Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 29 de mayo de 2012

Cabrera

La balear menor, la que ocupa el último lugar en la ha­bitual nomenclatura que del archipiélago hacen los libros de Geografía y la costumbre, tiene también su pequeño prota­gonismo en el campo de la leyenda. Por su escasa población y por no haber soportado nunca sobre ella una comunidad estable de habitantes, escasea su bagaje costumbrista que necesita de la gente y de su cotidiano roce para generarse y perpetuarse.
Las historias fantásticas que tienen a Cabrera como escena­rio son, pues, resultado de episodios espontáneos acaecidos cuando, por uno u otro motivo -generalmente el bélico-, la pequeña isla ha participado como protagonista en algunos momentos de la historia balear. Lo demás, el resto de histo­rias que hacen referencia a Cabrera, no pasan de ser simples anécdotas, algunas ciertamente muy dramáticas.
Considerado por los arqueólogos como una importante fuente de yacimien-tos, la colección de islotes que tienen a Cabrera como núcleo, es todavía un libro cerrado que algún día desvelará aspectos interesantes de la prehistoria balear. Vestigios de características tipológicas -tanto artísticas como domésticas- no encontradas en las islas mayores, ha­cen suponer una cultura donde la religión (restos de tem­plos) y la vida comunitaria (vestigios de tres poblados pre­históricos localizados en la pequeña Conejera) tendrían una singular importancia.
Cabrera, la «isla traidora para el navegante» como la de­finiera Plinio, fue en los tiempos lejanos donde cartagineses y romanos se disputaban el protago-nismo mediterráneo, el legendario y, según otros, probado fugar donde naciera Aní­bal. Para Plinio, la isla Tricada (antiguo nombre de Cabre­ra) fue siempre la cuna del cartaginés, y Estrabón, por su parte, sitúa en ella un templo a la diosa Juno, a cuya pro­tección se acogían las embarazadas en aquellos tiempos.
Sobre estas premisas, una imprecisa historia avalada en parte por el testimonio de algunos historiadores (Binimelis y Despuig, por ejemplo) nos cuenta cómo Amílcar Barca llevó a su esposa, en avanzado estado de gestación, hasta la Tricada para implorar un buen parto a Juno. Corría, a la sazón, el año 244 a. de C. y fue el caso que, hallándose en la pequeña isla, le llegó el momento de parir a la dama carta­ginesa y de ella nació el que más tarde sería gran caudillo Aníbal, preocupación máxima de Roma, a la que estuvo a punto de arrebatar su naciente hegemonía.
Algunos, rizando el rizo, dan por cierta y demuestran fe­hacientemente esta suposición, aportando el dato de que Aníbal Barca fue sietemesino, lo cual -dicen- parece pro­bado. Ello explicaría que, sin imaginar lo inminente del alumbramiento, la señora Barca se decidiera a emprender aquel incómodo crucero por el Mediterráneo.
Siglos después, allá por el IV de nuestra Era, se tienen noticias de otro eipsodio acaecido en Cabrera y protagoni­zado, esta vez, por una comunidad de monjes dedicada a prácticas piadosas y de estudio que llegaron a merecer el elogio de San Agustín. Así consta en la carta que el futuro santo dirigió a Eudosio, superior de los religiosos: «Debéis atender antes a las necesidades de la Iglesia que a la con­templación y al descanso» se dice en el documento, para continuar alabando la vida de santidad observada por los monjes. Sin embargo, tiempo después, como si ya la adver­tencia de San Agustín hubiera sido una premonoición, pare­ce que las costumbres y la vida de austeridad y privaciones que se seguían en el monasterio de Cabrera sufrieron tal re­lajamiento y degradación que el papa Gregorio Magno se vio obligado a enviar hasta allí a uno de sus legados, por­tador de duras reconvenciones. A saber qué cosas andarían haciendo los frailes para merecer del papa un comentario tan duro como: «los monjes del monasterio de Cabrera, que yace junto a Mallorca, viven tan disolutamente y su vida está manchada con tales maldades, que más bien parecen mili­tar al servicio del diablo que al servicio de Dios».
