Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 26 de mayo de 2012

Blancaflor, la hija del demonio

70. Cuento popular castellano

Éste era un rey que tenía muchos deseos de tener un hijo. Y ya le tuvo, y salió muy jugador. Y jugaba tanto que les dejaba arruinados de tanto juego. Y una noche perdió todo el dinero que tenía y ofreció el alma al demonio, diciendo que si ganara tanto dinero como había perdido, que le daría el alma.
Apenas había dicho estas palabras cuando salió un caballero y le dijo:
-¿Qué ha dicho usted?
-Pues, si ganase tanto dinero como he perdido, daría el alma al demonio.
-Pues, tome usted esta bolsa de dinero y esta baraja -le dice el caballero- y juegue usted con ella. Y después me las lleva usted a las tres torres del Oro.
El muchacho aceptó la bolsa de dinero y la baraja, y empezó a ganar mucho dinero todas las noches en la banca. Y sus padres muy contentos. Pero él se ponía muy triste al pensar que tenía que ir a llevar el dinero y la baraja a las tres torres del Oro.
Ya se puso en camino, con su caballo y su merienda, en busca de las tres torres del Oro. Iba andando, andando... y ya se termi­nó la comida que llevaba y tuvo que comer de las ancas del caba­llo. Iba andando, andando..., y se encontró a un águila. Y la dijo:
-Águila, tú que corres tantas tierras, ¿sabrás dónde están las tres torres del Oro?
-No, no -dice.
Y siguió el muchacho caminando, caminando... Ya vino otro águila, y la preguntó:
-¿Sabes dónde están las tres torres del Oro?
-Sí -dice-. Mira, por aquella carretera, andando, andando, andando, llegarás.
Siguió pues, caminando, caminando..., y cuando ya iba llegan­do, salió el caballero.
-¡Hola, hombre!
-¡Hola!
-¡Qué tal! ¿Has ganado mucho dinero?
-Sí -dice.
-Bueno, pues ahora tienes que quedarte aquí y casarte con una de las tres hijas que tengo.
Ya al otro día le llamó y le dijo:
-Mira, tienes que ir a aquel cerro y plantar viñas. Ahora son las once. A las once y media tienes que traerme una botella de vino.
-¡Hombre, eso es imposible, porque las viñas no dan hasta los tres o cuatro años!
-Pues no hay más remedio. Si no lo haces, te mataré.
-Se marchó el pobre muchacho muy triste. Y en el camino se encontró a una de las hijas del demonio, a Blancaflor, y le dice:
-¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan triste?
-Pues, mira lo que me ha dicho tu padre -le dice-. Que ten­go que ir a aquel cerro y plantar viñas y llevarle una botella de vino a las once y media. Y ahora son las once.
-No te asustes -le dijo Blancaflor-, que yo haré todo eso. Y en un momento fue y plantó las viñas y le trajo la botella con el vino. Y va el muchacho con la botella al padre y al ver la botella de vino le dice:
-Ah, esto no lo haces tú, que lo hace Blancaflor. Y el demonio le dice entonces:
-Pues, bueno, ahora tienes que hacer otra cosa. Mañana, a las once, tienes que ir al mar y sacar un anillo que se le cayó a mi tatarabuela.
-¡Hombre, eso es imposible!
-Pues no hay más remedio. Si no, te mataré.
Al otro día se marchó el muchacho muy triste hacia la orilla del mar, y salió Blancaflor al encuentro. Y le contó lo que le ha­bía dicho su padre.
-Pues, mira -le dice Blancaflor-. Hazme tajaditas y méte­me en esta botella y tírame al mar. Y con esta guitarra estáte tocando, porque si no tocas, seremos perdidos.
Así lo hizo el muchacho. La hizo tajaditas, la metió en la bote­lla y la tiró al mar. Y empezó entonces a tocar la guitarra. Tocó y tocó, y ella no salía, y por fin se quedó dormido. Y ella, muy asus­tada, se asomó del mar y le dijo:
