mi reino y yo tendremos paz para siempre, des­pués de esto. La madre de los monstruos está muerta; pero, dime quién eres tú. Habían profetizado que sería Fin-mac-Coul quien traería la paz, pero ahora sólo tiene dieciocho años de edad. ¿Quién eres tú, entonces; cómo te llamas?"
"Jamás se ha erguido nadie", repondió Fin, "sobre piel de vaca o caballo, a quien yo negase mi nombre. Soy Fin, hijo de Coul, hijo de Looach, hijo de Trein, hijo de Fin, hijo de Art, hijo del joven Gran Rey de Erin; y ya es tiempo de que me vaya a casa. Ha sido saliéndome mucho de mis costumbres como he venido hasta tu reino pero antes quiero que sepas la razón por la que he venido: averiguar qué injuria te hemos hecho, para qué enviases a tres héroes a pedirme combate y traer la destrucción sobre mis hombres".
"Nunca me has hecho injuria alguna", dijo el rey; "y te pido mil perdones. Mas yo no envié a los héroes contra ti. No es verdad lo que dijeron. Son tres hombres que cortejan a tres mujeres mágicas; éstas les dieron sus camisas y, cuando las llevan puestas, cada uno es capaz de combatir con más de cien hom­bres. Pero cada noche deben quitarse las camisas, y ponerlas en el respaldo de la silla; y, si alguien se las robara, al día siguiente serían tan débiles como cual­quier otro hombre".
A Fin le fueron otorgados todos los honores, y cuanto el rey pudo darle; y cuando partió, el rey y la reina y toda su gente bajaron hasta la orilla a darle su bendición.
Fin zarpó de nuevo en su barca, y, navegaba cerca de la costa, cuando vio a un hombre joven corriendo y llamándole a gritos. Fin acercó su barca a tierra, y le preguntó qué quería.
"Soy", dijo el joven, "un buen sirviente en busca ­de amo".
"¿Qué trabajos sabes hacer?", preguntó Fin.
"Soy el mejor adivino que existe”, contestó el joven.
"Salta a bordo, entonces". El adivino saltó, y pro­siguieron el viaje.
No habían ido muy lejos, cuando otro joven, corriendo, les llamó la atención.
"Soy", decía, "un buen sirviente en busca de amo”.
"¿Qué trabajos sabes hacer?", preguntó Fin.
"Soy el mejor ladrón que existe."
"Salta dentro de la barca, entonces"; y Fin se llevó a éste también.
Vieron a un tercer joven correr hacia la barca y lla­marles. Se hicieron a la orilla.
"¿Qué sabes hacer tú?", preguntó Fin.
"Soy", contestó el joven, "el mejor escalador que existe. Puedo llevar cien libras sobre la espalda, en un lugar donde una mosca no aguantaría en un día tran­quilo de verano".
"Salta a la barca"; y el joven se unió a los demás.
"Tengo mi equipo de sirvientes ahora", dijo Fin; "con éstos sin duda bastará".
Y prosiguieron su viaje, sin detenerse para nada hasta que llegaron a la Puerta de la Colina de Howth. Entonces, Fin preguntó al adivino qué estaban hacien­do los tres Hombres Grandes.
"Acaban de cenar", dijo, "y se están preparando para irse a la cama".
Le preguntó por segunda vez. "Se están acos­tando; y han extendido sus camisas sobre el respaldo de las sillas." Contestó el adivino.
Al cabo de otro rato, Fin volvió a preguntarle, "¿qué están haciendo ahora los Hombres Grandes?"
"Están profundamente dormidos", respondió el adivino.
"Haría falta que un buen ladrón fuese ahora y robara las camisas", se dijo musitando Fin.
"Yo lo haría", dijo el ladrón, "pero las puertas están cerradas, y no puedo entrar".
"Monta sobre mi espalda", agregó el escalador, "y yo te llevaré hasta dentro". Y lo subió sobre la espalda hasta la chimenea, y el otro, bajando por ella, robó las camisas.
Fin fue donde estaba la banda de los Fianos; y por la mañana marcharon todos a la casa donde estaban los Hombres Grandes. Hicieron sonar sus escudos en señal de desafío, y pidieron a los Hombres Grandes que salieran a combatir.
Y estos salieron. "Muchos días", se disculparon temerosos, "hemos estado mejor preparados para el combate que hoy", y confesaron a Fin y a su gente la historia tal como la conocemos.
"Habeís sido impertinentes", dijo Fin, "pero os perdono"; no sin antes jurar que en adelante siempre le serían fieles y estarían dispuestos a realizar cual­quier empresa que les encomendara.

024 Anónimo (celta)

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