Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 29 de mayo de 2012

Benet esteva

En 1530, la Isla no se había recuperado aún del trauma de las germanías que, durante tres años, diezmaron lo mejor de sus gentes. El odio, la venganza y la represalia, consecuencias lógicas de aquel enfrentamiento fratricida, no tuvieron mayor clemencia con los mallorquinies que el hambre o la peste, desata­das de costa a costa y asestando ciegamente el golpe de gracia a aquella generación tambaleante.
Otra vez más, el pueblo, el gran perdedor de siempre, do­blaba el espinazo de sol a sol, para reunir el importe de los one­rosos tributos que el virrey o el noble le imponían, arbitrariamente casi siempre, como venganza y escarmiento por la sublevación reciente. La guerra no había arreglado nada. Las diferencias so­ciales seguían abriendo abismos insalvables entre las clases y el soterrado grito del débil seguía sin llegar a los altos estamentos del poder.
En Sóller, la recogida villa mallorquina, se estaba pagando tam-bién un elevado precio por la redención de su castigo. En 20.000 libras fijó el virrey el importe del tributo que, al no po­der ser atendido en ocasiones, obligó a la pública subasta de los bienes de los vecinos. Desengañados, corroídos por el odio e im­potentes en su rebeldía, prefirieron algunos el refugio seguro de las vecinas montañas, donde era fácil la emboscada y poco peli­groso el asalto. Estaba naciendo una nueva generación de ban­doleros.
Tal vez uno de ellos fuera Benet Esteva. Pendenciero, tahur, blasfemo y partidario de resolver sus diferencias a punta de na­vaja, arrastraba tras sí una larga historia de violencias que le habían marcado como el peor indeseable de la villa. Nada era ca­paz de detener en su carrera de maldades que comenzaba, quizá, algún día aciago, como resultado de un lejano y trágico suceso.
Solamente se podía combatir a Benet con sus propios mé­todos y por eso, el domingo de carnaval por la noche, cuando amparándose en las sombras pretendía llegar hasta su casa, le ten­dieron, la emboscada. Silenciosos como fantasmas, tres emboza­das siluetas se abalanzaron sobre Benet, mientras el centelleo de una espada rasgaba las tinieblas. Se oyó el ruido de un cuerpo derrumbándose en el suelo y sólo los débiles gemidos del herido, impidieron a la oscura calleja recobrar su silencio acostumbrado.
Tres días duró la agonía de Benet debatiéndose en su lecho, desesperada-mente, entre la vida y la muerte. Largo plazo para reconsiderar su historia y buscar, en última instancia, la recon­ciliación con Dios y con los hombres. Pero eran inútiles las lágri­mas y las súplicas de su mujer. Benet se resistía a recibir la vi­sita del confesor, un humilde franciscano especialmente querido por los vecinos del pueblo, que estaba poniendo todo su empeño en rescatar el alma de aquel desgraciado.
Pensó el buen fraile que tomando el crucifijo del altar, una pequeña imagen por la que todos en Sóller demostraban una sin­cera devoción, conseguiría al fin su propósito y se presentó con ella en la casa del moribundo. Benet pareció enloquecer a la vista del Cristo. Con el rostro desencajado y los ojos vidriosos ya por la muerte, volvió la espalda al franciscano y, arañando la encala­da pared de su alcoba, blasfemaba y gritaba denuestos contra sus desconocidos agresores negándose a concederles el perdón y pro­firiendo las más espantosas maldiciones.
Sin admitir su derrota, el fraile franciscano se acercó más al lecho y, en el nombre de Dios, conjuró a Benet pidiendole que depusiera su actitud. Era un duelo, un combate dramático entre las fuerzas más antagónicas. Cuanto más renegaba el contumaz forajido, más y con mayor fuerza insitía el religioso, llorando, implorando la salvación de su alma que se le escapaba por mo­mentos.
De pronto, una gota caliente cayó sobre la crispada mano del fraile, una gota que se había deslizado ¡sí! de la imagen de Cristo. ¡El crucifijo sudaba! Como queriendo demostrar el es­fuerzo que le costaba doblegar la resistencia del pecador impe­nitente, la imagen estaba bañada por cuantiosas gotas de un su­dor rosáceo que afloraban incesantemente por toda su pequeña anatomía.
-¡Benet, Benet!, suplicaba el franciscano arrodillado jun­to al lecho.
Pero Benet, en un último esfuerzo, lanzó otra horrísona blas­femia y, convulsionándose en un espasmo, expiró. Era el miérco­les de ceniza de 1530.
Por la tarde, de forma anónima y como a escondidas, alguien cavó un hoyo en el lecho del torrente Creuer -hoy Torrentó d'en Creueta- y depositó allí el cadáver de Benet Esteva. A la ma­ñana siguiente, sin embargo, nadie fue capaz de dar con su cuer­po. La enorme tormenta descargada durante la noche, arrastró por el torrente rocas y árboles y su cauce aparecía socavado y deshecho en toda su longitud.
Ni la tierra fue capaz de acoger en sus entrañas los despojos del infeliz Benet.
Guardado en el interior de un marco y muy cerca de la ima­gen del Santo Cristo de Sóller un viejo documento que firma «Joannes Vich, Epus. Majoricen.» relata, sucintamente, el argu­mento de esta historia. Alguien le contaría al obispo Vich y Man­rique -prelado mallorquín desde 1573 hasta 1604- el especta­cular, suceso y éste, convencido de su veracidad, no dudó en re­frendarlo con su firma. Por su parte, el testimonio generacional, le ha conferido el carisma tradicional de las leyendas.

Fuentes: J. Nicolau Bauzá: El Santo Cristo de Sóller.


092. Anónimo (balear-mallorca-sóller)

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