-¡Toca, toca!
Y salió con el anillo. Y fue el muchacho y se lo llevó al diablo. Y entonces, de que se lo llevó, le dijo el diablo:
-Ah, esto no lo haces tú, que lo hace la Blancaflor. Bueno, pues mañana te vas a casar con una de mis tres hijas y tienes que elegir.
Y al otro día le metió en un sótano a oscuras con las tres chi­cas y le tapó los ojos y le dijo que eligiera una. Y empezó a elegir:
-Ésta no. Ésta no. Ésta sí.
Y era Blancaflor. Como había visto al picarla que tenía un hoyito en la mano, la conoció, y por eso dijo, «Ésta sí». Ya cele­braron las bodas, y por la noche se fueron los dos a su gabinete. Y ellos, como sabían que el diablo les quería matar, pusieron dos pellejos de vino en la cama, con una saliva encima de ellos. Y si el diablo decía, «Blancaflor», respondía la saliva por ella.
Entonces se marcharon en uno de los caballos del diablo. Y empezó su padre a llamar:
-Blancaflor, Blancaflor, ¿duermes bien? Y la saliva contestaba:
-Sí, señor.
Y luego allá al rato volvió:
-Blancaflor, Blancaflor, ¿duermes bien?
-Sí, señor (más bajito). Y luego volvió otra vez:
-Blancaflor, Blancaflor, ¿duermes bien?
No contestó, porque se terminó ya la saliva. Entonces entró en el gabinete y vio que no había nadie. Y del enfado que les dio, fue la mujer del diablo á buscarlos. Ya los iba alcanzando cuando el muchacho volvió la cabeza y dijo:
-Oye, Blancaflor, que viene tu madre.
-Déjala que venga -dijo Blancaflor.
Y tiró una toalla, y se hizo un monte muy espeso, muy espeso. Tan espeso era que la diabla les perdió de vista y tuvo que volver a casa. Llega a casa, y le dicen las hermanas de Blancaflor:
-¡Ay, tonta, que estaban ellos entre el bosque, que no les has visto!
Y una de las hermanas dijo:
-Ahora voy yo a buscarles. ¡Verás cómo les encuentro!
Echó a correr o a volar, y ya los alcanzaba. Y entonces volvió la cabeza el muchacho y la dice:
-Blancaflor, que viene tu hermana. 
-Déjala que venga.
Y tiró una palancanita que llevaba, y se hizo un río caudalo­so. Y no lo pudo pasar la diabla. Y se volvió a casa desesperada. Y luego dice la otra hermana:
-¡Ay, tonta, que tampoco les has hallado tú! Pues, ahora voy yo.
Y ya echó a volar también. Y ya les iba alcanzando cuando vol­vió él la cabeza y dice:
-Blancaflor, que viene tu hermana.
-Déjala que venga.
Y ya, cuando llegaba la diabla a ellos, dice Blancaflor:
-Mira, yo soy la ermita y tú el ermitaño.
Y ella se hizo una ermita y él el ermitaño. Y llegó la diabla y preguntó:
-Buen hombre, buen hombre, ¿ha visto usted un recién ca­sadito y una recién casadita?
-Tindilindín, dilindindán, ¿que si quiere usted entrar a misa?
-¿Que si ha visto usted un recién casadillo y una recién ca­sadilla?
-Que voy a tocar a misa, que si quiere usted entrar. Tilindin­dfn, dilindindán.
Pues ella, ya enfadada, les echó la maldición:
-¡Sigún habís sido de queridos, seáis olvidados!
Pues ya se separaron el muchacho y Blancaflor a la primera población. Y ella se metió de sastra, y él se puso a servir. Y él ya se iba a casar con otra. Pero un día fue a hacerse la ropa a casa de Blancaflor, y entonces se conocieron y se casaron. Y fueron muy felices.

Sepúlveda, Segovia. Narrador XII, 25 de marzo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo

058. Anónimo (castilla y leon)

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