Con la ocupación sarracena, Cabrera se convierte en una plataforma ideal para las expediciones musulmanas a las otras islas, preferentemente a Mallorca, hasta que la media luna señorea al fin sobre todo el archipiélago. Siguen siglos de piratería en los que la isla, con su castillo roquero seño­reando sobre ella, conoce sucesiva-mente devastaciones y sa­queos por toda clase de naves en sus singladuras mediterrá­neas. Son siglos oscuros y silenciosos para la isla que, en alguna ocasión, es escenario de aventuras fantásticas vividas por literarios héroes de ficción. Vicente Espinel y Alain René Lesage hacen sar por allí a sus personajes Marcos de Obregón y Gil Blas de Santillana. Las aventuras picarescas que sugería el siglo de oro español, con las idas y venidas de sus bajeles por el Mediterráneo y las consiguientes hazañas de cautivos y evadidos de la morisma, hallaron en la pequeña isla balear el marco idóneo para alguno de sus pa­sajes.
Sin embargo, la gran epopeya trágica de Cabrera, su ver­dadera leyenda negra, se inicia un día de mayo de 1890, cuan­do cerca de diez mil soldados de Napoleón son desembarca­dos en ella. Son prisioneros, derrotados en la campaña de Andalucía que van a ser puestos a prueba, abandonados casi a su sola iniciativa para sobrevivir, durante cinco largos años sobre la superficie de Cabrera, con sólo las ruinas de alguna edificación rústica y los restos del viejo castillo para guarecerse. Cuando, cinco años después, los tres mil sobre­vivientes fueron reembarcados hacia su patria, los otrora aguerridos soldados imperiales eran la viva estampa de la degradación, el hambre y la miseria. Como ingrávidos espec­tros, depauperados y sin fuerzas casi, aún tuvieron las nece­sarias para prender fuego a la isla como queriendo hacerla desaparecer para siempre y con ella los recuerdos de muerte y cautiverio que, sin embargo, iban a perdurar en ellos.
Como perduró también Cabrera, con las entrañas llenas de cadáveres y las paredes del castillo grabadas con dramá­ticas inscripciones de nombres y fechas, testimonio indeleble de aquellos años.
A partir de entonces, una leyenda negra se añadió a nues­tra historia. Una leyenda fruto del dolor y la frustración, del lógico miedo y de la desesperanza que para aquellos hombres supuso el convivir diariamente con el hambre, la peste y la muerte, durante cinco largos e inacabables años.
Hoy, en Cabrera, se vive básicamente la misma soledad de siempre. Apenas unas edificaciones, pequeñas, en el recogido puerto de aguas clarísimas, para uso de pescadores y milita­res. Nada más. Un poco más lejos, las ruinas del viejo casti­llo, con seis siglos de historia sobre ellas, se alzan sobre el recinto de un pequeño cemen-erio cuya puerta metálica se mece, continuamente, con el viento. Es un cementerio con una sepultura solamente: la de Johannes Bochler.
Johannes fue sepultado allí el 1 de abril de 1944 cuando cayó del cielo con su avión, estrellándose sobre Cabrera. Era un piloto alemán sorprendido por una tormenta mientras vo­laba en cumplimiento de alguna misión bélica.
El desastre de la segunda guerra mundial hizo que nunca pudiera localizarse a ningún familiar del aviador caído que, de este modo, se vio olvidado de todos y enterrado en una solitaria isla del Medi-erráneo. Por eso el alma de Johannes no ha encontrado aún la paz eterna. En las noches de tor­menta, el viento se mezcla con los lastimeros quejidos del joven piloto, como si su espíritu errabundo anduviera -to­davía- en busca de algún ser querido que se compadeciera de él.
Eso cuentan en Cabrera y advierten al visitante que no se atreva a profanar la tumba, la única tumba del pequeño cementerio, pues, de hacerlo, una maldición idéntica podría caer sobre su espíritu.

Fuente: Gabriel Sabrafin


092. Anónimo (balear-cabrera)

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